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En 2012 el gobierno conservador de Gran Bretaña sacó adelante una Ley de Orden Público

en el que se sancionaba lo que se entendía era “discurso del odio”. Bajo dicha extraña
expresión se trataba de eliminar todo tipo de expresión que atentase contra minorías
perseguidas y acosadas. Porque no es lo mismo, sostienen los nuevos inquisidores, decir
que los blancos están genéticamente incapacitados para tomar el sol, por lo que es mejor
que vivan en guaridas, que sostener que los negros son difíciles de ver por la noche por lo
que es mejor que vistan ropas reflectantes. Por lo segundo te despiden ipso facto de un
medio progresista como el New York Times pero hacer bromas sobre los “caras pálidas” no
es óbice para que te nombren miembro con honores de su equipo de colaboradores (basta
que te arrepientas con la boca pequeña y jures por Snoopy que no lo vas a volver a hacer).
José Carlos Rodríguez denunciaba la doble moral del NYT en estas mismas páginas.

La bienintencionada ley, sin embargo, convirtió a los acosados en acosadores, a los


perseguidos en perseguidores. Porque tanto el grueso de los conservadores como de los
socialistas había caído en el dogma de que la víctima siempre tiene razón, lo que abrió la
puerta a la victimización como argumento moral, la sensiblería como sustituto
epistemológico de la razón y la demonización del disidente como método político.

En aquella ocasión, Rowan Atkinson (el humorista famoso fundamentalmente por su


caracterizadión de Mr. Bean) enarboló la bandera de los humoristas, los satíricos y todos
aquellos que viven de burlarse con más o menos gracia, con más o menos mala leche, con
más o menos malafollá de sus semejantes, para defender la libertad de expresión. Una
tradición que se remonta a Aristófanes cuando satirizó de manera inmisericorde a Sócrates
en Las nubes, pasó por los Monty Phyton y su diatriba en La vida de Brian contra radicales
de todos las tendencias, encarnados en unos risibles soldados romanos y unos hipócritas
fundamentalistas judíos, hasta llegar al iconoclasta y vitriólico Baron-Cohen, azote de
dictadores islámicos, mujeres sin depilar o fans de comprar metralletas en los
supermercados. Como en el caso de South Park o Rick y Morty, los humoristas auténticos
se mofan de todo tipo de clichés, postureos, modas más o menos ridículas, más o menos
venenosas.

Atkinson argumentó contra “la industria de la indignación de los autoproclamados árbitros


del bien público, que los medios de comunicación alimentan“. Unos “indignados” fácilmente
reconocibles: suelen emplear el sintagma “tolerancia cero” para referirse a la intolerancia
clásica de los fascistoides de toda la vida de Dios. Esa búsqueda de eufemismos muestra
una de los rasgos dominantes de la personalidad autoritaria posmoderna: el asalto al
lenguaje. Una tradición totalitaria consiste en tratar de hacer cautivo al pensamiento
mediante la imposición de tabúes y de obligaciones lingüísticas. Así en Estados Unidos
todos los que no son negros (y el concepto de raza se decreta que no es científico pero se
usa igualmente si interesa para cuestiones “políticamente correctas”) tienen proscrita la
palabra “negrata” (que incluso se expurga de los clásicos literarios siguiendo la más rancia
tradición de los índices de libros prohibidos); en España se cambian los topónimos en
español y son usados en su lugar los que usan en gallego, vasco y catalán (en los
telediarios en español dirán “A Coruña” pero no escuchará en TV3 hablar de “Zaragoza”). Y
mientras que en Francia su Real Academia y el Parlamento han parado los pies a la
pretensión de cambiar el francés por el “lenguaje inclusivo” que pretende imponer el
feminismo de género, en España los socialistas pretenden cambiar la Constitución para que
ni sus Padres puedan entenderla.

El caso más reciente de intolerancia ha sido el que ha desatado Boris Johnson cuando ha
defendido el derecho de los individuos a vestir burkas (¿mujeres, cómo sabemos que son
mujeres?) a pesar de que parezcan buzones de correos. Y lo que han destacado la prensa
amarillista (toda) y los políticos de todos los partidos (incluido el suyo) no ha sido la defensa
del derecho a llevar burka sino el chiste (que Rowan Atkinson ha defendido por oportuno y
por bueno). La crítica a Johnson por su comentario sarcástico no solo es una estupidez
sino que constituye un atentado moral contra el significado político de las bromas. Porque
el humor sirve para poner a prueba los límites de lo que puede ser pensado y dicho. Los
humoristas, como los filósofos, tienen no solo el derecho sino el deber de decir lo indecible
porque en el humor reside el poder transformador la verdad desagradable. Los atenienses
mataron a Sócrates, el ironista y tocapelotas supremo, y los islamistas ametrallaron a los
humoristas inmisericordes de Charlie Hebdo. Quién no es capaz de reírse con aquello que
le toca de lleno no es solo un amargado de sí mismo, es un peligro para los demás.

Terminemos con un chiste. En un bosque, un tremendo oso grizzly había atrapado a un


ateo. El ateo, desesperado y muerto de terror, se puso a rezar: “por favor, Dios, haz que
este oso se haga cristiano”. Dicho y hecho, el oso fue iluminado por un rayo del sol tras el
cual cayó de rodillas, juntó las garras en gesto de oración y dijo: “Bendice, Dios, los
alimentos que vamos a tomar”. ¿Algún ateo en la sala se ha ofendido por la broma? Pues
además de ateo resulta que es imbécil. Palabra de ateo.

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