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Lo que se suele llamar los “nuevos paradigmas”, y el “cambio de Época” que los
visibiliza, están en germen en la sociedad occidental desde el Renacimiento, es
decir desde más de quinientos años. Sí, los grandes duelos de la Modernidad y
las nuevas cosmovisiones y antropologías inspiradas por las ciencias en sus
diversas modalidades están vigentes desde mucho tiempo.
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¿Qué consecuencias trae todo esto para el discurso cristiano y, por lo tanto, para
la transmisión de la fe? Es lo que me propongo revisar enseguida.
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especies vivientes. Junto con los últimos avances de las teorías del universo, post
Copérnico, el evolucionismo contemporáneo, bajo todas sus formas, relativiza
drásticamente nuestra recalcitrante arrogancia antropológica.
Los tres grandes duelos que acabamos de describir se han vuelto hoy, con
algunos matices, irrefutables. El último alumno de primaria o, por lo menos de
secundaria, del altiplano andino ya los ha integrado e interiorizado en su
inconsciente.
Hasta algunos teólogos del siglo XX, como Dietrich Bonhoëffer, durante la
segunda guerra, o los teólogos de la muerte de Dios en los años 60 (Robinson
etc.), todos auguraban o la desaparición de la religiones o su cambio radical de
sentido y de simbólica en Modernidad.
Dicha crisis del tiempo, caracterizada por una permanente obsolescencia, explica
dos crisis más profundas aún: la crisis de la Tradición (el pasado) y la crisis de la
esperanza (el futuro).
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Ver Simón Pedro Arnold: La Era de la Mariposa. Ed. Claretiana, Buenos Aires 2015.
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Un replanteo del sentido de la Vida y de las relaciones.
Como lo dijimos más arriba, las profecías del siglo XIX sobre el fin de la religión y
la “muerte de Dios” parecen haberse equivocado. Pero este error, lejos de
alegrarnos debe plantearnos serias preguntas y desafíos gigantescos. En efecto,
las grandes mutaciones postmodernas, en cuanto a cosmovisión y antropología,
traen necesariamente consigo un cambio radical de las imágenes de Dios y del
discurso de la fe.
Sí, la Modernidad fue la primera época de la Historia humana donde los humanos
fueron concebidos ateos “desde el seno materno”. Muchos europeos del siglo XIX
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tuvieron que rechazar una religión anti-humanista para reivindicar una plena
ciudadanía democrática e intelectual, lo cual explica que muchos occidentales de
hoy, sus descendientes, nacen ateos. La fe, en estas nuevas condiciones, se
vuelve una opción de la libertad, y ya no una herencia automática indiscutible.
Es en este nuevo proceso de crisálida religiosa que algunos autores han forjado el
neologismo “anateismo”3 para hablar de est etapa de la experiencia religiosa
propia de la civilización de los Nuevos Paradigmas. El anateismo sería una fe más
allá de todas las imágenes y metáforas de Dios manejadas hasta hoy.
Este nuevo concepto va a la par con otra intuición propuesta por un grupo de
teólogos: el paradigma postreligional4. Lo postreligional implicaría una mutación
completa del rol de las religiones en la Historia y las sociedades contemporáneas.
Ya no le incumbiría a la religión “explicar” el Mundo y la realidad (tarea de las
ciencias) sino releerlos desde la trascendencia de una experiencia mística y ética,
inspirada por la fe.
Muy lejos de la “neo-cristiandad” soñada por Juan Pablo II y, más aún, por
Benedicto XVI, con un a priori eurocéntrico idealista de reconquista religiosa, la
verdad de los creyentes de hoy, tanto en el Norte como en el Sur (aunque con
matices diferentes), es lo que llamaría el “neo-paganismo”.
3
Richard Kearny: Anatheism. Colombia University Press, 2010.
4
Ver Comisión Teológica EATWOT: Hacia un Paradigma Potreligional, 2012.
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En el Mundo occidental secularizado y en los países en vía de “occidentalización”
rápida, los valores y los comportamientos de los cristianos no difieren mucho de
los demás ciudadanos que no lo son. La brecha cada vez más profunda entre el
discurso de las jerarquías y las convicciones y prácticas de los fieles explica, en
buena parte, la crisis de legitimidad y la deriva del sistema religioso católico al final
del pontificado de Joseph Ratzinger (sin hablar de los múltiples escándalos
morales internos a la institución).
Consciente de esta ruptura, Francisco parece optar por dejar en silencio, por
ahora, el discurso ético-doctrinal desprestigiado por esas contradicciones de una
institución en decadencia. Privilegia el gesto y una actitud básicamente pastoral de
acercamiento misericordioso y humilde al Mundo. “Una Iglesia pobre para los
pobres, hospital de campaña” son expresiones que evocan claramente este
cambio de rumbo.
Por otra parte, el “paganismo” de los cristianos del Sur no es menos complejo por
ser menos secularizado. La mezcla híbrida de pensamiento moderno y de rezagos
de comportamientos religiosos populares pre-modernos, muchas veces cargados
de valores y convicciones precristianas (veamos los sectores indígenas, mestizos
y afros de nuestro continente), representan un desafío todavía más sutil, a pesar
(o precisamente a causa) del trasfondo supuestamente religioso de estas culturas
en transición fulgurante.
¿Cómo evitar dos errores igualmente fatales: apoyarse en el pasado religioso para
fortalecer un falso e ilusorio statu quo, o aplicar una metodología que ignore estas
estructuras religiosas ancestrales?
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ocupan con indiferencia, no necesariamente para invitarles a reembarcar, sino
para emprender con ellos una nueva e inédita aventura de discipulado.
Proponer Jesucristo.
Repito que, en esta primera etapa, tres cosas son necesarias: espacios de
encuentro orante y fraterno, agentes de escucha profunda y de testimonio
convincente, caminos abiertos con itinerarios múltiples y flexibles.
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Esta convivialidad afectiva, a partir de la Palabra y de la mesa compartida, nos
hace recordar que el evangelio no es una religión, sino una propuesta de nueva
Humanidad según Dios. Jesús no instauró ningún rito particular, ningún culto. Se
contentó con transfigurar la celebración familiar de la Pascua judía en una
experiencia mística de corte profundamente vivencial. Hay que retornar al carácter
de comensalidad vivida en fraternidad, que es el fundamento de toda la iniciación
cristiana.
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Comunidades que hablen menos y den más ganas de ser como ellas, de imitarlas.
Es tiempo de contestar a Nietzsche: “Sí los cristianos se sienten salvados y lo
manifiestan” en una felicidad adulta, lúcida, de calidad.
Pero este kerigma fue precedido, durante mucho tiempo, por otro más primitivo y
más vivencial: desde los primeros discípulos pasando por la Samaritana y otros
tantos testigos, este kerigma era la simple invitación: “vengan a ver a alguien” que
me cambió la vida.
Este kerigma básico es hoy indispensable para abordar los nuevos “gentiles”
cristianos o seudo-cristianos de nuestro tiempo. El otro kerigma puede esperar. Si
lo adelantamos, corremos el riesgo de ahuyentar a quien ya no cree en conceptos,
expresados en categorías obsoletas desde los nuevos paradigmas, sino en la
transformación de la vida como dice Juan repetidamente.
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Así como muchos piensan que por lo menos 50% de los matrimonios cristianos
son nulos (es la opinión del papa Francisco), intuyo que convendría separar
iniciación cristiano y sacramentos de iniciación, afín de no banalizar la experiencia
sacramental y dejar a cada discípulo la oportunidad de hacer su itinerario propio
en la fe. ¿Seríamos así catecúmenos indefinidos que, en su momento, piden
enraizar su fe en los sacramentos?
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