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Robert de Langeac

La vida oculta en Dios

I. EL ESFUERZO DEL ALMA

LA VIDA INTERIOR

Nuestra Señora del Monte Carmelo es la Patrona de la vida interior, la


Virgen
que nos aparta de la muchedumbre y nos lleva dulcemente hacia esas
cumbres
donde el aire es más puro, el cielo más claro, Dios está más próximo... y
en las
que transcurre la vida de intimidad con Dios.

Según San Gregorio el Magno, la vida contemplativa y la vida eterna no


son dos
cosas diferentes, sino una sola realidad una es la aurora, la otra el
mediodía.
La vida contemplativa es el principio de la dicha eterna, su saboreo
anticipado.
Que la Reina del cielo nos conceda, pues, la gracia de comprender el
estrecho
vínculo que une esas dos vidas para vivir aquí abajo como si estuviéramos
ya
en el cielo.

Un alma interior es un alma que ha encontrado a Dios en el fondo de su


corazón y que vive siempre con Él.

Dios está en el fondo del alma, pero está allí escondido. La vida interior es
como una eclosión de Dios en el alma.

Mantengámonos en el centro de nuestra alma, en ese punto preciso


desde el
que podemos vigilar todos sus movimientos, para detenerlos o dirigirlos,
según
los casos. Vivamos o de Dios o para Dios, pero repitámonos que no se
obra del
todo para Dios sino cuando ya no se hace absolutamente nada para uno
mismo. Se obra entonces porque Dios lo quiere, cuando Él quiere y como
Él
quiere, por estar siempre unidos en el fondo con Aquel de quien uno no
es más
que un dichoso instrumento.

Dos cosas hacen falta para llegar a la perfección y a la íntima unión con
Dios:
tiempo y paz.

Lo que da valor a los actos reflexivos del hombre es la unión a Dios por la
caridad. Cuanto más profunda es esa intimidad, más valor de eternidad
tienen
sus frutos.

Un alma cuya mirada interior, afectuosa y humilde, está siempre fija en


Dios,
obtiene de Él cuanto quiere.

Entre un alma recogida, desligada de todo, y Dios, no hay nada. La unión


se
realiza por sí misma. Es inmediata.

El tiempo pasa siempre se ama a Dios demasiado poco y muy tarde.

¡ Qué delicado eres en tus afectos, Dios mío! Tienes en cuenta lo que de
legítimamente personal hay en nosotros, y tratas al alma que amas como
si en
el mundo no hubiera otra cosa que ella y Tú.

Creer es comulgar en la ciencia de Dios: Él ve nosotros creemos en su


palabra
de testigo.

En la fe, Dios habla por la esperanza, Dios ayuda en la caridad, Dios se da,
Dios colma.
Elevaos hacia Dios constantemente. Dejad en tierra a la tierra. Vivid poco
con
los demás ." menos todavía con vosotros mismos, pero lo más posible, si
no en
Dios, por lo menos cerca de Él.

Cuando en el fondo de vuestra alma oigáis, dos voces contradictorias,


conviene
que escuchéis generalmente a la que habla más bajo. En todo caso, ésa es
la
que pide más sacrificios. ¡Y tiene tanto valor el sufrimiento bien
entendido!
Desliga y aproxima a Dios.

EL DESORDEN Y LA LUCHA

Por un desorden, consecuencia del pecado original, cada facultad, dice


Santo
Tomás, busca su bien propio sin ocuparse del bien común, aunque el
conjunto
haya de perecer. Sucede entonces como cuando hay que domar a una
manada
de fieras. Que no se consigue sino con el látigo y sin perderlas de vista. Y
si uno
carece de dominio sobre sí mismo, sobre todo al principio, aquello es una
jaula
de fieras. No bajéis a ella so pretexto de dominarlas a latigazos. No lo
lograríais.
Cerrad la trampa y subid hacia Dios. ¿Cómo lograrlo? Es un secreto, pero
el
Espíritu Santo os lo enseñará.

Además, que el Enemigo merodea siempre alrededor de las almas. Y


aquellas
que se le escaparon y se esfuerzan en servir a Dios le son particularmente
odiosas. Para turbarías lo intenta todo. Quiere impedir que den frutos. Y
para
eso arremete contra las flores en cuanto éstas brotan. Pues cada flor que
cae
antes de tiempo es un fruto perdido para la cosecha. Y cada buen
pensamiento
apagado por el miedo, cada buen deseo sofocado por el temor, son otras
tantas flores estériles. El Demonio lo sabe. Y por eso excita en el alma
esos mil
pequeños brotes importunos y turbadores de necia vanidad, de envidiosa
susceptibilidad, de iracunda impaciencia, de caprichosa avidez que
molestan,
inquietan, paralizan, intimidan, y acaban por dividir simultáneamente la
atención
del espíritu y la aplicación de la voluntad.

Dios, en cambio, jamás está en la turbación o en la inquietud por esos


signos
reconoceréis, pues, siempre, que aquello no es de Él. ¡Es tan sutil el
Demonio
para dañar a las almas de vida interior!

DESPOJO DE LA IMAGINACIÓN

Un punto sobre el que hemos de insistir es la educación de la


imaginación.

La imaginación es la zona en que confluyen las facultades superiores y las


inferiores. Adueñarse de ella tiene así la mayor importancia. Pero no se
consigue fácilmente... Paciencia, pues, y tiempo al tiempo.

No tenemos sobre la imaginación un poder despótico, sino político.


Ganémosla
por destreza. Presentémosle imágenes buenas y santas dejémosla libre, si
es
necesario, vigilándola. Poco a poco, cuando las demás facultades hayan
sido
ganadas por Dios, formará al lado de ellas.

La regla general es el Age quod agis de los antiguos. Terminar con las
discusiones inútiles sobre lo que acabamos de hacer, con las
preocupaciones
sobre lo que hemos de hacer más tarde. Lo que hemos de vigilar, regular
y
dominar es la imagen que está siempre al final de la acción lo mismo que
estuvo en su origen. Atengámonos únicamente a la imagen de lo que
hacemos,
pero sin precisarla más de cuanto sea menester. Que durante este tiempo
el
fondo del alma está unido muy suavemente a Dios. Insistamos mucho
sobre
este punto.

Multiplicar las imágenes es aumentar el desasosiego, dividir las fuerzas de


la
atención. Durante la acción, no tengamos en la imaginación más que una
imagen la de la cosa que hagamos. En la meditación, por otra parte, en
lugar
de combatir las distracciones, vale más que nos volvamos hacia Dios y
vayamos derechos a Él por un movimiento vigoroso del alma.

Ocupad vuestro espíritu, pero en paz y con paciencia. No le deis a moler


más
que muy buen trigo. Que trabaje lentamente. Las lecturas inútiles no
sirven más
que para hacer girar la imaginación en el vacío. Pero los molinos no están
hechos para girar, sino para moler. La conclusión es fácil de deducir.

Para ver mejor los «armónicos» de una idea principal y sus ideas afines,
debilitad el sonido de aquélla. Y dedos: agrando, luego exagero.

No escuchéis el rumor que se forma en vuestra alma eso es, por lo menos,
perder el tiempo. Dejad más bien que la tierra siga girando. Procurad vivir
a la
manera de las almas desasidas. Uníos a Dios por lo más alto del alma. No
esperéis a mañana para concluir vuestros trabajos de construcción.
Hacedlo
desde ahora mismo.

Vigilad mucho vuestras fuentes, vuestros puntos de partida, como se


vigila un
cruce de agujas o una cimentación. Pues sin eso, y ayudados por la lógica,
podéis construir todo un edificio sobre la arena, sin punto de apoyo, en el
aire. Y
ya sabéis lo que sucede... A menos de que las conclusiones a las que
lleguéis
os adviertan por sí mismas que habéis equivocado el camino...

En el descanso, suprimid despiadadamente todo ensueño imaginativo en


cuanto lo vislumbréis. Dad a Dios la fidelidad de no ocuparos más que de
Él y Él
os dará enseguida la Gracia, para hacer lo que sea preciso y para resolver
los
problemas pendientes.

Hay períodos en los que la «rueda de molino» es muy difícil de parar es


preciso
saber soportar esas importunidades de la imaginación. No persigáis
entonces a
Dios, sino volved hacia Él suavemente las facultades superiores. Es lo más
seguro e, incluso, lo más fácil. Velar sobre la salud, la moderación en la
marcha,
en la escritura, etc., ayuda mucho. Pues en la pobre máquina humana
todo se
relaciona.

Importa mucho evitar todo lo que agita, inquieta y turba. ¿Sobre quién
descansará mi Espíritu sino sobre el humilde y el pacífico? ¡Tenemos tanta
necesidad del Espíritu Santo!

Acordaos de que la imaginación es tanto más de temer y de vigilar cuanto


que
no siempre se equívoca necesariamente.

MORTIFICACIÓN DEL CORAZÓN

Dad vuestro corazón a Jesús cada vez más. No esperéis para eso a ser
perfectos. No, dádselo ahora. No busquéis voluntariamente ningún
consuelo.
Dios, que os conoce y que vela sobre vosotros, os dará los que necesitéis
in
tempore oportuno.

Dios no quiere que procuréis el ser amado y el saberlo. Os lo concederá


por
añadidura, pero cuando ya no lo deseéis. Mientras tanto, quiere que lo
busquéis
a Él sólo, siempre por todas partes, en todo, especialmente en la
humillación.

No busquéis nada sensible no es sólido. Estamos compuestos de una


parte
espiritual y de una parte sensible pero lo que sucede en la segunda es de
orden absoluta. No debe contar prácticamente. Dios es espíritu. So1o
importa,
pues, lo espiritual. Si lo que le decís nada os dice, no importa. Continuad,
con
tal de que Él esté contento.

Más bien es, preciso temer las emociones sensibles en la vid espiritual,
porque
son emociones agradables. Se cree uno virtuoso. Se apega uno a ellas,
porque

son emociones agradables. No las pidáis, no las deseéis. No os adhiráis a


ellas
nunca. El amor sensible proviene del conocimiento sensible. ¡Si pudierais
comprender la diferencia que hay entre el mismo amor natural de Jesús y
el
amor sobrenatural, el verdadero amor de caridad! Suponed un alma que,
sin
haber recibido la Gracia, hubiese amado a Nuestro Señor sobra la tierra
únicamente porque Él era hermoso y bueno... Es algo de orden
absolutamente
distinto. Lo sensible debe ser mortificado, eliminado, para dejar sitio a lo
espiritual. Fijaos en San Juan de la Cruz: no sólo quiere que se renuncie a
lo
sensible, sino, incluso, en los afectos espirituales, a la alegría sentida por si
misma. Sobre la tierra, no hay proporción entre nuestro conocimiento y
nuestro
amor. Por eso es por lo que se puede amar más de lo que se conoce.
Debe
bastarnos con saber que Dios es Infinitamente amable y que se le ama
cumpliendo su voluntad. El conocimiento sensible es secundario, pero
podemos
figurarnos a Nuestro Señor de tal o de cual manera depende de las
imaginaciones. En cuanto al conocimiento intelectual, San Juan de la Cruz
dice,
y es verdad, que no tenemos sobre Dios más que unas ideas toscas, pero
mientras Dios no nos dé luces infusas, tenemos que servirnos de ellas
aunque
sepamos sobradamente que son toscas. Pues nosotros no somos espíritus
puros.

RENUNCIAMIENTO A LA VOLUNTAD PROPIA

Nosotros probamos a Dios que le amamos cuando cumplimos su


voluntad
desde la mañana a la noche, cuando la cumplimos bien, cuando la
cumplimos
con todo nuestro corazón, no sólo en sus líneas generales, sino en sus
más
pequeños detalles.

La amistad verdadera consiste en la unión de dos naturalezas y de dos


personas en una sola voluntad.

Caminad con la mirada fija en lo alto. Obedeced sencillamente,


inteligentemente. Y, en lo demás, en cuanto no haya pecado, haced la
voluntad
ajena, mejor que la vuestra. Lo que cuesta más no es la mortificación, es la
obediencia, esa cesión de nuestra voluntad a la voluntad de otro. ¡Bajo
qué luz
tan distinta veríamos la obediencia, si viéramos en la voluntad de ese otro
la de
Dios!

A veces, ante un pequeño sacrificio que hemos de hacer, no queremos ver


la
voluntad de Dios, porque si la viéramos, estaríamos obligados a seguirla.
Entonces desviamos nuestras miradas para no considerar el vínculo que
une
indisolublemente la perfección y ese pequeñísimo sacrificio.

Tenemos que reprocharnos todas las noches nuestras resistencias a la


voluntad
de Dios por falta de generosidad, por falta de amor y, sin embargo, un
sacrificio
frustrado queda frustrado eternamente... y quizá era el comienzo de una
cadena de gracias que se rompió porque no supimos coger su primer
anillo. La

fidelidad en las pequeñeces para con un Dios tan grande seria para
nosotros el
comienzo de los máximos favores. Santa Teresa del Niño Jesús decía que
no
recordaba haber negado nada a Dios desde la edad de tres años.

Desconfiad mucho de los razonamientos a los que os sintáis apegados.


No son
fruto normal de vuestra inteligencia, sino más bien de vuestra voluntad.
No
siempre veis las cosas como en realidad son, pues hay imponderables
atómicos
que se os escapan. Y suplís esta deficiencia con un alarde de voluntad: "Lo
quiero así, pues así lo mando, y si me preguntáis el motivo os diré que es
mi
voluntad" (Juvenal). Es algo que hay que corregir.

No dejéis hacer a Dios lo que podáis hacer vosotros mismos. Todavía le


quedará mucho que hacer.

No puedo actuar fuera de las indicaciones de Dios. Cada vez que me he


mantenido en los límites exactamente trazados por la Providencia se ha
realizado un poco de bien. Cada vez que he querido traspasarlos, aunque
no
fuera más que en una tilde y bajo los mejores pretextos, lo he embrollado
todo y
el bien no se ha realizado.

HUMILDAD

No hallaréis la paz verdadera más que en la humildad. Despreciaos


sinceramente delante de Dios y hacedlo cada vez más. Intentad al menos
hacerlo veréis los resultados. Si pudierais llegar a mar (voluntariamente) la
humillación y la contradicción, habríais dado un gran paso hacia Dios.
Aceptad
francamente y sin discusión interior o exterior las pequeñas humillaciones
cotidianas. Procuradlo sólo cuesta el primer paso. Podría así arraigarse el
hábito. Y entonces, ¡qué alegría y qué paz!.

Amar que a uno le humillen y le tengan por nada es una gracia. Pedidla
sin
cesar, pero sosegadamente.

En la práctica, reconocer que no tiene uno razón, es perder poco y ganar


mucho.

Aceptad humildemente no gustar a todo el mundo querer lo contrario


sería
querer lo imposible.

Velad sobre vuestra necesidad de criticar y de contradecir a los demás


como
para mejor afirmaros ante vuestros propios ojos. Decid vuestro sentir con
sencillez, exactitud, claridad y brevedad tened calma luego y orad.

Continuad vuestros esfuerzos, aunque sean infructuosos. Dios os los pide


para
poder recompensaros. Permite su fracaso, aparente o real, para
humillaros.
Necesitáis de la humillación como de un freno. Cuanto más doloroso sea,
os es

más necesario. Pues nada nos esconde como la humillación. Y nada nos
humilla como nuestros defectos.

Amad vuestros defectos. Os humillan y os proporcionan la materia prima


de
vuestros esfuerzos. Pero corregidlos también. Acordaos del proverbio:
«Quien
bien ama, bien castiga». Y no traduzcáis «bien» por «mucho». Dejad a esa
palabra todo su sentido de mesura, prudencia y firmeza, pero no de
dureza.
Consideradlos como una mina inagotable de méritos y de humillaciones.
En
este sentido lamentaría que no tuvierais defectos.

Si alguien nos juzgara tal y como nos conocemos, nos haría sufrir mucho.
Y
todavía más si nos dijera su fallo. Pues nada nos duele tanto, aunque
reconozcamos ser unos miserables, como una simple mirada del prójimo
cuando éste nos juzga con nuestra propia medida y, por consiguiente,
nos
desprecia. Nuestro fondo de orgullo nos hace sentirla como un hierro
candente,
como una quemadura que consume. Hay almas que no pueden sobrevivir
al
golpe de haber cometido una falta y al menosprecio que ésta trae
consigo. ¡Qué
hábiles somos para responder a los reproches y cuántas precauciones
tomamos para evitar la más pequeña humillación! Pero nada es tan
contrario a
la paz como esto. ¿Se tiene paz cuando no se puede tolerar la menor falta
de
consideraciones? Jamás podrá Dios conceder sus gracias a un alma que
siga
preocupada con estas opiniones humanas que tan inexactas son a
menudo eso
es buscar un bien que Dios se reservó. Y es a Dios a quien hemos de
procurar
agradar para que nos mire cada día más favorablemente en lugar de
ingeniarnos para que los demás tengan siempre buena opinión de
nosotros,
haciendo valer para ello no sólo nuestros dones naturales, sino, incluso,
las
gracias sobrenaturales. Ahora bien, la vanidad espiritual es la peor de
todas y
prueba con un signo cierto que esas gracias no vienen de Dios o que Él ya
no
las concederá. Porque así es imposible entrar en su Reino.

Se trata, pues, de practicar la humildad en la medida en que exista


realmente
en el alma, a fin de practicarla, de desarrollarla, de arraigaría y de hacerla
progresar. Lo que hemos de encontrar es la fórmula sencilla que traduzca
el
hecho y de la cual salga a la vez la humillación. Si, por ejemplo, rompéis
un
vaso en la mesa, en vez de decir: «Qué torpe soy siempre hago lo
mismo», o
«El vaso se me deslizó de entre las manos y se ha roto», etc., decid
sencillamente: «He roto un vaso», en tono humilde, con el sincero deseo
de no
disminuir u ocultar vuestra torpeza. E incluso, en ciertos casos, no digáis
nada,
pero que vuestro silencio traduzca las verdaderas disposiciones de
vuestra
alma.

No os esforcéis demasiado por hacer que broten en vosotros


sentimientos de
humildad, pero «ejercitaos» tal como hemos dicho, a menos de que por
«sentimientos» entendáis, no gustos sensibles, sino disposiciones del
alma,
actitudes espirituales.

¡ Oh, qué dispuestos estaríamos a recibir las gracias de Dios si tuviéramos


un
juicio recto y exacto sobre nosotros mismos sobre nuestras verdaderas
cualidades, reconociéndolas sin exagerarlas y refiriéndolas a Dios y sobre
nuestros verdaderos defectos y nuestras miserias, sin exagerarlas
tampoco,
sino viéndolas a la luz de Dios! El orgullo sería entonces imposible. Los
Santos
vivían bajo esta luz. Pequeñas faltas que nosotros consideramos como
naderías
les parecían enormes a causa de su altísima idea de la santidad de Dios y
de su
horror profundo por la menor imperfección. Y como estaban iluminados
de una
manera extraordinaria, la humildad de abyección les confundía cuando
contemplaban su miseria y les hacía pronunciar sobre sí mismos unos
juicios
que nos asombran.
MANSEDUMBRE

La mansedumbre es una de las virtudes morales más importantes para la


vida
contemplativa. Para que podamos dedicarnos a contemplar, nos hace
falta paz
interior y exterior. La mansedumbre sosiega la agitación de nuestra alma,
nos
permite conservar esa valiosísima paz interna y externa facilita la oración,
conversación familiar e íntima con Dios gracias a ella podemos escuchar
la voz
de Dios y seguirla.

Hay en nosotros un poder irritativo y de reacción que nos permite luchar


contra
el obstáculo, contrarrestar un mal presente. Es bueno y licito en sí sin él,
no
seríamos capaces de vibrar, nuestra alma se asemejaría a una tela ajada,
inerte, y no podríamos reaccionar sensiblemente contra ningún mal, ni
siquiera
contra el pecado.

Pero este apetito que en sí mismo no es malo, fácilmente se transforma


en
desordenado y reprensible cuando se enfada uno por cosas que no lo
merecen
y por razones que no son buenas. Nace entonces en el alma un deseo de
venganza. Cuando se nos contraría o hiere, padecemos, y porque
padecemos
guardamos en el fondo del corazón el secreto deseo de hacer lo mismo
cuando
nos llegue la vez.

Conviene así tener mucho cuidado, pues eso es lo peor que hay en la
cólera, y
no como contrario a la caridad para con el prójimo, a quien debemos
querer
bien, sino por serlo también muchas veces a la justicia. El terreno es
resbaladizo pues ese deseo de venganza plenamente consentido, salvo en
el
caso de parvedad de materia, podría convertirse en pecado mortal. En un
alma
piadosa ese sordo deseo de venganza no es plenamente consentido, pero
es
inquietante desde un principio: y como una corriente profunda y
semiinconsciente puede inspirar toda nuestra actividad sin que nos
percatemos
de ello.

De ahí esos alfilerazos, esas burlas, esas amables ocurrencias que tienen al
final su gotita de amargura ¡Y con qué destreza se capta el momento
favorable

para herir, morder o pinchar! Pero no es bueno es esencialmente


contrario a la
virtud de mansedumbre y a la intimidad con Dios en sí mismo. Jamás un
alma
que guarda ese sentimiento y ni siquiera hablo de un gran deseo de
venganza,
sino de ese deseo que está como escondido y que ni aún a sí mismo
quiere uno
confesarse, jamás esa alma logrará la paz. Es ése un malestar espiritual
muy
doloroso y que impide la plena tranquilidad y el sosiego necesario para
contemplar a Dios.

La segunda y más corriente forma de los defectos opuestos a la virtud de


la
mansedumbre es la impaciencia, el mal humor. Cuando nuestro juicio es
contrario sentimos irritación, descontento, rabieta. Parece que nos
arrancan
algo de nosotros mismos, de nuestra alma: una preferencia, un gusto por
una
cosa secundaria que nos agradaba, una determinación que habíamos
tomado
ya..., sentimos la necesidad de demostrarlo por una manifestación
exterior, y de
ahí los encogimientos de hombros, la réplica viva, altiva, la mirada torva.
Entonces es cuando debe intervenir la virtud de la mansedumbre para
paralizar
el apetito irascible y para reaccionar como una fuerza contra otra fuerza,
para
impedir que salga al exterior lo que llevamos dentro de nosotros.
Tenemos que
callamos. Ni una palabra. Ni siquiera una de esas frases que nos parecen
tan
oportunas, tan justas. No os expliquéis. Callaos. Si podéis hacerlo, hablad
en un
tono absolutamente moderado, totalmente amable. Pero si no sois
capaces.
callaos para sofocar, detener, comprimir esa erupción volcánica de la cual
no
sois dueños.

Para poder entregarnos a Dios en la vida contemplativa, tenemos que


poseernos a nosotros mismos. Un alma que no haya sabido disciplinarse
no
podrá lograr la paz. Se tienen más o menos dificultades, según los
temperamentos, pero es preciso que los movimientos tumultuosos sean
dominados por largos y pacientes esfuerzos. De lo contrario, siempre está
uno
ocupado en enfadarse o en haberse enfadado. Siempre está uno
dedicado a
rumiar en su mente las cosas dichas, por decir o que hubieran podido
decirse, y
la pobre alma no logrará salir de ahí. Es una madeja que no puede
devanarse
apenas acabada, vuelve a empezar. Resulta imposible ocuparse de Dios
durante ese tiempo. Todo el lapso de la oración transcurrirá en esta
discusión
interior con el que nos hirió. Y es una pena muy grande perder la propia
oración.
Al final, nos diremos: «¿En qué he estado pensando? He sido desdichado,
he
sufrido y no he orado porque no he sabido dominar esta pasión, esta
corriente
subterránea que se lo ha llevado todo.»
AMOR A LA CRUZ

¿No era preciso que Cristo padeciera y entrase en su gloria? (Lc 24, 26.)

Si pudiéramos comprender de un modo práctico el valor del sufrimiento,


no ya
considerado en sí mismo, sino aceptado por amor, y en unión con
Nuestro

Señor habríamos comprendido casi todo el misterio del cristianismo. El


sufrimiento es necesario para nosotros, pobres criaturas a quienes
trastornó tan
profundamente el pecado original y que aún aumentamos ese desorden
con
nuestro pecado. Posee el maravilloso secreto de purificamos devolviendo
nuestras facultades a su primitiva pureza mediante un doloroso proceso.
Nuestra vida es como un tapiz mal y largamente entretejido que es
preciso
deshacer y rehacer por completo como una masa de arcilla que hubiera
tomado toda clase de formas, todas las cuales dejaron en ella algo de sí
mismas y cuyas huellas han de borrarse ahora una tras otra. Es ésta una
refundición que ha de realizarse por el fuego de la penitencia, del
arrepentimiento, dolorosa detestatio peccati, por la dolorosa detestación
del
pecado cometido.

Al mismo tiempo, el sufrimiento nos fortalece cuando es con amor. No es


posible que este trabajo se haga sin una poderosa reacción de nuestra
voluntad. Todas nuestras facultades se encabritan contra el aguijón, pero
no
queremos qua a él escapen y su acción torna a nuestra voluntad fuerte,
ágil,
dócil y humilde en las manos de la Voluntad divina, ordenadora de todo,
y le
devuelve algo del vigor de aquel don de integridad que el primer hombre
perdió
al mismo tiempo que la Gracia.

Hay que realizar un esfuerzo para permanecer sobre el yunque mientras


llueven
los golpes para no apartarse de la Cruz: Christo vonfixus sun cruci. Es
preciso
resistir largas horas clavado en situación de víctima tanto tiempo como
Dios
quiera. Pues Dios no es como los cirujanos terrenales que insensibilizan a
sus
enfermos. Él, por el contrario, no nos duerme, sino que a menudo hace
más
aguda y más dolorosa esa penetración del sufrimiento en lo íntimo de
nuestro
corazón hata sus últimas fibras.

No puede adormecemos. No conviene. Jesús no estuvo aletargado en la


Cruz.
E incluso, por un acto libre de su voluntad humana, en perfecta armonía
con la
voluntad divina, no quiso que los goces de la visión beatífica
repercutiesen en
sus facultades sensibles. A este respecto, su alma contenía como dos
mundos
casi cerrados entre sí. Toda su alma padecía y toda ella era dichosa. Jesús
sufrió con toda su alma, fue así el Varón de dolores, y, sin embargo, jamás
perdió la visión beatífica. ¡Qué misterio y qué realidad esta de gozarse al
mismo
tiempo en sus propios sufrimientos y en sus humillaciones!...Y así sucede
a
todas las almas que Jesús llama a su intimidad, empezando por su
Santísima
Madre Nuestra Señora de los Dolores. ¿Qué alma ha gozado más de la
intimidad de Dios que nuestra dulcísima Madre? ¿Y qué alma ha sufrido
más?
¡Cuánto sufrió, Ella, que era tan pura! Y todos los Santos... Esta gracia de
alegría sólo la gozan quienes beben el cáliz hasta las heces. Si no se
ponen en
él más que los labios, no se encuentra en él más que amargura. Pero si se
tiene
el valor de ir hasta el fin &endashsiquiera se muera en el camino, como
decía
Santa Teresa, se llega a la intimidad de Dios y se rebosa de alegría.
Sin duda que algunas veces nos hemos sentido iluminados sobre el
sufrimiento,
pero cuando nos encontramos frente a un dolor amargo, repugnante, al
cual
querríamos escapar a cualquier precio, necesitamos de todo nuestro
espíritu de
fe para mantenemos allí sin chistar, como Jesús, con Jesús y por Jesús.

¿Creéis que se ama, mientras no se ha sufrido?... Podríamos soportar


razonablemente muchos sufrimientos, pero los evitamos por cobardía,
pues
nuestra naturaleza tiene un ingenio extraordinario para encontrar razones
que
no lo son, a fin de engañarse a sí misma y de pasar a su lado.

PACIENCIA

Puesto que la paciencia es una gran virtud de los educadores y puesto


que
nosotros somos en gran parte nuestros propios educadores, mantened en
paz
vuestra alma lo más posible. La agitación. el desasosiego y la inquietud
nada
bueno producen. Tenemos que evitarlos. La paz interior es el primero de
los
bienes. Sin ella, los demás llegan a ser casi inútiles. Da pacem Domine,
Pace
vobis.

Indudablemente, la paciencia es una virtud que no hemos encontrado en


nuestra cuna. ¿Qué hacer, pues? Pedírsela a Dios. Él nos la dará, quizá
gota a
gota, pero nos la dará. Eso basta. Cuando la prueba se prolonga, la cruz
nos
pesa mucho. Querríamos que nos la quitasen. En el fondo, sin embargo, si
Dios
nos escuchase, no hay duda de que la añoraríamos luego, La máxima de
San
Francisco de Sales: «No pedir nada, no negar nada», volvería a nuestra
memoria. Lo que hemos de hacer es orar para obtener cuando menos la
gracia
de la paciencia: es vivir día por dí, momento por momento, sin añadir al
sufrimiento del instante los sufrimientos del pasado y los sufrimientos del
porvenir. Nuestra pobre alma no puede soportar tanto a la vez.
Apiadémonos de
ella.

Si vuestra paz está un poco alterada, haced lo que dependa de vosotros


para
restablecerla, pero suavemente, no a viva fuerza. Empezad por ahí. No
habléis,
no, no actuéis, salvo en caso de urgencia, mientras no esté todo dentro
de
vosotros en perfecto orden. Ése era el método de San Vicente de Paúl. Os
encontraréis así muy bien.

LA FE

Agradar a Dios lo es todo para nosotros. Aun cuando tuviéramos todas


las
riquezas del mundo, aun cuando fuéramos admirados de todos, si
nosotros no
agradábamos a Dios, todos esos honores y todas esas admiraciones nada
valdrían. Pero si Él está contento de nosotros, si gusta de venir a
visitarnos,
para descansar en nuestro corazón, si se complace en nosotros..., ¡ oh!,

entonces, todo está ganado, y las cosas de este mundo, a su vez, ya nada
valen.

Nuestra mayor sabiduría debería ser, pues, la de procurar agradar a Dios


en
todo, siempre, por todas partes, cada vez más, de tal modo que fuera
cautivado
por el encanto de nuestra alma. ¿Cómo lo haremos? San Pablo nos lo
dice, o al
menos nos indica uno de los medios indispensables: «Sin la fe es
imposible
agradar a Dios».
Cuando queremos emprender la conquista de Dios, tenemos que
empezar por
ahí. La fe es la adhesión firme de nuestra mente a la palabra de Dios. Por
la fe
sometemos nuestra mente, nuestro corazón, nuestra voluntad.
Proclamamos
que Dios es la Verdad misma, que es verídico e infalible, y eso le agrada.
Le
honramos. Un maestro se alegra de que sus discípulos le crean, incluso
cuando
no entienden lo que dice. Un padre se siente contento de que sus hijos
tengan
confianza en él. ¡Y qué enriquecimiento para nuestra inteligencia, qué
comunión
en la verdadera Ciencia de Dios! ¡Él ve, nosotros creemos!

Si un alma verdaderamente iluminada por la fe descansa en todo en los


brazos
de su Padre, y ve la Voluntad de Dios en cada uno de los pequeños
deberes del
momento presente, ¿cómo no ha de agradar a Dios? Durante todo el día
está
como al acecho para descubrirlo en las mil naderías, en los mil detalles
que
componen su vida. Supongamos que esta alma vaya directamente a Dios
escondido bajo la especie del pequeño deber presente. Su mirada no se
detiene
en la envoltura de las criaturas, sino que va a la Mano que sostiene todo,
que
gobierna todo con suavidad y firmeza para ella, el mundo no es más que
una
especie de transparente, y comulga cada instante en la voluntad de Dios.
¿Cómo no ha de agradar a Dios esta alma?

Pongamos otro ejemplo. La fe nos dice que toda alma en estado de


gracia
posee a la Santísima Trinidad en el fondo de su corazón. Pues aquí
tenemos un
alma que vive de la fe. Si se pone en oración, irá directa a ese santuario
interior
en donde Dios se esconde y se da, a la Santísima Trinidad que mora en
ella.
Adorará, alabará, amará, escuchará a su Dios, le hablará tratará, por
descontado que a su medida, de comulgar en esta vida divina, de decir el
Verbo
con el Padre, de exhalar el Espíritu de Amor que procede del Padre y del
Hijo, y
de volver al Padre y al Hijo con ese mismo divino Espíritu. Se olvidará de

misma, olvidará el mundo y, liberada de las criaturas, se complacerá en
esta
sociedad, gustará de vivir en ella, y no saldrá de ella sino con pena,
algunas
veces sin haber experimentado nada, pero lo más a menudo iluminada,
reanimada, fortificada. Habrá sabido agradar a Dios.

¡Qué incomparable fuerza es para nuestra voluntad saber que el más


pequeño
de nuestros sufrimientos, que la más pequeña de nuestras oraciones no
puede
perderse! Ved la diferencia entre un alma de fe mediocre y otra que cree
en el
valor del silencio, en el poder del recogimiento, en la posibilidad de la
unión
íntima con Dios, en un gran secreto, sin pretensiones, sin orgullo. En el
primer

caso, nos arrastramos en el segundo, volamos y nuestra alma llega a ser


cada
vez más agradable a Dios, porque lo que le agrada no es nosotros
escuchemos
su mandato sino que lo cumplamos. Si queremos agradar a Dios, seamos
almas de fe, de fe sencilla que nos penetre por entero. Juzguemos los
acontecimientos a la luz de la fe, lo mismo que las pruebas y que las
alegrías.
Toda flojedad en la vida espiritual viene de la falta de espíritu de fe.
Cuando se
siente desaliento, cuando se encuentra uno menos recogido, menos
mortificado, menos generoso al servicio de Dios, es que el espíritu de fe
se ha
debilitado. Recobrémoslo desde la base. Perfeccionemos nuestro espíritu
de fe.
En lugar de dejamos conducir por la pura razón y algunas veces por la
sensibilidad, rectifiquemos por la fe las impresiones de nuestra
sensibilidad.
Cuando esa luz que hiere con sus rayos las últimas fibras de nuestro
corazón
nos haya hecho alcanzar la transformación completa, habrá llegado el
triunfo de
la fe. La fe inspirada por la caridad nos modela a imagen y semejanza de
Jesús,
hasta el punto de que Dios cree ver en nosotros a su Hijo.

LA ESPERANZA QUE ENGENDRA EL ABANDONO

¿Cómo no íbamos a tener en el fondo del corazón una esperanza


invencible?
Todo el poder de Dios está puesto a nuestro servicio para conquistarlo a
Él
mismo.

Cuantos menos derechos tengo, más espero. No merezco nada, por eso
lo
espero todo. Porque Tú, Dios mío, eres bueno.

Nuestra verdadera dicha está escondida en lo que Dios nos da que hacer
o que
sufrir en el momento actual buscarla en otra parte es condenarse a no
encontrarla nunca.

Lo que dios quiere de nosotros es el abandono filial y lleno de confianza.


Apartad de vuestro espíritu toda preocupación por el presente y por el
porvenir,
y, por tanto todo lo que pueda impedirle ocuparse de Dios actualmente.
No
toméis las cosas por lo trágico basta con que las toméis muy en serio. De
ordinario, no son tan negras ni tan blancas como parecen. Poned mesura
en
todo. Pensad que la Providencia conduce todo suaviter et fortiter,
apoyándose
unas veces en la primera palabra y otras en la segunda. Haced como Ella
no
tenemos mejor modelo.

En cuanto a vosotros, tomad las cosas en el punto en que están sin


volveos
atrás. Dejad el pasado al pasado. Id derechos al deber presente.

Repetíos sin cesar la frase de San Pablo:

«Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman.
Amad,
pues, a Dios, o al menos tened un sincero deseo de amarlo eso basta.
Conservad la paz.

Nada podemos más que bajo la dependencia de Dios. Nuestra dicha y


nuestra
grandeza consisten en tenerlo todo de Él. Yo le digo a menudo mi alegría
de no
tener ningún derecho sobre Él, pues si lo tuviera, no le debería tanto a su
misericordia. Me encanta pensar que no me debe nada. Si yo tuviera
algún
derecho, no podría ser tan audaz, no estaría tranquilo.

Nuestro Señor os dará su amor, pero quizá no de la manera que os


imagináis.
Es mucho más sencillo. No esperéis nada sensible... Os transformará, pero
poco a poco. No os preocupéis en absoluto de las pruebas del porvenir.
Vivid al
día. Hallad vuestra dicha en lo que tengáis que hacer o que soportar hoy.
Verdaderamente que ahí está, aunque no la paladeéis.

No os preocupéis de la cantidad de sufrimientos que Dios haya de


enviaros. No
serán más que sufrimientos. Haced los sacrificios que se presenten hoy, lo
mismo mañana y así sucesivamente.

No queráis la perfección de un solo golpe. No es ésa la manera habitual


de
proceder de Dios. Lucha lenta, paciente, progresiva. Esos esfuerzos darán
sus
frutos como prueba de amor para con Nuestro Señor. Los darán poco a
poco,
paulatinamente. No os desaniméis ante la inmensidad del trabajo. No se
trabaja
bien cuando se agita uno so pretexto de que hay mucho que hacer.

EL AMOR

Pedid a Santa Teresa del Niño Jesús el amor sencillo, confiado, generoso y
que
sonríe a Dios. Es su gracia particular. ¡Qué espíritu de sacrificio y qué amor
sin
consuelo sensible los suyos! Rogadle que os enseñe a amar a Dios
confiados y
en total abandono a su dulce Voluntad de Padre.

San Francisco de Sales dice que para aprender a amar a Dios no hay más
treta
que la de amarlo. Y en espera de amarlo hay que hacer «como si».

Yo te quiero, Dios mío, pero no lo bastante. Tu amor es celoso, quiere el


corazón entero. Para que el mío fuese todo tuyo, haría falta que todos sus
movimientos, todos sus impulsos incluso los primeros, no tuviesen otro
principio
ni otro término que Tú. Mi poder de amar, no sólo como espíritu, sino
hasta
como ser sensible, debería estar orientado únicamente hacia Ti. En una
palabra, sería preciso que el encanto de tu infinita Belleza ejerciese sobre
mi
corazón un dominio absoluto. ¿Cuándo llegará el momento, Dios mío, de
que
todo mi ser esté sometido al régimen de tu amor?

El amor del alma interior es un amor fiel. Su corazón pertenece sólo a


Dios y
para siempre. Dios ruede esconderse, incluso puede parecer que la
desdeña,
que la desprecia, que la rechaza, pero no por eso deja ella de amarlo.
Porque Él
sigue siendo Dios y su Dios. Él es siempre digno de todo afecto y de todo
amor.
Y eso le basta. Tal vez el alma sienta que el aguijón de una misteriosa
inquietud

la penetra hasta lo más íntimo: «¿Me ama mi Dios?» Pero no espera la


respuesta Pues cualquiera que sean las disposiciones de su Dios para ella,
sabe que debe amarlo, amarlo siempre, amarlo cada día más. Y eso sigue
bastándole. Ama, pues, y más que nunca. Lo que mejor señala la fidelidad
de tu
Esposa, ¡oh Dios mío!, es la perfecta serenidad con la que permanece allí
donde la pusiste y en el estado interior en que quieres que esté. Sabe que
Tú la
quieres así y no le hace falta nada más. Seguirá estando donde está todo
el
tiempo que te plazca. Como la paloma, no se mueve espera. Y en esta
solitaria
espera canta su dulce cantar. Cantar que siempre es el mismo. Unas pocas
palabras, unas pocas notas eso es todo. ¡Pero cómo agrada a tu Corazón
ese
cántico de amor que nunca termina! Sea cual sea la estación, haga el
tiempo
que haga, fuera o dentro, nada lo interrumpe: «Te amo, Dios mío... ¡Tú
eres el
Dios de mi Corazón! Mi Dios y mi Todo...»

MORAD EN CRISTO

Morad en Mi

Morad en Mí por el recuerdo y por la mirada de vuestra alma. Vivid en Mí.


Alimentaos de Mí. Procurad conocerme, no sólo desde fuera, sino desde
dentro.
Leed hasta el fondo de mi Corazón. No os canséis de esta tarea. Que ella
sea
vuestro único negocio, la ocupación total de vuestra vida. Persistid en ella
como
fuente de toda luz, de toda energía, de toda alegría. Uníos fuertemente a
Mí por
el amor.
Seréis así firmes y fuertes con mi firmeza y con mi fuerza. Nada podrá
turbaros
o agitaros, sino superficialmente y, sobre todo, nada podrá separarnos,
salvo el
pecado. Y cuando éste os amenace, apretaos más cerca de Mi con un
amor
más generoso y más ardiente. Y lejos de perjudicaros, esa prueba no
habrá
hecho más que fortalecer nuestra unión.

Y Yo en vosotros

¿Cómo moras Tú en nosotros, Jesús?

Yo estoy en vosotros como un amigo en casa de su amigo, como un


huésped
en casa de su huésped. Me he adueñado de vuestro corazón. He arrojado
de él
todo afecto rival del mío. Es mío es para Mí por quien no cesa de latir. Soy
Yo
quien lo mueve. Soy el peso que lo arrastra, la fuerza que lo acciona, la luz
que
lo dirige y le indico el camino por el que debe avanzar. Lo he
transformado
espiritualmente en mi propio Corazón. Ama lo que Yo amo. Rechaza lo
que Yo
rechazo. Quiere lo que Yo quiero. Es como mi propio Corazón, y lo es un
poco
más y un poco mejor cada día. Estoy, pues, dentro de vosotros en lo más
íntimo
de vosotros mismos. En un cierto y muy verdadero sentido, aún soy Yo
más
vosotros que vosotros mismos por ese amor que os ha transformado en
Mí. Mi
apóstol dirá: «Vivo jam non ego...» Es eso exactamente, o también: «Qui
adhaeret Domino, unus spiritus est...», un solo espíritu por consiguiente,
un
solo corazón, y, si queréis, para siempre.
BAJO LA MIRADA DE DIOS

Tu mirada, Dios mío, no es sólo agradable, es benéfica. No nos encuentra


amables, nos hace amables. Mirar con amor y crear y enriquecer al ser
que
creaste es una misma cosa para Ti, Dios mío. Que tus miradas se dignen
volverse hacia mi alma y posarse dulcemente sobre ella... Nada es tan
grato
para mi como saber que estoy así siempre bajo tus ojos. Me parece que
debo
mantenerme en el más profundo respeto y en la más humilde modestia.
Pero
también, ¡qué luz no encontraré yo en tu mirada! Ilumina mi camino. Me
enseña
el verdadero valor de las cosas y me hace ver si son para mí obstáculos o
medios. Y, a mi vez, me permite iluminar a los demás. Sin ella ya no sería
más
que tinieblas. ¡Oh mirada de mi Dios, querría fijarte en mi para siempre!

Tu mirada, ¡ oh Dios mío!, no es una mirada exterior al alma es interior,


íntima.
El alma tiene la impresión de ser penetrada por ella como desde dentro y
hasta
el fondo. Esto es certísimo. Esa mirada eres Tú mismo, Dios mío, que vives
en
el alma y que la iluminas a un mismo tiempo sobre Ti, sobre ella y sobre
todas
las cosas. El alma tiene conciencia de esa iluminación interior. Se parece a
un
cristal purísimo que, expuesto directamente al sol, fuese atravesado por
sus
rayos luminosos, y que lo supiera. Pero ésa es una comparación muy
débil.
Porque el alma es espíritu. Y Dios es espíritu. Y nada puede dar una idea
exacta de lo que sucede en el orden de la luz, cuando Dios invade el alma
y la
llena de sí mismo. ¡Él, que es la Verdad! ¡Dichosa el alma sin defecto y sin
mancha a quien los rayos divinos puedan iluminar plenamente! ¡Es tan
dulce
ver así a Dios en si mismo!... Es ya un poco de cielo.
A LA SOMBRA DE LA EUCARISTÍA

El alma interior, dichosísima por ser amada tan profundamente por Cristo
Jesús,
quiere testimoniarle a su vez el afecto que le profesa. Sabe que ahora Él
habita
en el Tabernáculo. Y, atormentada de amor, se retira allí cada noche para
adorar, alabar, gemir, sufrir, orar y amar, muy cerca de Él, en el silencio del
corazón.

El alma interior entra en si misma, cierra la puerta del santuario y se


queda
completamente sola con Dios.. Quedan verdaderamente cara a cara,
quedan,
sobre todo, en una divina presencia de corazones. Al alma le parece, y es
verdad, que ya no tiene que hacer sino una sola cosa: amar. Y ama horas
enteras, sin cansarse. Si pudiera, se quedaría allí siempre, para amar
siempre.

Mientras el alma interior dialoga con Jesús, al pie del Tabernáculo, vuelve
a su
mente el recuerdo de sus actos del día. Se pregunta si todo ha estado
bien.
Vislumbra los defectos que se le escaparon en el momento de la acción.
No dijo
bien aquella palabra, no hizo bien tal gestión, no aceptó de primera
intención y
con alegría aquel sufrimiento o aquella contradicción. Se ve entonces
carente
de gracia ante los ojos de su Amado Salvador. Lleva algunas manchitas en
las
manos y en el rostro. Y ello le duele, sobre todo por Él, que merecía ser
mejor
amado y mejor servido. Unas lágrimas de pesar le suben desde el corazón
hasta los ojos. Comprende que para reparar es menester amar mucho
más. Y
bajo el aguijón del dolor, su amor por Jesús se aviva, es más fuerte y más
ardiente que nunca su llama es purificadora. Y así como el fuego hace
desaparecer las menores huellas de orín, el ardor de la caridad borra
también
hasta las más mínimas imperfecciones. El alma interior no ignora este
proceso y
se alegra de él. Pues siente entonces que la paz perfecta vuelve otra vez a
asentarse en el fondo de si misma.

¿Qué hay de más dulce para el alma interior que la sombra de


JesúsHostia?
Es allí donde desea sentarse la Esposa, y donde, por otra parte, la espera
Él.
Hay una sombra espiritual de la Custodia, como también la hay del
Tabernáculo.
No todos la ven ni todos se ocultan en ella. Pero quienes saben acogerse
a ella,
descansan allí embelesados. Pues en silencio y en paz se alimentan con
un
fruto dulcísimo comen un pan sustancial, él mismo Cristo Jesús. Y poco a
poco
ellos mismos se mudan en ese Divino alimento. Son metamorfoseados y
se
transforman en Jesús. Sus apariencias siguen siendo las mismas o casi las
mismas, pero lo que en ellos hay de más íntimo y de más profundo se
convierte
en algo muy distinto. Es Él quien piensa, habla y obra por ellos es Él quien
vive
por ellos. ¿Puede haber nada más dulce para el alma que verse así
transformada en su Salvador gracias a la sombra de la Hostia?

MARÍA, NUESTRA MADRE

María es, verdaderamente, nuestra Madre. Nos da la vida, la protege y la


defiende. Su papel maternal consiste especialmente en hacer nacer en
nosotros
a Jesús. No puede darlo a quien no está preparado, pero Ella misma hace
precisamente esta preparación. La donación exterior del Niño Jesús, que
tan a
menudo ha sido hecha en favor de los Santos, no es más que un símbolo
de
esta donación real. De no ser así, ¿para qué hubiera servido este gesto,
por
dulce que fuera, si se hubiese mantenido puramente exterior?

Considerar a la Santísima Virgen como a nuestra Madre, como la de cada


uno
de nosotros en particular. Habladle como a una persona viva. En ese
grado de
intimidad puede haber infinitos matices, como los que hallamos en los
Santos
podemos pertenecerle por diversos títulos.

María es vuestra Madre. Haced todas vuestras acciones por su gracia, en


su
amable compañía y bajo su dulce influencia. Pensad en Ella al comienzo y

renunciad a vuestras maneras de ver y de querer para adoptar las suyas.


Intentadlo. Perseverad. Pedidle que os conceda a Jesús y que dé a Jesús
vuestras almas.

Es práctica excelente la de ofrecer los sentimientos íntimos de Nuestro


Señor y
de la Santísima Virgen sin detallarlos, puesto que no los conocemos.

En los momentos de cansancio, descansad sencillamente junto a vuestra


Madre
Celestial. Vivid bajo la mirada del Divino Maestro y de su Santísima
Madre.
Tened confianza en su afecto por vosotros gustad de decírselo a menudo.

Es menester que nuestro corazón, que necesita ser fuerte, siga siendo
dulce.
Sed a un tiempo dulces y fuertes: no se pueden dosificar
matemáticamente
fuerza y dulzura, ternura y firmeza. Eso es todo un arte. La Santísima
Virgen lo
poseía. Ella sabía que el amor se prueba por el sacrificio, por las obras, y
que la
mejor prueba de amor que podemos dar a Dios y a las almas es nuestra
propia
inmolación.
Podemos ganarlo todo desarrollando nuestra devoción a María ¡Qué
hermoso
modelo y qué buena Madre! No se sintió ligada a nada en este mundo.
Estuvo
totalmente transformada en Jesús y por Jesús, que le comunicó sus
virtudes y
su vida.

Y esta vida fue una vida totalmente escondida en Dios. Ella no vio más
que a Él,
no quiso más que a Él. Su alma lo aspiraba y lo respiraba a cada instante.
En el
fondo, no constituía más que un solo ser con Él. Qui adhaeret Domino,
unus
spiritus est. Dios vivía en Ella. Ella vivía en Él. Todo eso fue verdad. Pero
todo
eso estuvo oculto.

HALLAR A CRISTO EN SUS MANOS

Hay Santos sobre la tierra, incluso en nuestros días, y Tú vives en ellos, ¡oh
Jesús!

Sus ojos son como tus ojos su mirada como tu mirada su corazón, como
tu
Corazón. Es bueno encontrarse sobre el propio camino a otro que es
como Tú
mismo. Se siente uno feliz con sólo verlo y con sólo hallarse cerca de Él.
Pero
qué decir de su intimidad! Habla poco. Escucha con gusto. Sobre todo,
ama
mucho. Comprendemos, sentimos que es así. En su compañía
experimentamos
la necesidad de callarnos, de recogernos y de hacer oración. No atrae
hacia él
sino hacia Ti. Está allí, y casi le olvidamos, como él se olvida de si mismo.
No
sólo hace pensar en Ti, sino que acerca a Ti, une a Ti. Ésa es su gracia.
Parece
que una virtud misteriosa se escapa de su corazón, se apodera del
nuestro y lo
arrastra hasta tu Divino Corazón. Empezamos a comprender lo que es
amarte y
qué dulce es hacerlo en comunión con los Santos. Lo que causa también
el
encanto de la mirada de los que te aman es su pureza y su arrebatadora

sencillez. Es clara, límpida, luminosa. Como no viene de la carne, la ignora.


No
sólo no la mira, sino que no la ve. Nos percatamos de ello, y si
verdaderamente
tendemos a la perfección, nos alegramos. Esa. mirada hace bien. Se diría
que
comunica algo de su pureza. Se siente uno elevado, ennoblecido, liberado
y
como espiritualizado. De pronto se nos abren unos horizontes
desconocidos.
¡Cómo transforma todo el amor de Dios! ¡Oh! Ese amor, ¿quién nos lo
dará?
¿Quién nos devolverá esa verdadera libertad? ¡ Con qué ardor la
esperamos de
tu bondad, Dios mío!

EL ESPÍRITU DE ORACIÓN

La oración es, según la definición de Santa Teresa, un íntimo comercio de


amistad en el que el alma dialoga a solas con su Dios y no se cansa de
expresar su amor a Aquel de quien sabe que es amada.

A solas con nuestro Dios. decirle que le amamos: eso es la oración. De ahí
deriva esa clara visión de la inteligencia, que nada vale sin espíritu de
oración,
esa inclinación constante de toda alma, corazón, inteligencia y voluntad, a
dialogar con Dios.

Dios es poco conocido. Pero todavía es menos amado. En esta íntima


conversación es cuando el corazón adquiere un afecto sólido y profundo
hacia
Él, un afecto que crece sin cesar. Toda vuestra ocupación ha de ser así, la
de
encontraros a solas con Él.

Todo debe de hablaros de Él, el grano de arena que pisáis, el arroyo que
fluye,
la flor que se abre bajo vuestra mirada, el pájaro que trina, la estrella que
brilla
en el firmamento por la noche, un sufrimiento, una alegría, una orden.
Todo
debe de haceros pensar en Él, encaminaros hacia Él. Debéis verlo por
todas
partes. Tiene todas las cosas en sus manos. Os tiene entre sus manos. Os
envuelve por todas partes, os penetra. Continúa la creación. os crea. Más
que
eso, habita, por la gracia, en el fondo de vuestro corazón.

No se contenta con hacer de nosotros sus hijos, sino que vivir en


intimidad con
nosotros. Está muy dentro de todos nosotros para que nuestro corazón
pueda
amarlo como se ama a alguien que está verdaderamente presente. Y toda
vuestra ambición debe ser así, la de penetrar en lo íntimo de Dios por
vuestra
inteligencia, para conocerlo no sólo en sus obras, sino en Sí mismo, al
menos
en tanto en cuanto ello es posible, y permitirle que en el recogimiento y el
silencio os abra los ojos y os hable. Dejadlo que os instruya..¡Oh, sí!, lo
hace
cuando dice: «Yo soy la Riqueza, la Misericordia, la Sabiduría. Yo soy el
Bien, la
Verdad, la Vida, la Belleza, la Bondad, el Amor. Yo soy Todo y, a la vez,
somos
Tres para seguir siendo todo eso en la intimidad más perfecta y más
profunda,
sin que nada nos distinga uno de otro, si no son las relaciones originarias
que
nos constituyen.»
Dejad, pues, que vuestro corazón se dilate en el amor. El amor divino es
una
cosa misteriosa. No podemos dárnoslo por nosotros mismos, pero Dios lo
vierte
en el alma silenciosa, en el alma de oración. Sin duda que ese amor no
siempre
es consciente y sentido, pero ¡qué real es! Y entonces quiere dirigirlo
todo,
invadirlo todo está presente siempre como un puntito rojo, como una
chispa. Es
ese puntito de fuego del que habla San Juan de la Cruz que cae en el
alma, la
abrasa y prende en ella un gran incendio.

Vosotros debéis emprender la busca de Dios, llamarlo, correr tras Él y


decirle
sin cesar, de la mañana a la noche: «¿Dónde estás, Dios mío? Entrégate a

yo te deseo, te llamo, te busco, necesito de Ti. Tú no necesitas de mí para
ser
dichoso, pero yo no lo soy sin Ti. Mi corazón ha sido hecho para Ti y vivirá
en la
inquietud mientras no descanse en Ti. Sufre cuando se da cuenta de que
no te
ama, de que no te posee por entero.» Ese es el espíritu de oración: un
continuo
intercambio de conocimiento y de amor, un cara a cara, un diálogo de
corazones. ¿Hay una vida más bella que ésta? Para eso os retiráis del
mundo y
se os impone el silencio. Pues quien está distraído por los ruidos de fuera,
no
oye la voz interior es imposible.

Porque el silencio es preciso a causa de la. libertad que da al alma de


escuchar
a Dios de hablarle, de contemplarle porque es necesario y porque
vosotros
debéis de practicarlo. No os contentéis con el silencio exterior, sino
asegurad el
interior. Haced callar la imaginación, lo que os ocupe y os preocupe, lo
que
tengáis que hacer dejad caer todo eso. Desligad el corazón de las mil
naderías
inútiles que lo agobian.
Sacrificad todo, y entonces seréis libres. En el fondo, si ya no os amáis a
vosotros mismos, amaréis más, amaréis necesariamente a Dios. El amor os
elevará y os unirá. Vuestra vida será una vida de oración es decir, una vida
de
conversación con Dios, siempre más y siempre mejor amado. No busquéis
otra
cosa. Que vuestra vida sea una vida retirada imitad a la Santísima Virgen.
¿Qué hizo Ella, durante todos sus días, sino dialogar con la Santísima
Trinidad?
No vivía más que para su Jesús. no pensaba más que en su Jesús, su Dios
y
su Hijo. Era también la verdadera Esposa del Cantar. Vivía de oración
Incluso
puede decirse que murió en oración. Un alma de oración se recoge, se
separa,
se desliga, se mortifica, renuncia a sí misma para encontrar a Dios pero,
por
otra parte, esta alma da a Dios. Un centro de luz ilumina, un manantial de
energía se difunde, un foco de amor abrasa. No tenéis necesidad de
inquietaros
ni de buscar cómo sucederá eso. Pues por el hecho mismo de que seáis
un
alma de oración, contaréis entre esas almas verdaderamente mortificadas
y
apostólicas, que difunden en el mundo un poco más de conocimiento de
Dios,
un poco más de caridad.

LA CARIDAD PARA CON EL PRÓJIMO


Sin la bondad que da la caridad, no puede existir el consuelo. Si vamos a
visitar
a alguien que no sufre, no comprenderá nuestras penas nuestras
confidencias
le fastidiarán y sentiremos que nuestros sufrimientos no han sido
compartidos.
Si visitamos a alguien que sufre, insistirá sobre sus propios males tan sólo
las
almas verdaderamente caritativas comprenden y comparten así las penas
de
los demás. No buscan las cosas que consuelan, sino que, como dice San
Pablo, se hacen todo para todos.

A pesar de nuestra buena voluntad, solemos hacernos sufrir mutuamente,


nos
rozamos y nos herimos sin querer, pero de modo muy real: In multis
offendimus
omnes. Tenemos que ser fuertes para inmolamos por la salvación de
nuestros
hermanos, para llevar nuestra cruz y para llevar la cruz de los demás.
Tenemos
que ser fuertes para continuar amando con todo nuestro ser a nuestros
hermanos y a nuestro Dios. Si nos esforzamos para adquirir, por actos
multiplicados de caridad, más pureza, más simpatía y esa generosidad
que no
se paga de palabras ni se alimenta de ilusiones, sino de inmolaciones y de
sacrificios, nuestro corazón llegará a ser cada vez más semejante al de la
Bienaventurada Virgen María.

Nosotros valemos, sobre todo y ante todo, por el corazón. «A la tarde (de
la
vida) te examinarán en el amor». Dios nos preguntará cómo hemos
empleado
ese poder de amar. Pues en definitiva, lo que nos clasifica no es la
inteligencia,
sino el amor. Si durante toda nuestra existencia hemos procurado hacer
flexible
nuestro corazón, llenarlo de mansedumbre y de comprensión, nuestro
poder de
amar llegará a ser fuerte, vigoroso, capaz de llevar las más pesadas cruces.

Tratad de agradar a todos y en todo. Haced todos los pequeños servicios


que
podáis.

Reflexionad antes de hablar y de obrar para evitar lo que se llama la


proyección
del propio yo sobre el yo de los demás, lo cual falsea el punto de vista.

Disminuid los defectos, reales o no, y agradad las cualidades. Llegaréis así
a
ver con exactitud, es decir, como Dios. «Señor, haz que yo vea como Tú,
para
que ame como Tú amas».

Poneos sobre los ojos los espejuelos de la caridad. No os importe que, a


veces.
haya un pequeño error objetivo el daño nunca irá muy lejos.

Tratad de hallar siempre a los demás buenas intenciones. Más vale


equivocarse
en este sentido que en el otro.

Toda comparación puede ser odiosa si obliga a sacrificar sus términos. No


lo
hagáis. Poneos en el penúltimo lugar sin pensar en el puesto y el valor de
los
demás.

No discutáis cuando sepáis que de ello no resultará ningún bien.


Entendeos
sobre el terreno de la generosidad y de lo sobrenatural, Pequeñas
concesiones
pueden hacer grandes bienes, sobre todo cuando se trata de almas que
tienden
a un gran ideal sin verlo siempre del mismo modo. Dilatentur spatia
caritatis (la
caridad ensancha los corazones) y los libera. Tratad de poner lógica en
vuestro
pensamiento, luego en vuestra vida. En cuanto a ponerla en el
pensamiento de
X... o de Y..., eso es cosa de Dios. Pedídselo y conservad la paz.

Los juicios caritativos son, muy a menudo, los más cercanos verdad. Lo
mejor
sería no juzgar en absoluto, ni siquiera interiormente, o juzgar con una
real
indulgencia.

Procurad ver la parte de verdad que hay en las afirmaciones de los demás
antes de hacer ninguna reserva. No hagáis más que las críticas y las
observaciones que cueste mucho hacer. Y aun entonces, aseguraos de
que hay
esperanza de fruto, al menos en el porvenir, y si no, absteneos de
momento.

Dejad a cada uno la impresión de que tenéis de él un gran concepto.


Borraos lo
más posible, pero sin parecerlo. Poned delante a los demás. Dadles
ocasión de
hablar e interesaos en lo que dicen.

Nuestro celo debe ser ardiente, pero iluminado. Si comprobamos que es


apasionado, deberemos moderarlo, pues tiende a ser ciego en la medida
en
que es apasionado. Ése es el consejo de la razón y de la experiencia.

No os detengáis en las causas segundas, de los actos o de las intenciones


ajenas, sino ved más arriba a Dios, que os pide humildad, paciencia y
caridad.

Debernos distinguir siempre lo objetivo de lo subjetivo, lo exterior de lo


interior.
Pues dejada aparte la responsabilidad anterior, eso es lo que cada cual
quiere y
ve en el mismo momento que importa, y eso sólo Dios lo conoce
verdaderamente. Entonces uno está juzgado ya, pero por Él sólo. He ahí lo
que
nos hemos de repetir continuamente para comprender, o al menos
soportar, lo
que a veces nos parece contradictorio en la vida práctica.

El alma interior jamás se burla de nada ni de nadie. No ve los defectos de


los
hombres ni las minucias de las cosas, o. si las ve, no los subraya con risa
irónica y malvada. Sin duda que algunas veces sonríe, pero con sonrisa
llena de
mansedumbre, de benevolencia y de gracia. Por lo común, su palabra es
sosegada, incluso grave. Sentimos que se mantiene bajo la mirada y en la
intimidad de Dios. Sucede así, efectivamente, con todas sus
conversaciones,
como con todos sus afectos, con todos sus pensamientos y con toda su
vida.

Sería importante desentrañar lo que repele en nuestra manera de obrar


para
corregimos de ello. ¿Qué resonancia tienen en el alma de los demás
nuestras
palabras y nuestros actos? Esa es la cuestión.

SILENCIO Y SOLEDAD DEL CORAZÓN

Mientras haya alguien o algo entre el alma y Dios, la unión perfecta no


será
posible. Y es la única que da la verdadera paz. A nosotros toca, pues,
hacer el
vacío.

El alma verdaderamente prendada de Dios se complace en vivir sobre las


alturas de sí misma en profunda soledad. No hay en ello, por su parte, ni
melancolía ni misantropía. Hay la clarísima convicción de que para
encontrar a
Dios, para hablarle, para amarle, conviene a un mismo tiempo aislarse y
elevarse. Dios no habita más que sobre las alturas o, si se quiere, en las
profundidades del alma. Ahí es, pues, adonde hay que ir nara encontarlo.
Por lo
demás, no hay medio más seguro de agradar a Dios y de obtener sus
gracias
que ese silencioso aislamiento sobre las cumbres.

Salvo indicación contraria y precisa que venga de Dios, apartad, pues, de


vuestro pensamiento a toda criatura cuando dialoguéis con Jesús. Dios
quiere
normalmente un alma «sola». Después de haber pedido por las almas que
os
estén confiadas y hablado de ellas a Nuestro Señor, quedaos solitarios en
la
oración. Encargad al Señor que pague vuestras deudas y luego proseguid.
Es
menester que el recuerdo de X... no sea en vuestra alma un obstáculo
para la
Gracia. Pedid a Jesús que os deje participar en el afecto que Él le tenga,
de tal
modo que el vuestro venga únicamente de tal fuente, y todo irá bien. Y
destruid
sin temor todo lo que sintáis que no viene de ahí.

Me pongo contento cuando encuentro un alma que padece con el


aislamiento,
pero que lo acepta. Nada puede tranquilizarme más, porque todavía no
he
conocido una sola que haga progresos en la vida interior sin pasar por
esa
prueba. Es dolorosa, pero necesaria. Recordaréis que Santa Teresa decía
que,
para tales favores, Dios quiere un alma sola, pura y ardiendo en el deseo
de
recibirlos. Entonces parece que tiene uno el corazón lleno dé lágrimas. Es
un
sufrimiento profundo, pero... la recompensa está al: fin.

Un alma que no es solitaria no progresa. No puede subir. Cuando veo un


alma
que no es solitaria, me digo: «No pasará, es como un camello cargado. Es
demasiado rica». En cambio, cuando todas las criaturas abandonan o
hieren, el
alma está, según la frase de Taulero, como el ciervo acosado por todas
partes,
que viendo cerradas todas las salidas y no quedándole más que el
estanque, se
precipita en él. Cuando tengáis una pena, precipitaos en Dios.

Cuando Dios quiere hablar a un alma, la separa de todo, la hace entrar en


una
soledad profunda, y luego pone en su inteligencia algo que ella ignora
completamente. De ese algo misterioso es de donde saldrá en su
momento
todo conocimiento explícito, como una traducción a la lengua humana de
las
realidades divinas. Traducción que no es arbitraria. Pues está controlada
desde
dentro por ese algo que, siendo en si inaprehensible, es, sin embargo,
muy real.
Pero aún entonces lo mejor quedará todavía por decir.

RESUMEN: EL DESPOJO TOTAL

El alma quiere a su Dios a toda costa. Si hay que abandonarlo todo, lo


abandonará todo si perderlo todo, lo perderá todo. Dejará su manto, que
después de todo no es de ella, en las manos de quienes quieran
detenerla.
Renunciará sin dolor a sus maneras propias de sentir, de pensar y de
querer,
como a un equipaje pesado y molesto. . No pedirá ningún goce a nada.
No
pensará ya en ninguna cosa del mundo. No volverá a utilizar las ideas, sin
duda
justas, pero deficientísimas, que se hacía de su Dios. Se contentará con. la
fe. Y
ya no querrá aquí abajo nada más, sino a Él y sólo a Él.

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