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HACIA UNA CULTURA DEL ENCUENTRO1

Santiago Kovadloff

En diálogo con Mons. Estanislao Karlic, el autor de estas páginas replantea nuestra
cultura desde sus mismos fundamentos: la necesidad de un verdadero encuentro con
el otro, que suponga una actitud de diálogo, apertura y perdón.

Quisiera realizar inicialmente algunas acotaciones conceptuales, que me parece que


pueden ser interesantes para un debate ulterior.

Plantearía esta pregunta: ¿es posible una cultura del “desencuentro”? La noción de
cultura supone acuerdo, supone encuentro, consenso colectivo, un consenso que
trasciende el interés sectorial, la inscripción en el campo fragmentario, la insistencia en
lo puramente individual. Un individuo, justamente, es culto en el sentido en que aquí
importa, cuando su voz resulta representativa de valores comunitarios consensuados.
No puede sino ser “cultura” todo lo que implique encuentro y “contracultura” lo que
promueva el desencuentro.

De manera que el proyecto de encaminarnos hacia una cultura del encuentro debe
partir de la evidencia explicitada de que lo hacemos desde el terreno del
desencuentro. No vamos hacia una cultura del encuentro como si “encuentro” no fuese
sino una modalidad de la cultura. El encuentro no es una modalidad de la cultura: el
encuentro es la única cultura posible. Donde hay humanidad, hay cultura, y donde hay
cultura, el encuentro está vivo. Por lo tanto, diría yo que la crisis de nuestro tiempo es
una crisis profundamente cultural en la cual la cultura corre un riesgo: el riesgo de
extinción que amenaza a nuestra cultura es que ella no está asentada en el encuentro
y, por lo tanto, su carácter es aparente. El mundo de la apariencia ha sustituido
sinonímicamente al mundo de la cultura.

Quisiera dejar sentado este primer planteo porque me parece que puede ser útil. No
se trata de elegir entre modalidades de cultura. El término prolifera hoy
demagógicamente: se nos habla de una cultura del trabajo, de una cultura del
esfuerzo, de una cultura de la literatura, de una cultura de los medios.

Es lógico que allí donde no existe responsabilidad expresiva, los términos se usen con
impunidad moral. Pero por lo pronto lo que me parece importante asentar, es el hecho
de que no hay otra cosa que encuentro, si hay cultura. La crisis de nuestro tiempo no
es una crisis cultural, es una crisis de la ausencia de cultura.

El perdón como signo de debilidad

Luego, la pregunta es: ¿cuándo es el perdón expresión de debilidad o de fortaleza?


Cuando lo que se solicita es “clemencia”, creo yo, cuando lo que no se solicita es una
oportunidad de ser reconocido como uno que quiere reparar, asumir con
responsabilidad ética el mal que conciente o inconscientemente ha producido, el
pedido de perdón es un signo de debilidad. Quiero ser claro en esto y me permito
abusar de ustedes repitiendo lo que quiero decir: creo que el reclamo de perdón es un
signo de debilidad y no de fortaleza cuando lo que se solicita es clemencia y no la

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Conferencia pronunciada el 5 de junio de 2006 en el auditorio Mons. Derisi de la Pontificia
Universidad Católica Argentina.
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oportunidad de reparar mediante el trabajo solidario y la conciencia crítica y


autocrítica, lo generado por el error del pecado, por el error de la ofensa. Allí,
entonces, el pedido de perdón responde al horror de sentirse aislado por la acusación.
Queremos escapar a la acusación, pero no desde la comprensión de lo vivido y lo
realizado, sino desde esta confrontación con nuestra identidad, como lo que ha sido
impugnado severamente desde el castigo.

Clemencia pide Caín, cuando tras el asesinato de su hermano, le ruega a Dios que lo
proteja para que nadie lo mate al descubrir que él es un asesino. Esto es la clemencia
en el sentido de demandarle al otro protección, sin asumir responsabilidad ante lo que
se ha hecho. En Génesis 4, 14, justamente eso está retratado de tal manera que
vemos que Caín se dirige a Dios para pedirle que lo ponga a salvo de la muerte que
pueda amenazarlo, sin que medie en esta solicitud de protección la asunción
responsable de la magnitud de lo hecho. Este es un signo de debilidad.

En Génesis 9, 5, ya en el episodio que narra el diluvio y la vida de Noé, Dios le


responde a Noé que el hombre será aquel a quien él le pedirá cuentas por la vida de
su hermano. Y allí aparece retratado el hombre como el solicitado por Dios para que
hable de su condición de responsabilidad fraterna. ¿Quién es el hombre? Es aquel que
será requerido para hablar ante Dios de su responsabilidad por el prójimo. Al proceder
como lo ha hecho, Caín se ha deshumanizado. No es un hombre que corre peligro de
muerte: es un hombre que está amenazado de muerte porque se ha deshumanizado y
la muerte está en él, entendida como aquello que lo desfigura en su dimensión
espiritual más alta.

El perdón como signo de fortaleza

El pedido de perdón es expresión de fortaleza cuando se solicita el derecho a ser


reconocido como un “arrepentido responsable”. Quien solicita perdón como un
“arrepentido responsable” evidencia fortaleza. Porque ser responsable significa en
este caso exponerse ante aquel a quien le solicitamos perdón como uno que quiere
emprender la tarea de reconsiderar lo que lo ha llevado al error y le ha permitido caer
en él, y mediante este trabajo crítico y autocrítico que sólo puede ser efectuado
amorosamente, entonces es posible dejar de ser un arrepentido sin responsabilidad.

La responsabilidad es la acotación fundamental que debemos hacerle a la noción de


arrepentimiento, para que se advierta que quien, de veras, pide perdón, pide una
oportunidad de redención, que viene dada por la responsabilidad con que asume,
autocrítica y laboriosamente, la tarea de constituirse en sujeto libre. Cuando se es
capaz de asumir en la conciencia ética la magnitud no ética del delito o del error en
que se incurrió, entonces hay fortaleza. Fortaleza que viene dada por una decisión
subjetiva que es respuesta a la gracia del arrepentimiento. Cuando el arrepentimiento
está motivado por la “desgracia” es una actitud convencional; cuando está motivado
por la “gracia” es reconciliación porque descanse sobre la labor que llevo a cabo sobre
mí mismo en tanto productor de desmesura, de error y de violencia. Y a la vez se pide,
en tanto se solicita perdón, la oportunidad de reparar amorosamente, lo que no implica
nunca la extinción del error cometido en tanto hecho objetivo, sino el sostenimiento de
ese error en el campo de una conciencia amorosa que le hace lugar, como objeto de
memoria, pero al mismo tiempo, desde el porvenir y no desde el pasado, es decir,
desde el afán de redención progresiva, y no simplemente desde el incautamiento de
ese hecho en lo ya sucedido y cristalizado para siempre en lo ocurrido.
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Voy a darles un ejemplo de esto, entre tantos: cuando el Estado de Israel celebró sus
cuarenta años de vida, en 1988, los cancilleres de Alemania e Israel firmaron e
hicieron público conjuntamente un documento en el cual el gobierno alemán
manifestaba que se comprometía a sostener a diario la memoria de lo ocurrido entre
1933 y 1945 en Alemania y, particularmente, en la Shoa. Se compromete a hacer de la
subsistencia del Estado de Israel un problema de Estado interno de Alemania y a no
disociar jamás su desarrollo y su progreso de la conciencia de la barbarie realizada.
De manera tal que lo que se pueda hacer no encubra ni enmascare jamás lo que se
llegó a hacer. Aquí la dimensión de la barbarie no aparece como lo estrictamente
irreparable; aparece como lo inconmensurable que sólo puede ser redimido por la
“tarea incesante del amor”. Si la tarea es incesante, es porque la memoria de lo
inconmensurable y del horror no va a desaparecer. Pero tampoco preponderará
aislada, de manera tal que impida la reconciliación. Podrá desaparecer el dolor, pero el
sufrimiento es tarea. El sufrimiento es lo que hacemos con el dolor. Es la herida que
no desaparece, pero ya no agota la identidad del hombre. Es Jesús, en el caso del
Cristianismo, como “tarea incesante”. Es entre nosotros, los judíos, la idea de que la
palabra del profeta debe volver a ser oída, para no presumir que ha sido entendida, sin
que deje de ser comprendida.

La necesidad del otro

En la tradición hebrea existe un bien que merece ser recordado. Nosotros hemos
considerado en nuestra tradición el acto de la interpretación de la Torah, la Palabra de
Dios, como un acto sagrado: interpretar la Biblia es acercarnos a la Palabra de Dios
sin poder agotar en nuestra interpretación el sentido de esa Palabra. La interpretación
es indispensable e insuficiente. Es indispensable porque implica sostenernos en el
encuentro con el Señor. Y es insuficiente porque nadie puede jactarse de tener el
monopolio de su comprensión acabada. Al no ser suficiente, al no tener yo el
monopolio de la palabra de Dios, el prójimo se me impone como indispensable, porque
él, con su comprensión, matiza la mía. Si él tiene el derecho a interpretar la Palabra de
Dios, como yo lo tengo, si la mía no alcanza y la de él es también insuficiente, juntos
podemos sostenernos en el acto de la interpretación, mediante el reconocimiento del
prójimo como indispensable para que subsista el misterio de la Palabra de Dios como
tarea.

Esto es indispensable, pero no es nada fácil. Es que no hemos nacido para lo fácil.
Nacer para lo fácil significa estar inscriptos únicamente en el campo de la biología. El
animal ha nacido para lo fácil, porque no tiene responsabilidad interpretativa sobre lo
real. No hay particular empeño en un camello en ser adulto, porque la biología asume
la responsabilidad global de la tarea de desplegarlo como ente vivo. En nosotros, es
inútil que el tiempo pase si no está capitalizado por la interpretación, es decir por el
esfuerzo significativo. De manera que nosotros somos “posibles” en tanto somos
“humanos”. El hombre es un ser que “insiste” en ser, no “existe”, “insiste”. Y esta
insistencia tiene dos vertientes significativas que atañen a nuestro tema: una es la
voluntad: el hombre está dotado de voluntad para empeñarse, es decir para insistir en
ser. Pero, si la voluntad no descansa sobre la Gracia, se agota en la omnipotencia.
Cuando la voluntad lo es todo, el hombre presume que tiene todo el poder. La Gracia
le recuerda al “creador” que es “criatura”. Es decir, que cuenta con atributos que no ha
creado, que le han sido dados: ciertamente el hombre puede “decir”, pero él no ha
creado su “posibilidad de hablar”. Que podamos hablar, que podamos valernos de la
palabra, que nuestros signos de comunicación no se agoten en tres registros, como el
de un pájaro, que tengamos la posibilidad de imprimirle a lo real significación y abrirlo
al campo del debate y del intercambio, es un don de Dios. Nosotros también lo
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llamamos en la tradición hebrea, “el impronunciable”. ¿Por qué el “impronunciable”?


Pues porque su nombre no puede ser dicho en tanto connotaría abarcarlo por
completo. Entonces lo llamamos con consonantes: “YHWH”. La tradición hebrea ha
querido perpetuar así la convicción de que Dios se deja ver, como signo, pero no se
deja agotar en su significado. Esta coexistencia entre signo y significación inagotable
nos permite al mismo tiempo reencontrarnos con la dimensión de la creatura que todo
hombre debe ser si quiere que su voluntad sea convivencial.

El arrepentimiento

Expresábamos antes que, cuando uno es capaz de asumir en la conciencia ética la


magnitud no ética del delito, del error o del pecado en que ha incurrido, allí evidencia
fortaleza. Y pide la oportunidad de reparar. Pide ser reconocido amorosamente como
el que ha sido victimado como uno que quiere “estar a su lado”. Pide la oportunidad de
cargar con la responsabilidad fraterna de lo que ha hecho, y no con la responsabilidad
condenatoria únicamente de lo que ha hecho. Con humildad, con autoctrítica y con
trabajo. La humildad proviene del reconocimiento “agraciado” de nuestra condición de
creatura. La autocrítica, de la capacidad de saber que al descubrir nuestra suficiencia
somos más libres que ejerciéndola ciegamente. Y con trabajo, porque el hombre ha
sido creado para llegar a desplegar siempre un poco más su sed de trascendencia, es
decir, su afán de perfectibilidad.

Hay también en Génesis un extraordinario “arrepentimiento” del que les quiero hablar
hoy en el marco de esta charla, que es una expresión de fortaleza o de grandeza
excepcional, y que va por cuenta de Dios. Se lee en el capítulo octavo, versículo 21
del Génesis: han bajado ya las aguas, ha terminado el diluvio, Noé ha pisado la tierra,
ha comenzado a sembrar y ha ofrecido en holocausto a Dios parte de los frutos recién
cosechados. Y allí ocurre esto: Dios contempla a la tierra rediviva, el resurgimiento de
las especies, el retorno, en suma, de lo viviente, y afirma que no volverá a maldecir la
tierra a causa del hombre.

¿Por qué no ver aquí un acto de arrepentimiento? Dios ha procedido a generar el


diluvio ante lo irremediable de las circunstancias generadas por el culto del mal. Y,
vuelta la vida a la tierra, renacida la vida como acto de Fe a través de la conducta de
Noé, le oímos decir a Dios que no volverá a matar a los vivientes como acababa de
hacer. He pensado siempre que este momento en el cual Dios se planta ante Noé y
reconoce que la desmesura y lo apocalíptico entendido como la producción de una
Shoá, no llevan a la redención, lo ha alcanzado también al Señor, que va en pos de su
propia capacidad dialógica con el hombre y se presenta ante él diciéndole: nada te
pido que no me exija a mí.

El pedido de perdón, el arrepentimiento redunda en una promesa de compromiso con


el hombre. Dios la llama “un pacto” (Gen. 9,11). El diluvio no volverá a destruir la vida,
ni habrá otro diluvio que devaste la tierra. Y ello aunque el corazón del hombre se
pervierta desde su juventud. Fíjense qué extraordinario momento: no es que no habrá
otro diluvio porque por fin el hombre da pruebas acabadas de ser un ejemplo de
eticidad impoluta. No lo habrá porque el hombre será el que insista en el pacto, será el
que insista en la Alianza, será el que se constituya humanamente en tanto no quede
atrapado en el veredicto final del pecado.

En nuestra tradición hebrea, el día del perdón, el Yom Kippur, tiene precisamente este
significado. Cuando el creyente se dirige a Dios en ese día, rogándole que lo perdone
por todas sus desmesuras y pecados, la tradición talmúdica recuerda que Dios no
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puede en ese instante otorgar el perdón si el prójimo afectado por esa desmesura y
ese pecado no lo otorga. Es decir, es en el encuentro con el prójimo en donde se
realiza el encuentro con Dios en una de sus dimensiones fundamentales. Es la
capacidad, en tanto pecador, de ser reconocido por el afectado como indispensable
para la propia eticidad. Tarea mayor, tarea difícil, tarea constante, pero posible.
Porque el hombre pertenece al ámbito de lo “posible”, no pertenece al ámbito de lo
“real”, no está “acabado” en el campo de lo que está biológicamente consumado. No
somos especie. Tenemos un único Dios, porque cada uno de nosotros es único,
irrepetible. Y acaso que hayamos querido santificar en nuestra tradición judeo-cristiana
la idea primordial de que la singularidad difiere de la individualidad en esto: individuos
tienen todas las especies, singularidades, la nuestra con mucho empeño, si somos
capaces de descubrir nuestra propia trascendencia, nuestra propia inscripción en
nuestra a condición de criaturas habilitadas para reconocerse porque el misterio de la
conciencia no es otro que el de descubrirse existente.

Perdón y conciencia

Tener conciencia no es saber algo acerca de las cosas, es descubrir que uno sabe,
acerca de las cosas, algo. La dimensión primordial de la conciencia es la
autoconciencia del milagro de la conciencia. El encuentro exige también que la víctima
se reconozca simultáneamente como aquel que consiste en lo que él ha hecho y a la
vez como aquel que no se reduce a lo que ha hecho, y esto gracias al amor de su
prójimo. Porque el perdón es gratuito, es decir, amoroso. No proviene del carácter
irrelevante o menor del pecado cometido, sino de la Gracia. Se perdona
amorosamente, no en proporción a la magnitud del pecado, sino a la magnitud de la
necesidad de reconocernos en el prójimo. No perdonamos lo que “podemos”;
perdonamos lo que “no podemos” perdonar. Sólo entonces hay perdón. Quien perdona
lo que puede, aún actúa fuera del campo de la Gracia.

Hoy hemos adormecido la conciencia moral y hemos perdido el sentido del deber y de
la ley. Es necesaria la amistad social y no sólo la justicia y que el hábito del perdón es
un hábito de interpelación, que busca la salvación del otro, la necesita. No puede uno
constituirse en nadie, si no busca la salvación del otro. Yo y tú, como señala Buber. La
“y”, la conjunción, es comunión. No hay yo sin tú. La nuestra justamente es una cultura
en que esa conjunción, esa “y”, está opacada. Hemos perdido el sentido de la
interdependencia, que acaso no hayamos llegado a tener nunca plenamente entre
nosotros.

Pero, cuando decimos que hemos adormecido la conciencia moral, es que, en


principio, hemos perdido la conciencia de su necesidad. La Argentina está más cerca
de un conglomerado social que de una República. Estamos todos, no falta nadie; pero
no estamos “republicanamente integrados”, porque no hemos comprendido que la
marginación social, la ausencia de independencia entre los poderes y de
interdependencia entre los poderes y, por lo tanto, la ausencia de un perfil republicano
cabal, hace de nosotros una instancia repetitiva de la vida, y no una instancia
innovadora de la vida. Estamos encallados en el pasado porque no provenimos del
porvenir. Y no provenimos del porvenir porque no hemos advertido aún, en nuestra
cultura política, que el hombre no proviene del pasado, sino del futuro en tanto
instancia de la esperanza. Contra toda lógica, contra toda evidencia, aspiramos a que
el porvenir se haga realidad, que su presencia en el presente crezca.

¿Qué es, entonces, la esperanza? ¿La expectativa de un futuro mejor? Creo que la
esperanza es la vivencia festiva de que el porvenir, como redención, está vivo en el
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presente a través de matices que son signos. No descubrimos el porvenir en la


expectativa de mañana; descubrimos la fuerza del mañana en indicios del presente.
Se los nombró aquí: Teresa de Calcuta, por ejemplo; el resurgimiento del pueblo
hebreo después de años de diáspora y persecución; tantos santos que no conocemos
y que están ahí -en nuestra tradición los llamamos los justos-: esos hombres y mujeres
que, de pronto, iluminan nuestra vida con lo abismal de su entrega, a cambio de nada,
es decir, amorosamente.

Pues bien, creo yo que la Argentina es un país desculturalizado, es decir, apartado del
encuentro porque no ha logrado vivenciar protagónicamente la dimensión más honda
de la subjetividad, que es la del amor al prójimo. Sin duda necesitamos medidas
prácticas, medidas sociales. Pero sin una cultura, es decir, sin una militancia en el
campo del encuentro y de su sentido trascendente, no habrá comunidad, y por lo tanto
no habrá perdón.

Por eso hoy el perdón toma formas profundamente secularizadas que permiten
homologarlo a la concesión. Uno concede el perdón. Uno, que no es pecador, concede
el perdón a otro que sí lo es. Acá no hay redención, porque es deber moral de quien
da el perdón reconocerse a su modo en la figura de quien lo pide. Este supone cultura.
Esto supone, por eso mismo, encuentro. Y en última instancia, creo yo, trabajo el
cívico que debemos realizar en nuestro país, no puede sino ser un trabajo en donde lo
político es una dimensión de la sed de trascendencia.

¿Cómo realizar una “comunidad” si no es con el espíritu de la “comunión”? ¿Cómo


llevarla a cabo si no entendemos la religiosidad, no como la práctica de un culto sino,
fundamentalmente, como una experiencia vertebradota de la subjetividad? Somos
personas porque la religiosidad, es decir, la sed de reunión, nos busca. Corremos el
peligro de pertenecer a un tiempo de “espectros”, es decir, de seres muy parecidos a
los humanos. Y somos “espectrales” porque ha declinado en nosotros la sed de
religiosidad. Poco importa la forma que ella tome y bienvenida sea desde que la tome.

El diálogo que se ha iniciado en el campo de las relaciones judeo-cristianas da la


pauta de lo que es la auténtica globalización, la sana globalización. Globalizarse en un
sentido auténtico significa no poder prescindir de la diferencia del otro porque ella me
permite reconocerme en mi especificidad; si somos parecidos es porque advertimos
nuestras diferencias. No podemos reconocernos si no somos diferentes. Es por ser
diferentes que advertimos que somos parecidos. Y este “parecido” tiene que ver con el
“parentesco”. El horror primordial que nuestra Biblia retrata es el horror a la diferencia
vivida como Gracia. Y por eso el misterio tan extraordinario del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo de la tradición cristiana, resulta inconcebible para quien no esté abierto
a su propia complejidad. Allí donde nuestra complejidad como objeto de conciencia
decae, caemos en la simplificación maniquea de unos u otros, de una lógica de
exclusiones.

Al reivindicar el sentido del perdón estamos planteando condiciones políticas


fundamentales para que nuestra vida sea tarea y no jactancia, para que advirtamos
que la secularización nos destruye porque es sustitutiva del misterio de Dios, es decir,
constituye el acto profanador por excelencia, que es el teocidio, que consiste en tratar
de reemplazar lo divino entendido como la alteridad irreductible, amorosamente
accesible y lógicamente inconcebible, por el conocimiento.

No podemos vivir sin conocer, pero conocer de veras es aprender a desconocer.


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PARA RESALTAR EN EL TEXTO

“La noción de cultura supone acuerdo, supone encuentro, consenso colectivo,


un consenso que trasciende el interés sectorial, la inscripción en el campo
fragmentario, la insistencia en lo puramente individual”.

“El reclamo de perdón es un signo de debilidad y no de fortaleza cuando lo que


se solicita es clemencia y no la oportunidad de reparar mediante el trabajo
solidario y la conciencia crítica y autocrítica, lo generado por el error del pecado,
por el error de la ofensa”.

“Cuando, mediante el pedido de perdón, se solicita el derecho a ser reconocido


como un “arrepentido responsable”, allí hay fortaleza. Quien solicita perdón
como un “arrepentido responsable” evidencia fortaleza. Porque ser responsable
significa en este caso exponerse ante aquel a quien le solicitamos perdón como
uno que quiere emprender la tarea de reconsiderar lo que lo ha llevado al error y
le ha permitido caer en él, y mediante este trabajo crítico y autocrítico que sólo
puede ser efectuado amorosamente, entonces es posible dejar de ser un
arrepentido sin responsabilidad”.

“El hombre es un ser que “insiste” en ser, no “existe”, “insiste”. Y esta


insistencia tiene dos vertientes significativas que atañen a nuestro tema: una es
la voluntad: el hombre está dotado de voluntad para empeñarse, es decir para
insistir en ser. Pero, si la voluntad no descansa sobre la Gracia, se agota en la
omnipotencia”.

“El encuentro exige también que la víctima se reconozca simultáneamente como


aquel que consiste en lo que él ha hecho y a la vez como aquel que no se reduce
a lo que ha hecho, y esto gracias al amor de su prójimo. Porque el perdón es
gratuito, es decir, amoroso”

“Se perdona amorosamente, no en proporción a la magnitud del pecado, sino a


la magnitud de la necesidad de reconocernos en el prójimo. No perdonamos lo
que ‘podemos’; perdonamos lo que ‘no podemos’ perdonar. Sólo entonces hay
perdón”.

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