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LA INICIACIÓN CRISTIANA ANTE EL CAMBIO DE ÉPOCA.

Transformación del paradigma sociocultural y antropológico de fondo.

Simón Pedro Arnold o.s.b.

Lo que se suele llamar los “nuevos paradigmas”, y el “cambio de Época” que los
visibiliza, están en germen en la sociedad occidental desde el Renacimiento, es
decir desde más de quinientos años. Sí, los grandes duelos de la Modernidad y
las nuevas cosmovisiones y antropologías inspiradas por las ciencias en sus
diversas modalidades están vigentes desde mucho tiempo.

El problema, para los creyentes, no reside, por lo tanto, en la vigencia o no de


estos hechos de la Modernidad, sino en la larguísima resistencia de los sistemas
religiosos, entre otros el Cristianismo, para acogerlos e interpretarlos desde la fe.
En efecto, esta oposición terca ocupó buena parte de las energías de la Iglesia en
los siglos pasados, y tuvo como consecuencia que la inteligencia científica del
Mundo tenga que exigir una total emancipación del discurso religioso para poder
alcanzar sus objetivos. En tal sentido, la ciencia no es atea en sí. Más bien, es la
oposición prolongada de las religiones que la hizo “anticlerical”.

Con la escolaridad obligatoria generalizada y, más recientemente, el acceso para


todos, en tiempo real, a todo tipo de información, los nuevos paradigmas han
dejado de ser un discurso selecto para gente ilustrada. Se han vuelto, aunque
confusamente todavía, la visión común de los pueblos en vía de occidentalización
universal.

Esta bajada de las nuevas visiones a la “cancha”, ha obligado el discurso cristiano


a revisarse si quería conservar alguna legitimidad y vigencia en este momento de
la Historia. El Concilio Vaticano II fue el primer paso profético de esta
reconciliación tardía. En un diálogo alturado y sincero con el Mundo, la Iglesia
empezó a reconocer las bondades de la Modernidad en todas sus dimensiones,
creyentes o no, tratando de releerlas desde el Evangelio y sus valores.

Tres hechos recientes, de parte de los tres últimos pontífices, marcan


simbólicamente un giro irreversible en esta revisión dramática de parte de la
Iglesia. Poco antes de morir, Juan Pablo II afirmó que la teoría de la evolución de
Darwin y sus sucesores era “más que una hipótesis” (desmintiendo así la opinión
anterior de Pio XII). En otro espacio del pensamiento, Benedicto XVI sorprendió y
escandalizó a muchos al proclamar que el purgatorio era una “actitud espiritual” y
no un lugar, abriendo así la puerta a la desmitologización general de las
postrimerías cristianas. Finalmente, hace poco, el Papa Francisco acogió la teoría
del Big-Bang, y sus secuelas, como compatible con la fe cristiana.

1
¿Qué consecuencias trae todo esto para el discurso cristiano y, por lo tanto, para
la transmisión de la fe? Es lo que me propongo revisar enseguida.

De la racionalidad mítica a la racionalidad científica: los grandes duelos de la


Modernidad.

Empecemos por dar razón de la gran revolución “moderna” y de sus


consecuencias radicales para el pensamiento religioso. La integración de lo que
llamaré, en adelante, los duelos de la Modernidad, de parte de los creyentes, es la
condición para abordar los grandes retos de la Postmodernidad, heredera directa,
aunque híbrida, de lo moderno. Todos estos duelos, necesarios y urgentes, tienen
que ver con el pase de una racionalidad mítica, con sus respectivas
cosmovisiones, antropologías y teologías ingenuas, a priori y dualistas, a una
racionalidad científica que brota de la observación y de la prueba, con su duda
sistemática.

El vuelco más importante de esta nueva racionalidad moderna, lo cual impregna


todo lo que consideramos como “duelos”, es la afirmación cada vez más clara que
sólo existe un Mundo y no dos o tres, como lo imaginaban las mentalidades
míticas y gnósticas del pasado. No hay “otro” Mundo, sino uno sólo que puede ser
“otro” por el esfuerzo humano y su abertura al Espíritu. Algunos, como Max
Weber, hablarán de la Modernidad como desencantamiento del Mundo,
significando así el fin de las presencias espirituales “encantadoras” (en el sentido
mágico arcaico) del universo.

El duelo geocéntrico: Copérnico.

Al afirmar que no es el sol el que gira alrededor de la tierra, sino lo contrario,


Copérnico dio el primer golpe de muerte a toda nuestra estructura mítica
geocéntrica. Este golpe tiene constantes réplicas, ya que descubrimos cada día
nuevas galaxias, multi-universos, que nos convencen cada vez más de la
insignificancia, marginalidad y, probablemente, finitud a mediano plazo, de nuestro
planeta. Este duelo pone en tela de juicio, de miles de maneras, nuestra imagen
de la creación y del Dios creador.

El duelo antropocéntrico: Darwin.

Contrariamente a nuestra autosuficiencia histórica judeo-cristiana, el ser humano


no es el fin del universo hacia donde todo tendría que converger desde el origen
del Mundo (origen a su vez puesto en duda hoy1). Somos el fruto azaroso aunque
misterioso y admirable, de una compleja dinámica de evoluciones,
transformaciones y selecciones nada armónicas, sino, más bien crueles; de las
1
Ver Stephen Hawking.

2
especies vivientes. Junto con los últimos avances de las teorías del universo, post
Copérnico, el evolucionismo contemporáneo, bajo todas sus formas, relativiza
drásticamente nuestra recalcitrante arrogancia antropológica.

El duelo metafísico y ético: Freud.

El último, y quizás el más devastador, de esos duelos brota de la teoría del


inconsciente tal como Freud la expuso y sus sucesores la perfeccionaron hasta en
las últimas generaciones y escuelas del psicoanálisis. Aquí, de nuevo, una de
nuestras grandes ilusiones se derrumba. Nuestro libre albedrío se ve
profundamente perturbado, y, por lo tanto, limitado, por nuestra historia afectiva,
en particular la sexualidad, la libido etc. En pocas palabras: nuestras relaciones
desde la infancia, y hasta antes de nacer, nos condicionan de manera irreversible.

Sin embargo, en el corazón de esta relativización continua del ánthropos, crece el


imperio contradictorio del sujeto absolutizado, a la vez egocéntrico y solidario en
un común destino ciudadano.

Consecuencias de estos duelos modernos en el espacio religioso

Los tres grandes duelos que acabamos de describir se han vuelto hoy, con
algunos matices, irrefutables. El último alumno de primaria o, por lo menos de
secundaria, del altiplano andino ya los ha integrado e interiorizado en su
inconsciente.

Pero, esta nueva cosmovisión, antropología y metafísica va a la par, desde los


siglos XVIII y XIX especialmente, con profecías sobre las religiones. Que se trate
de la laicidad anticlerical de Voltaire y de la Revolución francesa, o de las
denuncias de Marx; más aún del anuncio de la “muerte de Dios” de parte de
Nietzsche, el ateísmo parecía ser la condición de todo ciudadano occidental
ilustrado.

Hasta algunos teólogos del siglo XX, como Dietrich Bonhoëffer, durante la
segunda guerra, o los teólogos de la muerte de Dios en los años 60 (Robinson
etc.), todos auguraban o la desaparición de la religiones o su cambio radical de
sentido y de simbólica en Modernidad.

Los primeros (que anunciaban la muerte de Dios y el fin de las religiones) se


equivocaron rotundamente en su pronóstico. Nunca las religiones han sido tan
vigentes como últimamente en el escenario político del planeta, para bien y para
mal. Pero los segundos, como Bonhoëffer por ejemplo, anticiparon, como
creyentes de una nuevo tipo, lo que hoy se llama el “paradigma postreligional”,
propio de la cultura postmoderna. Abordaremos esta nueva coyuntura religiosa a
continuación.
3
Una nueva ciudadanía en Postmodernidad: la era de la mariposa.

La Postmodernidad, como su nombre lo indica, es un concepto híbrido, señalando


una civilización en transición entre Modernidad y algún “post” enigmático, del que
sólo podemos adivinar algunos rasgos inéditos. Es en este sentido que utilizo la
imagen de la crisálida para caracterizarla 2. Pronto estaremos contemplando la
mariposa, volando en toda su belleza y fragilidad en la inmensidad del multi-
universo del que nos habla Stephen Hawking. Seremos parte de este vuelo en el
que nos olvidaremos del arrastre de gusanos míticos del cual recién estamos
escapando. Se nos avecina una nueva Historia, una nueva Humanidad, una nueva
ciudadanía y, para nosotros creyentes, un nuevo discipulado.

Grupos y redes: de la pertenencia a las afinidades.

El primero rasgo de esta crisálida cultural constituye un cambio de 180 grados y


afecta toda nuestra comprensión de lo humano, de su entorno y de su sentido.
Estamos pasando de una civilización de los grupos ideológicos, animados por
verdades, ideales y utopías orquestadas por instituciones tutelares (Patria, Iglesia,
partido, escuela, familia etc.) a una cultura de redes.

Mientras, para la Modernidad, lo importante era la pertenencia al grupo, con sus


lealtades y fidelidades en el tiempo, lo cual garantizaba una identidad colectiva, en
la Postmodernidad, en cambio, el sentido se encuentra en las afinidades
sucesivas, simultáneas y, muchas veces, cambiantes, efímeras. Pasamos de un
cultura de columnas monolíticas estables, a una cultura que algunos llaman
“líquida”.

Lo virtual y la crisis del tiempo.

La revolución comunicacional de lo virtual implica, a su vez, una revolución de la


noción del tiempo. La civilización de masa ya ha pasado. Hemos entrado en una
era de lo intersubjetivo. Todo se calcula en tiempo real, lo cual trae consigo una
mutación radical de la noción de futuro, de duración y de historicidad. Lo que en el
pasado se adquiría en el tiempo (la experiencia, la sabiduría) está puesto en tela
de juicio por una inmediata y permanente obsolescencia. El tiempo se ve
remplazado, hoy, por la información en su accesibilidad instantánea, (aún si la
propia crisis del tiempo puede hacer dudar de muchos aspectos vertidos por esta
información).

Dicha crisis del tiempo, caracterizada por una permanente obsolescencia, explica
dos crisis más profundas aún: la crisis de la Tradición (el pasado) y la crisis de la
esperanza (el futuro).
2
Ver Simón Pedro Arnold: La Era de la Mariposa. Ed. Claretiana, Buenos Aires 2015.

4
Un replanteo del sentido de la Vida y de las relaciones.

La tercera gran revolución postmoderna afecta directamente las identidades


humanas. Por un lado, los progresos alucinantes de la genética y de las ciencias
biológicas plantean cuestione éticas nuevas nunca imaginadas. Es el sentido más
tradicional de la Vida que se ve puesto en jaque por las nuevas capacidades
científicas concerniendo su manipulación y su prolongación o finitud.

Paralelamente a esos nuevos “posibles” de la técnica, que trastornan la noción


misma de lo viviente, las nuevas conciencias de género ponen en tela de juicio
todo el discurso de la moral sexual. La reformulación de la palabra eclesial sobre
sexualidad y género me parece ser el desafío más radical para los cristianos, de
cara a su propio futuro.

Asimismo la compleja convivencia global en una “aldea planetaria” pluricultural,


pluri-religiosa etc. plantea la urgencia de un aprendizaje nuevo de las
interrelaciones: lo interreligioso y lo intercultural es más que una cohabitación
pacífica e., incluso, más que una colaboración eficaz. Se trata de actuar siempre
juntos y crear redes permanentes de sentido múltiple.

La fe entre el ateísmo y el “anateismo”: el paradigma postreligional.

Como lo dijimos más arriba, las profecías del siglo XIX sobre el fin de la religión y
la “muerte de Dios” parecen haberse equivocado. Pero este error, lejos de
alegrarnos debe plantearnos serias preguntas y desafíos gigantescos. En efecto,
las grandes mutaciones postmodernas, en cuanto a cosmovisión y antropología,
traen necesariamente consigo un cambio radical de las imágenes de Dios y del
discurso de la fe.

No nos alegremos demasiado pronto, tampoco, con slogans baratos sobre


América Latina como continente católico y religioso. La urbanización galopante de
nuestro continente y la occidentalización masiva de las mentalidades
latinoamericanas, incluyendo la juventud “originaria”, es un hecho que no se da
sin transformaciones dolorosas para las Iglesias.

Es más: muchos de nuestros países, en particular los pueblos con grandes


poblaciones indígenas, están pasando, violentamente, de una sociedad casi
medieval premoderna a un escenario postmoderno, sin haber experimentado la
Modernidad. La juventud escolarizada y universitaria de nuestros países está
experimentando recién el fenómeno de secularización intelectual y ética que
Europa, y parte de América del Norte, han conocido el siglo pasado.

Sí, la Modernidad fue la primera época de la Historia humana donde los humanos
fueron concebidos ateos “desde el seno materno”. Muchos europeos del siglo XIX
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tuvieron que rechazar una religión anti-humanista para reivindicar una plena
ciudadanía democrática e intelectual, lo cual explica que muchos occidentales de
hoy, sus descendientes, nacen ateos. La fe, en estas nuevas condiciones, se
vuelve una opción de la libertad, y ya no una herencia automática indiscutible.

América Latina no podrá escapar a este fenómeno, al entrar masivamente a la


cultura occidental postmoderna. Todos los indicios, al contrario, dan a pensar que
el movimiento que se avecina será mucho más devastador y rápido que en Europa
por el tipo de experiencia religiosa que se ha mantenido en nuestro continente
desde la colonia y el contexto de la cultura de hoy. Tenemos el ejemplo de los
países más religiosos de Europa y América del Norte que fueron también los más
golpeados por una secularización anticlerical agresiva (Estados Unidos siendo un
caso aparte, pero ¿por cuanto tiempo?).

Es en este nuevo proceso de crisálida religiosa que algunos autores han forjado el
neologismo “anateismo”3 para hablar de est etapa de la experiencia religiosa
propia de la civilización de los Nuevos Paradigmas. El anateismo sería una fe más
allá de todas las imágenes y metáforas de Dios manejadas hasta hoy.

Este nuevo concepto va a la par con otra intuición propuesta por un grupo de
teólogos: el paradigma postreligional4. Lo postreligional implicaría una mutación
completa del rol de las religiones en la Historia y las sociedades contemporáneas.
Ya no le incumbiría a la religión “explicar” el Mundo y la realidad (tarea de las
ciencias) sino releerlos desde la trascendencia de una experiencia mística y ética,
inspirada por la fe.

En este contexto le tocará proponer la riqueza de su Tradición espiritual en un


escenario pluralista, para buscar todos juntos, creyentes de diferentes credos y
ateos, respuestas alternativas a los grandes dramas de nuestro tiempo.

Esta nueva ubicación descarta, como lo dice el papa Francisco, toda


evangelización con afán proselitista. Nos queda sólo la irradiación que convence
de nuestra opción cristiana.

Los creyentes “neo-paganos”.

Muy lejos de la “neo-cristiandad” soñada por Juan Pablo II y, más aún, por
Benedicto XVI, con un a priori eurocéntrico idealista de reconquista religiosa, la
verdad de los creyentes de hoy, tanto en el Norte como en el Sur (aunque con
matices diferentes), es lo que llamaría el “neo-paganismo”.

3
Richard Kearny: Anatheism. Colombia University Press, 2010.
4
Ver Comisión Teológica EATWOT: Hacia un Paradigma Potreligional, 2012.

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En el Mundo occidental secularizado y en los países en vía de “occidentalización”
rápida, los valores y los comportamientos de los cristianos no difieren mucho de
los demás ciudadanos que no lo son. La brecha cada vez más profunda entre el
discurso de las jerarquías y las convicciones y prácticas de los fieles explica, en
buena parte, la crisis de legitimidad y la deriva del sistema religioso católico al final
del pontificado de Joseph Ratzinger (sin hablar de los múltiples escándalos
morales internos a la institución).

Consciente de esta ruptura, Francisco parece optar por dejar en silencio, por
ahora, el discurso ético-doctrinal desprestigiado por esas contradicciones de una
institución en decadencia. Privilegia el gesto y una actitud básicamente pastoral de
acercamiento misericordioso y humilde al Mundo. “Una Iglesia pobre para los
pobres, hospital de campaña” son expresiones que evocan claramente este
cambio de rumbo.

En tal sentido, la catequesis dirigida a los creyentes postmodernos no debería


diferir mucho, a mi parecer, de una misión “ad gentes”. Los paganos hoy no están
en las regiones remotas del planeta (regiones que ya no existen además), sino
dentro de la casa.

Por otra parte, el “paganismo” de los cristianos del Sur no es menos complejo por
ser menos secularizado. La mezcla híbrida de pensamiento moderno y de rezagos
de comportamientos religiosos populares pre-modernos, muchas veces cargados
de valores y convicciones precristianas (veamos los sectores indígenas, mestizos
y afros de nuestro continente), representan un desafío todavía más sutil, a pesar
(o precisamente a causa) del trasfondo supuestamente religioso de estas culturas
en transición fulgurante.

¿Cómo evitar dos errores igualmente fatales: apoyarse en el pasado religioso para
fortalecer un falso e ilusorio statu quo, o aplicar una metodología que ignore estas
estructuras religiosas ancestrales?

La iniciación cristiana como escuela de discipulado.

Se comprende, en un Mundo tan denso y complejo, que ya no se pueda pensar la


iniciación cristiana como simple transmisión de la fe y de sus convicciones y
prácticas esenciales, como si estuviéramos en un contexto sociocultural estable y
constante.

Como lo señala ya Aparecida, los espacios tradicionales de identificación


geográfica y cultural cristiana, como son la parroquia o el colegio confesional, han
cambiado completamente de sentido y de función en Postmodernidad. Hay que
salir al encuentro de las inmensas mayorías que han dejado estos barcos, o los

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ocupan con indiferencia, no necesariamente para invitarles a reembarcar, sino
para emprender con ellos una nueva e inédita aventura de discipulado.

Proponer Jesucristo.

Cuando Jesús empezó su misión en Cafarnaúm, sus auditores, en el fondo, no


tenían fe. Eran tan ignorantes de lo que iba a anunciar este Jesús como lo son hoy
nuestros contemporáneos. Es esta santa ignorancia, de un “ateísmo” latente que
debe ser el punto de partida de toda catequesis hoy.

Por lo tanto, lo prioritario, en este asunto, no es tanto el contenido del mensaje


como el encuentro sorprendente, escandaloso, contracultural y fascinante de
Jesús de Nazaret. En esta línea urge abrir y multiplicar espacios de encuentro con
Jesús en la vida orante, en el compartir fraterno y en la solidaridad casi vecinal. Es
así como lo conocieron, lo reconocieron y, finalmente lo siguieron.

Una fe que empieza por los pies.

Antes de exigir compromisos y opciones, como en los tiempos de la Modernidad,


conviene invitar a experiencias parciales, puntuales, provisionales. Basta, en un
primer tiempo, caminar con Jesús y con otros, hasta donde se pueda, sin
compromiso ni condición más allá de intentar conocerlo y, si posible, amarlo. En
Postmodernidad, como lo vimos, toda pertenencia es sospechosa y todo discurso
rechazado.

En esta nueva propuesta, lo que importa es el acompañamiento, la escucha y el


testimonio discreto, pero fuerte, de quienes han visto su vida transformada por el
Maestro. A la manera del llamado de los primeros discípulos, en Jn.1, hay que
empezar por el boca-a-oído entre pares. Lo que llama la atención en estos
primeros llamados, es que no se basan en certezas, ni lecciones aprendidas, sino
en el compartir inseguro de una seducción, de una pregunta, de un deseo de
saber “donde vive”. Todo discurso previo corre el riesgo de espantar y de producir
un corte-circuito.

Repito que, en esta primera etapa, tres cosas son necesarias: espacios de
encuentro orante y fraterno, agentes de escucha profunda y de testimonio
convincente, caminos abiertos con itinerarios múltiples y flexibles.

De los pies a los corazones.

Después de haber caminado con Jesús y de haber compartido la mesa en el


albergue de Emaús, los discípulos se miraron y compartieron una experiencia
profundamente afectiva: “Nuestro corazón ardía”. Estamos en plena cultura y
espiritualidad de “afinidades” y ya no de “´pertenencia”.

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Esta convivialidad afectiva, a partir de la Palabra y de la mesa compartida, nos
hace recordar que el evangelio no es una religión, sino una propuesta de nueva
Humanidad según Dios. Jesús no instauró ningún rito particular, ningún culto. Se
contentó con transfigurar la celebración familiar de la Pascua judía en una
experiencia mística de corte profundamente vivencial. Hay que retornar al carácter
de comensalidad vivida en fraternidad, que es el fundamento de toda la iniciación
cristiana.

Una necesaria elaboración teológica.

Sólo después de la etapa de los pies y de la del corazón, se puede, y se debe,


proponer un espacio para la inteligencia. Pero, cuidado. Si se impone un discurso
a priori, en un lenguaje incompatible con la cosmovisión y la antropología
trabajada más arriba, sólo provocaremos bloqueo y rechazo, una vez más. En este
sentido, a pesar de su valor infinito, el credo no es un instrumento catequético
adecuado para la iniciación en estos tiempos.

Más bien, tenemos que ofrecer la oportunidad de pensar cristianamente la


experiencia previa del seguimiento con los pies y el corazón. Más que de
transmisión, se trata de procurar espacios serios para pensar juntos y elaborar
teología.

En este proceso de elaboración teológica, es evidente que la Tradición y la


doctrina intervendrán, ya no como primicias, pero sí como adyuvantes segundos,
instrumentos y, finalmente, si se logra llegar hasta allí, referencias definitivas de la
fe. El proceso, como se ve, se presenta al inverso de lo que se proponía en el
contexto del “a priori” de cristiandad.

En resumen, urge propiciar experiencia de vida alternativa y no discursos


justificadores. Esto supone priorizar el testimonio de vida y la coherencia de las
comunidades cristianas.

Comunidades místicas y justas.

En conclusión es más urgente convertirnos que convencer de un mensaje. Lo


importante es sanar nuestras comunidades de sus enfermedades espirituales y
morales que están, hoy, en todas las pantallas de televisión o de internet.

La coherencia de vida del justo, a la manera de los libros sapienciales, será el


único argumento que dé ganas de conocernos. Pero esta coherencia tendrá que
enraizar los miembros de la comunidad y el conjunto de la Iglesia en una vida
mística adulta y profunda. Dicha experiencia estará muy alejada de nuestras
devociones latinas, muchas veces infantiles, rutinarias y superficiales.

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Comunidades que hablen menos y den más ganas de ser como ellas, de imitarlas.
Es tiempo de contestar a Nietzsche: “Sí los cristianos se sienten salvados y lo
manifiestan” en una felicidad adulta, lúcida, de calidad.

Volver al kerigma primitivo.

Cuando evocamos el kerigma, pensamos espontáneamente en el anuncio


fundador de la fe, tal como las primeras comunidades lo fueron elaborando, poco a
poco, y como ha sido plasmado, progresivamente, en nuestras confesiones de fe.

Pero este kerigma fue precedido, durante mucho tiempo, por otro más primitivo y
más vivencial: desde los primeros discípulos pasando por la Samaritana y otros
tantos testigos, este kerigma era la simple invitación: “vengan a ver a alguien” que
me cambió la vida.

Este kerigma básico es hoy indispensable para abordar los nuevos “gentiles”
cristianos o seudo-cristianos de nuestro tiempo. El otro kerigma puede esperar. Si
lo adelantamos, corremos el riesgo de ahuyentar a quien ya no cree en conceptos,
expresados en categorías obsoletas desde los nuevos paradigmas, sino en la
transformación de la vida como dice Juan repetidamente.

Una nueva comprensión de la secuencia de la iniciación.

Como lo presentamos aquí, el desafío de la iniciación cristiana debería empezar


por una experiencia de tipo eucarístico. En el envío de los primeros discípulos, en
Lucas 10, Jesús no pone condición canónica al anuncio. Invita a buscar y
encontrar una casa, una familia, donde hay paz y donde la paz evangélica pueda
reposar. Y ahí se trata de anunciar la cercanía del Reino en la mesa compartida

La comensalidad es el fundamento del Cristianismo y no hay otra entrada que lo


eucarístico para conocer a Jesús. Esto no prescinde de las condiciones canónicas
de los sacramentos. Podemos pensar una “experiencia pre-canónica” de lo
eucarístico, de la comensalidad cristiana para gustar de Jesucristo.

El Bautismo, en este contexto, tendría que corresponder con el corazón ardiente


afectivo de Emaús y las ganas de juntarse con la comunidad. Los ortodoxos unen,
desde siempre, la experiencia bautismal con la eucaristía. ¿No sé si habría allí una
fuente de inspiración para nuestras mentes demasiado racionales y cartesianas?

Finalmente, la confirmación no debería ser ni condición para la vida cristiana en


peregrinación, que evocamos aquí, ni automática. Debería ser la elección de unos
pocos que se decidan a vivir para el evangelio, según él, al servicio del Reino en la
Iglesia.

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Así como muchos piensan que por lo menos 50% de los matrimonios cristianos
son nulos (es la opinión del papa Francisco), intuyo que convendría separar
iniciación cristiano y sacramentos de iniciación, afín de no banalizar la experiencia
sacramental y dejar a cada discípulo la oportunidad de hacer su itinerario propio
en la fe. ¿Seríamos así catecúmenos indefinidos que, en su momento, piden
enraizar su fe en los sacramentos?

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