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en el que se sancionaba lo que se entendía era “discurso del odio”. Bajo dicha extraña
expresión se trataba de eliminar todo tipo de expresión que atentase contra minorías
perseguidas y acosadas. Porque no es lo mismo, sostienen los nuevos inquisidores, decir
que los blancos están genéticamente incapacitados para tomar el sol, por lo que es mejor
que vivan en guaridas, que sostener que los negros son difíciles de ver por la noche por lo
que es mejor que vistan ropas reflectantes. Por lo segundo te despiden ipso facto de un
medio progresista como el New York Times pero hacer bromas sobre los “caras pálidas” no
es óbice para que te nombren miembro con honores de su equipo de colaboradores (basta
que te arrepientas con la boca pequeña y jures por Snoopy que no lo vas a volver a hacer).
José Carlos Rodríguez denunciaba la doble moral del NYT en estas mismas páginas.
El caso más reciente de intolerancia ha sido el que ha desatado Boris Johnson cuando ha
defendido el derecho de los individuos a vestir burkas (¿mujeres, cómo sabemos que son
mujeres?) a pesar de que parezcan buzones de correos. Y lo que han destacado la prensa
amarillista (toda) y los políticos de todos los partidos (incluido el suyo) no ha sido la defensa
del derecho a llevar burka sino el chiste (que Rowan Atkinson ha defendido por oportuno y
por bueno). La crítica a Johnson por su comentario sarcástico no solo es una estupidez
sino que constituye un atentado moral contra el significado político de las bromas. Porque
el humor sirve para poner a prueba los límites de lo que puede ser pensado y dicho. Los
humoristas, como los filósofos, tienen no solo el derecho sino el deber de decir lo indecible
porque en el humor reside el poder transformador la verdad desagradable. Los atenienses
mataron a Sócrates, el ironista y tocapelotas supremo, y los islamistas ametrallaron a los
humoristas inmisericordes de Charlie Hebdo. Quién no es capaz de reírse con aquello que
le toca de lleno no es solo un amargado de sí mismo, es un peligro para los demás.