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Sergio Andrés Botero Cruz y Angela del Mar Verdugo Cabrera

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La teoría crítica, el pensamiento decolonial y la educación

1. Primera parte: el preámbulo.

La modernidad, que históricamente inicia alrededor del siglo XVI, cuando el mundo colonial se
expande desde Europa hacia el resto del mundo, es un proyecto netamente europeo, cuyos ideales
más altos, abstractos y a la vez materiales, estaban representados en la diversidad de ideologías que
se gestaron en el transcurso de los siglos que sucedieron a ese inicio, así como en las diversas formas
de dominación que se han efectuado implacablemente sobre los territorios de ultramar como Asia,
África y América.

Unos de los aspectos más claros que hemos notado con respecto a cómo esta situación afecta la
educación, se hace evidente al revisar nuestras experiencias como docentes, en las cuales no escapa
casi a ningún área el hecho de la referencia a la teoría, práctica y ejemplo europeo, desde los modos
científicos de las ciencias hasta los conceptos y representaciones del mundo eurocéntrico en las
ciencias sociales, en donde la historia del mundo, por poner un ejemplo, inicia y termina en Europa,
y el resto del mundo se percibe como un apéndice de los procesos históricos y cronológicos del viejo
continente. No más esa expresión, “Viejo continente”, le otorga a Europa un halo de antigüedad
paternal con respecto al resto del mundo como “nuevo”, descubierto y denominado así por la razón
europea, un nuevo mundo en estado de infancia, poco desarrollado.

En efecto, entre las formas de dominación que se perciben y se critican por parte de la razón europea,
se evidencia en primer lugar, la dominación territorial, en donde economía, política y sociedad se
conjugan en la creación de sistemas coloniales deshumanizantes, aunado esto a la eliminación de
identidades locales por medio de artilugios del lenguaje, con miras a destruir las formas de
representación locales e imponer unas nuevas formas lingüísticas y simbólicas, que permeen las
tradiciones, la religión y la cotidianidad. Esto genera un ocultamiento de las particularidades de los
dominados y oprimidos, masificándolos en conceptos vagos y sin contenido local, con conceptos e
identificaciones desde lo europeo, tales como “indio”, “bárbaro”, “idólatra”.

Dentro del ocultamiento fundamental que se evidencia en el proceso, la filosofía tiene un papel
preponderante en las dimensiones epistemológicas y ontológicas. Ya el tiempo denominado
“ilustración” o “siglo de las luces” se enarboló como el gran proceso intelectual revolucionario, el
cual, por antonomasia, significaría una ruptura con un mundo oscuro y supersticioso, transformándolo
en un nuevo paradigma que afectaría todos los niveles de las sociedades y, además, trascendería las
fronteras europeas para inmiscuirse en los mundos que ya Europa tenía bajo su dominio. Esta
ilustración se reduce a la ideología del progreso, la individualidad, la ciencia como el nuevo lenguaje
que daría respuesta a las inquietudes más importantes (o no), de la existencia del individuo y las
sociedades.

Bajo el desarrollismo y el progreso iniciado por la ilustración, al cual la técnica y la nueva forma de
producción de la revolución industrial vendría a sumársele para consolidar aquel proceso de progreso
teleológico continuo, se justifica aún más el paradigma cientificista de corte positivista, generador de
leyes universales, y como tales, irrebatibles. No solo las ciencias “duras” estarían en la cima de las
representaciones y justificaciones; a la par las ciencias sociales como la Historia de Leopold Von
Ranke y la sociología de Augusto Compte se desarrollarían bajo ese halo de justificaciones
autolegitimadas, que establecerían a Europa como el gran epicentro del progreso y el desarrollo del
mundo, llamado por la nueva providencia (la ciencia) a señorear por sobre los territorios atrasados
del mundo (todos los que no son Europa occidental), liderando aquel progreso sin fin. E incluso la
educación se verá fuertemente permeada por tal paradigma, según la crítica de Hanna Arendt (p. 188)
para quien “la educación se convertía en un instrumento de la política y la propia actividad política
se concebía como una forma de educación”, y de esta manera se reproducía el sistema capitalista y
europeizante, como una forma de política de Estado, basada en el adoctrinamiento de las masas para
servir a la industria y al sistema político presuntamente democrático.

2. Segunda parte: la crítica desde Europa.

Si bien tal teleología del progreso se autojustificaba cada vez mejor, a medida que las potencias
europeas dominaban más y más territorios alrededor del mundo (dentro de las variantes del
colonialismo, tanto directo como indirecto), las guerras mundiales de la primera mitad del siglo XX
destruirían la confianza ciega en la técnica, el nacionalismo y el sistema político-económico
dominante, y haría repensar y replantear, sobre todo desde las ciencias sociales, los fundamentos
mismos de la razón. La escuela de Frankfurt con la teoría crítica se enarbolaría como aquella que
iniciaría los cambios doctrinales en el pensamiento. Afirmarían, según Rodríguez Rojo (1997: 89),
que la “razón subjetiva”, propia del pensamiento tradicional moderno y positivista, tiene
consecuencias de índole utilitarista, en el sentido que propende por “…la defensa de la eficacia, el
dominio de la naturaleza y el hombre, el cientificismo y la cuantificación, la desconsideración de los
valores como tema racional, el rechazo de la metafísica, el interés individual que puede favorecer
tanto el anarquismo como los distintos fascismos, la especialización que conlleva la pérdida del
sentido de la totalidad… y ha derivado, socialmente hablando, en la justificación de sistemas
sociopolíticos explotadores del hombre, a quien se le ha privado de los valores de justicia, igualdad y
libertad”.

Paradójicamente, el discurso de la modernidad iniciado en la ilustración es sumamente locuaz, justo


y equitativo en sus postulados; pero la aplicación de los conceptos resultó útil a una suerte de élite
burguesa que se los apropió y los enarboló como las consignas propias de los Estados civilizados,
aturdiendo con demagogia a las masas populares útiles para sus propósitos políticos y económicos,
pero desechados para los beneficios del gran capital.

En síntesis, la teoría crítica pretende debatir y discutir, con base en razonamientos y análisis críticos,
los planteamientos básicos de las condiciones históricas, sociales, filosóficas de la sociedad,
revisando de manera hermenéutica el conocimiento y la razón comprendida hasta ese entonces. Surge
por consiguiente un nuevo paradigma epistemológico que permeará las bases teóricas de las ciencias
en general, tanto naturales como sociales.

Critican pues, el pensamiento tradicional en donde una de sus principales características es la “razón
instrumental”, la cual “posee un carácter de denuncia que descalifica el sentido dominante de la
racionalización social en la cultura moderna” (González, 2002: 289), y se refiere a la esencia de una
razón que promulga el pragmatismo y lo puramente técnico, que presenta el desarrollo humano con
base en fines específicos de la producción económica y la ideología política que lo respalda, que
justifica el sistema de dominación clasista.

El tema de la educación desde la ilustración tomará una importancia radical, en la medida en que
genera ruptura con los privilegios medievales en cuanto al acceso al conocimiento, gracias al
desarrollo del pensamiento y a la nueva facilidad de acceder a los saberes científicos y sociales,
debido a la difusión lograda por la imprenta, la circulación de libros y el auge cada vez mayor de las
universidades. Hay que aclarar que, aunque su difusión aumentó, siguió restringiéndose en gran
medida al pueblo en general, puesto que si bien anteriormente era la aristocracia y el clero quienes
monopolizaban el acceso al conocimiento, ahora los burgueses controlarían la producción y difusión
del mismo, aprovechándolo a su beneficio. Las revoluciones burguesas tendrían un componente
intelectual bastante alto, y así mismo restringido, en donde el pueblo llano, los siempre oprimidos,
servirían como masa de choque, así como masa productiva en las nuevas industrias del siglo XIX y
porque no, el XX también.
Ya lo demandaría Hanna Arendt (1996: 194) cuando critica el sistema educativo de los Estados
Unidos, pero que sirve como espejo de una realidad del mundo moderno, al afirmar:

“La intención consciente no era transmitir conocimientos sino enseñar una habilidad, y el
resultado fue que los institutos de enseñanza, transformados en entidades vocacionales,
tuvieron en la enseñanza de la conducción de un coche, del uso de la máquina de escribir o,
mucho más importante para el <<arte>> de vivir, de la forma de relacionarse con los demás y
tener popularidad, bastante más éxito que en la posibilidad de lograr que los alumnos adquieran
los fundamentos de un plan de estudios”.

Esta preocupación, aunque la advierte en la década de los cincuenta, goza aún de una lastimosa
actualidad, cuando vemos en nuestra experiencia, como estudiantes y como docentes, que el sistema
educativo privilegia el “hacer” sobre el “saber”, estimula el responder adecuadamente en contexto, sin
importar el bagaje cultural ni la preparación intelectual. Es una educación funcionalista y utilitarista,
o en términos de Luckács (citado en Rodríguez Rojo, 1997: 103) “cosifiadora”, esto es, objetivizante.
El valor de los sujetos se evidencia en tales como objetos de producción. El ser vale según su capacidad
productiva. El objeto resulta subjetivizado, en la medida en que adquiere características simbólicas,
trascendiendo a los mismos humanos que los crean. La educación tal cual se entiende actualmente,
privilegia el cuerpo útil por encima de la capacidad intelectual, transformándose además en una
“educación bancaria” como la llamaría Paulo Freire en su ya clásico Pedagogía del oprimido (1970),
al referirse al acto de transferir los conocimientos básicos, el sistema de valores que la sociedad
demanda, al procurar, más que educar, “normalizar” o “domesticar” a los estudiantes para que se pueda
llevar a cabo la reproducción del sistema imperante productivista, con toda su carga ideológica
opresora.

Para reunir en un sencillo grupo los aportes de la teoría crítica, se señala el interés por generar una
crítica de la sociedad en general, de las relaciones sociales y de producción, de la relación objeto-sujeto
dialógica, de los problemas de las clases sociales y las dinámicas de dominación clasista, y la crítica a
la teoría científica tradicional positivista. Sin embargo, la dinámica misma del movimiento crítico
habría de transformarse gracias al trabajo de Jürgen Habermas quien, con la Teoría de la acción
comunicativa, elevaría el punto de reflexión crítica a nuevas cotas. De hecho, Habermas fue bastante
crítico con su propia escuela, aunque sin apartarse de ella, transformará las bases epistemológicas de
Frankfurt. En la síntesis realizada José Sazbón (s/f: 196), afirma que “la extrapolación del concepto
Lukacsiano de ‘cosificación’ fuera del contexto histórico del sistema capitalista, la amplificación de la
razón instrumental a una general “lógica del dominio sobre las cosas y los hombres”, la disociación
del enlace crítico de filosofía y ciencia y la concomitante insistencia de una teoría apartada de la
práctica… mostrarían para Habermas el fracaso de la original iniciativa del instituto”. Sería algo
implacable en sus críticas, pero necesario con su escuela, a fin de retomar su fuerza epistemológica
que, por causa del paso del tiempo y los cambios drásticos en los procesos históricos, es decir los
contextos de formación de las teorías, habrían también de movilizar y dinamizar las teorías para, en
cierto sentido, actualizarlas. El mundo ha cambiado demasiado, Habermas lo nota, y lo más claro es
así mismo transformar y actualizar el paradigma, para que no se agote en sí mismo.

Mientras los teóricos críticos anteriores a Habermas van a criticar a la modernidad, a punto de abrir el
campo a una posmodernidad, más de corte deconstructivo, Habermas se preguntará más bien si es
posible llevar a cabo aún el proyecto ilustrado, la razón ilustrada, la cual considera inconclusa o
inacabada (Rodríguez Rojo, 1997: 99; Sazbón, s/f: 196), a lo cual responde que en efecto, sí es posible,
solo que hay que revisar sus presupuestos teóricos, corregir y construir a partir de la acción
comunicativa. Los ideales de la ilustración serán muy idealistas, pero no por eso son arbitrarios, hay
que darles el espacio comunicativo para que puedan llevarse a cabo de una manera realmente universal.
Citando a Rodríguez Rojo (1997: 99), para Habermas la modernidad no ha muerto, sino que no ha
brindado las posibilidades reales que puede dar, y así “comienza esa tarea: creer en la razón crítica.
Partiendo de su aceptación camina hacia la elaboración de una teoría crítica de la sociedad apoyado en
la teoría de la acción comunicativa”. En síntesis, lo que pretende Habermas es devolverle a la
racionalidad su carácter más sublime, el cual estaba limitado en la instrumentalización, en lo
pragmático, y volver a una racionalidad dialogante con apoyo en la lingüística y en la filosofía del
lenguaje. Partiendo de ese diálogo se puede llegar efectivamente y al fin, a una teoría crítica social que
dé cuenta de las dinámicas intrínsecas de las relaciones sociales, más allá de lo utilitarista, funcionalista
y pragmático.

3. Tercera parte: La crítica desde espacios “otros”

Si bien los teóricos críticos de la Escuela de Frankfurt enarbolaron la bandera de la crítica a la razón
tradicional del conocimiento durante el siglo XX, y su influencia iba a ser decisiva en la
reconfiguración de las ciencias sociales en general durante este periodo, ese espíritu atravesaría las
mentes de muchos intelectuales distintos, no europeos (en su mayoría), representantes de otras formas
de ver el mundo, la razón, la sociedad y la historia. Si bien la teoría crítica se convertiría en la guía
filosófica de base de las ciencias sociales alrededor del mundo, incluso gracias a esta, “otros”
comenzarían a ir más allá de esa escuela. La crítica tiene la inmensa capacidad de ser en cierto sentido,
ilimitada, sin fronteras y abierta a adaptarse en los espacios más insospechados en un principio, pero
que con esta escuela que surgirá, tomará un lugar radical y empinado por sobre los planteamientos
desde Europa.

Siempre hemos estado acostumbrados desde la academia a leer, citar, referenciar autores en su inmensa
mayoría europeos. Y no contentos con esto, nos hemos adscrito e identificado con escuelas de
pensamiento surgidas en Europa, pretendiendo imponer modelos europeos a las condiciones propias
de los países “otros”, en donde la producción académica resulta ser poco consultada o distribuida,
siendo generosos en la apreciación. Siempre hemos tenido los ojos del intelecto y de la identidad
dirigidos hacia la razón única europea.

Así pues, la crítica que va más allá de la crítica de Frankfurt, surgirá en los territorios configurados
históricamente como “sur”, el cual, más que responder a una organización geográfica, representa una
definición epistemológica, ontológica, política, económica, etc., es decir, en todos los sentidos, y con
una valoración más bien peyorativa. La arrogancia europea ha decidido, a través de la razón
tradicional, que Europa es, por antonomasia, el continente del desarrollo y el progreso, por encima de
las demás regiones del mundo, así como afirmamos en la primera parte de este texto. Desde estos sures
se le llamará “Eurocentrismo”, es decir “la actitud colonial frente al conocimiento, que se articula de
forma simultánea con el proceso de las relaciones centro-periferia y las jerarquías étnico/raciales…
Los conocimientos subalternos fueron excluidos, omitidos, silenciados e ignorados”. (Castro-Gómez
y Grosfoguel, 2007: p. 20)

Este Eurocentrismo se ha construido históricamente, hundiendo sus raíces incluso desde el mundo
grecorromano, para quienes el bárbaro era aquel que no compartiera la cultura elevada griega ni la
ciudadanía romana, y por tanto era considerado como incivilizado, a quien se le negaba la participación
y la vida común de las ciudades de ambas civilizaciones, desconociendo absolutamente las virtudes y
conocimientos de los demás pueblos. Tal cual como en el resto de la historia, todos los demás pueblos
que no respondan a la elevada cultura europea son disminuidos en su dignidad, aduciendo que se
encuentran en estados precarios y arcaicos en cuanto a conocimiento y desarrollo, en comparación con
Europa. El siglo XVI hacia adelante refrendaría esta actitud con los dominios coloniales directos en
todos los continentes, sistemáticamente explotados en sus riquezas y en humanidades, despreciados
como seres humanos capaces de generar conocimiento válido y universal. Claro está, la valoración de
qué es y qué no es desarrollo como visión única del mundo, es claramente impuesta por los mismos
europeos.

El error que van a denunciar radicalmente los iniciadores del movimiento subalterno, desde abajo,
decolonial, es que, en el mundo, tan dispar, tan heterogéneo, tan multicultural, no puede haber tan solo
una idea de desarrollo, progreso y civilización. Es una afirmación que rompe, o pretende romper con
el esquema del pensamiento único, de la visión única sobre la historia en general.

Ahora bien, el concepto que se usa, “decolonialidad”, es de por sí un rompimiento desde lo lingüístico.
Castro-Gómez y Gresfoguel citan a Aníbal Quijano (2007: 19), quien utiliza “la noción de
‘colonialidad’ y no ‘colonialismo’ por dos razones principales: en primer lugar, para llamar la atención
sobre las continuidades históricas entre los tiempos coloniales y los mal llamados tiempos
‘poscoloniales’; y en segundo lugar, para señalar que las relaciones coloniales de poder no se limitan
solo al dominio económico-político y jurídico-administrativo de los centros sobre las periferias, sino
que poseen también una dimensión epistémica, es decir, cultural”. Las independencias de principios
del siglo XIX habrán tal vez significado una ruptura política y administrativa de los colonizados, y se
habrán convertido en hitos históricos fundacionales de las naciones durante el siglo XIX y XX, pero
no significan una resignificación de lo local en exclusión de lo dominante. En consonancia con
historiadores actuales (véase Gruzinski, varias de sus obras); los simbolismos, representaciones e
imaginarios continuaron permeando y dirigiendo los destinos de las nacientes identidades americanas,
en la medida en que los procesos de independencia fueron dirigidos por las élites criollas, educadas
desde los preceptos europeos, ayudados por países europeos, y dependiendo económicamente de los
mismos a partir de ahí, y sin que esa relación haya terminado.

Por el contrario, la referencia europea como centro del mundo siempre ha estado latente. Ahora bien,
se le suma Estados Unidos desde finales del XIX y principios del XX, cuando se erige como la gran
potencia que conocemos actualmente, y por tanto llamamos a ese “centro” como el Occidente
moderno, industrializado.

Retomando otro concepto importante del pensamiento decolonial, se acusa una postura hegemónica
con respecto a la producción de conocimiento y a su valoración como ‘verdad’ única, desde lo europeo.
A partir de esta verdad única, todas las demás posturas surgidas en otros espacios resultan, sin lugar a
alguna valoración, como otros puntos de vista ajenos, con respecto a ese “punto cero” de privilegio
que ha construido Europa. Según Castro-Gómez (2005), “solamente el conocimiento generado por la
élite científica y filosófica europea era tenido por conocimiento ‘verdadero’, ya que era capaz de hacer
abstracción de sus condicionamientos espacio-temporales para ubicarse en una plataforma neutra de
observación. El ‘punto cero’ fue privilegiado de este modo como el ideal último del conocimiento
científico”. Esta pretensión de objetividad absoluta, en donde ese saber se considera más allá de los
condicionamientos históricos que sí nos permean a todos los demás, refleja esa gran arrogancia con la
que la escuela europea denomina al mundo, y así mismo, se convierte en la justificación permanente
para el dominio político-económico en al cual nos han tenido sometidos hasta ahora. El asunto es
entonces reconocer todas esas condiciones y contradicciones que atraviesan a cada individuo, a cada
punto de vista, y evidencia la existencia de infinidad de puntos de observación, dependiendo de dónde
esté el sujeto, sin que esto valore o infravalore su punto.

Un soberano ejemplo de la ruptura de visiones entre la teoría eurocéntrica y la decolonial viene dada
desde los conceptos de los actores que participan en los movimientos. Sousa Santos (2010: 17) advierte
sobre ese conflicto entre la teoría y la práctica de la teoría crítica, en la medida en que los conceptos
que se usan desde la teoría no se corresponden con las actuaciones en la práctica, que se suceden en
los movimientos sociales en unos y otros lugares. Cuando la teoría crítica habla de obreros, sindicatos,
relaciones de producción y demás conceptos propios de pensamiento de izquierda tradicional, no
cuenta con que en Latinoamérica durante su desarrollo y sus conflictos, los protagonistas de las
revueltas y las luchas más avanzadas y transformadoras fueron grupos como indígenas, campesinos,
mujeres, afrodescendientes, piqueteros, los cuales no llenan ni se relacionan con la razón de la teoría
eurocéntrica; no luchan en las calles de las ciudades industriales ni los suburbios o barrios obreros,
sino en las montañas de los Andes, en la selva amazónica, muchas veces en la lengua nativa, en donde
no significan para nada los conceptos de “democracia”, “socialismo”, “desarrollo”, sino que la
dignidad, el buen vivir y la madre tierra son las razones de lucha.

Por consiguientes, continúa Sousa, la distancia entre la teoría y la práctica de los preceptos de la teoría
crítica europea y la realidad práctica de Latinoamérica, tienen ese conflicto de los contextos, pero no
se queda ahí: “Es una distancia más bien epistemológica o hasta ontológica. Los movimientos del
continente latinoamericano, más allá de los contextos, construyen sus luchas basándose en
conocimientos ancestrales, populares, espirituales que siempre fueron ajenos al cientismo propio de la
teoría crítica eurocéntrica” (Sousa, 2010: 18-19), en efecto, conceptos que durante todas las épocas del
colonialismo fueron menospreciados por “mitológicos”, “salvajes”, “bárbaros”. Todos aquellos
saberes quo no hacen parte del universo de comprensión cristiano-científico europeo, han sido
eliminados como saber válido. Tal actitud colonial es típica como estrategia de dominación, con el fin
de deshumanizar y eliminar la propia identidad, asemejando a ese otro distinto a algo de lo que yo soy,
nunca igual, tan solo un émulo dominado, pero que hable el mismo idioma del colonizador. La cuestión
entonces con la teoría crítica y su lejanía epistemológica con América Latina pasa por la incomprensión
de un lado, el colonizador, por sobre el otro lado, el colonizado. Es la razón del surgimiento del
pensamiento decolonial: Si la colonialidad procura el ocultamiento y el silencio, la decolonialidad insta
a la lucha, el ruido y el resurgimiento del lenguaje propio y la resignificación de los saberes
denominados subalterno como aquellos que son propios de lo local, regional, tradicional. No se trata
de eliminar lo que sucedió y abstraerse del mundo, lo cual es imposible. Significa ser de nuevo desde
sí mismos, con un propio lenguaje, con el retorno de la experiencia ancestral, dirigida hacia el presente
y el futuro.

Siguiendo a Aníbal Quijano, hasta ahora los procesos sociales de movilización popular en América
latina no han sido ejercidos por Latinoamérica, en el sentido ideológico y estructural. En general, los
conceptos “socialistas” son los que guían tales procesos de reivindicación y lucha popular, pero vistos
desde el “espejo eurocentrista”, aquel que le ha impedido a la razón ontológica de Latinoamérica ser
ella misma en función de sí misma, y por tanto es tiempo de “dejar de ser lo que no somos” (Quijano,
2000)

Ahora bien, se suele entonces confundir los estudios decoloniales, de corte antiimperialista y esas
cosas, con la ideología de izquierda. Como se ha venido afirmando, hay un choque de conceptos allí,
y en efecto Walter Mignolo lo reconoce al decir que “el pensamiento decolonial no aparece todavía,
ni siquiera en las publicaciones de la más extrema izquierda. Y la razón es que el pensamiento
decolonial ya no es izquierda, sino otra cosa: es desprendimiento de la episteme política moderna,
articulada como derecha, centro e izquierda; es apertura hacia otra cosa, en marcha, buscándose en la
diferencia” (2007: 30).

Al igual que algunos pensamientos de izquierda, las teorías decoloniales abogan por un cambio
estructural visibilizando y poniendo en diálogo culturas e identidades que han sido silenciadas, en
efecto dichas comunidades y grupos podrían defender intereses particulares que podrían generar, en
vez de articulaciones en el sistema estructural, divisiones ante los puntos en común del Ser humano.
¿En qué sentido se genera un cambio común? ¿Cuáles serían las coyunturas y cuáles los quiebres?

Otra reflexión que nos asalta es que, en pro de una comunión y diálogo de grupos, etnias y comunidades
que se han visto oprimidas por el sistema capitalista y occidental, no se tenga en cuenta que esta forma
de ejecutar y reivindicar cosmovisiones, termine siendo también un proceso colonizador actual, ya que
está en juego el lenguaje, los espacios, la familia y la cultura. Percibimos que las apuestas decoloniales
todavía se legitiman a través de la academia, y sigue siendo la institución una creación europea.

No obstante, percibimos una cercanía orgánica a este desarrollo del pensamiento que toma como
importante evidenciar y hacer un trabajo de auto-observación sobre lo que tenemos como
latinoamericanos, desde una reflexión racional hasta encontrar elementos en una memoria del cuerpo
que guarda lo ancestral. El colapso de las ciudades ante la globalización, el capitalismo y el
consummismo es evidente y, estas construcciones sociales que caminan hacia la memoria son de vital
importancia para impulsar luchas que lleven en su bandera “un buen vivir”.

4. Cuarta parte: La educación crítica decolonial


Durante el texto, a medida que se ha planteado la reflexión con base en la teoría crítica y los estudios
decoloniales, se percibe un aroma, un aura especial que es común a ambas corrientes. Se ha presentado
un antagónico, el pensamiento tradicional, estático, inmóvil, cientificista, e incluso elitista y arrogante.
Ante éste, ambas posturas tienen un concepto clave: Cambio. Siguiendo las enseñanzas de Confucio,
cuando dice que “lo único permanente es el cambio”, entendemos pues, que el estatismo y la
inmovilidad de la ciencia tradicional son ilógicas, por más que se quieran afirmar como leyes generales
y universales. El cambio, presente en todo lo que existe, es la esencia de la vida, el conocimiento y en
la materia básica de esta reflexión, la educación. Es inadmisible que el mundo cambie, se transforme,
que el conocimiento se complejice cada vez, pero que la educación siga anquilosada en prácticas
arcaicas, casi que representantes más bien de ese estatismo del pensamiento tradicional decimonónico.

De acuerdo con la necesidad de repensar la educación, no como reproducción de un sistema, y por


tanto dependiente de él, sino como un agente independiente, constructor de microsociedades, y de la
sociedad en general, vemos que desde nuestro contexto latinoamericano la razón de existencia está
signada en la educación tradicional eurocéntrica, referenciados y construidos a partir de la experiencia
europea, más no desde nuestros propios conceptos. Para responder a esta situación, dos conceptos
clave nos invitan a repensar la forma como estamos llevando a cabo la educación: la “sociogenia” de
Frantz Fanon (citado por: Walsh, 2010) y la “sociología de las ausencias y las emergencias” de
Boaventura de Sousa Santos (2010).

Con respecto al primero, Walsh lo sintetiza diciendo que “la sociogenia o sociogénesis es el método
pedagógico que Fanon utiliza… para analizar la experiencia, la condición y la situación de hombres
negros y mujeres negras como sujetos racializados/colonizados en sociedades regidas por sujetos
blancos”, en procura de definir y desentrañar esos principios rectores del colonialismo que han hecho
que los sujetos colonizados se piensen como tal, más no como sujetos individuales, diferentes a como
los han definido, y por tanto ese “principio sociogénico que introduce Fanon puede ser entendido como
una ‘ciencia nueva’ que produce no solo una ruptura epistémica con los propios propósitos de las
ciencias naturales y su interpretación de la identidad humana, sino también hace un salto en introducir
la invención de la existencia” (2010: 44). Se entiende por tanto que hay un reconocimiento
fundamental, el cual atraviesa las relaciones interraciales y sociales de los colonizados, en donde se
utilizan preceptos peyorativos heredados del lenguaje colonizado, los cuales hay que identificar y
transformar hacia una propia identidad, construida desde la propia episteme.

De la mano de este proceso de diagnóstico a partir de la pedagogía, Sousa propone a su vez la


“sociología de las ausencias”, las cuales entiende “la investigación que tiene como objetivo mostrar
que lo que no existe es, de hecho, activamente producido como no existente, o sea, como una
alternativa no creíble a lo que existe” (Sousa Santos, 2010: 22), entendiendo lo que existe como lo que
la tradición europea ha definido como existente y válido en todos los aspectos, mientras que lo creado
como no existente, o invisibilizado, las realidades propias de los colonizados. Esta ausencia inventada
impregna fuertemente la educación, en la medida en que los currículos básicos están mediados por la
razón europea científica, mientras que los saberes locales quedan relegados a lo folclórico, mítico,
enseñado como algo que fue y nunca volverá a ser. Ante esto entonces propone asimismo la “sociología
de las emergencias”, como estudio activo y prospectivo, el cual “consiste en sustituir el vacío del futuro
según el tiempo lineal (un vacío que tanto es todo como nada) por un futuro de posibilidades plurales
y concretas, simultáneamente utópicas y realistas, que se va construyendo en el presente a partir de las
actividades de cuidado”. (Sousa Santos, 2010: 24)

Éste proceso de diagnóstico del daño colonial, recuperación de lo ausentado y planteamiento de lo


emergente, parece ser un programa útil y necesario, y que puede ir muy de la mano con el pensamiento
crítico y la postura decolonial, aplicado a la educación, para transformar desde las bases mismas de
nuestras sociedades, las particularidades y singularidades que nos abstraigan del sopor colonizado,
para poder resurgir en un nuevo y auténtico pensamiento propio, emergido desde la razón de nuestras
representaciones locales.

Ahora bien, esta transformación debe ser estructural, aunque pase por la educación. Pero para poder
ser estructural, necesita de individuos pensados a partir de esta lógica nueva. Necesita una concepción
de la educación distinta, liberadora, autónoma. En este punto, Paulo Freire apunta en su pensamiento
pedagógico a esa emancipación necesario, tanto desde la escuela como desde los maestros, quienes
son aquellos que deben llevar la llama de la emancipación para con sus estudiantes. Deben ser la
autoridad, entendida como el testimonio del maestro frente al estudiante, desarrollada en su Pedagogía
de la autonomía (2008), que incluye la humildad, el reconocimiento de inacabamiento, pero también
el rigor y la reflexión. Contrario a esto está el idealismo tradicional de la libertad, entendida como
libertinaje más bien, en donde se ubica al maestro como un ente reproductor de un sistema, más no
como un creador e investigador, y a los estudiantes como receptores “bancarios” (ya se ha hablado de
este concepto de Freire en este trabajo), a quienes hay que respetarles su libertad e individualidad sin
reparos, so pena de que el maestro sea mal visto en su práctica. No, no es libertinaje, es libertad
acompañada desde la experiencia y conocimiento del maestro, el cual, hay que decirlo, debe responder
a esa serie de características que lo erigen como el individuo formador y crítico por excelencia.

A partir de estos conceptos, (Sociogénesis, sociología de las ausencias y las emergencias), concluimos
con la necesidad de transformar la escuela latinoamericana, la escuela colombiana, nuestra práctica
docente. La teoría crítica, a pesar de lo escrito en este texto, no hay que desecharla por ser europea.
Tampoco es el hecho de negarse al conocimiento global. Es cuestión de ubicarlo en su contexto y
reconocer su valía como tal. En efecto, conceptos y presupuestos teóricos críticos pueden ser
importantes al aplicarlos a la educación, así como hace Rodríguez Rojo (1997) al plantear su pedagogía
y didáctica crítica.

Pero hay que ir más allá; o, mejor dicho, más acá, es decir, a la reflexión y conceptualización a partir
de nuestra propia experiencia, ubicando los saberes de los estudiantes y los propios para establecer
lazos dialógicos en educación, y así construir y rescatar saberes desde las particularidades regionales,
locales, sin evadir o ignorar el conocimiento general. En este sentido, las ciencias sociales tienen la
grandiosa labor de rescatar desde la investigación esas particularidades, y promoverla como
conocimiento válido y significante para los estudiantes, y ante todo, identitario y emancipatorio para
sus vidas, y con el tiempo constituir generaciones de individuos que piensen al país desde sí mismo,
con respecto a los demás, pero haciendo hincapié en la importancia de lo local. Es reconocer la historia,
lo que ha sucedido, para bien o para mal, aprender y repensar a futuro. Es filosofar a partir de los
saberes propios, comparándolos con los demás, pero atendiendo a las necesidades y conceptos locales.
Es fundamentar la sociedad a partir de la manera como nuestra geografía permite una comunión, sin
los preceptos economicistas de explotación indiscriminada de la razón industrial moderna, sino desde
la ecología propia del cuidado y la sostenibildiad.

Bibliografía:

• Arendt, H. (1996). Entre el pasado y el futuro: ocho ejercicios sobre la reflexión política.
Ediciones Península, Barcelona, España.
• Castro-Gómes Santiago y Grosfoguel, Ramón. (2007) Giro decolonial: reflexiones para
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