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dijous, 9 d’agost de 2012

La larga sombra del estalinismo

Introducción
El marxismo y el estalinismo histórico
El marxismo: la liberación desde abajo
El estalinismo en la URSS
El estalinismo y el ultraizquierdismo internacional
El estalinismo y el frente popular
La guerra fría: ¿lucha de clases o bloques imperialistas?
Trotskismo y estalinismo
El estalinismo en la izquierda de hoy
El antifascismo radical
Ecos del frente popular
Política internacional
Los y las activistas estalinistas hoy: ni santos ni demonios
Bibliografía
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Introducción
En teoría, el estalinismo tenía que haber muerto hace muchos años. Stalin murió en 1953. El Estado que él controló
durante décadas, la URSS, dejó de existir en 1991. La red mundial de partidos comunistas, fieles a los dictados de
Moscú, se marchitó hace décadas y ha quedado reducida a un mero fantasma de su antigua fuerza monolítica.

Pero si bien es cierto que el estalinismo ya no domina a la izquierda, quedan rastros de él. Aun estando muerto, cadenas
enteras de su ADN siguen encontrándose en la herencia genética de muchos sectores —incluso los menos esperados—
de la izquierda actual.

Es un hecho que en muchos debates actuales de la izquierda, se oyen argumentos e ideas que fueron fomentados
durante la larga y grisácea época del estalinismo. En la lucha contra el fascismo; en lo que se refiere a las alianzas y
candidaturas electorales de la izquierda; en los análisis de la política internacional, y especialmente ahora en referencia a
Siria… son numerosas las posiciones heredadas —en general inconscientemente— del estalinismo.
(Ya comenté la influencia del estalinismo en los debates entorno a la liberación de las mujeres en Karvala, 2012, y
respecto al islam y el islamismo en Karvala, 2011a.)

Por motivos que quedarán claros más abajo, esta influencia me parece negativa, o cuanto menos problemática. Así que
el objetivo de este texto es, primero, explicar qué fue el estalinismo y demostrar lo desastroso de las posiciones —a
menudo contradictorias entre sí— impuestas desde Moscú. En segundo lugar, trazaré la conexión entre esa herencia y
las actitudes de algunos sectores de la izquierda hoy en día, acerca de los temas mencionados anteriormente.
Finalmente, argumentaré que estas diferencias pueden y deben ser un motivo de debate, pero no tienen porqué ser un
obstáculo para impulsar las luchas unitarias que hacen falta.
El marxismo y el estalinismo histórico
Muchas críticas hacia el estalinismo se basan en la suposición de que sus fallos fueron el producto directo del marxismo
como tal. Así que antes de entrar en la crítica del estalinismo histórico, se debe repasar lo que es el marxismo
revolucionario.
El marxismo: la liberación desde abajo
Los fundadores del marxismo, Marx y Engels, lucharon durante todas sus vidas adultas contra la desigualdad y los
regímenes autoritarios, por la justicia social y la democracia. (Nimtz, 2000 lo explica muy bien).

Escribieron en 1848, en el Manifiesto Comunista: “los comunistas apoyan en todas partes… cuantos movimientos
revolucionarios se planteen contra el régimen social y político imperante”. Participaron en las revoluciones democráticas
de 1848. Más tarde, impulsaron la Primera Internacional, en cuyos estatutos (redactados inicialmente por Marx en 1864)
se declaraba que “la emancipación de la clase obrera debe ser obra de los obreros mismos”. Esta Internacional incluía
tanto a marxistas como a anarquistas, pero acabó rompiéndose. El dirigente anarquista ruso, Bakunin, tildó a Marx y
Engels de “autoritarios”; una acusación que muchos se han acabado creyendo. Los criticó, entre otras cosas, por
defender la idea de una dirección elegida; Bakunin dijo oponerse a cualquier dirección. En realidad, quería una dirección
secreta, no elegida, todopoderosa y liderada por él. Propuso: “una organización secreta […] fuerte por su disciplina, por
la devoción y abnegación apasionada de sus miembros, y por la obediencia pasiva a todas las disposiciones de un
Comité Único que conoce todo y no es conocido por nadie” (Bakunin, 1978. pp. 370-374). Bakunin inició lo que se
convirtió en una moda; personas cuyo compromiso democrático deja mucho que desear, tildan al marxismo de
dictatorial.

Lenin, aún más que Marx y Engels, tiene reputación de antidemocrático. Es cierto que bajo las duras condiciones de la
clandestinidad, no abogó por celebrar asambleas abiertas en las plazas de San Petersburgo (ni tampoco hay constancia
de que Lenin llegase nunca a agitar las manos en el aire a lo 15M). Pero siempre que era posible, Lenin defendía la
máxima democracia. Tras años de actividad clandestina, con el auge revolucionario de 1905, Lenin abogó por abrir el
partido bolchevique al máximo, y animó a las y los trabajadores jóvenes a tomar iniciativas, frente a los “burócratas de
comité” (Cliff, 2011 pp. 202-3). En 1917, Lenin escribió Estado y revolución, obra en la que aboga por la gradual
desaparición del Estado bajo la máxima democracia desde abajo. Durante ese año revolucionario, Lenin y los
bolcheviques respetaron la democracia soviética; se encontraban en minoría en los soviets, que estaban controlados por
los reformistas. En junio de 1917, Lenin se opuso a las propuestas de activistas izquierdistas, que incluían a parte de la
militancia bolchevique, de intentar tomar el poder como una minoría en San Petersburgo.

En septiembre y octubre de 1917, los reformistas se resistían a convocar el segundo congreso de los soviets, porque
sabían que quedarían en minoría. Al final, no tuvieron otra opción que la de permitir su celebración. Nada más reunirse el
Congreso y demostrarse la mayoría bolchevique —y ante la noticia de la sublevación dirigida por el soviet de San
Petersburgo, que había derribado al gobierno de la guerra, la explotación y la represión— los reformistas abandonaron
los soviets. Los mismos reformistas que no habían mostrado reparos a la hora de respetar los parlamentos burgueses
más de derechas, boicotearon la democracia de los soviets porque la muchedumbre obrera se había atrevido a apoyar la
revolución socialista. ¡Y ellos tacharon a Lenin de antidemocrático! Se podrían dar más ejemplos, como el hecho de que
con Lenin y Trotski, Rusia reconoció el derecho de autodeterminación de las naciones oprimidas; los reformistas que
gobernaban antes de octubre habían negado reiteradamente este derecho (y más tarde el estalinismo lo volvería a
eliminar). (Acerca de 1917, ver Karvala, 2007).

Éste es el historial real del marxismo revolucionario. Por supuesto, cometió sus errores y tiene sus puntos negativos,
pero no tiene nada que ver con lo que se presentó como marxismo durante gran parte del siglo XX. Aquello era
estalinismo, algo muy diferente.
El estalinismo en la URSS
La revolución de octubre en Rusia, una revolución socialista en un país atrasado, sólo tenía sentido en el contexto de
una revolución internacional, que abarcase, como mínimo para empezar, a varios países avanzados europeos. No fue
así; estallaron revoluciones en Alemania y Hungría; se vivió el biennio rosso en Italia, con las ocupaciones de fábricas;
olas de huelgas de masas en muchos países… Pero no hubo una revolución socialista victoriosa en ningún otro lugar.

El resultado fue que Rusia quedó aislada, y atacada desde todos los frentes. Bajo estas condiciones, la democracia
desde abajo que había sido el eje central de la revolución se fue minando. En una economía hundida, con las fábricas
cerradas y cuyas plantillas habían huido al campo para buscar algo que comer, ya no se podía hablar de una democracia
obrera de verdad. Creció, cada vez más, la burocracia: un estrato de funcionarios del Estado, del ejército y de las capas
intermedias del partido, que tomaron las decisiones a espaldas a la clase trabajadora.
Stalin se erigió como el máximo representante de esta burocracia para la que el objetivo original, la revolución
internacional, se convirtió en una molestia.

Lenin y Trotski lucharon contra estas tendencias. Ya en 1920, Lenin declaró que “Lo que tenemos en realidad es… un
Estado obrero, con deformaciones burocráticas.” Un par de años más tarde la situación había empeorado. A finales de
1922, Lenin criticó el “verdadero nacionalismo ruso” y el menosprecio hacia las minorías nacionales, mostrados por
Stalin. Propuso “a los camaradas que piensen la forma de pasar a Stalin a otro puesto” y que nombrasen a alguien “más
tolerante, más leal, más correcto y más atento con los camaradas, menos caprichoso, etc.” como Secretario General.
(Citas en Karvala, 2007, pp. 95-6). Fue la última intervención política de Lenin; su salud empeoró aún más y finalmente
murió en enero de 1924.

Tras su muerte, la burocratización de Rusia se aceleró. Durante varios años, supuso un conservadurismo, tanto en el
ámbito interno —por ejemplo, favoreciendo a los campesinos más adinerados— como el externo. Stalin ordenó al partido
comunista chino someterse a la burguesía nacionalista de su país… que luego masacró a miles de comunistas. En la
huelga general en Gran Bretaña de 1926, en solidaridad con los mineros, el estalinismo dictó al partido comunista
británico que abandonase cualquier posición independiente y que actuase de comparsa de la burocracia sindical; a los
pocos días ésta traicionó a los mineros, dejándolos solos ante la represión y los despidos en masa.

Pero con esta política conservadora, la URSS no dejó de ser un país pobre y marginal; en 1927 Rusia padeció además
una creciente crisis económica y política. Así que la burocracia, bajo Stalin, dio un giro de 180 grados. Remplazó el
gradualismo por un intento desesperado de construir una industria pesada capaz de competir con occidente. Invirtiendo
lo que había sido su política hasta entonces, la burocracia impuso un férreo control sobre la economía. Convirtieron
todas las tierras en propiedad estatal, expropiando a todos los campesinos, no sólo a los más ricos. Provocaron una
terrible hambruna, con 3 millones de muertos en Ucrania. En las fábricas, lo que quedaba de lo que la clase trabajadora
había logrado en 1917 se perdió; se impuso una dirección dictatorial y la explotación aumentó de manera brutal. (Sobre
todo esto, ver Reiman, 1982, y especialmente Cliff, 2000).

La economía de la URSS sí creció, sobre todo la gran industria. El precio fue la caída brutal de las condiciones de vida
del conjunto de la gente trabajadora y el campesinado; millones de personas fueron ejecutadas o malvivieron como
mano de obra esclava en los campos de trabajo. Este precio fue ignorado por los dirigentes comunistas del mundo, que
celebraron las cifras de producción y se quedaron impresionados con sus visitas guiadas y controladas a la patria
socialista. En términos casi religiosos, veían a la URSS como a su salvación ante un mundo inmerso en la depresión que
siguió al crac de 1929, y ante la creciente amenaza fascista.

Pero la URSS no era una alternativa al capitalismo; fue más bien el capitalismo llevado a un nuevo nivel, más allá de una
gran fábrica, o una gran empresa. Ahora el país entero —de hecho, varios países, dado que todas las ‘repúblicas
soviéticas’ habían sido absorbidas en la URSS— se había convertido en una enorme empresa, sin sindicatos
independientes, y con un solo partido, el de la clase dirigente. Ésta fue una nueva forma de burguesía, una burocracia al
mando del capitalismo de Estado.

Esta forma de organizar la producción no benefició a los explotados: ni a la plantilla normal de las fábricas, ni mucho
menos a los millones de personas en los campos de trabajo. Pero sí permitió a la burocracia estalinista aumentar la
producción de la industria pesada, y de armas. Así, pudo competir, con mucho éxito y durante mucho tiempo, en el
escenario mundial. Sólo empezó a hundirse cuando la ola de globalización, que empezó a extenderse a partir de 1970-
80, dejó atrás a la producción meramente a escala nacional que caracterizó el estalinismo.
El estalinismo y el ultraizquierdismo internacional
De haberse limitado a mandar en la URSS, el estalinismo habría sido nocivo para la clase trabajadora y el campesinado
de ese país, pero no habría perjudicado tanto a la izquierda mundial. Por supuesto, no fue así, porque durante décadas
la nueva clase dirigente rusa se aprovechó de su influencia política entre los partidos comunistas del mundo para
complementar su poder económico y militar.

Esta influencia pasó por diferentes épocas; una de radicalismo extremo, seguida de otra muy conservadora.

Cuando a finales de la década de 1920, la burocracia de Stalin se convirtió en clase dirigente, encubrió este último paso
de la contrarrevolución con una retórica sectaria ‘de izquierdas’. Dentro de la URSS, consistió en tildar de ‘derechista’,
‘agente del imperialismo’, etc. a cualquiera que criticara su dictadura. En el ámbito internacional, este ‘izquierdismo’ fue,
si cabe, aún más peligroso. La gravísima crisis del capitalismo abrió el espacio a opciones radicales, tanto de izquierdas
como de la extrema derecha.
El fascismo ya estaba en el poder en Italia; en Alemania los nazis estaban creciendo. Por otro lado, en diferentes países
europeos algunos sectores de la socialdemocracia estaban girando hacia la izquierda; bien los partidos en su conjunto, o
bien en la forma de escisiones.

Para una izquierda revolucionaria de verdad, el crecimiento de una corriente reformista de izquierdas, con miles o
millones de activistas que quieren luchar contra el sistema, es algo para celebrar. También hace falta cautela, porque
como se vio pocos años después, este radicalismo puede ser bastante superficial. Sin embargo, existen muchas
oportunidades de luchas unitarias, que pueden superar los límites que querrían imponer los dirigentes de estas
formaciones.

Para la burocracia estalinista, sin embargo, el cálculo era muy diferente. El objetivo bolchevique del octubre de 1917, de
iniciar una revolución internacional, se había abandonado. Ahora todo se calculaba en función de los intereses de la
nueva clase dirigente rusa, y ésta no quería competencia en la izquierda.

Ante la situación de polarización política, respondió con la ‘teoría’ del tercer período. Según esta visión, el fascismo se
estaba extendiendo por toda Europa, no sólo como amenaza, sino como poder real. En Italia tomó la forma del régimen
de Mussolini. Pero en otros países, este ‘fascismo en el poder’ lo representaba el partido institucional de turno, ya fuese
conservador o socialdemócrata. A éstos últimos los llamaron ‘socialfascistas’. Y los ‘socialfascistas’ más peligrosos de
todos eran las corrientes de izquierdas, independientes del estalinismo.

La conclusión de esta retórica fue que los PCs tuvieron que presentarse como los enemigos del fascismo y, en Alemania,
de los nazis. Pero, puesto que todos los demás partidos eran meras expresiones del fascismo, no tenía sentido aliarse
con ellos. La lucha contra el fascismo la tenía que protagonizar el partido comunista solo, como una parte más de su
lucha final contra el capitalismo; según esta ‘teoría’, algo muy cercano.

El trágico resultado se vio en Alemania en 1933, con la subida al poder de Hitler. Los dirigentes socialdemócratas jugaron
un papel terrible también, hay que decirlo, pero la desastrosa estrategia impuesta por Stalin impidió al partido comunista
alemán hacer nada para acercarse de manera no sectaria a las bases socialdemócratas, para ganárselas hacia una
lucha real contra los nazis. Esta estrategia de frente único la defendió Trotski en una serie de escritos cada vez más
desesperados, pero no había suficientes fuerzas políticas en Alemania que quisieran llevarlas a la práctica. (Sobre la
política del tercer período y el frente único, así como la lucha contra el fascismo en general, ver Karvala (Ed.), 2010).
El estalinismo y el frente popular
La reacción inicial del estalinismo ante la victoria de los nazis fue “aquí no pasa nada, Hitler pronto fracasará y después
subiremos nosotros”. Pero cuando se vio lo que supuso el nazismo en el poder —mil veces peor que la represión
‘normal’ que se habría sufrido a manos de los partidos institucionales— esta actitud se volvió insostenible. Además, en
Francia, de forma independiente al partido comunista, estalló un espíritu de lucha unitaria, con manifestaciones contra la
extrema derecha en las que se juntaban militantes socialistas y comunistas, así como activistas de las diferentes
centrales sindicales (bajo la influencia de Moscú, el PC había dividido al movimiento sindical para crear ‘su propio
sindicato’).

Pero esta sana unidad obrera fue convertida en algo muy diferente gracias a un nuevo giro de Moscú. Ante la amenaza
geopolítica que representaba la Alemania nazi para los intereses de la clase dirigente de la URSS, Stalin buscó la
unidad, no del movimiento obrero —al que se podría añadir, en según qué país, el campesinado— sino de ‘los países
democráticos’, lo que se llamó frente popular. Es decir, buscó aliarse con las burguesías de Gran Bretaña y Francia. En
este objetivo, fracasó. La mayoría de la clase dirigente británica no era fascista, aunque algunos sí apoyaban
abiertamente a Hitler y, más aún, a Mussolini. Pero entre la Alemania nazi y la URSS ‘comunista’, la burguesía británica
no dudó en preferir la primera; unos años más tarde, motivos geopolíticos obligarían a Gran Bretaña a luchar contra
Alemania, pero la guerra no reflejó su oposición al fascismo como tal.

Donde la política del frente popular tuvo más éxito fue en la política interna de Francia y del Estado español, donde se
crearon candidaturas electorales que unían desde el partido comunista hasta partidos liberales y pequeño burgueses. La
burguesía en general no se dejó seducir, pero los seguidores de Stalin hicieron todo lo posible para atraerlos. ¿Qué
supuso esto en la práctica?

Los burgueses eran los amos de las fábricas y las tierras. Si queremos aliarnos con ellos, mejor no intentar quitarles su
propiedad. En muchas zonas en las que la sublevación franquista de julio 1936 fue derrotada, la clase trabajadora tomó
las fábricas y los campesinos pobres colectivizaron las tierras. No queriendo molestar a la burguesía, los dirigentes
estalinistas se opusieron a estas acciones; a veces mediante palabras y a veces mediante la represión armada.
Sabemos que Franco dependía de tropas de las colonias españolas del norte de África. Si la República hubiera
reconocido los derechos nacionales de Marruecos, es muy posible que las tropas marroquíes hubieran dejado de luchar
por el bando franquista. Pero la República rechazó la oferta de un destacado dirigente independentista amazigh, Abd-el-
Krim —entonces encarcelado por el gobierno francés, del frente popular— de levantar a la población norteafricana contra
Franco:

“Era imposible. La independencia del Marruecos español inevitablemente provocaría una rebelión independentista en el
Marruecos francés. El objetivo principal del Frente Popular era conseguir un acuerdo entre los imperios francés y
británico y la URSS. Así que no se les ofreció nada a las tropas marroquíes, y éstas se quedaron con Franco.” (Hallas,
1985).

Estas actitudes no se quedaron sin respuesta. En diferentes momentos tanto el partido marxista revolucionario, el
POUM, como el enorme sindicato anarquista, la CNT, les plantaron cara, defendiendo estrategias revolucionarias.
Propusieron ofrecer resistencia a Franco no sólo con las armas, en una guerra convencional, sino también mediante la
política, con medidas sociales capaces de animar a la masa de trabajadores y campesinos, incluso en la retaguardia de
los fascistas. Las demás fuerzas republicanas respondieron con hostilidad, sobre todo el partido comunista, que cuando
tuvo la oportunidad recurrió a la represión más brutal para eliminar estas críticas de izquierdas. Al dirigente del POUM,
Andreu Nin, lo torturaron y asesinaron.

Al final se demostró que la opción del ‘frente popular’ no era ni moderada ni muy unitaria; conllevó la supresión violenta
del sector revolucionario del movimiento.

Además, todas estas maniobras y traiciones no sirvieron para nada. Gran Bretaña respaldó de mil maneras a Franco en
la guerra civil. En Francia, el mismo parlamento elegido en 1936, con su mayoría del frente popular, dio el poder al
fascismo en 1940.

Cuando esto ocurrió, Stalin ya había abandonado la política del frente popular. En agosto de 1939, firmó un pacto con
Hitler mediante el cual la URSS podía tomar Finlandia y los países bálticos y los nazis podían ocupar Polonia. De esta
manera, Stalin abrió el camino hacia Auschwitz para millones de judíos polacos.
La guerra fría: ¿lucha de clases o bloques imperialistas?
El pueblo de la URSS pagó un terrible precio en la segunda guerra mundial; unos 20 millones de muertos. Pero el
resultado fue favorable tanto para EEUU como para la clase dirigente soviética. Stalin, el primer ministro británico y el
presidente de EEUU acordaron la división de Europa.

Stalin se llevó Europa del este como botín. (Ver Harman, 1988). Se instauró en media docena de países europeos el
sistema social y económico de la URSS. En la URSS, el partido único se había creado en los años 20 y 30, purgando del
partido bolchevique a los activistas de izquierdas, y absorbiendo a burócratas, gerentes de la industria y oficiales del
ejército. En los países del este se crearon partidos únicos instantáneos, entre 1945 y 1948, mediante la fusión de los
partidos existentes, incluyendo a veces a los fascistas. El principal requisito exigido a estos países y a sus nuevos
dirigentes fue su sometimiento a Moscú. En occidente, el proceso fue generalmente más sutil, pero aquí también se
impuso un modelo único, inicialmente bajo el dominio de EEUU.

Fue el inicio de la guerra fría, que rápidamente se extendió por el mundo entero, dividiéndolo, durante un tiempo, en dos
bloques. La izquierda ortodoxa aceptó este cambio. Se alejó aún más de la lucha de clases, pasando a una política en la
que todo giraba entorno a los dos bloques enfrentados. Si un partido comunista se encontraba en un país reconocido
como capitalista, imperialista, etc., entonces bien; sus militantes podían luchar según sus instintos, impulsar sindicatos y
huelgas, protestas, etc. Pero si los dirigentes del país en cuestión eran aliados de la URSS, entonces el papel del partido
comunista era el de hacer de comparsa de estos dirigentes. A los que organizaban huelgas o protestas se los tachaban
de agentes del imperialismo que se merecían la brutal represión a la que solían ser sometidos. Y a menudo, estos
activistas reprimidos incluían a los propios militantes del partido comunista que no habían sabido responder con
suficiente rapidez a los cambios geopolíticos. En el Egipto de Nasser, muchos comunistas estaban en la cárcel al mismo
tiempo que Nasser era aliado de la URSS. En Irak, el partido comunista alternó entre dar apoyo acrítico al régimen
baazista… o estar en sus mazmorras.

Cuando en 1963 la China de Mao rompió con la URSS las cosas se complicaron aún más. Siguiendo el modelo de Stalin
en 1928, China acompañó su reorientación de una retórica superrevolucionaria. Ésta le sirvió para arrastrar pedazos,
más o menos grandes, de los partidos comunistas del mundo; así se establecieron los “Partidos Comunistas del País X,
Marxista-Leninista”. Igual que los PC de siempre, los partidos maoístas, los PCML, se orientaron en base a los intereses
geoestratégicos de sus amos; sólo que en este caso Pekín en vez de Moscú.
Los comunistas del mundo se vieron obligados a escoger, dado que entre las dos capitales ‘comunistas’ el
enfrentamiento iba en aumento. Hubo tensión directa cuando la URSS y China desplazaron tropas a la frontera común.
Pero más típicos fueron los conflictos indirectos, en los que Moscú respaldaba a un bando y Pekín al otro. No había una
lógica coherente de izquierdas, sólo los intereses de las clases dirigentes enfrentadas. La URSS respaldó a un
movimiento de liberación nacional en el sur de África y China respondió respaldando a un grupo pro occidental. La URSS
ocupó Afganistán —iniciando así el calvario del pueblo afgano que sigue hasta hoy— y China respaldó a la resistencia.

El problema era que el objetivo principal y original del marxismo, la completa liberación humana a través de la lucha
desde abajo, se había abandonado. En lugar de esto, se celebraban las cifras de producción de carbón, acero o caña, y
se jaleaban los intereses de un grupo de burócratas, simplemente porque éstos hicieron colocar banderas rojas en sus
limusinas.
Trotskismo y estalinismo
Antes de pasar a hablar de los rastros que el estalinismo ha dejado en la izquierda y los movimientos actuales,
deberíamos hacer una digresión para explicar la principal corriente de la izquierda marxista opuesta al estalinismo; el
trotskismo.

Trotski fue desarrollando sucesivos análisis de la URSS, en función de los acontecimientos. Durante los años 20 y
principios de los años 30, Trotski mantuvo que la URSS era un Estado obrero con distorsiones burocráticas. Pensaba
que a pesar de sus evidentes fallos, la URSS podía reformarse si la clase trabajadora rusa volvía a activarse,
restableciendo la plena democracia de los soviets. Concibió esta posibilidad en el contexto de un futuro resurgimiento del
movimiento revolucionario mundial.

Sin embargo, cuando el estalinismo permitió la subida al poder de Hitler en 1933, Trotski concluyó que él se había
equivocado. Declaró que la contrarrevolución ya había triunfado en la URSS, y no en 1933, sino a mediados de los años
20. Para restaurar un Estado obrero real en la URSS, haría falta una nueva revolución. Pero, y es un gran pero, insistió
en que ésta sería sólo una revolución política, para restablecer la democracia soviética. No hacía falta una
revolución social, porque la economía seguía siendo la de un Estado obrero.

Trotski mantuvo que la propiedad totalmente nacionalizada y la planificación estatal existentes en la URSS, tan sólo eran
posibles gracias a la ruptura con el capitalismo conseguida mediante la revolución de 1917. Argumentó, por tanto, que la
estructura social de la URSS era cualitativamente superior a la del capitalismo; la definió de “Estado obrero degenerado”.

Mantuvo que, de la misma manera que un marxista siempre debe respaldar a un sindicato —por burocratizado y pactista
que éste sea— frente a la patronal, el marxismo revolucionario, lo que más tarde se conocería como el trotskismo, debía
respaldar a la URSS —un “Estado obrero”, aunque fuese degenerado— contra los países capitalistas occidentales.

A la vez, Trotski insistió en que el estalinismo era contrarrevolucionario; este calificativo se lo había ganado a pulso.

Su argumento tenía fallos, pero al menos era internamente coherente. Para acabar con el capitalismo, hacía falta una
revolución socialista internacional. El estalinismo era incapaz de liderar esta revolución, por eso Trotski y sus seguidores
rompieron con los partidos comunistas estalinistas y crearon organizaciones independientes.

En 1938, éstas se autoproclamaron como la Cuarta Internacional (CI), en base al “Programa de Transición” redactado
por Trotski ese mismo año. En este programa —que después se convirtió en el talismán del ‘trotskismo ortodoxo’—
afirmó que el capitalismo era incapaz de superar sus contradicciones y que, tras la guerra mundial que se acercaba,
habría un auge revolucionario parecido al que ocurrió tras la Primera Guerra Mundial. La URSS ya no podría mantener
su situación, altamente inestable, de ser un “Estado obrero” bajo el control de una burocracia contrarrevolucionaria, y el
estalinismo se hundiría. Con esto, millones de trabajadores se unirían bajo la bandera de la CI.

No ocurrió así. Tras la guerra, el capitalismo entró en un boom. Y lejos de desaparecer, el estalinismo se extendió por la
mitad de Europa. Tristemente, Trotski ya estaba muerto, asesinado en 1940 por un agente de Stalin. Sin él, la mayoría
de sus seguidores se mostraron incapaces de recapacitar ante la nueva situación. Intentaron escudarse tras el programa
de 1938 y la fidelidad a las declaraciones de Trotski, pero inmediatamente entraron en graves contradicciones y
confusiones.
En Europa del este se implantó la misma estructura social y económica que en la URSS. Si se argumentaba, como había
hecho Trotski, que sólo se podía acabar con el capitalismo mediante una revolución —y no hubo revolución en Alemania
del Este, Polonia, etc.— estos países seguían siendo capitalistas. En este caso, la nacionalización de la propiedad no
implicaba necesariamente la ruptura con el capitalismo; así se desmontaba el criterio que utilizó Trotski para definir a la
URSS como a un Estado obrero.

En cambio, si la nacionalización de toda la propiedad implicaba que el capitalismo se había derribado en estos países,
esto significaba que el estalinismo no era para nada contrarrevolucionario. Libre de las obsesiones de Lenin por la
democracia y la autoemancipación de la clase trabajadora, el estalinismo había establecido un Estado obrero no sólo en
un país, sino en media docena de ellos.

Hubo un fuerte debate dentro de la CI a finales de los años 40 y principios de los 50 del siglo pasado. Al final, la gran
mayoría concluyó que los nuevos países estalinistas de Europa del este eran “Estados obreros deformados”. También, y
contradiciendo este primer punto, seguían insistiendo en el carácter contrarrevolucionario del estalinismo y en la
necesidad de organizaciones trotskistas, armadas con el programa transicional de 1938.

Todo esto puede parecer muy rebuscado e irrelevante, pero tiene su importancia. Hoy en día, el trotskismo sigue siendo
muy minoritario, pero tiene cierto peso dentro de lo que es la izquierda anticapitalista. Y con pocas excepciones, este
trotskismo conlleva una fuerte contradicción interna, heredada de este viejo debate acerca de los países del este.

Porque se puede insistir mucho en la lucha desde abajo y la democracia de base, etc. Pero si se acepta que con una
invasión militar rusa y la implantación de un gobierno dictatorial bajo un partido único estalinista se puede superar el
capitalismo, entonces la autoemancipación se convierte en un lujo prescindible. Si hay dos caminos hacia un destino —
uno muy duro, el de la revolución desde abajo; el otro más fácil, el de la maniobra desde arriba— a la larga, prevalecerá
la maniobra desde arriba. Idealmente querríamos una revolución, pero también sirve si un grupo minoritario guerrillero
toma el poder y se erige como un “gobierno revolucionario”. También sirve un golpe militar impulsado por oficiales
‘progresistas’. También sirve lograr suficientes escaños en el parlamento…

No sólo se trata de las grandes cuestiones de acabar con el capitalismo, sino también de las luchas sociales más
limitadas. Digamos que tenemos un problema en el trabajo. Podríamos ir construyendo una base, gradualmente ganando
apoyos entre la plantilla, y convenciendo a cada vez más trabajadoras y trabajadores de la necesidad de luchar. Pues sí,
pero sería más rápido convertirse en el Presidente o el Secretario de la sección sindical, y arreglar las cosas desde aquí.
Si funciona casi igual de bien, ¿por qué no? Y así en adelante, esta visión política comporta la tendencia a sustituir el
trabajo duro desde abajo por la maniobra desde arriba. Esta dinámica puede llegar a extremos insospechados. La nueva
revista satírica Mongolia (muy recomendable, por cierto) hace referencia en su número 4 a dos ‘trotskistas’ que tienen
‘militancias’ muy sorprendentes. Uno de ellos fue miembro del gabinete del Ministro de Exteriores del PSOE, Moratinos.
El otro es un magnate de la comunicación que hace poco cerró el Público y despidió a gran parte de su plantilla. Según
se sobreentiende, ambos siguen considerándose trotskistas… procedentes de la corriente que hace más de medio siglo
aceptó la idea de que la lucha desde abajo es opcional para combatir el capitalismo.

Ya en 1948, hubo una alternativa radicalmente diferente, desde dentro del trotskismo. Tony Cliff, un trotskista palestino
que acababa de llegar a Europa, escribió Capitalismo de Estado en la URSS. (Ed. castellana: Cliff, 2000). Continuando el
análisis de Trotski —en vez de congelándolo— concluyó que la extensión del estalinismo a los países del este había
demostrado que la propiedad nacionalizada no podía ser el criterio para la existencia de un Estado obrero; este criterio
no podía ser otra cosa que el poder en manos de la clase trabajadora. Tanto los países del este como la URSS eran
capitalistas. La dinámica capitalista había producido empresas cada vez mayores. De forma inesperada, la dinámica
había dado un nuevo salto, llegando a la situación en la que un Estado entero actuaba como empresa, dentro de la
competencia capitalista mundial. De hecho, el bolchevique Bujarin (ejecutado por Stalin como ‘fascista’ en 1938) había
previsto esta posibilidad muchos años antes (ver Bujarin, 1969, p. 148.)

Cliff y sus pocos seguidores fueron expulsados de la CI pocos años más tarde. Su ‘crimen’ fue negar que Corea del
Norte mereciese ser respaldado como un Estado obrero en la guerra de Corea de 1950-53. Ante la guerra fría, el grupo
liderado por Cliff insistió en que “ni Washington ni Moscú sino socialismo internacional”; con el tiempo llegaría a
conocerse como la corriente socialismo internacional.
El resto del trotskismo argumentaba, por lo general, que el bloque del este, así como los regímenes surgidos de las
luchas anticoloniales en Egipto, Cuba, Argelia, Vietnam… eran superiores al capitalismo. Esto les provocó graves dolores
de cabeza cada vez que la gente trabajadora de estos Estados se sublevó contra sus dirigentes; por un lado se tenía que
defender a la clase trabajadora frente a la burocracia contrarrevolucionaria; por el otro se tenía que apoyar a un ‘Estado
obrero’ o gobierno progresista frente a las influencias e intrigas occidentales. Hubo aún más confusión cuando estos
‘Estados obreros’ se enfrentaron en conflictos militares. Tales debates provocaron la división del movimiento trotskista en
cada vez más ‘cuartas internacionales’.

Hubo un debate muy revelador cuando Vietnam invadió Camboya a finales de 1978, acabando de paso con el régimen
genocida de Pol Pot en este país. Un sector del trotskismo ortodoxo respaldó la invasión, argumentando que Vietnam era
un Estado obrero deformado y que “el régimen de Pol Pot era ‘un gobierno capitalista contra-revolucionario que
amenazaba a la revolución vietnamita’” (unos trotskistas ortodoxos estadounidenses, citados en Mandel, 1979, p. 1).
Otro sector, liderado por Ernest Mandel, destacado defensor a ultranza de la ortodoxia trotskista, rechazó la invasión,
insistiendo en que tanto Vietnam como Camboya eran Estado obreros. Mandel reconoció los terribles crímenes de Pol
Pot, pero mantuvo que esto no cambiaba nada: recordó que “Stalin y sus agentes mataron a 12 millones de personas”.
(Mandel, 1979, p. 3). Mandel insistió en que el único criterio para definir un Estado obrero era la existencia de propiedad
nacionalizada, etc.; no hacía falta la participación de la clase trabajadora: “Si para tener un estado obrero se necesita
que la burguesía sea expropiada por los trabajadores, ¿cómo puede entonces haber un estado obrero en Rumania,
Bulgaria, Hungría, Polonia y Corea del Norte donde de ninguna manera estas expropiaciones podrían interpretarse como
realizadas por los mismos trabajadores…?”. Señaló claramente el ‘peligro’: si se negaba que el régimen genocida de Pol
Pot fuese un Estado obrero (deformado), se daba la razón a la teoría de capitalismo de Estado de Tony Cliff y los demás.
El precio pagado por esta ‘ortodoxia’, y por su espanto ante la teoría del capitalismo de Estado, fue el abandono del
principio que había defendido el marxismo revolucionario desde sus inicios, la autoemancipación de la clase trabajadora.

Este debate estalló dentro de una de las corrientes ‘ortodoxas’; entre diferentes corrientes hubo contradicciones aún más
fuertes. Mientras la mayoría de los grupos trotskistas se opusieron a la invasión rusa de Afganistán de 1979, una
corriente (muy sectaria y poco representativa, por cierto) siguió la lógica de apoyo a los ‘Estados obreros’ ante el
capitalismo occidental y jaleó la invasión como “la incorporación de Afganistán al bloque soviético a través de la
revolución social desde el exterior como en Europa del Este”, tildando de “contrarrevolucionarios” a los grupos trotskistas
que defendían la resistencia del pueblo afgano (Spartacist, 1980).

Hoy en día esta contradicción sigue vigente. Por ejemplo, ante los gobiernos populistas en América Latina, algunos
grupos trotskistas responden con un entusiasmo acrítico, adulando al nuevo dirigente de turno. Otros denuncian al
mismo dirigente por no coincidir con su programa transicional, a veces denunciándolo como agente del capitalismo. La
CI más representativa —la que se llama “Secretariado Unificado de la IV Internacional”, a la que pertenece, por ejemplo,
Izquierda Anticapitalista-Revolta Global en el Estado español— suele evitar estos extremos; aunque sólo sea porque
intenta mantener un consenso de mínimos para evitar rupturas. Aún así, sufre el mismo dilema fundamental. Intenta
combinar la defensa de un programa muy intransigente, centrado en la idea de revolución socialista, con la aceptación
de que quizá tal revolución no sea del todo necesaria, y que puede ser sustituida por la acción —guerrillera, golpista,
parlamentaria…— adecuada, desde arriba.

(Este debate ha estallado recientemente entorno a la candidatura del partido griego de la izquierda reformista, Syriza. El
grupo de la CI en Grecia forma parte de la coalición anticapitalista Antarsya, que expresa claras críticas a las limitaciones
de Syriza, a la vez que busca maneras de colaborar con este partido en las luchas. Dirigentes de la CI tildan a Antarsya
de sectario por presentarse a las elecciones, y habla como si Syriza como tal pudiera ofrecer una solución real para
Grecia con un “gobierno de izquierdas”. Últimamente difunde los textos de otro grupo griego, no miembro de la CI sino
‘simpatizante’, que está dentro de Syriza. Ver International Viewpoint, 2012).

La visión del socialismo desde abajo, sin atajos y sin ilusiones en salidas burocráticas, no supone una solución mágica ni
resuelve todos los debates. Los problemas acerca de cómo responder ante luchas, situaciones y movimientos complejos
siguen existiendo. Pero al menos se elimina una contradicción añadida. Si la única salida real es una revolución desde
abajo —igual que lo fue para Marx, Engels, Lenin, Trotski, Luxemburg…— entonces se miden las estrategias y las
tácticas únicamente en términos de cómo éstas ayudan a impulsar la lucha desde abajo y a construir el movimiento real.
No hay que estar siempre mirando por encima del hombro, con preocupaciones respecto a cómo este movimiento podría
perjudicar a los dirigentes de un ‘Estado obrero deformado’, mientras que los intereses electorales de un partido
reformista dejan de ser un factor decisivo.

En este sentido, mientras el trotskismo ortodoxo no es estalinista, sí ha heredado ciertos toques de su política desde
arriba, y sufre como consecuencia.
Para cerrar este apartado hay que señalar que, en algunos países al menos, el cambio en la influencia relativa del
estalinismo y el trotskismo es chocante. En los años 30, el Partido Comunista de Gran Bretaña utilizaba la violencia física
contra los pocos militantes trotskistas que había en el país. A principios de julio de 2012, fui a unas jornadas en Londres
del partido anticapitalista, de inspiración trotskista, el Socialist Workers Party. A la entrada de un mitin enorme de estas
jornadas, un pequeño grupo estalinista, el “Partido Comunista de Gran Bretaña (Marxista-Leninista)”, estaba repartiendo
octavillas que denunciaban que: “El trotskismo es un instrumento de los capitalistas”. Nadie los atacó, pero se oyó más
de una risa.
El estalinismo en la izquierda de hoy
El muro de Berlín cayó en 1989, gracias sobre todo a la heroica lucha de la gente de Alemania del Este, que se enfrentó
noche tras noche a la policía antidisturbios y los servicios secretos de este país ‘comunista’. La caída del muro marcó el
final de estos regímenes en toda Europa del Este. Tristemente, no fueron remplazados por el socialismo, sino que el
capitalismo de Estado dio lugar al capitalismo de mercado. Un sector de la izquierda actual utiliza este hecho para
justificar a las dictaduras ya caídas. En realidad, dado que casi toda la izquierda mundial insistió en que Europa del Este
había vivido 40 años bajo el socialismo (o un Estado obrero), no nos debe sorprender que, al librarse de las dictaduras,
poca gente quisiera escuchar ideas socialistas.

Los partidos comunistas pagaron el precio de su identificación con el estalinismo. Partidos enteros desaparecieron, y
otros quedaron reducidos a grupos socialdemócratas. Casi ninguna organización estalinista fue capaz de hacer un
balance honesto de lo ocurrido desde un punto de vista marxista revolucionario. (Hubo pequeñas y contadas
excepciones; por ejemplo, la juventud del pro soviético partido comunista finlandés, el SKP, evolucionó para convertirse
en un grupo de la corriente socialismo internacional.)

El trotskismo ortodoxo también sufrió por poner sus ilusiones en los regímenes desaparecidos. En el caso del Estado
español, el golpe fue aún más fuerte porque el final del bloque soviético coincidió con la salida del poder en 1990 de los
sandinistas, que habían recibido un apoyo acrítico por parte de la principal corriente trotskista ortodoxa (aunque una
fuerte hostilidad por parte de otras).

Hoy en día, la herencia del estalinismo sigue presente, pero es difícil de definir. Son muy pocas las organizaciones que
se declaran abiertamente estalinistas; de hecho, esto ya era cierto mucho antes de la caída del muro. La influencia
estalinista no se limita a los factores obvios, como unos cuantos dirigentes comunistas que siguen demostrando
actitudes burocráticas en la izquierda, en el movimiento sindical, etc. Ha dejado un legado dentro de la izquierda mundial,
mucho más allá de los partidos comunistas y el burocratismo. En muchos debates dentro de la izquierda hoy en día, se
oyen ideas que provienen del tipo de socialismo desde arriba que impulsó el estalinismo. Y muchas de las personas que
defienden estas ideas probablemente no son ni tan siquiera conscientes de su procedencia.

Ahora repasaremos algunos ejemplos de esta herencia no reconocida.


El antifascismo radical
La forma más conocida del antifascismo en el Estado español, igual que en gran parte de la Europa continental, es el
antifascismo radical, asociado con grupos reducidos de jóvenes que se enfrentan, a menudo de forma física, con los
grupos de skins nazis.

Estos grupos pueden ser de inspiración anarquista, de variantes de las juventudes comunistas, y en Catalunya, de la
izquierda independentista. En realidad, reproducen, a una escala mucho más reducida, la política estalinista que se
aplicó con resultados tan trágicos en Alemania entre 1928 y 1933. Igual que entonces, tachan a casi todo el espectro
político de fascistas, o cómplices de los fascistas. Es verdad que la actuación de los partidos institucionales puede
favorecer a los fascistas, pero esto no implica que el fascismo ya esté en el gobierno. Tampoco significa que sea
imposible colaborar con, por ejemplo, la izquierda reformista o los sindicatos mayoritarios, en movimientos unitarios
contra el fascismo.

Se puede argumentar, con bastante razón, que existe una fuerte relación entre el fascismo y el capitalismo. Pero esto no
significa que sólo las personas que compartan esta teoría son las que pueden oponerse al fascismo. También existe una
conexión entre la guerra y el capitalismo, pero las movilizaciones de millones de personas contra la guerra en 2003 —
que en el caso del Estado español consiguieron la retirada de las tropas de Irak al año siguiente— habrían sido
impensables de haber intentado restringirlas a la izquierda anticapitalista.

Esto no significa tampoco olvidarse de los argumentos anticapitalistas; la izquierda radical puede y debe defender sus
opiniones dentro del marco del movimiento amplio. Pero éstas son precisamente sus opiniones, y no una condición
obligatoria para participar en la lucha.
Se podrían presentar muchos más argumentos en la misma línea. El hecho es que Trotski ya los presentó en los años en
los que Moscú impulsó su desastrosa política. En 1932, escribió una terrible advertencia en su “Carta a un obrero
comunista alemán”:

“entre los funcionarios comunistas hay desgraciadamente, ¡ay!, carreristas miedosos y bonzos que adoran su pequeño
puesto, su salario, y todavía más su piel. Estos individuos se sienten muy inclinados a hacer exhibición de frases
ultraizquierdistas que disimulan un fatalismo lastimoso y despreciable. «¡No se puede luchar contra el fascismo sin haber
vencido a la socialdemocracia!» dice el feroz revolucionario… mientras prepara un pasaporte para el extranjero.

Obreros comunistas, sois cientos de miles, millones, no tenéis ninguna parte adonde ir, no habrá suficientes pasaportes
para vosotros. Si el fascismo llega al poder, pasará como un temible tanque sobre vuestros cráneos y vuestros
espinazos. La salvación se encuentra únicamente en una lucha sin cuartel. Sólo la aproximación en la lucha con los
obreros socialdemócratas puede aportar la victoria.” (Trotski, 1933).

Como sabemos, su terrible predicción se cumplió. Y sí, tras impulsar la política desastrosa que permitió la subida de
Hitler, más de un dirigente estalinista alemán escapó a Moscú; no así las bases.

La estrategia minoritaria impuesta por Stalin fracasó en Alemania, en una situación en la que el partido comunista
alemán tenía centenares de miles de seguidores, y quizá cien mil jóvenes en sus grupos de combate. No hay motivo
para pensar que ésta tenga más éxito hoy, cuando la impulsan fuerzas mucho más reducidas.
Ecos del frente popular
Si esa estrategia ‘vanguardista’ tiene un apoyo bastante minoritario, la situación es otra con la siguiente estrategia
impulsada por Moscú, el frente popular. Hoy en día, se topa con aspectos de esta política en los lugares más
sorprendentes.

Para reconocer estos elementos, es importante distinguir entre dos maneras muy diferentes de establecer la unidad.

El frente único supone trabajar de forma unitaria entorno a unos puntos muy determinados. Es un acuerdo de mínimos
que no impide que las diferentes sensibilidades discrepen en otras cuestiones; incluso suelen debatir entorno a cómo
conseguir el objetivo compartido. Ésta fue la manera de trabajar de los amplios movimientos antiguerra en 2003, y de
Unitat Contra el Feixisme i el Racisme en Catalunya hoy, entre otros ejemplos. Se trabaja unitariamente allí donde hay
consenso, y en lo demás hay libertad de acción (ver Karvala, 2009a).

En contraste, y como hemos visto anteriormente, el frente popular es un acuerdo no de mínimos, sino más bien de
máximos. Los sectores más radicales no tienen libertad de expresar sus propios puntos de vista, más allá de lo
‘consensuado’, sino que deben rebajar toda su política al nivel de los sectores moderados. Y en el caso del frente
popular en toda regla, esto significa limitarse a lo que es aceptable para la burguesía ‘democrática’.

A veces se oyen argumentos que van en esta línea en la lucha contra el fascismo. Por ejemplo, es muy correcto insistir
en que los argumentos anticapitalistas no representan al movimiento en su conjunto (como tampoco lo hacen las ideas
procapitalistas). Pero esto no justifica intentar impedir que las y los activistas anticapitalistas presenten estos argumentos
en los debates dentro del movimiento, o que distribuyan material propio tras una reunión o en una manifestación.

Donde más se oyen este tipo de objeciones, sin embargo, no es en los movimientos amplios antiguerra o antifascista,
sino en un espacio que se supone que es más radical; el movimiento 15M. En cierto sentido, la idea autonomista del
“movimiento sin partidos” reproduce, bajo una forma muy diferente, el mismo principio que el frente popular. La unidad
que se busca no es una confluencia entre distintos puntos de vista, que colaboran en unos puntos compartidos, sino que
estas divergencias deben esconderse tras un ‘consenso’… que a menudo es la visión política del autonomismo. Se
ponen pegas a la distribución de material marxista, pero no así a las publicaciones —ni más ni menos políticas e
ideológicas— de los grupos autonomistas, simplemente porque éstos niegan la realidad de que son grupos políticos. (Ver
sobre esto, la sección Movimientos y partidos en Karvala, 2007.)

También se pueden discernir rastros del frente popular cuando se debaten posibles coaliciones y candidaturas de
izquierdas. En un movimiento unitario de lucha, el pluralismo no es un obstáculo; existen los puntos de confluencia y en
lo demás se puede dejar libertad. Pero si se trata de un partido que se presenta a elecciones, y sobre todo si tiene
posibilidades de formar gobierno, o al menos de tener una fuerte presencia en las instituciones, entonces el pluralismo
puede peligrar rápidamente.

En las recientes elecciones griegas, gran parte de la prensa y de los comentaristas se refirieron a la coalición de
izquierdas, Syriza, como al partido “anti euro” y rupturista. De hecho, no es verdad; Syriza no proponía una salida del
euro y respecto a las condiciones impuestas por la Unión Europea, no planteaba romperlas de manera unilateral, sólo
renegociarlas. Los dirigentes de Syriza se esforzaron mucho en demostrar que no eran tan radicales como los pintaban.
¿Cuál es la posición de un activista anticapitalista en Syriza, en este contexto? (Hay varios grupos de inspiración
revolucionaria dentro de Syriza.) Incluso hubo unos pocos candidatos de estos grupos (la enorme mayoría procedían de
Synaspismos, el partido eurocomunista que es la fuerza principal en Syriza). ¿Qué pasa si una activista revolucionaria
dentro de Syriza explica la necesidad de romper con las reglas del capitalismo? Lo más probable es que la dirección del
partido intente hacer todo lo posible para que no se oiga su voz.

Hay un proceso paralelo en el Estado español. Aquí como en toda Europa, las posibilidades de una victoria de Syriza
levantaron muchas esperanzas entre la izquierda combativa. Pero estas esperanzas se mezclaron, en algunos casos,
con una fuerte hostilidad hacia el hecho de que la izquierda anticapitalista griega presentase su propia candidatura,
Antarsya. Se acusó a esta izquierda de sectarismo, diciendo que su candidatura sólo servía para restar votos a Syriza, y
que no conseguirían escaños. (Se presentaron argumentos parecidos contra la presentación de la candidatura
Anticapitalistas a las últimas elecciones legislativas en el Estado español. Ver Karvala 2011c). En efecto, para algunos, el
programa reformista de izquierdas de Syriza dejó de ser simplemente una opción dentro de la izquierda —al lado de
otras, más combativas o más moderadas— para convertirse en la única posición que merecía ser presentada ante la
gente. Es decir, la misma idea que promovió el frente popular hace 80 años.

Estos días, hay diversas propuestas de unir a la izquierda en el Estado español y/o en Catalunya, propuestas a menudo
inspiradas explícitamente en Syriza. El último congreso de EUiA, el referente de Izquierda Unida en Catalunya, votó a
favor de impulsar una “Syriza catalana”. Hace poco, Julio Anguita, otra vez citando a Syriza, habló de la necesidad de “un
frente cívico interclasista” (según el resumen en Publico.es, 2012; ver también Colectivo Prometeo, 2012).

Ante estas propuestas, un tema importante a tener en cuenta es qué tipo de unidad se propone. ¿Se trata de mínimos de
consenso para una lucha unitaria, sin perjudicar la libertad de expresión de nadie? En este caso, siempre debe haber
posibilidades de acuerdo. En el otro extremo, cualquier propuesta que busque que la izquierda anticapitalista se limite a
una política institucional reformista sería difícilmente aceptable.

Lo fundamental —en el contexto del tema principal de este texto— es que las opciones no se limitan al aislamiento
sectario del estalinismo de 1928-34 (reproducido hoy en día, a grandes rasgos, por el Partido Comunista griego, el KKE),
ni el sometimiento al reformismo o incluso a la burguesía del frente popular de 1934-39. La alternativa es la lucha unitaria
por lo que se comparte, al lado del respeto hacia las diferentes visiones dentro de la izquierda y del movimiento. Esta
estrategia, basada en el puro sentido común, es lo que los bolcheviques y luego Trotski defendieron; el frente único.
Política internacional
Como se ha explicado anteriormente, durante la guerra fría, para una parte de la izquierda —los grupos estalinistas y
algunos grupos trotskistas— la política no giraba entorno a la lucha de clases, sino alrededor del conflicto entre EEUU y
la URSS. Por tanto, estas izquierdas apoyaban o no las movilizaciones populares en un país dado, en función de las
alianzas internacionales de su clase dirigente. Donde ésta apoyaba a EEUU, en general favorecían las luchas sociales
en su contra. Pero en países cuyos dirigentes eran aliados de la URSS, el mismo tipo de luchas sociales —huelgas,
movilizaciones estudiantiles, protestas a favor de la democracia…— eran tachadas de injerencias imperialistas,
maniobras de la CIA, etc.Hoy en día, y a pesar del final de la guerra fría entre EEUU y la URSS, algunos sectores de la
izquierda mantienen una actitud parecida.

Ante la “primavera árabe”, se da una situación paradójica. Los gobiernos de EEUU y la UE dicen apoyar la lucha por la
democracia en Siria, a la vez que ayudan a reprimir movimientos parecidos en Bahrein, Arabia Saudita… En Túnez y
Egipto, apoyaron a los antiguos dictadores, Ben Ali y Mubarak, hasta su caída; luego dijeron que estaban a favor de la
democracia en estos países; y ahora respaldan los intentos de los militares para mantener todo lo posible del antiguo
régimen. La hipocresía es evidente. Lo triste es que hay sectores de la izquierda que reproducen la misma hipocresía,
sólo que de forma inversa. Dicen apoyar la revolución en Túnez, Egipto, Bahrein… mientras que denuncian a los
centenares de miles de personas que participan en la masiva movilización popular contra Assad en Siria como a agentes
de EEUU e Israel. Esto no se limita a los declarados estalinistas.

Un ejemplo fue un grupo de la izquierda independentista catalana que anunció una charla sobre el conflicto en Siria,
centrada “en la información que recibimos de los medios de comunicación de masas y los intereses occidentales sobre
este país”, sin mencionar siquiera la revolución en sí. Más grave aún si cabe —porque se le considera experto sobre la
región— fue la intervención del antiguo trotskista (y ex dirigente de la CI) Tariq Ali, que declaró que lo que ocurre en Siria
es “una nueva forma de re-colonización por parte de Occidente” y dio por buenas las acusaciones de que gran parte de
las atrocidades no se debían a Assad, sino a las fuerzas opositoras (Ali, 2012).

Es cierto que los aspectos geopolíticos deben tenerse en cuenta, y también lo es que EEUU intenta aprovecharse de
cualquier oportunidad para ejercer su influencia. Y estas injerencias incluso pueden disfrazarse de revoluciones. Las
“revoluciones de colores” —en Ucrania, en Georgia, y algún que otro país— fueron realmente poco revolucionarias. Se
caracterizaron por la ausencia de movilización desde abajo, de iniciativa espontánea o de autoorganización; carecieron
de propuestas de cambio y justicia social, más allá de cambiar el nombre del presidente… Pero esto no implica meter en
el mismo saco toda movilización popular que incomode a un dirigente hostil —o supuestamente hostil— para EEUU.

El movimiento verde en Irán, por ejemplo, que empezó como una protesta contra la reelección en circunstancias dudosas
de Ahmedinejad, fue tachado por muchos de maniobra imperialista. Según el académico estadounidense de izquierdas,
James Petras: “los neoconservadores, los conservadores libertarios y los trotskistas se unieron a los sionistas” en su
apoyo al movimiento. (Karvala, 2009c; ver también Karvala, 2009b). Ahora se puede ver la chocante similitud entre aquel
movimiento verde y la primavera árabe, especialmente con la revolución egipcia, en el sentido de combinar la lucha por
la libertad y la democracia política con las crecientes demandas de justicia social.

Las mismas acusaciones han surgido contra la revolución siria. (Ver sobre esto Karvala, 2011b). Eduardo Luque
argumenta que: “Este conflicto es otro ejemplo, uno más, de cómo la propaganda (a través de un enorme entramado de
medias verdades, noticias falsas, exageradas o infundadas) crea una realidad ficticia. Con ello no se niega que exista
conflicto político y militar, no se puede negar que hay dolor y sufrimiento, sino que es una realidad generada fuera del
país, diseñada y planificada en las mesas de los Estados Mayores de las otrora potencias coloniales. Es una guerra
impuesta al pueblo sirio.” (Luque Guerrero, 2012, pp. 17-18). Luque nos da otra idea de por dónde van los tiros cuando
se compadece del pobre “presidente Putín” por las dudas levantadas entorno a su reelección. Aún más sorprendente,
dada su larga trayectoria como comunista, es su afirmación de que: “Creer en la espontaneidad de las Revoluciones es
realizar hoy un acto de fe. En pocas ocasiones las revoluciones han sido exclusivamente espontáneas, siempre han
basculado influidas por los acontecimientos y los actores; no pocas de esas Revoluciones han supuesto enormes
retrocesos sociales.” (Luque Guerrero, 2012, pág. 25.)

Una visión mucho más realista, y revolucionaria, de cómo se entrecruzan las cuestiones geoestratégicas y las demandas
populares, la ofreció Santiago Alba Rico en una reciente entrevista (publicada, por suerte, en el mismo número de El
Viejo Topo que el texto de Luque). Planteó:

“dos presupuestos que deberíamos afirmar al mismo tiempo sin sonrojarnos como condición de toda lucha de la
izquierda anti-imperialista. El primero es que existe la CIA y que conspira sin cesar, que la OTAN no es una institución
humanitaria sino guerrera y criminal al servicio de las grandes potencias y que Israel, EEUU, la UE y los países del Golfo
han intervenido siempre para impedir la democracia y la soberanía en esta zona geoestratégica de vital importancia.
Pero el otro presupuesto es el de que no sólo existen la CIA y la OTAN, que los pueblos también conspiran, que sus
conspiraciones se llaman revoluciones (o revueltas, levantamientos, protestas, huelgas generales, etc.) y que, si suelen
ser derrotados, siguen constituyendo la única fuente autónoma a partir de la cual se pueden introducir cambios
auténticos en las relaciones de dominio capitalista y neocolonial.” (Alba Rico, 2012).

Este tipo de dilema no es nada nuevo. El propio Eduard Luque se refiere a otro ejemplo, un incidente en la revolución
rusa de 1917: “La Alemania del Kaiser Guillermo permitió que el tren que trasportaba a Lenin camino de Rusia alcanzara
su destino y encendiera aún más la mecha de la Revolución de Octubre.” Este hecho fue utilizado después por la
derecha y los reformistas en Rusia para tildar a Lenin de agente alemán. A Luque no se le ocurriría hacer esto, pero
sugiere que la oposición siria es agente de occidente cuando ha recibido menos ayuda de EEUU de lo que Lenin recibió
de Alemania.

Es un hecho que los movimientos auténticos pueden atraer el interés de alguna superpotencia.

Durante décadas, la debilidad de la URSS ante EEUU la llevó a complementar su poder directo con la influencia en los
movimientos opositores en los países del bloque occidental. En América Latina, muchas guerrillas recibieron algún tipo
de apoyo del este. El Congreso Nacional Africano (ANC) de Sudáfrica recibió subvenciones muy importantes del bloque
soviético. Se podrían dar muchos más ejemplos. Pero sólo la derecha más cavernícola podría argumentar, en base a
tales hechos, que estos movimientos carecían de genuino apoyo popular. La influencia soviética tuvo un efecto,
normalmente negativo, pero las luchas contra el apartheid o contra las dictaduras en América latina no fueron meras
expresiones de la guerra fría entre EEUU y la URSS.

Si hoy en día EEUU tiene que recurrir a estrategias parecidas, es otra confirmación de su relativa debilidad. Y como dice
Santiago Alba, es un factor que debe tenerse en cuenta, pero no hasta el punto de negar toda posibilidad de una
revolución popular e independiente. Aunque ésta es la conclusión clara y lógica de la posición estalinista. Así lo ha sido
desde los años 30 del siglo pasado, cuando su pesimismo (si no hostilidad) ante la posibilidad de una revolución real
llevó al estalinismo a impulsar la política del frente popular.
Los y las activistas estalinistas hoy: ni santos ni demonios
Las típicas actitudes hacia los y las activistas influidas por el estalinismo suelen ir de un extremo a otro.

Por un lado están los que ven al estalinista como a una especia de héroe, como si personalmente fuera responsable de
la derrota de Hitler (olvidándose convenientemente del pacto entre la URSS y Alemania nazi) y de cualquier avance en la
lucha obrera de los últimos 60 o 80 años. Hoy en día esta visión está poco extendida, fuera de las propias
organizaciones estalinistas, pero durante el período del frente popular en 1934-39, y luego en 1941-45, muchos
socialdemócratas e incluso liberales se dejaron seducir por el estalinismo. Del contenido de este texto, debe quedar claro
que yo, al menos, no comparto esta opinión.

Por el otro se encuentran variantes de la idea del pecado original; se ve al activista inspirado en el estalinismo como a un
aspirante a dictador, enemigo de cualquier idea de la democracia o progreso real. Algunos intentan equiparar el
estalinismo y el fascismo.

Sin llegar a estos extremos, algunos trotskistas —incluyendo a sectores que vieron a la URSS como a un Estado obrero
— tienen una actitud muy sectaria hacia los partidos comunistas. Me acuerdo de un incidente hace casi 30 años en Gran
Bretaña, cuando el partido comunista rompió con lo que había sido una facción unitaria de izquierdas en un sindicato.
Los comunistas utilizaron argumentos antitrotskistas para quejarse de la influencia en la izquierda sindical del Socialist
Workers Party (SWP, grupo hermano de En lucha, dentro de la corriente socialismo internacional, IST), y sobre todo, en
aquella época y en ese sindicato, de la corriente trotskista ortodoxa Militant. Los compañeros de Militant respondieron
con una octavilla que llevaba un dibujo que equiparaba a los comunistas con las ratas.

La IST, desde sus inicios, ha tenido otra visión. Existe un artículo muy interesante acerca de los partidos estalinistas de
Duncan Hallas, uno de los fundadores de la corriente (Hallas, 1951. Hallas fue activista y dirigente del SWP hasta su
muerte, pero hoy en día es demasiado desconocido. Sobre él, ver Harman y otros, 2002). Hallas respondió al argumento
de que se tenía que tratar al estalinismo igual que al fascismo. Hallas reconoció las similitudes, en la práctica, entre los
regímenes estalinistas y fascistas, pero insistió en que no se podía decir lo mismo de los partidos estalinistas que no
estaban en el poder. De estos partidos destacó dos factores opuestos: una ideología que en el fondo era hostil a la clase
trabajadora; y una fuerte base dentro de esta misma clase. Su conclusión fue que hacía falta la unidad en la lucha con
los y las trabajadores influidos por el estalinismo.

Hallas escribió ese texto en 1951 en un momento en el que los partidos comunistas contaban con millones de militantes,
y él pertenecía a un núcleo de una docena de activistas. Hoy en día, el bloque soviético ha desaparecido, y con él la
solidez del estalinismo entre la izquierda occidental. Como se ha explicado aquí, quedan muchos restos, pero no tiene
nada que ver con el monolito de hace 60 años. Por eso, quizá lo más interesante es su conclusión, en la que habla de
cómo la izquierda revolucionaria podía relacionarse con los grupos que empezaban a romper con la ortodoxia
estalinista:

“Por encima de todo, el asunto depende de las fuerzas revolucionarias, de nuestra capacidad para demostrar en la
práctica que somos capaces de construir un movimiento serio. Nuestra actitud hacia esos grupos debe ser la de
colaboración fraterna en el trabajo práctico, junto con la crítica política firme. Sería fatal acercarse a estos grupos con un
espíritu de ultimátums, no menos fatal sería ignorar o encubrir sus errores. Nuestro acercamiento a ellos, igual que a los
propios partidos estalinistas, debe basarse en un programa práctico y concreto de lucha contra la burguesía.” (Hallas,
1951).

Huelga decir que es peligroso intentar aplicar hoy fórmulas creadas no sólo en otra época, sino casi en otro mundo. Pero
el núcleo del argumento de Hallas es válido. No sirven las visiones de blanco o negro (típicas, hay que decirlo, del
estalinismo en su apogeo); hace falta combinar el debate serio y respetuoso entorno a las diferencias, con la lucha
unitaria en base a lo que se comparte. Perder un u otro elemento tendría efectos nefastos. Y la conclusión final de Hallas
quizá tuviera poca aplicación práctica durante bastantes décadas, pero hoy sí la tiene. Nos iría muy bien “un programa
práctico y concreto de lucha contra la burguesía”.
Bibliografía
Alba Rico, Santiago (2012), “Los pueblos también conspiran”. Entrevistado por Miguel Riera en El Viejo Topo 292, Mayo
2012. http://www.rebelion.org/noticia.php?id=151510

Ali, Tariq (2012), “Syrian rebels create mayhem to blame it on Assad regime”, Russia Today,
14/07/2012. http://www.youtube.com/watch?v=yhdBVEdFJhE Publicado con el logo de la emisora cortado, bajo el título
“What is really happening in Syria?”, en http://stopwar.org.uk/index.php/tariq-ali-what-is-really-happening-in-syria

Bakunin, M. (1978), “A los oficiales del ejército ruso”, reproducido en Marx/Bakunin: Socialismo autoritario, Socialismo
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