Está en la página 1de 142

1

Quique Hache
El mall embrujado y otras
historias
Sergio Gómez
Ilustraciones de Gonzalo Martínez

2
i papá nos fue a dejar a la estación de trenes. El tren salía a
las nueve y media de la noche con destino a Temuco. Hacía
dos meses que habíamos planificado el viaje con Gertrudis
Astudillo, mi nana; por fin conocería su ciudad natal y a su
familia, aunque era como si ya los conociera por todo lo que
ella hablaba del lugar y de la parentela.
Me gusta viajar. Si existiera alguna profesión como la
de viajero, ésa sería la mía. Hace algunos siglos existía la
profesión de explorador, pero ahora las cosas son distintas y
nadie estudia algo así porque quedan muy pocos lugares por
explorar. Por eso, por ejemplo, conservo mi colección de
Tintín, no se la presto a nadie, ni siquiera a León, que es mi
amigo pero que tiene la mala costumbre de doblar las
esquinas de las páginas de los libros para marcar dónde queda
cuando deja de leer. Tintín y Milú viajan al Cong'o, al Tíbet,
al oeste americano, a China, incluso la Luna. ^ .

3
Y ahí iba yo, viajando a la ciudad de Temuco, 600
kilómetros al sur de Santiago, a un lugar que le gusta
autodenominarse como la región de la Frontera. Si yo fuera
extranjero, por ejemplo de Madagascar o de Alemania,
tendría un enorme interés en un lugar que se llamara a sí
mismo La Frontera. El nombre alterna con otro: Región de la
Araucanía. Todos esos nombres se debían a una razón: hasta
hacía poco más de 100 años el país llegaba hasta ahí; es decir,
allí estaba la frontera, del otro lado vivía el pueblo de los
mapuches, los que le daban la pelea a los conquistadores
desde hacía muchos años, desde que habían llegado de
España. Los mapuches eran un pueblo difícil de vencer hasta
esa fecha, reclamaban sus tierras y no se conformaban. Un
día decidieron, después de 400 años, que no daban más la
pelea. Entonces se sentaron a conversar y a tratar de
solucionar las cosas por las buenas. Eso significó un tratado
que se llamó Pacificación de la Araucanía. Pero los
mapuches lo que no sabían era que los españoles —en ese
momento convertidos en chilenos—, eran expertos en
conversar y convencer, en poco tiempo los tenían rodeados
de ciudades, carreteras, mails, hoteles, Internet y televisión
por cable, es decir estaban perdidos; ahora sí que los habían
vencido sin que se dieran cuenta.
Esa era la historia resumida de los mapuches, la leí en
un libro de historia antes de emprender el viaje. También leí
que a fines del siglo XIX surgió la ciudad de Temuco, en
plena Arau- canía, creció y se llenó de gente y de automóvi-
les. Allí vivió Pablo Neruda cuando era niño. Y allí nació
Gertrudis Astudillo, mi nana, quien estudió en el Liceo de
Niñas, en el mismo que trabajara otra poeta, Gabriela Mistral,
pero muchos años antes. Después de cuarto medio, Gertrudis

4
decidió que lo suyo también era viajar y un día llegó a
Santiago, la capital, donde la recibió mi mamá. Desde ese día
estaba en mi casa, y yo recién cumplía un año de vida.
Las primeras horas fueron agradables en el vagón y,
como en los aviones, en los trenes no se ve para adelante, sólo
para el lado, entonces parece que no se avanzara a ninguna
parte. Antes de apagar las-luces, nos recostamos en los
asientos. Nadie más ocupaba los cercanos, así que teníamos
suficiente espacio. Entonces vi a Gertru masajeándose la cara
con crema, lo que la hacía parecer un fantasma o un mimo
callejero.
—¿Tienes que echarte la crema justo ahora, frente a los
demás pasajero? —le pregunté un poco avergonzado.
Ella ni siquiera me miró para contestar, siguió
sobándose el cuello y respondió:
— Dulces sueños, Quique.
Por la ventana vimos pasar pequeños pueblos con muy
pocas luces y un señor muy viejo que esperaba a alguien en el
andén o simplemente paseaba por ahí mirando al tren. Me
imaginé viviendo en esos lugares: no era muy interesante
porque eran pueblos que parecían aburridos y lentos, donde
no existían salas de cine. Pero por otra parte la vida era
ordenada y tranquila; por ejemplo, si uno salía en bicicleta no
era necesario llevar candados para amarrarla a un poste de la
luz, porque nadie estaba pensando en robarla. Por las tardes,
después del almuerzo, se dormía una siesta de media hora. Mi
hermana decía que vivir en un pueblo chico era como
enterrarse, claro que el único pueblo chico que ella conocía
era Pucón, que no es el ejemplo de un típico pueblo.

5
Y así, poco a poco, con la cadencia del Iren, me fui
quedando dormido hasta que no supe nada más, como sucede
cuando uno se duerme, simplemente todo se borra y viene la
oscuridad hasta el otro día.
Llegamos temprano y el frío de la ciudad me hizo
tiritar, mientras un inspector de ferrocarriles con
uniforme nos ayudaba con las maletas. Es decir, con
mi única maleta y que es también el bolso que ocupo
para la clase de educación física en el liceo. Las
toneladas de equipaje eran de, no podía viajar y menos
a su ciudad sin lo necesario: ropas, cremas y muchas
carteras.
Qué raro que mi papá no viniera a buscarnos
dijo Gertru —, se suponía que tenía que venir a la
estación.
Hicimos parar a un taxi. El viaje era corto, como
todos los que haría en la ciudad. Las distan- tías no
eran las enormes que hay que recorrer en Santiago;
tampoco en Temuco existía el metro, pe ro 110 se
necesita, aunque sí existía congestión por la cantidad
de automóviles en las calles.
Llegamos hasta la población Pueblo Nuevo. Ias
casas eran pequeñitas, pero con grandes patios llenos
de árboles, como cerezos o durazneros, llegamos
frente a la casa de Gertrudis. En la vereda

6
nos estaban esperando dos viejecitas que sonreían como las
hadas madrinas de La bella durmiente. Eran, lo supe más tarde, Nenita
y Gladis, las tías de Gertru, dos solteronas que vivían felices.
Nos abrazaron, sobre todo a mí; según ellas, me conocían
tanto porque Gertru hablaba de mí, y por mis fotos que tenían
desde que era una guagua. Me dio un poco de vergüenza
porque me apretaban y me estiraban la cara como si la tuviera
de hule, pero así es la gente en el sur, cariñosa, entonces no
hay nada que hacer más que aguantar que a uno le jalonen la
cara y se la dejen adolorida.
Nenita fue la encargada de contarnos cuando Gertru preguntó
preocupada por su papá: —No pudimos avisarte, Gertru, no
nos dio tiempo y tampoco queríamos preocuparte demasiado.
— ¿Qué pasó con mi papá? —preguntó ella, al borde de las
lágrimas.
—Está internado en el hospital de Temuco, sufrió un
preinfarto.
Entonces habló Gladis, que era un poco más seria que su
hermana, más alta y huesuda:
—Tuvo un problema en el trabajo. Desde hace dos años
está de cuidador del Malí Temuco, allí le vino el infarto,
mientras hacía una ronda nocturna.
Desde hacía algunos años existía un malí en Temuco
que llevaba ese nombre. Fue el primero de la ciudad. En los
pocos años de funcionamiento había tenido muchos
problemas y estaba a punto de cerrar. Sólo quedaban algunas
tiendas y un supermercado. Estaba ubicado en la entrada de
Temuco, muy cerca del barrio donde estábamos.
— Nosotros no queríamos —dijo la tía Nenita— que
trabajara de noche, se decían muchas cosas de ese lugar, tú lo
sabes muy bien.

7
Se miraron entre ellas.
—Tengo que ir a ver a mi papá —dijo Gertru.
Estuvimos todos de acuerdo que iríamos apenas
desayunáramos.
Cuando dijimos que teníamos hambre, tía Nenita y tía
Gladis pusieron cara de felicidad, como si esperaran ese
momento. Pasamos a la cocina, donde estaba preparada la
mesa repleta de comida. Eso era lo que me esperaba en los
próximos 10 días que permanecería allí: comida. Me habían
advertido que en el sur se comía bien; por eso, lo más im-
portante, lo que nadie puede hacer es rechazar la comida, eso
es una ofensa grave. Al menos para esas dos tías rechazar un
queque de miel, una empanada de pera, un pedazo de brazo
de reina, un sándwicn de palta con huevo, equivalía a un
insulto.
En medio del desayuno me acordé y par darle tregua a
mi estómago pregunté:
—¿Qué cosas se decían de ese lugar, del
malí?
Me miraron con caras de televisión apagada. Gertru
movió la cabeza como esos perros de plástico en la parte de
atrás de los autos, y dijo:
—Habladurías de la gente.
¿Pero qué habladurías? —insistí.
— Cuando recién abrió el malí se corrió la voz de que
el lugar estaba embrujado, que era peligroso, sobre todo por
las noches.
-¿Embrujado? — Temuco me comenzó a parecer
interesante: su primer malí acusado de diabólico.
—Mira, Quique —dijo Gertru, moviendo los dedos
como si martillara una pared—. Sabía que esas cosas te iban

8
a interesar, pero nada de investigaciones de detective aquí en
Temuco, por favor. Tu papá me dejó a cargo tuyo y vamos a
hacer lo que yo diga, ¿entendido?
Era tarde, había dicho la palabra clave: embrujado.
Cuántos lugares así se conocen, pocos en la vida.
Nos dimos una ducha rápida y nos vestimos con parka
y bufanda porque en Temuco siempre parece que comenzará
a llover, y cuando lo hace, dicen, no para en semanas.
Cuando llegamos al hospital, antes de entrar a la pieza
del papá de Gertru, ésta me detuvo y me advirtió:
—Te recuerdo, nada de investigaciones, en esta ciudad
no se necesitan investigadores privados.

El papá de Gertru estaba en una cama; a su lado, en otra, un


hombre al que habían atropellado con un carro de
supermercado, quebrándole una pierna. Cada vez que
contaba lo ocurrido no podía dejar de reírse. Según él, estaba
comprando un yogurt de frutilla cuando otro que andaba por
ahí, al parecer muy apurado, lo pasó a llevar. Cuando se
recuperara completamente demandaría al conductor del carro
y al supermercado.
El papá de Gertru estaba viejo, pero tenía buena cara,
algo pálido y aburrido de permanecer allí, en un hospital
público. Cuando nos vio se alegró enseguida.
Lo que nos contó el papá de Gertru nr s dejó helados.

9
Estaba en el hospital porque tuvo una fuerte impresión,
eso le causó el infarto. Hacía su ronda nocturna por el Malí
Temuco, un edificio de un solo y largo piso. El malí tenía dos
guardias permanentes durante la noche. A cada hora se hacía
una ronda, tanto por el papá como por su ayudante, un
hombre joven. Cerca de las tres de la madrugada, el papá de
Gertru escuchó ruidos justo en el centro del malí. Llevaba
una linterna y un bastón para defenderse. Los pasillos estaban
iluminados con poca luz, la poca que existía en ese momento
comenzó a apagarse. Por delante, desde debajo de una
escalera, apareció una figura transparente y fluorescente,
podía ser un hombre o una mujer, no estaba seguro. Sí estaba
seguro que era igual a un fantasma, al menos a los de las
películas. No alcanzó a reaccionar, se quedó allí petrificado.
El fantasma dio una vuelta y subió por una escalera a un patio
de comida. El papá de Gertru corrió entonces despavorido
por el pasillo, pero antes de llegar al puesto de los guardias le
faltó el aire, no pudo más y cayó al suelo. Un día después
despertó en el hospital lleno de tubos y alambres. Se sentía
débil y enfermo.
—Un fantasma, uno de verdad —dije casi con un
preinfarto yo también.
— Y eso que no creo en ellos —dijo el papá—, pero de
que vi uno lo vi esa noche en mi ronda. Y te voy a decir algo
más, Quique, pero no lo comentes. Cuando lo vi sentí miedo,
pero miedo de verdad.
—No me asuste al niño —dijo Gertru.
—No me asustó —dije yo asustado.
El nombre del papá de Gertru es Armando. Según él,
cuando se enteraban de su nombre siempre le hacían la
misma broma: «¿Armando qué? Armando silla o armando

10
mesa». El mal chiste había tenido que escucharlo los últimos
30 años, así que mejor no se me ocurriera a mí repetirlo. En
realidad yo estaba más interesado en el asunto del fantasma.
Lo peor era que corrían rumores de que el malí se
cerraría finalmente, el negocio no funcionaba, la gente no se
trasladaba hasta la entrada de la ciudad para comprar.
Entonces don Armando perdería su trabajo y, como era viejo,
le costaría encontrar un nuevo empleo.
Le pregunté todos los detalles de la aparición. Gertrudis
movió la cabeza y miró al cielo.
— Lo único que me faltaba —enseguida le dijo a su
papá—: Y usted, papá, no le meta esas tonteras en la cabeza a
Quique, que no sabe cómo es de ideas fijas.
Don Armando se sentó en la cama. Debajo de la bata de
hospital, su cuello era un pedazo de carne que se movía como
los de algunos pájaros. Entonces dijo con cara asustada:
—Eso no es todo. A mí no es al primero que se aparece.
Hace unos años, el fantasma del malí llevó al hospital a otro
guardia.
Gertrudis se echó aire en los pulmones y exclamó:
—Lo único que faltaba.
A lmorzamos pantrucas, arrollado, lentejas con arroz y
longanizas; de postre comimos flan casero y sémola con
caramelo. Nunca había comido tanto en mi vida. Tía Nena y
tía Gladis estaban muy felices de verme satisfecho y con una
enorme panza. Después, Gertrudis se fue a buscar a su padre
al hospital, y yo, para bajar la comida, dije que iría a dar una
vuelta al barrio. Me subí a una micro pequeñita que llaman
liebre. En pocos minutos me bajé en el malí de la entrada de
la ciudad. Era un edificio alargado, como serpiente, con un
amplio estacionamiento. En el único lugar que se veía gente

11
era en el supermercado de la entrada. Por los pasillos del malí
muy pocos pascaban, muchas de las tiendas estaban cerradas
y las vitrinas cubiertas con papel de envolver o diarios. En el
centro del lugar existía un segundo piso con un pequeño patio
de comida. No era como los grandes centros comerciales de
Santiago, pero lejanamente se parecía. Me imaginé que en
aquel lugar, en el centro del pasillo, se había aparecido un
fantasma y un escalofrío me recorrió el cuerpo.
Caminé hasta la playa de estacionamiento, donde
encontré papeles en el suelo que decían: «Prefiera el
comercio establecido del centro».
Cuando decidí regresar a la casa encontré en la entrada
a cinco niños en bicicleta que me rodearon. Uno de ellos me
preguntó de dónde era porque nunca antes me habían visto.
Entonces cometí mi primer error en la ciudad, les dije la
verdad, es decir, que venía de Santiago, y esto era el
equivalente a declararles la guerra. Bajaron de las bicicletas y
no me dejaron seguir. No les gustaban los santiaguinos. Yo
vivía en Ñuñoa, que era como Temuco, en la calle Juan
Moya, que se parecía a cualquier calle de Temuco. Comencé
a preocuparme, así que les inventé otra historia: había nacido
en Temuco hacía 13 años, pero me habían raptado unos tipos
de un circo que me llevaron hasta el norte, hasta Antofagas-
ta; de allí me rescataron los carabineros. Como nadie sabía de
mis padres, uno de esos carabineros me adoptó, con él vivía
en Ñuñoa, por eso ahora buscaba a mis verdaderos padres en
Temuco. Agregué, como último argumento, que desde
siempre me gustó Club de Deportes Temuco, el equipo de
fútbol de la ciudad, aunque fuera un equipo muy malo y que
siempre jugaba en la segunda división, pero lo seguía y
celebraba sus escasos triunfos. Los niños de las bicicletas me

12
miraron con caras de mansión del horror. No sabían si
creerme o apalearme allí mismo. Pero entonces apareció otro
niño, alto y delgado, fumando un cigarrillo:
—A volar, a volar —les dijo, y los de las "bicicletas
huyeron espantados.
Le di las gracias.
— Soy Julio Painemal —estiró la mano—. Trabajo en el
supermercado, en empaques.
— Soy Quique Hache, de Santiago —dije enseguida
para dejar las cosas claras.
—Lo sé. Vivo en Pueblo Nuevo, cerca de la casa de don
Armando. Supe que venía su hija con un santiaguino, que
debes ser tú.
Me ofreció un cigarrillo, pero yo no fumo.
—Supe lo de don Armando aquí en el
malí.
—Dice que vio un fantasma la otra noche.
A Julio no le extrañó demasiado.
—Desde que se construyó este lugar han existido
problemas. La gente dice que suceden cosas raras. ¿Ves esos
panfletos en el suelo? Los han mandado a tirar aquí para que
la gente no compre en el malí y vuelva al comercio del centro
de la ciudad.
—Pero eso del fantasma... —pregunté.
—Por la noche lo han visto allá adentro.
—¿Y qué crees tú?
— Debajo de este lugar, antiguamente, existía un
cementerio de mis antepasados, los mapuches, los primeros
que vivieron aquí.
—¿Los mapuches?

13
— Sí. Justo aquí abajo hay un cementerio, por eso se
aparece un espíritu, porque los antepasados no están
conformes.
Tragué saliva y no pude evitar mirar el piso de asfalto
A estacionamiento.
del
l día siguiente nos fuimos con Gertrudis a recorrer la ciudad.
Subimos el cerro Ñie- lol. De arriba vimos los techos de las
casas y los edificios del centro. Gertru suspiró con
nostalgia, la ciudad cambiaba aceleradamente, crecía y se
extendía con nuevos barrios.
Luego, llegamos al centro. Alrededor de la plaza
existían las mismas tiendas que en Santiago. Y en medio un
monumento de piedra y metal recordaba a los fundadores.
Estaban juntos un guerrero mapuche y un español con
armadura. Gertru me dijo que la plaza de Armas le
recordaba muchas cosas, así que nos fuimos al frente, a una
cafetería, a tomar un helado. Ella se veía radiante y feliz,
decía que cada rincón de la ciudad le recordaba momentos
vividos. Yo no sé si alguna vez podré decir lo mismo de
Ñuñoa, pero supongo que ocurrirá, pero después de que me
embarque en un carguero y me vaya a recorrer el mundo,
pase por el canal de Panamá y llegue al mar del Noi ie.
Después de que me crezca la barba
como a todos los marinos y consiga fumar, pero no
cigarrillos, sino una pipa. Entonces, de pronto, me acordaré
de Chile, de mis papás, mi nana, de León, incluso de mi
hermana Sofía; bueno, de ella no me voy a acordar mucho
porque a esa altura estará casada y viviendo en una ciudad
enorme como Nueva York. Entonces decidiré regresar a mi
patria, es decir a Ñuñoa. Mi papá no me va a reconocer
cuando vuelva. Tendrá que escucharme una semana completa

14
todas las aventuras que le contaré. Sólo entonces tal vez
sentiré nostalgia por mi barrio, por el parque Juan XXIII, que
era el lugar donde jugárnos o donde he pasado tardes de
verano leyendo una novela de Jack London sobre un perro
lobo, o del Estadio Nacional cuando mi papá me llevaba,
antes de que las galerías se transformaran en campos de
batalla. Entonces, viejo y cansado, me acordaré que Gertru
sentía lo mismo por su ciudad.
Gertru me contó que estaba muy emocionada con el
regreso, pero de todas las emociones la mayor era volver a
encontrarse con el innombrable, es decir con Víctor, que
desde ese momento había dejado de llamarse el innombrable,
por eso lo había llamado por su nombre: Víctor. El era uno de
sus pololos, uno de cientos, pero uno que nunca olvidó,
porque era muy caballero con ella, porque le escribió lindas
cartas y porque no lo volvió a ver desde que se fue de la
ciudad. Ahora sería distinto, antes de llegar a Temuco se
habían escrito y esperaban encontrarse, por eso ella estaba
emocionadísima.
Volvimos a la casa, donde nos esperaban las dos tías
con aspecto de científicos locos antes de un experimento
trascendental. Detrás de ellas apareció una mesa llena de
comida. Sentí que mi estómago me pedía clemencia, pero a
las tías no se les podía decir que no.
Antes de sentarme a la mesa seguí hasta el dormitorio
para saludar a don Armado. Luego, escuché una discusión en
la cocina. Gertru hablaba con tía Gladis.
—¿Qué pasa? —pregunté cuando llegué hasta allá.
—El papá, eso es lo que pasa —dijo enojada Gertru.
En la mano llevaba un ejemplar de El Diario Austral
que le acababa de entregar tía Gladis.

15
—Mi papá apareció en el diario. Le hicieron una
entrevista en el hospital y contó que había visto un fantasma,
justo lo que los periodistas querían que dijera.
La tía Gladis agregó:
—Ahora, la gerencia del malí lo va a despedir por mala
publicidad para la empresa.
—No tenía para qué ir a contar algo así — insistió
Gertru.
En ese momento apareció tía Nenita, que
dijo: —Quique, te buscan allá afuera.
Era Julio Painemal. Pedí permiso para
salir. Julio también había leído lo del diario
y creía que la entrevista perjudicaría a
Armando Astudi- 11o. Me dijo que venía a
buscarme para presentarme a alguien. A un
vecino de Pueblo Nuevo. Vivía a unas
cuadras, en la calle Erciila. Así que nos fui-
mos caminando, riéndonos de los
santiaguinos, sin darme cuenta que yo era
uno de ellos. Tocamos una puerta. Salió una
mujer con mala cara.
— Qué quieren. Rápido que estoy
viendo la comedia —la comedia era la
telenovela de la televisión.
—Buscamos al Cortado —dijo Julio.
—En el taller —dijo la mujer y cerró
la puerta sin decir nada más.
El taller estaba a unos metros de la
casa, detrás de un portón de madera. Antes
de entrar le pregunté a Julio quién era el
Cortado.

16
—El Cortado fue el primero.
—¿El primero de qué?
—El primero que vio al fantasma del
mall.

17
1 Cortado tenía ese nombre porque trabajó muchos años en
ferrocarriles, donde sufrió un accidente en el que perdió el
dedo meñique de una mano. Desde ese día le llamaron El
Cortado. Estaba retirado y se ocupaba de arreglar bicicletas
en un pequeño taller en el patio de su casa. Llevaba un
overol y un cigarrillo pegado a la boca. Mientras lijaba el
marco de una bicicleta que esperaba pintar, nos contó que
después de ferrocarriles le ofrecieron ese trabajo de guardia
en el malí recién inaugurado. Él aceptó a pesar de tratarse de
un trabajo nocturno. Sólo dos meses después comenzaron
los problemas, sobre todo de noche, primero con ruidos
extraños, risas y carrerones por los pasillos cuando el malí
estaba cerrado.
—Por las noches el lugar quedaba vacío, entonces
hacía mis rondas. A veces escuchaba ruidos, voces que me
empezaron a preocupar y a enfermar de los nervios, hasta
que un día se me apareció...

—¿Qué apareció? —le preguntamos intrigados con


Julio.
—El fantasma.
—Te lo dije, uno de mis antepasados; ahí está la
explicación —dijo Julio.
—Era un figura, un hombre que brillaba, pero a la
vez era transparente, caminaba lentamente por los pasillos.
Cuando lo vi me dio tanto miedo que salí corriendo.
—Lo mismo que vio don Armando —dije.
El Cortado dejó de lijar, se despegó el cigarrillo de
la boca, alcanzamos a ver su mano de cuatro dedos antes
de que dijera muy serio:

18
— Mejor no jueguen con lo que ocurre allí, es algo
delicado.
Tragamos saliva y salimos del patio-taller. Julio
insistió que la explicación para él era muy clara, y para
probarlo lo mejor era visitar a su abuelo. En el cielo,
nubarrones negros anunciaban que llovería muy pronto; el
aire estaba fresco, muy distinto al de Santiago.
Nos subimos a una micro muy colorida. L a gente
arriba conversaba alegre y desde la radio emei gían
rancheras y corridos mexicanos; luego, escuchamos a un
locutor que imitaba el acento mexicano. A mí eso me
pareció muy divertido. Julio me explicó:
—Es que esa radio la escucha mucha
gente, sobre todo en el campo, donde les
encanta la música mexicana.

19
Me contó que sus padres estaban sin trabajo, por eso él
había dejado de estudiar, al menos por ese año; trabajaba
empaquetando en el supermercado, pero esperaba entrar a
estudiar a la Industrial una carrera técnica como mecánica, le
gustaban los autos y el olor a aceite y a bencina. Me dijo que
no conocía la capital, pero tampoco le llamaba la atención,
pues la gente de Santiago andaba muy apurada y siempre se
aprovechaban de los provincianos. A veces lo molestaban por
ser mapuche, pero, en general, sentía un orgullo especial por
serlo. En su pieza, colgada en la pared de su cama, tenía una
gran bandera mapuche con colores muy alegres. Su héroe
máximo era Lautaro, un joven guerrero mapuche que había
combatido a los españoles con mucha inteligencia, había
vivido como un empleado de ellos sólo para estudiar a sus
enemigos. Aprendió, por ejemplo, a montar a caballo y,
cuando pudo, huyó y se transformó en una pesadilla para los
españoles. Pero, como todos los héroes, finalmente fue
traicionado, capturado y asesinado.
Entonces le pregunté a Julio si él se consideraba chileno
o mapuche. Pensó un buen rato, mientras la micro pasaba un
largo puente. Abajo corría el río Cautín. Entonces respondió:
—Soy más mapuche que chileno —dijo.
Yo hice ahora una larga pausa antes de
hablar:
—Pero entonces tú y yo no podríamos ser amigos
porque yo soy chileno; es decir, somos enemigos.
Nos quedamos mirando como debieron mirarse Lautaro
y Pedro de Valdivia. En ese momento, sin que nos
pusiéramos de acuerdo, comenzamos a reírnos, y fue tanta la
risa que contagiamos a algunos pasajeros que también se
reían, pero sin saber por qué. Entonces comprendí que la

20
gente que vive en el sur es de risa fácil y que ese es el mejor
comienzo para resolver todos los conflictos, como los que
existen entre mapuches y chilenos.
Llegamos hasta una comuna apartada, al otro lado del
río, llamada Padre Las Casas. Tuvimos entonces que esperar
que la micro saliera del límite de la comuna para bajarnos.
Más allá se veía el campo y al fondo la carretera
Panamericana. Nos acercamos por un camino de tierra a la
chacra del abuelo de Julio.
El abuelo se alegró de vernos. Dijo que vivía allí en la
falda de un cerro, que sus tierras fueron muy extensas en una
época, pero se vio en la obligación de venderlas; ahora tenía
sólo esa pequeña chacra, donde cultivaba lechugas y porotos
verdes.
—Quique Hache, de Santiago —me presenté.
—Moisés Painemal Huincamal, para servirle —dijo el
abuelo.
Nos dio un paseo por su propiedad. Vimos unas
gallinas aburridas y un chancho algo flaco. También, en el
jardín, unas plantas de fruti- Ilas que crecían en verano y un
gran manzano. Cuando le pregunté qué tipo de manzanas
crecían de ese árbol, el abuelo dijo:
— «Cabeza de niño», así se le llama a esas manzanas por
lo grandes que son.
Luego, nos fuimos a sentar en la puerta de la casa. No
hacía frío, pero en el horizonte las nubes negras preparaban el
ataque final. El abuelo Moisés cebó el mate y se fue a sentar
con nosotros cargando una tetera. También trajo un enorme
pan amasado que cortamos en varias partes y que comimos
con tomate-

21
Julio le contó lo que ocurría en el Malí Temuco, cómo
había vuelto a aparecer el fantasma. El abuelo nos dijo:
— Si ustedes miran para allá —indicó, al otro lado del
río, a la ciudad, sus casas, los edificios lejanos. En ese
momento aterrizaba un avión en el aeropuerto, que estaba a
pocos kilómetros de allí—. Toda la ciudad está construida
sobre nuestros antepasados. Yo no estoy de acuerdo con los
conflictos, pero sí con el respeto. Si todos nos tratáramos con
respeto nada de esto pasaría.
—Pero ahora tenemos ese aparecido —dijo Julio—,
Dígame, abuelito, ¿qué hacemos?
—Pero entonces tú y yo no podríamos ser amigos
porque yo soy chileno; es decir, somos enemigos.
Nos quedamos mirando como debieron mirarse Lautaro
y Pedro de Valdivia. En ese momento, sin que nos
pusiéramos de acuerdo, comenzamos a reírnos, y fue tanta ia
risa que contagiamos a algunos pasajeros que también se
reían, pero sin saber por qué. Entonces comprendí que la
gente que vive en el sur es de risa fácil y que ese es el mejor
comienzo para resolver todos los conflictos, como los que
existen entre mapuches y chilenos.
Llegamos hasta una comuna apartada, al otro lado del
río, llamada Padre Las Casas. Tuvimos entonces que esperar
que la micro saliera del límite de la comuna para bajarnos.
Más allá se veía el campo y al fondo la carretera
Panamericana. Nos acercamos por un camino de tierra a la
chacra del abuelo de Julio.
El abuelo se alegró de vernos. Dijo que vivía allí en la
falda de un cerro, que sus tierras fueron muy extensas en una
época, pero se vio en la obligación de venderlas; ahora tenía

22
sólo esa pequeña chacra, donde cultivaba lechugas y porotos
verdes.
— Quique Hache, de Santiago —me presenté.
—Moisés Painemal Huincamal, para servirle —dijo el
abuelo.
Nos dio un paseo por su propiedad. Vimos unas
gallinas aburridas y un chancho algo flaco. También, en el
jardín, unas plantas de frutillas que crecían en verano y un
gran manzano. Cuando le pregunté qué tipo de manzanas
crecían de ese árbol, el abuelo dijo:
— «Cabeza de niño», así se le llama a esas manzanas por
lo grandes que son.
Luego, nos fuimos a sentar en la puerta de la casa. No
hacía frío, pero en el horizonte las nubes negras preparaban el
ataque final. El abuelo Moisés cebó el mate y se fue a sentar
con nosotros cargando una tetera. También trajo un enorme
pan amasado que cortamos en varias partes y que comimos
con tomate-
Julio le contó lo que ocurría en el Malí Temuco, cómo
había vuelto a aparecer el fantasma. El abuelo nos dijo:
— Si ustedes miran para allá —indicó, al otro lado del
río, a la ciudad, sus casas, los edificios lejanos. En ese
momento aterrizaba un avión en el aeropuerto, que estaba a
pocos kilómetros de allí—. Toda la ciudad está construida
sobre nuestros antepasados. Yo no estoy de acuerdo con los
conflictos, pero sí con el respeto. Si todos nos tratáramos con
respeto nada de esto pasaría.
—Pero ahora tenemos ese aparecido —dijo Julio—.
Dígame, abuelito, ¿qué hacemos?
— Nada se puede hacer. Es decir, habría que hácer una
ceremonia para convencerlos a ellos, a los espíritus, de que

23
vuelvan a descansar; pero eso nunca se va a hacer, porque no
hay respeto, la gente no se respeta ni respeta las creencias
ajenas.
Nos quedamos pensando en lo que decía el abuelo
Moisés. El avión había aterrizado en el horizonte. Una
gallina picoteó mi zapatilla. Y las primeras gotas de lluvia
cayeron tímidamente. Entonces, el abuelo entró a su casa de
madera, aunque volvió enseguida con un collar de hilos y
ramas.
— Al menos pueden calmar al aparecido con este collar;
debe estar muy enojado.
Nos despedimos con el regalo. Volvimos caminando
hasta encontrar una micro.
—No tenemos paraguas —dije. Julio se rió.
— Aquí nadie usa paraguas, estamos acostumbrado a
que llueva todo el año.
£ sa noche comenzó a llover de verdad; es decir, no una lluvia
que dura unos minutos como en la capital y que lo anega todo
para que más tarde se convierta en una gran noticia en la
televisión, sino una lluvia torrencial, potente, que golpeaba
los techos y parecía que iba a arrancar la casa entera, una
lluvia con viento que parecía tocar batería. Nunca antes había
visto y escuchado algo así y me dormí feliz, doblado en una
tonelada de frazadas que olían a lana cruda.
Por la mañana seguía la lluvia, había durado sin
detenerse la noche entera. Cuando me levanté, don Armando
me llamó a su pieza. Estaba sentado en la cama mientras
tomaba una taza de leche caliente.
—¿Cómo se siente, don Armando?
—Bien, pero un poco aburrido.
—Se le ve con mejor cara.

24
—¿Cómo va la investigación? —me preguntó—. Hay
que averiguar sobre ese fantasma, Quique, si no voy a perder
definitivamente la pega.
—Es difícil probar algo así; quiero decir, que existan
los fantasmas.
—Yo no sé si existen o no, pero que vi algo esa noche
nadie me lo saca de la cabeza.
—Tal vez si se acuerda de algún detalle que me pudiera
servir...
Don Armando se rascó la cabeza para hacer memoria.
Me senté a escucharlo en una silla cerca de la cama.
—Esa noche estaba con Ramiro, mi ayudante. Cada
cierto tiempo hacía una ronda por los pasillos, que son largos
y con poca luz. Todo era normal al principio. Cuando me
acerqué al patio de comida empecé a escuchar unos ruidos
como de voces y carreras. Me acuerdo que en ese momento
algo me distrajo. En el piso encontré una llave. Pensé que era
una de las mías, que se me había caído. Vi cómo pestañeaban
las luces. Entonces, por delante, apareció, a menos de 10
metros, justo adelante, esa figura de luz semitransparente.
Corrí con todas mis fuerzas. Pero antes de llegar a la guardia
sentí un dolor en el pecho y caí.
— Y esa llave que encontró, ¿todavía la
tiene?
—Esa noche me la eché al bolsillo —el abuelo abrió el
cajón del velador y mostró una llave—. Tengo llaves de todo
el malí, pero las mías son de colores y no como ésta. Debió
caérsele a alguien, cuando hicieron el aseo no se dieron
cuenta y quedó en el piso.

25
—Me la voy a llevar... Dígame, don Armando, ¿a quién
podría perjudicar el asunto del malí embrujado? He visto que
no todos están contentos que exista.
mapuches, que alegan porque se construyó sobre un
cementerio indígena. También los comerciantes del centro,
que no les gusta que la gente acuda al malí y no a sus
negocios.
—¿Podría hablar con su ayudante?
—No hay problema, Ramiro es de mi absoluta
confianza, se quedó a cargo de todo en la guardia; dile que
vas de parte mía.

26
unca he creído en fantasmas. Me gustan las películas de
fantasmas. Me gusta que me dé miedo con esas películas
porque sé que los fantasmas no existen. O al menos lo sabía
hasta que fui a Temuco. Mi papá, una vez, me contó una
historia verdadera de fantasmas, una que había vivido él.
Cuando era niño, en La Serena, lo invitaron a un paseo de
curso. Se irían a una playa del litoral. Ese día se levantó al
amanecer. Lo fueron a dejar a la plaza donde los esperaba un
bus. Pero antes su padre, mi abuelo, debió pasar a buscar algo
a otro lugar. Mi papá se quedó en el auto con mucho sueño,
tanto que comenzó a dormirse. Entonces, de pronto, todavía
en la se- mioscuridad del amanecer, sintió que la puerta de;
auto se abría, alguien lo tomaba de la mano y lo hacía caminar
por la vereda. No supo cómo llegó a una casa muy vieja, y
allí, en el portal de esa casa, se quedó dormido
profundamente. Soñó que jugaba con otro niño. Mientras
tanto, el padre de mi padre volvió al auto pero no encontró a
su hijo. Lo buscó por todas partes sin resultados. Por supuesto
se preocupó y fue a llamar a los carabineros. A media
mañana, cuando el bus con los demás compañeros de curso
había partido al paseo, lo encontraron durmiendo en el portal
de esa casa antigua. No supo explicar cómo llegó hasta allí y
no se atrevió a contar lo que ocurrió, y menos ese extraño
sueño. La sorpresa vino más tarde. De regreso del paseo a la
playa, el bus que traía a sus compañeros de curso tuvo un
accidente. A muchos de esos niños debieron llevarlos heridos
al hospital. Ninguno se murió, pero fue un tremendo
accidente. Mi papá quedó impresionado, pero no dijo nada y
se guardó todo lo que había ocurrido. Cuando creció, antes de
irse definitivamente a Santiago, decidió investigar. Llegó
hasta el portal de aquella casona vieja donde durmió esa

27
mañana, pero después de más de 10 años no la encontró, es
decir encontró un edificio nuevo de departamentos. Demoró
unas semanas en descubrir a un antiguo vecino de la cuadra
que le contó que aquella casa la habían derribado hacía cinco
años. A mitad de siglo la había habitado una familia con un
hijo, pero la familia se trasladó al extranjero después de que
ese único hijo muriera de tifoidea a los 11 años. Mi padre
quedó impresionado, era la misma edad que él tenía ese año
del accidente. Entonces concluyó que aquel niño fantasma lo
había salvado impidiendo que llegara a encontrarse con sus
compañeros en ese paseo que terminaría mal. La historia la
repetía mi papá todos los años. Y todos los años le agregaba
algún nuevo detalle. Para él era su historia más importante, la
más personal y de la que no se debía dudar, aunque mi mamá,
cada vez que comenzaba con «cuando yo tenía i i años en La
Serena me ocurrió algo increíble...», movía la cabeza
aburrida de escucharlo una y otra vez con lo mismo.
En el taller del Cortado me prestaron una bicicleta. Me
fui entonces al malí. Llovía menos, aunque las calles
continuaban mojadas. En la oficina interior encontré a
Ramiro, un tipo joven con pinta de hip-hopero pero que debía
vestirse de guardia para trabajar en el malí. Su ropa la debía
guardar porque a sus jefes no les gustaban sus gorros, sus
poleras extra large de'basquetbolistas, los collares y las
cadenas para el celular. Trabajaba como guardia y los fines de
semana ponía música en una discoteque a la salida de la
ciudad. Había trabajado desde muy niño y nunca había tenido
vacaciones.
Mientras hablábamos escribía en un libro, donde debía
anotar lo ocurrido la noche anterior.

28
. —¿Como está el viejito Armando? Mira que venirle
toda esa tontera —dijo mientras escribía.
—¿Qué crees que ocurrió esa noche? —pregunté.
— Antes déjame decirte algo: los periodistas son los que
revolvieron esto, por culpa de ellos tal vez don Armando
jubile anticipadamente y yo me tenga que ir con él.
—Voy a averiguar lo que pasó.
—Desde esa noche sólo hago guardia por
aquí cerca de la oficina, no me atrevo a ir más lejos en los
pasillos.
—¿Entonces crees que existe ese fantasma?
— Algo raro existe, pero la administración del malí me
vino a advertir que no debía abrir la boca. Se escuchan ruidos,
pero yo no soy tan valiente como don Armando, así que no
voy a salir a ver.
Entonces se me ocurrió una idea:
—¿Qué te parece si esta noche vengo con un amigo,
pasamos la noche por acá y descubrimos ese fantasma?
—¿Estás seguro? Pero yo no respondo por lo que les
pase.
—No tenemos para qué contarle a nadie
—dije.
— Si es para ayudar a don Armando Astu- dillo puedo
hacer cualquier cosa. Él me consiguió esta pega. Eso sí, no
me pidan que los acompañe a saludar a ese fantasma.

29
C
uando llegué a la casa comenzó otra vez a llover muy fuerte.
Las tías se habían ido a la iglesia, a la misa de las siete de la
tarde. Gertrudis estaba feliz y se peinaba ante un espejo.
Cuando le pregunté por qué la alegría me dijo que había
hablado esa tarde por teléfono con Víctor, el ex
innombrable, el que ahora sí se podía nombrar todos las
veces que se quisiera. Acordaron reunirse en la plaza, pero
no en la de Armas, sino en una llamada Aníbal Pinto, a unas
cuadras de la primera. A la cita, según Gertru, tenía que ir
yo y servir de testigo porque ella estaba nerviosa. No tenía
escapatoria, así que al día siguiente debía acompañarla a su
cita con el pasado.
Aproveché de que las tías no estaban para
escabullirme a mi dormitorio, sentía mi estómago estirado y
débil de tanto comer. Me perdí unas sopaipillas con
chancaca, un pedazo de queque mármol y unos arrolladitos
de masa con mermelada de membrillo, la especialidad de tía
Neni- ta. Le dije a Gertru que estaba cansado y me fui a
dormir antes de las nueve de la noche. Ella no sospechó nada
porque estaba ilusionada con su propio panorama del día
siguiente.
Mientras escuchaba esa lluvia tan contundente y
alharaca me quedé dormido temprano, así también
descansaría pues me esperaba una larga noche.
A las dos de la madrugada me despertó un ruido en la
ventana. Era Julio. La lluvia parecía más suave pero seguía
persistente. Me vestí con una gran parka y bajé por la ventana
sin hacer ruido.
En la calle, arriba de las bicicletas, con Julio revisamos
lo que llevábamos: linternas, una cámara fotográfica y los

30
collares especiales con poderes antifantasmas que nos
confeccionó el abuelo Moisés.
El recorrido bajo la lluvia hasta el malí nos dejó
empapados. A esa hora el recinto lucía aterrador, como una
serpiente moviéndose en la oscuridad. Sólo algunas
luminarias de la extensa playa de estacionamiento estaban
encendidas. En la entrada del malí estaba la oficina de los
guardias. Nos acercamos sin hacer ruido. Dejamos las
bicicletas. Ramiro miraba una película en un DVD, una de
guerra, con muchos disparos y explosiones. Cuando
entramos, de la impresión se cayó de la silla.
— Avisen, casi me matan del susto —dijo, sobándose
adolorido.
Nos pusimos ropa seca que traíamos en las mochilas.
—Ramiro, ¿a qué hora más o menos se aparece ese
fantasma? —pregunté.
—Como a las tres de la madrugada, o sea — miró su
reloj— en 40 minutos más. Pero les aviso que yo de aquí no
me muevo; de fantasma no quiero saber nada.
Nos preparamos. En la galería del pasillo central todo
estaba en una semioscuridad que aterraba de sólo mirarla. A
esa misma hora podría estar en la cama lleno de frazadas,
feliz y calientito, soñando que era el jefe de una expedición a
Birmania en busca de un elefante blanco, lo que me haría fa-
moso, CNN me entrevistaría para todo el mundo, y, en un
inglés que no dejaría contento a rniss Elena mi profesora de
este idioma—, diría: «Sankiu y viva Chile», y levantaría las
manos y mostraría la única fotografía conocida del elefante
blanco de Birmania que acababa de descubrir. Pero, en cam-
bio. estaba en medio de un pasillo oscuro en busca 11<- ilgo
muy diferente, en busca de un fantasma.

31
Encendimos la linterna. En realidad, Julio <11. ( lidió
una de las linternas directo en mis ojos, lo (|iie me dio un
tremendo susto. Le dije que no volviera a hacerlo, desde
ahora yo manejaría la linlt nía. Julio se ofendió y dijo:
I .os de mi raza no tenemos miedo. ¿Sí?
—pregunté sin creerle.
—Bueno, un poco.
— Los de mi raza —le dije— estamos muertos de
miedo.
Faltaban pocos minutos para las tres de la madrugada,
así que nos detuvimos en el centro de la galería. Arriba estaba
el patio de comida. Decidimos esperar sentados en un banco.
Ni siquiera la lluvia del exterior se escuchaba en ese lugar.
Todo estaba oscuro.
Después de diez minutos que parecieron muy largos, de
pronto vimos a lo lejos parpadear las pocas luces de los
pasillos, hasta que definitivamente se apagaron
completamente. Nos pusimos de pie, casi abrazados Julio y
yo. Entonces, cerca de la escalera que conducía al segundo
piso, apareció una pequeña luz verde que enseguida se
transformó en azul. En esa luz vimos formarse una figura, un
hombre, uno que medía dos metros, transparente y luminoso,
y que avanzaba como si flotara. Retrocedimos. Levanté la
cámara fotográfica, pero los nervios hacían que mis dedos se
resbalaran. La figura luminosa se acercaba. Julio me apretaba
uno de los brazos. Finalmente se me ocurrió levantar el collar
antifantasmas, pero la figura no se detuvo ni un centímetro.
Ese fue el momento en que comprendimos que lo más sen-
sato en esos casos, y más o menos en todos los casos
semejantes, era huir vergonzosamente. Así que con dos gritos

32
bastante femeninos, Julio y yo salimos corriendo
despavoridos hacia la entrada del Malí Temuco.
Cuando llegamos el corazón me rebotaba como bombo
en el estadio. Julio tenía los pelos de la cabeza levantados y
nuestros ojos parecían loza china. Le gritamos a Ramiro,
quien apareció detrás de la puerta. Por supuesto se negó a dar
un paso hacia los pasillos. Entramos a la oficina y cerramos
con llave, candados y seguro, y nos quedamos allí tratando de
calmarnos.
Nos considerarían unos cobardes por todo esto; en
realidad lo éramos. Pero hay que estar frente a un fantasma de
verdad como para dar una opinión. Nosotros habíamos estado
a tres metros de uno y no se podría calificar como una
experiencia grata.
Una hora después decidimos regresar a la
casa.
En el camino de vuelta las calles estaban vacías. Sólo
vimos pasar a los camiones que abastecían a los grandes
supermercados. Toda la ciudad dormía sin preocuparse de
apariciones.
Antes de despedirnos le pedí a Julio q^e no contara nada
de lo ocurrido, necesitaba aven guar algo más antes del
siguiente paso que daríamos. Julio dijo que estaba tan
impresionado con lo que había visto, que seguro mañana se
quedaba mudo. Lo que más sentía, en todo caso, era que los
collares de su abuelo no habían servido de nada.
A
pesar de todo dormí hasta tarde. Desperté con muchas
preguntas en mi cabeza, pero no dije nada. Me duché y
acepté el desayuno: una paila de huevo, queso en

33
marraqueta, un plato de harina tostada con agua hirviendo,
azúcar y miel.
Don Armando se levantó también, estaba cansado de
la cama. Se sentía mejor, algo débil, pero podía ponerse en
pie y así salir a conversar con sus vecinos. Quien se
demoró en aparecer fue Gertrudis. Estuvo probándose toda
la mañana vestidos para su encuentro con Víctor. Por fin
llegó con unos jeans muy ajustados y una polera que decía:
«Pan de azúcar». La miramos como si se hubiera
equivocado y en vez de despertarse en Temuco, capital de
la Araucanía, en pleno invierno, lo hubiera hecho en Miami
Beach. Ella levantó los hombros y dijo: -¿Y? "
La lluvia, mágicamente y sólo para ayudar a Gertru,
desapareció por el momento. Recorrimos en un taxi
avenida Caupolicán y doblamos
hasta encontrarnos con la plaza Aníbal Pinto. Nos sentamos
en un banco, que según Gertru era el mismo donde siempre se
sentaba con Víctor después de tomar helados en la Confitería
Central de calle Bulnes. Esperamos 10 minutos en los que
ella me preguntó 34 veces cómo se veía. Por mi parte, quise
saber cómo era el tal Víctor.
—Es muy flaco y buen mozo —dijo ella.
Cuando apareció un señor muy gordo, con una barriga
que parecía una mochila al revés, ninguno de los dos lo
reconoció. Del Víctor que recordaba Gertrudis poco quedaba.
Pero lo peor estaba por venir, es decir llegó con el gordo
Víctor, pues junto a ese Víctor irreconocible caminaban de la
mano dos niños de no más de seis años cada uno.
—Mis dos hijos —los presentó.
Gertrudis no podía salir del asombro. No sé si por ver
gordo y mofletudo al ex ñaco de Víctor o porque dijera «mis

34
dos hijos». Víctor le contó que hacía siete años se había
casado con Matilde, una ex compañera de Gertru. En
realidad, y eso lo supe más tarde, ambas se odiaban desde el
liceo. El asunto era que ahora Víctor y Matilde eran felices,
ambos engordaban sin remordimientos, ella era buena
cocinera, trabajaba en el Hotel La Frontera, el más importante
de los de la ciudad. Para coronar el pastel, Víctor le
confidenció arrugando los ojos, como si fuera un tierno
secreto, que habían «encargado» otro hermanito para los dos
que teníamos allá delante.
Por supuesto y como siempre, Gertrudis Astudillo se
comportó a la altura de las circunstancias, como si todo eso
fuera normal, como si nada le sorprendiera y fuera natural
encontrarse a su ex novio, el idéntico a Brad Pitt, convertido
en el Profesor Barriga, además de inmensamente casado y
feliz. Yo sabía, en cambio, que por dentro Gertru sufría; la
culpa, otra vez, la tendríamos nosotros los hombres.
Una hora más tarde estábamos en una cafetería, sólo
ella y yo, llorando las penas frente a dos cafés con leche. Al
final concluyó con su frase habitual, una que, a la larga,
siempre la hacía entrañable para mí, una que me servía
siempre de ejemplo de cómo comportarme en la vida y cómo
superar las adversidades:
— Una decepción más en la vida, Quique, una más, que
le hace el agua al pescado.
C omo no quería volver todavía a la casa, le dije a Gertrudis
que me quedaría un rato por el centro. Ella se fue por calle
Bulnes contorneándose muy digna, atrapando las miradas de
los oficinistas y taxistas, del carabinero de la esquina y del
quiosquero. Porque una cosa era tener mala suerte en el amor
y otra la certeza de una nueva oportunidad.

35
Me quedé recorriendo las calles. Cerca del mercado
municipal encontré una cerrajería. Entré y le mostré al
empleado aquella llave que don Armando había encontrado
en el suelo momentos antes de que apareciera el fantasma del
malí.
—A ver —me dijo, examinando la llave—. Estas son
llaves modernas, no se venden en cualquier parte.
—¿Pero a qué puede corresponder?
—No sabría decirte, pero parece una llave eléctrica.
—¿Cómo eléctrica?
— Me refiero a que no se usa para abrir puertas, sino
para paneles eléctricos, por ejemplo.
—Muchas gracias —dije y salí de allí.
Regresé a la plaza de Armas y pregunté dónde estaban
las oficinas del diario de la ciudad. El Diario Austral estaba
frente a la plaza. Necesitaba ver archivos antiguos. Me
pidieron mi carné de identidad y pasé hasta los archivos,
donde permanecí casi dos horas.
Durante el almuerzo estábamos todos en la mesa. Sólo
Gertrudis tenía una cara larga que llegaba al suelo, pero los
demás nos reíamos de los chistes que tía Nenita contaba.
—Como siempre, la comida está deliciosa —dije.
—Qué bueno que te guste —dijo tía Gladis, satisfecha.
—Así engordas un poco antes de volver a Santiago
—dijo tía Nenita.
—¿Qué te pasa, Gertrudis? Estás en la luna —preguntó
don Armando.
—Perdón, estaba pensando en... otra cosa —dijo ella.
Yo sabía en lo que estaba pensando en ese momento.

36
Entonces, don Armando se limpió la boca con una
servilleta de género y dijo:
—Les aviso que esta noche regreso al trabajo.
—Pero, papá, usted está todavía en reposo.
—Tengo que probar que no mentía con lo que me
ocurrió, y la única forma es que me enfrente a esa cosa.
—Pero esa cosa como la llama usted no existe —dijo
Gertru.
—Yo creo que es una buena idea —uije.
—No te metas, Quique —me detuvo Gertrudis.
Aproveché de ir más lejos y le dije al papá de Gertru:
—Quiero pedirle un favor, don Armando.
—Dime, Quique.
—Quiero acompañarlo esta noche en su ronda
nocturna.
— De ninguna manera, sobre mi cadáver, primero
muerta —dijo Gertrudis.

37
Nos preparamos con don Armando para la noche.
Mientras nos vestíamos de la mejor manera aproveché
de hacerle algunas preguntas:
—Dígame, ¿cuál es el apellido de Ramiro, su ayudante?
— Loyola, ¿por qué lo preguntas?
—Por nada —dije.
Gertrudis no quiso hablar conmigo y se encerró en su
dormitorio a escribir su diario de vida. En realidad no llevaba
ningún diario de vida, sólo se le ocurría escribir cuando le
sucedían cosas tremendas como la que acababa de ocurrir con
Víctor, así se desahogaba.
A las nueves de la noche estábamos listos para iniciar el
turno de guardia en el Malí Temuco.
Cuando llegamos nos quedamos en la oficina jugando a
las cartas. Ramiro y don Armando eran muy buenos.
Después, Ramiro contó algunos chistes que nos hicieron reír.
Los tres estábamos un poco nerviosos por lo que vendría,
pero tratábamos de que no se notara.
En un sillón de la oficina me eché a dormir un rato.
Desperté a las dos de la madrugada. Todavía quedaba una
hora para la aparición. Entonces nos preparamos. A las tres
en punto haríamos una ronda completa por el malí, don
Armando y yo. Ramiro se quedaría en la oficina.
Cuando llegó la hora le pregunté al papá de Gertru si se
sentía bien.
— Súper —me respondió, y salimos al pasillo central.
Caminamos lentamente con dos linternas. Cuando
llegamos hasta el otro extremo del malí, nada extraño había
ocurrido. Pero entonces vimos por los ventanales siluetas que
corrían por el exterior> Don Armando dijo:
—¿Viste lo que yo vi?

38
Apenas alcancé a decirle que sí, pues la voz me salía
como desde los zapatos.
Seguimos avanzando de regreso hasta el centro del
malí, donde antes se había aparecido el fantasma. Nos
detuvimos allí y esperamos. Entonces la iluminación
pestañeó y se extinguió por completo en el pasillo. Enseguida
apareció una luz verde que se convirtió en azul frente a
nosotros, la que formó una figura que parecía un hombre con
un sombrero. Don Armando tragó saliva. Yo tragué saliva.
— Quique —dijo susurrando don Armando— no
deberíamos salir corriendo ahora.
—No —respondí, y enseguida con voz más alta dije —
: Luz...
—Sí, sí, la vi, esa luz es el fantasma.
No me había entendido. La aparición brillante y
transparente pareció darse cuenta y comenzó a avanzar hacia
donde nos encontrábamos. Con el papá de Gertru
comenzamos instintivamente a retroceder. Entonces, otra vez
grité con más fuerza:
—Luz.
Don Armando debió creer que me había trastornado,
que la aparición me había hecho perder los sesos. En ese
instante aparecieron casi 10 sombras por la escalera del patio
de comida del segundo piso. Luego, escuchamos carrerones y
el sonido del interruptor que provocó que todas las luces del
malí, incluidas las de las vitrinas, se encendieran de pronto.
Así, como todo se iluminó la figura del fantasma se
desvaneció, como si la tragaran desde el techo. Por delante de
nosotros apareció Julio Painemal y otros 10 mapuches con
cintillos en la cabeza y bastones. Dos de ellos traían atrapado
de los brazos a Ramiro.

39
—Parece que encontramos al fantasma del malí —dije
cuando Ramiro llegó hasta donde estábamos
—No entiendo —dijo don Armando.
— Don Armando, este es mi amigo Julio y su gente
—dije, presentándolo.
—Pero Ramiro... —balbuceó don Armando.
— Cada vez que aparecía el fantasma había una
disminución del voltaje de la electricidad del malí —le
expliqué—. Desde el segundo piso, Ramiro conectaba un
proyector de rayo con el que imitaba una figura como la de un
fantasma. Los mismos rayos que usaba los fines de semana
en la discoteque.
—Pero... —dijo don Armando.
Le enseñé la llave que me había pasado y que había
encontrado en el piso del malí.
—Tenía razón con esta llave. Con ella se accede a los
paneles de control de luces de todo el malí, ahí instalaba su
equipo.
— ¿Pero Ramiro para qué querría hacer algo así?
— Todo tiene que ver con su apellido, Lo- yola, ¿no es
verdad, Ramiro?
Ramiro movió la cabeza mientras lo sol- laban para que
hablara.
—Yo no quería causarle un daño a usted, ilon Armando,
se lo prometo.
Me adelanté y dije:
—Estuve esta tarde en El Diario Austral icvisando los
archivos. Encontré la noticia cuando recién se inauguró el
malí, el caso del guardia i|ii< vio el fantasma en esa época: el
Cortado, cuso nombre completo es Eduardo Loyola.
Ramiro se adelantó ahora:

40
— Es cierto, el Cortado es mi papá. La empresa lo
echó y nadie le creyó, por eso aproveché que tenía este
equipo de luces de la discote- que para usarlo y hacer creer en
el fantasma otra vez. Mi papá sufrió mucho y quería que se le
reconociera. Pero le juro, don Armando, que no era nada
contra usted.
— Está bien. Ramiro. De todas maneras este trabajo no
va a durar mucho más. Si volví a trabajar era para descubrir la
verdad, pero veo que ya sabemos lo que ha pasado.
-Nosotros nos vamos —dijo Julio con sus amigos, y
después de un grito de guerra mapuche nos dejaron a los tres
sentados en el banco del centro del malí, pensando en todo ¡o
que había ocurrido.

41
os fueron a dejar a la estación de trenes de Temuco. Afuera
todavía llovía y, nos habían advertido, cuando en el sur
llueve puede hacerlo hasta quince días seguidos. Estaban tía
Nenita y tía Gladis, don Armando y Julio Painemal. Poca
gente viajaba esa noche, pero en realidad poca gente lo hacía
en estos días en tren. Todo había cambiado muy rápido en la
ciudad y seguiría haciéndolo. Nosotros regresábamos a
Santiago, donde la vida era aún más rápida, mucho más que
en una ciudad de provincia.
Julio se acercó a despedirse:
— Ojalá que puedas volver a Temuco, Quique, para
mostrarte más cosas de los mapuches.
—Voy a volver —le dije.
—El abuelo Moisés te mandó este amúlelo, dice que es
para sobrevivir en Santiago —me entregó un amuleto de
cuero con una placa de cerámica.
Están llamando a abordar —nos dijo don Armando.

42
—Cuídese, papá, no trabaje mucho —le dijo Gertrudis a su papá después
a ambos.
Por su parte, tía Gladis y tía Nenita me volvieron a apretar mi cara como s
de anunciar:
—Gladis y yo te hicimos algunas cositas para que no pases hambre en el
que olía rico.
C
uando nos despedimos de don Armando me dijo, sólo
para que yo escuchara, que nunca más hablaría de
fantasmas. Estuve de acuerdo.
Subimos al tren. Pero antes, en la escalera. don
Armando se acordó de algo más.
— Se me olvidaba —dijo—, antes de salir a la
estación llegó esta carta para ti, Gertrudis.
Le entregó un sobre de color damasco a
Gertru.
—¿Una carta? ¿Y de quién? —preguntó ella,
aunque adivinamos enseguida de quién sería la carta.
— Venía por mensajero —dijo don Armando—,
de un tal Víctor.

43
ientras el tren enfilaba hacia el norte comencé a
probar esos ricos empolvados que las dos tías
solteronas me habían preparado. Estaban deliciosos.
Cerré los ojos y pensé en todo lo que habíamos vivido
en esos días en el sur. Cuando los volví a abrir,
Gertrudis parecía triste, sobre sus dedos movía la hoja
color damasco de la carta. Le pregunté despacito,
tratando de no molestar:
—¿Qué decía la carta?
—La carta... decía que todo tiempo pasado fue
mejor, eso decía...
No he vuelto a la ciudad de Gertrudis y ganas
tengo este verano o el próximo. Julio Painemal me
escribió y me envió una bandera mapuche que tengo
ahora en la pared de mi pieza. Poco tiempo después
de nuestro viaje ese invierno cerraron el Malí
Temuco, los negocios quebraron y fracasaron y el
lugar quedó abandonado durante mucho tiempo.
Dicen que la propiedad
entera la van a vender para levantar edificios de s
departamentos. También en la carta, Julio me contó
que su abuelo no resistió la ciudad y se fue a vivir al
campo, muy lejos, cerca de un lago, donde tiene las
mismas gallinas y un chancho. En Temuco ahora
hay un malí grande, idéntico a los de Santiago, y
esperan seguir construyendo más y más, edificios,
tiendas, ampliando las calles. Con esos adelantos la
gente en la ciudad está feliz, eso dicen, pero yo, la
verdad, es que no creo que tanto.

44
ra el primer 18 de septiembre que pasábamos solos. Mis
papás aprovecharon la temporada de rebajas y se fueron a
Buenos Aires en una promoción que les pagaba el hotel, un
city tour y un paseo por los malls de Buenos Aires, que en
realidad son idénticos a los malls de acá o a los de cualquier
parte del mundo, pero igual mis papás se morían por ir a
comprar al otro lado de la cordillera.
Estábamos en la cocina tomando la once con mi
hermana Sofía y Gertrudis Astudillo, mi nana. Mi hermana
aprovechaba que no estaban mis papás y planificaba sus
siguientes noches fuera de la casa con su pololo Nacho, al que
to dos odiábamos en silencio, no porque fuera un mal tipo,
sino porque no hablaba o lo hacía a murmullos que nadie,
salvo Sofía, entendía. Mi mamá le preguntó un día a mi
hermana si Nacho era un estudiante extranjero porque no se le
entendía nada. Mi hermana se sintió ofendida y lloró porque
no la comprendíamos. Ella sí captaba cómo hablaba Nacho y
lo justificaba diciendo que era así porque sus padres eran
diplomáticos y nunca estaban en su casa; su madre era
budista y pasaba todo el día meditando. Tal vez por eso
Nacho no hablaba, porque su mamá se lo prohibía mientras
ella meditaba.
Esa noche mi hermana saldría con su pololo al cine, a
ver una película de un director iraní en la cual apenas existían
los diálogos, y la que me imaginé le encantaría a Nacho.
Mientras esperaba que la mantequilla se derritiera
lentamente en mi marraqueta tostada, en las noticias de la
televisión aparecían las protestas de los estudiantes de
enseñanza media para que bajaran el valor del pasaje de la
micro. Entonces escuchamos el teléfono del living. Mi her-
mana se fue a atenderlo creyendo que sería su pololo. Con

45
Gertrudis nos preparamos para esas extrañas conversaciones
a susurros que podían durar una eternidad.
Pero no era él al otro lado del teléfono. Sofía regresó a
la cocina decepcionada y dijo con cara de botella de agua
mineral que se le escapa el gas:
—Buscan a un tal detective Quique Hache.
Nos miramos nerviosos con Gertru; se suponía que ese
era un secreto entre ambos.
—¿Para mí? —pregunté con voz de inocente que no
entiende nada, aunque sabía perfectamente la respuesta.
—¿Qué es eso de detective privado? —dijo mi
hermana.
—Nada. Una confusión —respondí.
Sofía untó con mermelada light su rebanada de pan diet
y revolvió su café con sacarina.
—¿En qué líos estás, Quique? —dijo.
Salí al living a contestar el teléfono.
Del otro lado escuché una voz gruesa, ronca, como la de
un locutor radial de medianoche. Me pidió la dirección de mi
oficina. Como estaba nervioso y sorprendido por la llamada,
sólo se me ocurrió entregarle la dirección de mi casa.
Trabajaba como detective ocasional después de un curso por
correspondencia, lo que era un secreto entre mi nana
Gertrudis y yo. Del otro lado me dijeron que en media hora
estaría por allá la señora Blanca del Río, quien requería mis
servicios de detective. Tragué saliva y respondí:
—La espero —mi voz sonó natural, o por lo menos tan
natural como flor de plástico en un macetero.
Unos minutos después estaba en mi dormitorio
revisando cajones y carpetas. Entró Ger- tru con cara de

46
desesperación, una que le conozco y que es parecida a la cara
de alguien bajando una montaña rusa con la boca abierta.
—Pensé que se había acabado el asunto de los
detectives. Ella no sabía que otra vez había pagado un aviso
en el diario ofreciendo mis
servicios al mundo.
Cuando me vio desbaratando los cajones preguntó:
—¿Qué buscas?
Buscaba el diploma de detective, lo había conseguido
en ese curso por correspondencia hacía dos veranos. Lo
encontré. El diploma tenía impresa la marca circular de una
taza de café justo en el centro, pero con un poco de liquid
paper no se notaría.
— En unos minutos más viene una tal señora Blanca del
Río, dice que quiere contratar los servicios de un detective
privado.
—¿A la casa?
—En realidad le dije que era mi oficina, así que hay
que transformarla en algo que se parezca a una oficina. Para
eso necesito mis diplomas. Y tú serás mi secretaria.
Gertru, que es solidaria y comprensiva, me respondió:
—Jamás de los jamases.
— Te necesito como mi secretaria para que no sospeche
esa señora.
—Jamás de los jamases —insistió Gertru, echando
fuego por los ojos.
dejamos los muebles en un rincón del li- ving. Instalamos una
mesa en el centro con tres sillas por delante y una detrás,
como si se tratara de un escritorio. En la pared pegué con
scotch el diploma de detective privado y otro de las

47
olimpiadas del colegio, el que sólo me habían otorgado por
participar en una carrera de ensacados.
Unos minutos después golpearon a la puerta. Por la
ventana vi un elegante automóvil color verde musgo con
vidrios negros. Varios vecinos en la vereda de calle Juan
Moya miraban con admiración el automóvil, acostumbrados
a los miles de Opel Corsa y Toyota de segunda mano de
nuestra vereda.
Abrí la puerta y apareció un señor elegante, como los
mayordomos de las películas. Resultó que era, justamente, el
mayordomo de la señora, la que enseguida se bajó también
del automóvil vestida con ropa elegante, un abrigo de pelos
largos y collares; la ropa que nunca usaría mi mamá, no
porque amara a los animales, sino porque no tenía plata para
pagar la fortuna que la señora llevaba encima.
— Se ve muy jovencito para ser detective — dijo el
mayordomo con cara de mayordomo.
—En esta profesión no hay edad —respondí.
Sin esperarlo, de improviso, después de entrar a la
casa-oficina, Blanca del Río comenzó a llorar; eso sí, lloraba
de forma diferente, es decir, lloraba con elegancia.
Desde la cocina apareció Gertru, mi asistente. Llevaba
una libreta de notas esperando que le dictara o sólo para
tomar apuntes de la conversación. A Gertru le gustaba actuar,
había realizado cursos para actriz aficionada en el Centro
Cultural de Ñuñoa. Delfina Guzmán, la actriz de la televisión,
la felicitó por una obra en que Gertru tenía sólo una línea,
pero en la que actuaba estupendamente. Delfina Guzmán le
había dicho que su actuación era «regia», estirando la erre. El
sueño de Gertru era que la descubrieran y le dieran algún
papel en una telenovela. Se conformaba con el rol de nana en

48
una telenovela, una nana, por ejemplo, que ayudara a la
protagonista, se transformara en su confidente, y que luego el
guardia de la cuadra se enamorara de ella y resultara
finalmente ser el hijo de un millonario, ese tipo de
argumentos.
Gertru creía en los personajes que representaba, por eso
ese día parecía la secretaria más eficiente de una agencia de
detectives.
—La escucho, señora —le dije a Blanca del Río cuando
detuvo el llanto que parecía no acabar a pesar de su elegancia.
—Me han robado al señor Robinson —dijo, y no pudo
evitar volver a llorar.
El mayordomo, a quien nadie le había pedido su
opinión, levantó una mano vendada y dijo:
—La policía no quiere hacerse cargo del secuestro; por
eso, después de leer su aviso en el diario, acudimos a usted.
Extrajo una fotografía. Alrededor de la figura dibujada
de Winnie de Pooh aparecía la frase: «Un nuevo amiguito», y
en el centro la fotografía de un gato blanco y gordo, tal vez el
más gordo que había visto.
—Le presento al señor Robinson —dijo el mayordomo.
tii a señora Del Río era la dueña de la botone- QJ ría más
grande de Santiago, con sucursales repartidas en toda la
ciudad, es decir tenía mucho dinero. Hacía cinco años se
había separado de su marido, el que vivió mucho tiempo sin
trabajar ni hacer nada gracias al negocio de los botones. Un
día la señora se dio cuenta y deshizo el matrimonio. En
reemplazo del marido compró al señor Robinson, un enorme
gato blanco que engordaba en una vitrina y que nadie se
atrevía a comprar por su precio y peso. Para la señora Blanca
del Río eso no fue un problema y durante los siguientes cinco

49
años fue el confidente más cercano que tuvo. Pero el gato
tenía algo en común con su ex marido: no hacía nada más que
dormir y comer, pero también era intratable y no soportaba a
nadie más que a la señora.
El mayordomo me mostró su mano vendada, era la
última caricia del gato antes de que lo robaran. Hacía 10 días
la señora Del Río debió viajar fuera del país, y consideró
entonces que lo
mejor era dejar a su mascota en un hotel de animales en
Vitacura, cerca de la Clínica Tabancura. Cuando fueron a
reclamar el gato, de regreso del viaje, le dijeron que alguien
se había adelantado y lo había retirado. La policía no quiso
saber nada del asunto; a pesar de los millones de la señora Del
IVÍO, tenían asuntos mas imponantes de que ocuparse.
Entonces, ella vio mi aviso en el diario, llegó a mi casa, me
extendió un cheque y me dio una orden: encontrar a ese gato
gordo y agresivo antes de que ella se muriera de pena.
Justo en el momento en que la señora Del Río y su
mayordomo se disponían a salir de mi casa oficina y
Gertrudis tomaba notas fingiendo que escribía, tocaron a la
puerta. Gertrudis me miró, sonrió como secretaria cuando
escucha que golpean a la puerta de la casa que no es una
oficina.
Abrí la puerta. Al otro lado estaba mi hermana.
— Se me quedó el bolso de... —no alean zó a decir nada
más antes de que le cerrara la puerta a centímetros de su cara.
El mayordomo me miró, la señora Deí Río me miró y
Gertrudis miró hacia otro lado.
—La colecta... —dije—, en esta oficina no estamos de
acuerdo con ninguna colecta, en eso somos muy claros, nada
de colectas públicas. ¿Verdad, señorita Gertrudis?

50
—Trae mala suerte —respondió ella.
( ba arriba de una de esas micros nuevas, de esas que parecen
dos pero que en realidad son una sola, largas como gusanos,
por avenida Apoquindo hacia el oriente. En las esquinas nos
detenían los malabaristas que lanzaban al aire desde cuchillos
hasta pollos desplumados. Los automovilistas miraban a los
malabaristas con caras aburridas.
Avanzamos por avenida Las Condes. Bajé del bus antes
de llegar a la Clínica Tabancura. En una casa con aspecto de
jardín infantil estaba el Hotel de mascotas Bed and Pet. Entré
y enseguida olí algo extraño que venía desde el interior, no
era un olor a flores, sino a animales. Una secretaria con
espinillas en la cara y chasquillas alzadas como se usaba
antes, hace 15 años, me recibió sin despegar la vista de su
computador.
—Buenos días, venía por...
No alcancé a nada más. La encargada revisó una lista en
un computador.
— ¿Nombre de la mascota? ¿Descripción? — dijo.
—No venía a eso, sino por el asunto de un gato que
tuvieron ustedes hace una semana, el señor Robinson.
La secretaria despegó los ojos del computador y por
primera vez me observó como una máquina fotocopiadora.
—No me diga que es periodista. No sé cómo dan el
cartón a gente tan joven.
—En realidad...
—Le voy a decir algo, pero no me cite con mi nombre,
se lo ruego. Aquí... —miró alrededor suyo como si alguien
nos pudiera escuchar, pero sólo escuchábamos a lo lejos los
ladridos de perros y a un papagayo afónico— en la empresa
están preocupados por el robo de ese gato. La dueña, la

51
millonaria, la señora Del Río, tiene influencias, y ana
demanda hoy no es un chiste. Pero esto se lo cuento a usted
nomás, no me vaya a citar en el reportaje.
Como no tenía alternativa le seguí el juego.
— Sólo quería que me confirmara un dato: ¿quién vino
a retirar al señor Robinson ese día?
—¿No lo sabe? ¿Quién cree? El señor Del
Río.
—Pero el señor Del Río está separado de la señora Del
Río, su mujer. Además, parece que él vive en el extranjero.
—Mire, señor periodista, aquí en los registros tenemos
firmado a un señor Esteban del
Río, por eso se lo entregamos a él cuando vino; o sea, la
culpa no fue del hotel.
—Pero cualquiera podría haber venido y dar el
nombre.
—Ah, no sé yo. Se identificó como el señor Del Río,
¿por qué íbamos a dudar?
—¿Pero se acuerda de algo especial en él?
Se echó un lápiz marca Bic a la boca antes de
responder.
—Me acuerdo de ese señor porque cojeaba de una
pierna. No sé si eso puede servirle, señor periodista.

52
proveché el viaje por el barrio alto de la ciudad y me fui al
Malí Alto Las Condes. Por supuesto, eso me hizo recordar a
mis papás sufriendo en los malls de Buenos Aires, cansados
de comprar, cansados de llevarse ofertas que ni siquiera les
interesaban pero que había que aprovechar porque el cambio
les favorecía.
Un guardia del malí me indicó el tercer piso cuando
pregunté por tiendas de animales. Subí por una escalera
mecánica. Los pasillos estaban llenos de brasileños que,
como mi papá en Argentina, venían a comprar al país
porque era más barato.
Los animales de la tienda, sobre todo los cachorros de
perros, estaban adentro de cajones de vidrio, con caras
suplicantes para que alguien se apiadara de ellos y se los
llevara. El olor era parecido al del hotel de mascotas,
aunque aquí un empleado, disimuladamente, se paseaba
por el lugar con un desodorante ambiental con aroma a
bosque silvestre que confundía los demás olores.
Me atendió otro empleado con trenzas rastafari. Le
entregué la fotografía del señor Robinson y le pregunté:
—¿Qué tan caros son estos gatos?
El empleado lo observó detenidamente, respondió con
una voz suave y con olor a no precisamente un cigarrillo,
pero algo parecido.
—Nosotros tenemos unos gatos persas muy bonitos, no
como éstos.
—¿Pero qué tan caro puede llegar a costar este de la
foto?
—Nosotros vendemos gatos de raza, y el de esta foto
que me muestra es uno común y corriente, fácil de encontrar
en la calle.

53
Abrí los ojos sorprendido.
—O sea, es un simple gato callejero.
— Exactamente —sostuvo otra vez la fotografía del
señor Robinson e indicó un detalle—: En todo caso, lo caro
es el collar que lleva, vale millones.
—¿El collar?
Examiné la fotografía. Se distinguía un collar luminoso
y brillante en el que antes no me había fijado.
—De ese tipo valen millones —contestó con una
sonrisa que mostraba todos los dientes, como si estuviera o
quisiera estar en una playa de Jamaica echado en la arena.
L legué a mi casa en Ñuñoa justo cuando Gertrudis levantaba
el teléfono y del otro lado de la cordillera mi papá saludaba
con acento argentino después de apenas dos días en Buenos
Aires.
— Sí, sí, aquí está estudiando —le contestó Gertrudis,
mirándome nerviosa.
Estábamos en vacaciones del Dieciocho, tragando
centenares de cuecas y empanadas, chicha, Parada Militar y
fondas. A nadie se le ocurriría que yo estaría repasando
materias para el último tercio del año en el liceo. Entonces,
mi papá sospechó y pidió hablar conmigo:
— Nada de jueguitos, Quique, le obedeces a Gertrudis y
a tu hermana.
Le dije que todo estaba bien. Le pedí que me comprara
unos libros de Asterix, los que eran más baratos allá, y uno de
Tintín que me faltaba: Tintín en el país del oro negro.
Colgamos y me fui a la cocina a comer una empanada con
mucha cebolla y pasas enanas.
Gertrudis había decidido no seguir el difícil camino de
la actuación. No era la forma de obtener el éxito y el dinero

54
con el que esperaba traer a toda su familia de Temuco. La
fórmula era ahora otra: entrar a un reality show de la televi-
sión. Lo había estudiado muy cuidadosamente, esa sería su
meta de ahora en adelante. Gertrudis Astudillo era una
morena alta y buena moza, cuando iba por la calle le silbaban
y los hombres le observaban el trasero, que según la misma
Gertru es lo mejor que tiene.
Le conté entonces todo lo que había averiguado del
señor Del Río en el barrio alto. Antes le había preguntado por
teléfono a Alamiro, el mayordomo de la señora, detalles de su
antiguo patrón. Me confirmó que cojeaba levemente debido a
un accidente en moto cuando era joven. Todo coincidía,
entonces. Caso resuelto. A cobrar. El culpable era Esteban del
Río, que quiso vengarse de su mujer y por eso secuestró al
gato. Sólo faltaba un detalle: el gato.
Desde hacía cinco años, Alamiro no veía a su antiguo
patrón. La explicación de todo lo que estaba ocurriendo era
simple: el collar del gato valía millones y el señor Del Río
necesitaba dinero. Dos más dos, igual cuatro.
Desperté con unas bulliciosas cuecas que le gustaba
escuchar en esa fecha a Gertru: una del gordo Loyola, otra
de los lagos de Chile y la de adiós Santiago querido. Esa
música emocionaba a Gertrudis y enfurecía a mi hermana,
que se lamentaba de haber nacido en Santiago de Chile y no
en París.
A Gertru las cuecas le recuerdan a un pololo en
Temuco, quien la abandonó por una carabinera. El pololo era
un experto bailarín de cueca, ganaba todos los concursos
regionales, hasta que, en un mes de septiembre, se fue a
Curicó a la final nacional de cueca. Todo iba bien, según la
Gertru, pero en ese lugar conoció a la carabinera que cuidaba

55
el gimnasio donde se realizaba el evento. Fue amor a primera
vista, él le dedicó una cueca con zapateo y ella se puso
colorada. Al final, él no ganó el campeonato nacional, pero se
quedó con la carabinera. Dos meses después se casaron.
Mientras tanto, Gertru se quedó en Te- muco muerta de amor
y celos.
Le pedí a don Artemio que me llevara. Él maneja un
taxi, pero lo hace casi por diversión porque es jubilado de la
Armada de Chile. Vive cerca de mi casa, en avenida Grecia
con Juan Moya. Como le encanta manejar me aseguró que le
venía bien un paseo por el barrio alto.
Nos fuimos entonces por Américo Vespu- cio,
cruzamos un puente grande y luego nos internamos por La
Dehesa, por calles que no conocía, bordeando los cerros. Allí
se veían casas grandes, todas con piscinas y varios
automóviles en los estacionamientos. A don Artemio no le
molestaba llevarme porque decía que él toda la vida navegó
por los canales del sur de Chile en una barcaza de la Armada,
por eso le gustaba manejar su taxi, se aburría si se quedaba en
su casa mirando en la televisión el fútbol español o la liga
inglesa. Como seguía siendo un marino, cada vez que
indicaba algo utilizaba su terminología de navegación.
—A babor se encuentra el río Mapocho. A estribor el
cerro.
Por fin llegamos a la casa de la señora Del Río. Desde
allí, mirando hacia abajo, la vista de Santiago era
espectacular pero lejana, con sus calles parejas, con el sol del
mediodía y los automóviles pequeñitos. Me bajé del taxi y
don Artemio dijo:
—Me quedo esperándolo, marino.

56
Me recibió en la puerta Alamiro, el mayordomo. Se
sorprendió de verme. Todavía llevaba su mano vendada.
Cuando le pregunté cómo estaba la herida me dijo que cada
vez que se observaba las vendas se acordaba del señor
Robinson y de su mal humor, así que era sincero cuando me
decía que estaba feliz porque alguien se lo había llevado de
esa casa.
La mansión era enorme y antigua. A diferencia del
exterior, adentro de la casa parecía el Polo Sur. Pero no sólo
por frío. Todo parecía oscuro, los muebles antiguos, tristes,
pasados de moda. El mayordomo me advirtió que perdía el
tiempo porque la señora Del Río estaba con unos amigos en
Colina, en un almuerzo campestre.
—En realidad venía a conversar con usted —le dije—.
Quiero que me cuente del señor Del Río, necesito más
detalles.
El mayordomo me hizo pasar a una cocina enorme, del
tamaño de mi casa entera. El piso parecía un tablero de
ajedrez, con cuadrados negros y blancos. Me dejó por delante
un vaso de leche cultivada con sabor a frutilla.
—La señora Blanca se separó de su marido porque él
era un inútil, pero además porque era un alcohólico.
—¿Y qué sabe de ese collar que llevaba
el gato?
—Ese collar se lo regaló hace muchos años el mismo
señor Del Río a la señora, pero eso hace tiempo.
—¿Y qué le parece si le digo que al señor Robinson lo
robó el propio marido de la señora?
—Al señor Del Río no le gustaban, según me acuerdo,
los animales. Cuando se separó de la señora quedó sin nada.
Instaló una oficina de propiedades en el Caracol de

57
Irarrázaval con Pedro de Valdivia, pero quebró casi
enseguida.
—¿Y no sabe dónde estará ahora?
—Dicen que se fue del país, otros lo han visto en algún
bar por Irarrázaval, pero yo prefiero no meterme en eso.
Salí de la casa. Don Artemio me esperaba en su taxi
durmiendo con la boca abierta, soñando con alta mar.
C

uando llegué a la casa nadie me esperaba. Era el pago a un


detective privado después de un día de trabajo. Me fui a ver la
televisión. Los estudiantes seguían en una huelga eterna. En
las noticias apareció entonces una «historia extraordinaria»,
así les llamaba mi papá a las historias curiosas. Esta era sobre
un perro y su amo. El amo vivía en Nueva York, pero por
trabajo debió viajar a establecerse a Los Ángeles; es decir,
debió cambiarse a una ciudad al otro extremo del país. El
país, por supuesto, era Estados Unidos, donde siempre pasan
historias extraordinarias. Las historias tristes, las malas
historias o las que terminan mal, ocurren sólo en los países
como el nuestro. El amo del perro se cambió a un trabajo en
Silicon Valley, un lugar donde van a parar los genios de la
computación, aunque al parecer este no era un genio pero sí
un buen vendedor de computadores. Entonces debió dejar a
su perro con un vecino y olvidarse para siempre de él. Ocho
meses después, cuando el amo trabajaba en una tienda de
computadores, en un pueblo de California con nombre en
castellano, salió a almorzar. A su regreso se encontró en la
vereda, echado en la puerta de su negocio, a su perro. Ni él ni
nadie supieron cómo llegó hasta allí. Al vendedor de
computadores lo entrevistaron en la televisión y lloró frente a

58
la cámara. El perro, en cambio, sólo se veía algo cansado. Esa
era una historia extraordinaria.
De pronto apareció Gertru vestida elegantemente,
seguida de Sofía, mi hermana, que la miraba como diciendo:
«Todo esto es mi obra». El vestido era nuevo. Gertru llevaba
un maquillaje en la cara que la hacía verse extraña.
—¿Qué tal? —preguntó, esperando lo que toda mujer
espera después de una pregunta como esa, la que tiene una
sola respuesta posible.
—Estupenda —dije—. ¿Adonde vas?
Mi hermana me hizo un resumen. Había aparecido otra
vez el profesor Araneda, del Colegio San Agustín de Ñuñoa,
quien antes la había invitado varias veces a salir. El profesor
era elegante y culto, pero, por largas temporadas, des-
aparecía. Al parecer, como los volantines, en septiembre
había vuelto. Esta vez la había invitado al cine de La Reina, a
ver una película donde actuaba el mismo actor de la película
Titanic, aunque ahora no se moría en la película.
Aproveché para advertirle en secreto a
Gertru que tenía que ayudarme al día siguiente con el caso del
gato perdido, pero ella en esos momentos estaba en las nubes.
Cuando el profesor Araneda llegó, dejó un aroma a
colonia Rodrigo Flaño por toda la casa. Se fueron al cine en
La Reina; yo, en cambio, sin nada más que hacer, me fui a
acostar.
A l día siguiente era 18 de septiembre, Día de la Patria. Tal
vez por lo anterior me quedé dormido hasta las doce del día,
hora en que otra vez debí soportar las cuecas de Gertru. Mi
nana estaba feliz, todo había resultado perfecto la noche
anterior con el profesor. Y como ocurría siempre que se
enamoraba súbitamente, aseguró con las manos en el corazón

59
que sí, que esta vez era el hombre de su vida. No sería yo
quien le arruinara la felicidad diciéndole que le había
escuchado decir antes lo mismo casi una docena de veces.
Antes del almuerzo me fui hasta el centro de Ñuñoa, por
avenida Irarrázaval. Allí me informaron de los bares más
concurridos. Llegué hasta Los Cisnes, bajando hacia Macul.
El bar era oscuro; además de ofrecer lo habitual para beber,
vendían huevos duros. Me acerqué al empleado, que sonreía
como si se hubiera ganado la lotería.
—Busco al señor Del Río, me dijeron que a veces viene
por aquí.
Se le borró enseguida la sonrisa. Me había conseguido
una fotografía con el mayordomo de la señora Del Río. Al
hombre del mostrador se le cayó aún más la cara y le cambió
abruptamente por un rostro cuadrado, como un pedazo de
piedra recién expulsada de un volcán.
—A ese señor no lo queremos ver en este
lugar.
—¿Por qué?
—Nos inventaba historias y nos pedía dinero prestado.
Un día nos dijo que tenía que operarse en Cuba porque le
habían encontrado un tumor. Todos nosotros aquí en el bar
hicimos una colecta para ayudarlo. Un mes después, de
pronto, sorpresivamente estaba sano y sin viajar a Cuba; así
que no lo queremos ver más.
—¿Y no sabe dónde lo puedo encontrar?
—En otro bar, eso es seguro.
Salí de allí. Don Artemio el taxista me hizo un recorrido
por los bares de la comuna, los más importantes.
Cuando iba en el bar número cinco, el Manhatthan de
avenida Irarrázaval, encontré a Esteban Del Río.

60
1 señor Del Río estaba en la mesa del fondo de aquel bar. En
la radio se escuchaba una canción de Ricardo Montaner, una
que a mí me parece horrible pero que a Gertrudis, en cambio,
le recuerda a otro gran amor que tuvo en Temuco y del que no
se ha podido olvidar, a pesar de haber tomado unas hierbas
medicinales de un doctor de la Plaza de Armas, unas que
curaban los males de amor a distancia. El doctor de la plaza
que le vendió esas hierbas, más tarde apareció en la televisión
acusado de tener una fábrica de DVD's piratas en Estación
Central.
En persona no se veía muy bien Esteban del Río, más
bien, digámoslo, tenía aspecto acabado, como si un carro del
metro de Santiago hubiera pasado sobre él varias veces.
Estaba solo en una mesa, tomando una copa y no dejaba de
mirarla fijamente como si fuera de oro. No estaba borracho
todavía, según me dijo el empleado del bar, necesitaba dos
copas para emborracharse, y todavía estaba en la primera.
Aproveché y me presenté:
—¿El señor Esteban del Río? Vengo a hacerle unas
preguntas.
Del Río me miró como si fuera un enviado de
Ganímedes, pero enseguida pareció no importarle, estaba
acostumbrado a todo lo que se le presentaba. Desde hacía
cinco años su vida iba en bajada, como si fuera sobre patines
en línea, así que no le sorprendía lo que le pasara, sabía que
todavía podía seguir bajando un poco más.
Me contó que trató de trabajar en una corredora de
propiedades. Todavía tenía la oficina, pero prefería que la
ocupara un socio más confiable que él. De eso vivía, mientras
tanto se alojaba en una casita arrendada detrás del Estadio
Nacional. Recordaba con cariño y nostalgia sus comodidades

61
anteriores y el amor de la señora Del Río, pero reconocía que
ella tenía razón, que su verdadera realidad era lo que vivía
ahora, sentado en un bar, tomando alcohol temprano en la
mañana.
—Quiero hacerle una pregunta —le dije.
—Dígame.
—Estará enterado de que luego de su separación su ex
mujer compró un gato.
— Sí, un gato gordo y feo —dijo con rabia.
—De eso venía a preguntarle. Alguien se robó el gato y
de pasada un collar que llevaba. La señora Del Río me mandó
a investigar el asunto.
El señor Del Río me quedó mirando sin entender.
—Cuando me separé nunca más vi a mi ex mujer. Supe
de ese gato, pero a mí no me gustan los animales, les tengo
fobia, cada vez que estoy cerca de uno comienzo a estornudar.
—¿Usted no tiene entonces al señor Robinson?
—¿Señor Robinson? No, no tengo a nadie con ese
nombre, en realidad a nadie con ningún nombre.
Nos quedamos mirando a los demás que bebían, todos
solitarios y tristes en un bar oscuro. Entró un niño y nos dejó
un santito con la imagen de San Tadeo, pero como no le
dimos nada a cambio salió de allí llevándose el santo de
papel. Esteban del Río se acercó a mí y me dijo:
—¿No tendrías unos pesos para pagar otra copa?

A
l día siguiente era 19 de septiembre, Día del Ejército. Cuando
era chico me gustaba ver la Parada Militar. Pero hay que
reconocer que es de los actos más aburridos que existen,

62
sobre todo si se ve por televisión, pero a mi papá le gustaba;
él alguna vez fue cadete de la Armada, pero cuando era muy
joven. Por supuesto, mi mamá aclaraba que había alcanzado a
estar sólo tres semanas en la Escuela Naval. Volvió a la casa
porque echaba de menos a su familia. Pero para él era como si
hubiera vivido toda una vida en el mar, con barcos y
uniformes.
En realidad era triste pasar un Diecinueve sin mis papás,
sin la obligación de ver ese desfile en la televisión, que, como
todos los años, era siempre el mismo, y, como todos los años,
el comentarista de la televisión siempre lo definía como
«gallardo». Echaba de menos a mi papá, perdido en una selva
de malls en Buenos Aires.
Ese día almorzamos con Gertrudis, la que seguía muy
alegre. De la película de la otra noche poco se acordaba o
poco le importaba. Dijo que el profesor Araneda era un
caballero, y muy culto; sabía el nombre de la capital de
Nigeria. Es decir, ella le preguntaba cualquier país del
mundo, sin saber si existía siquiera, y él le respondía
enseguida con el nombre de la capital. Pero, además, según
Gertru, el profesor era «encantador».
Mientras mi hermana se fue a hablar por teléfono con su
pololo casi mudo, aproveché para explicarle a Gertru que una
cosa era su profesor y otra distinta era el trabajo de detective;
por lo tanto, tenía que ayudarme siguiendo una pista esa
misma tarde. Gertru miró al cielo y reclamó con su frase
preferida:
—Dios mío, dame tu fortaleza. Nos subimos al taxi de
don Artemio, a quien tampoco le gustaba mirar la Parada
Militar, según él porque le recordaba su pasado como marino,

63
uno de verdad, no como el de mi papá y sus tres semanas
cerca del mar.
Llegamos por las calles de tierra de La Dehesa. Nos
quedamos esperando a un costado del camino, a pocos metros
de la casa de la señora Del Río. Cuando Gertrudis quiso
comenzar a protestar, vimos el auto verde musgo, el de vi-
drios polarizados, salir de la casa. Por supuesto, como en las
películas, le dije a don Artemio: —Siga a ese auto.
Nos acercamos a Santiago rodeando el cerro San
Cristóbal. Bajamos por Bellavista y subimos por Recoleta. El
viaje fue largo, pero don Artemio era un buen piloto y nos
entretenía contando historias de su época de marino.
En un supermercado de calle Independencia vimos
como el auto que seguíamos se detuvo en los
estacionamientos. Nosotros también lo hicimos a una
distancia razonable. Vimos bajar del auto a Alamiro, el
mayordomo, pero con una ropa diferente, con jeans y una
chaqueta de motociclista. Entró al supermercado. Lo
seguimos con Gertrudis. Al principio pareció que lo perdía-
mos, pero después lo encontramos en la sección de carnicería
comprando carne molida. Nos escondimos en el pasillo
siguiente. Pero justo cuando doblábamos, vimos en el otro
extremo, cerca de las piñas y las naranjas, al profesor
Araneda, el posible o casi pretendiente de Gertrudis Astu-
dillo. A ella se le iluminó la cara como en un bautizo, pero
enseguida se le apagó con la misma velocidad. Junto al
profesor vimos, aferrada a su mano, a una señora gorda y a
dos niños arriba de los carritos de compras. El profesor no
alcanzó a vernos. Gertru quedó paralizada. Si existieran los
rayos paralizantes, Gertru hubiera sido una buena promotora
de ellos en ese momento. No se movía, tenía la boca abierta

64
como si le hubieran dado un golpe en la cabeza con un bate de
béisbol.
Al final del pasillo vi al mayordomo avanzar hasta las cajas.
Arrastré a Gertru conmigo, ella me siguió como cordero.
Seguimos por la vereda llena de vendedores de
calcetines y pantys. Como Gertru parecía todavía choqueada,
preferí entrar con ella a una fuente de soda donde sonaba por
los altoparlantes un reggaeton. La dejé sentada con una
botella de Fanta por delante y con la mirada pérdida. Le dije
que volvería, que no se preocupara, que todo se arreglaría,
aunque sabía que lo del profesor Araneda significaría varias
semanas de consuelo por otra desilusión amorosa, la número
467. Por supuesto, tenía rabia contra el profesor Araneda y su
engaño, pero tampoco tenía tiempo para preguntarle. Dejé a
Gertru ahogando sus penas en la Fanta light y me escabullí.
El mayordomo me había sacado ventaja, pero alcancé a
verlo entrar a un edificio. Me acerqué: no tenía ventana, sólo
una puerta metálica por delante. La casa vecina parecía llegar
a una ventana lateral de la bodega. Entré al patio de la casa y
me recibió un perro de una raza difícil de imaginar, que me
ladró sin ganas y sin atreverse a atacar. Después me di cuenta
que estaba cojo y le faltaba la cola; es decir, durante su vida
había pasado por muchas cosas, así que se tomaba con calma
su rol de guardián. Seguí por el patio con el perro detrás.
Junté unos cajones y unos neumáticos viejos. Me acerqué a
una ventana que le faltaban los vidrios y salté hacia el otro
lado.
Llegué hasta una habitación oscura que olía a aceite de
motores. Al fondo escuché un televisor encendido donde
reconocí las bandas militares con sus marchas, las mismas de
siempre en el parque O'Higgins. Decidí primero revisar el

65
otro sector de la bodega. Crucé por varias puertas: encontré
automóviles inservibles y carteles antiguos donde aparecía el
nombre de la botonería de la señora Del Río. Probablemente
ese lugar era una bodega de la fábrica. Entonces escuché un
maullido, de esos que vienen de un solo animal conocido: un
gato.

Allí estaba el señor Robinson, en una jaula de madera,


mirando con cara de indiferencia y seriedad, como lo hacen
todos los gatos que conozco, pero, además, con cierto
atrevimiento de saberse un gato importante y no cualquiera
de la calle, aunque naciera y se criara en la calle, peleando
con otros gatos, defendiéndose o atacando por un pedazo
de pescado frito.
Abrí la puerta de madera. Al principio el señor
Robinson se intranquilizó; no quería ser liberado por un
extraño. Cedió y volvió a ser un gatito de salón, permitió
que lo tomara en brazos y lo sacara de esa jaula. Pero
también era un gato astuto, un gato-zorro, si es que se
puede decir así. Cuando sintió que estaba libre, se revolvió
en mis brazos, me lanzó dos zarpazos que me dejaron
adolorido y subió por unas cajas de cartón hacia lo alto de
la bodega. Podría haber intentado convencerlo de que
bajara de allí, pero el escándalo que hizo fue suficiente para
que lo escuchara el barrio completo.

66
—El detective privado — dijo Alamiro, el mayordomo,
en la puerta de la bodega. Llevaba una pedazo de madera que
parecía un travesaño de arco de fútbol.
Estaba acorralado. Mientras, arriba en las cajas de
cartón, el señor Robinson parecía reírse, contento por todo lo
que había causado, pero más contento aún porque no estaba
prisionero en la aula.
—¿Cómo llegaste hasta aquí? —me dijo amenazante el
mayordomo.
— Lo seguí. Sospeché de usted el día que lo conocí por
la venda que traía.
Se observó la mano vendada.
—Ese gato me las va a pagar —dijo mirando hacia
arriba en las cajas.
—El primer día tenía la venda en la mano izquierda,
pero la ocasión que fui a verlo a la casa de la señora Del Río
la llevaba en la otra mano, en la derecha; por lo tanto, el gato
lo había atacado dos veces.
El mayordomo movió la cabeza antes d( responder.
—Ese gato tenía todos los privilegios en la casa, sólo
quería deshacerme de él, no tenía idea lo del collar —del
bolsillo extrajo el collar que antes debió llevar el señor
Robinson—. A mí la plata no me interesa como a los Del Río,
sólo quería que me trataran dignamente.
Volvió a levantar el travesaño amenazante y avanzó
hacia a mí.
—Te voy a encerrar en la jaula y voy a acabar de una
vez con ese gato —dijo, avanzando mientras yo retrocedía.
— Quiero decirle algo... —alcancé a exclamar antes de
que una botella de Fanta le cayera en la cabeza a Alamiro.
Detrás apareció Gertrudis Astudillo, con cara de querer

67
vengarse de todos los hombres, eso incluía al profesor Arane-
da y a Alamiro. El mayordomo se vino al suelo como si le
hubieran puesto anestesia.
El ruido debió asustar al señor Robinson, dio dos saltos
de gato trapecista, se colgó de otras cajas y llegó hasta la
misma ventana por donde yo había entrado a la bodega. Lo
último que alcanzamos a verle fue su cola blanca.

68
el bolsillo del mayordomo rescatamos el collar del gato. Nos
fuimos por las calles de la Vega Central. Gertrudis no quería
hablar ni una palabra. Me dijo que desde ese momento no
hablaría con nadie del sexo opuesto, incluido yo; todos los
hombres éramos unos traidores. No sé por qué pero sentí que
tenía toda la razón.
Revisamos el barrio pero no pudimos encontrar al señor
Robinson. Antes de irnos llegamos hasta una casa donde una
señora barría echando agua en la vereda para que el polvo no
se levantara. Por la puerta abierta pudimos ver que la casa, la
que parecía pequeña, era extensa hacia atrás, y desde allí
asomaban sus cabezas varios gatos. Le preguntamos por el
señor Robinson. La señora, con ondulines de colores en la
cabeza, nos dijo con una sonrisa:
—Conozco como a tres gatos con esa descripción.
Pasen a verlos ustedes mismos.
Entramos a la casa. El interior y el patio de la casa eran
enormes. Tenía muchos árboles y el pasto allí era de un metro
de alto. Al final del patio vi un gallinero. En el pasto, arriba
de una mesa, debajo de un parrón de uvas, por todas partes se
movían gatos de todos los colores y formas.
—Hace cuatro años recogí dos gatitos —dijo la señora
de los ondulines con cara de santa—, desde entonces llegan a
esta casa y no puedo sino recibirlos; ahora tengo 23 gatos y a
todos los quiero por igual. A todos los conozco por sus
nombres. Por ejemplo, ese se llama Barrabás, esa otra Iris,
ese Melquíades, ese Sombra...
Comprobamos que los tres gatos que se parecían al
señor Robinson sólo lo eran lejanamente. Entonces se me
ocurrió una idea.

69
Al día siguiente, en la casa de La Dehesa, la señora Del
Río acariciaba al señor Robinson con su collar en el cuello.
Por supuesto, no se enteró del cambio del gato. El nuevo era
dócil y tranquilo, no le gustaba moverse mucho y prefería no
pelear con nadie.
—Lo noto algo distinto... —alcanzó a decir ella.
—La experiencia vivida ha sido traumática para él —le
respondí como un psiquiatra de gatos.
La señora quedó conforme. Me dijo que su
mayordomo, extrañamente, se había ido de la casa de pronto,
sin retirar sus cosas.
Me entregó un cheque por mis servicios. Una parte de
esa plata era para pagar a don Artemio y a su taxi; otra para
invitar a Gertrudis a comer en el Restaurante Eladio, tal vez
un bife de carne con papas fritas, y así pasar las penas, olvidar
a los hombres malos, que, según ella, eran casi todos.
Antes de salir de la casa en La Dehesa le pedí un último
favor a la señora Del Río. La llevé hasta la ventana que daba a
la calle de tierra. Desde allí vimos, al lado del taxi, a Esteban
del Río, iba con un traje, camisa blanca, corbata y peinado
con gomina, que lo hacía verse como antiguo actor de cine.
Tenía la cara despejada y parecía nervioso. Le pedí a la
señora Del Río que lo recibiera un momento, que lo
escuchara y que luego decidiera.
Subí al taxi mientras Esteban del Río entraba a la casa.
Bajamos hacia Santiago. El feriado de Fiestas Patrias
había coincidido con los primeros días de un fin de semana,
así que todavía tenía un domingo entero para mí antes de que
mis papás llegaran, se bajaran de un taxi y finalmente nos
saludaran a mi hermana y a mí con un abrazo emocionado
hasta las lágrimas, después de cuatro días de ausencia.

70
71
1 sábado pasado ocurrió algo increíble. Ese día conocí a
Alvaro Paz, también conocido como Atún, El sobrenombre
venía de algo que pocos sabían, y si yo lo sabía era porque
Alvaro Paz, alias Atún, fue mi ídolo sin conocerlo.
Hace muchos años antes de que yo naciera, Alvaro se
paseaba cerca de la orilla de río Ma- pocho, más o menos
a la altura del puente Pío Nono. Se paseaba porque era
joven, estaba en el liceo y por las tardes no hacía nada más
que estudiar y jugar fútbol, que era lo que realmente le
importaba en su vida. Era un invierno tremendo, con
lluvias e intensos fríos. Esos datos eran importantes, pues
el río, que en verano es un hilito de agua entre las basuras
y las piedras, en invierno baja imparable desde la
cordillera. Ese día en particular el río había amanecido
tempestuoso. De la otra orilla, desde la Escuela de
Derecho de la Universidad de Chile, alguien comenzó a
gritar que la corriente se llevaba a una persona, que
probablemente se ahogaría si nadie acudía a sal

72
varia. Por supuesto, en esa época, es decir hace muchos
años, nadie saltaba al Mapocho en invierno y nadie
tampoco saltaría hoy, pues era como suicidarse. Alvaro,
que presenció todo aquello, dejó sus cuadernos, su bolso
de entrenamiento en el suelo y como si fuera lo más
natural del mundo se zambulló con un lindo y artístico
clavado. Nadó rápidamente y en pocos minutos atrapó al
que se ahogaba, lo llevó hasta la orilla, donde lo
atendieron, le echaron dos frazadas encima y le dieron
una taza de café caliente. Lo extraño vino enseguida,
cuando los periodistas le preguntaron a Paz, de no más de
16 años en esa época, él les confesó que era la primera vez
que nadaba o que intentaba nadar, que nunca lo había
hecho porque su familia era pobre y ni siquiera conocía el
mar, es decir lo conocía sólo por fotos y no había ido
nunca a una piscina. Los periodistas entonces escribieron
que Paz era un «nadador por instinto». Nadie entendió el
término. Esa tarde, en el entrenamiento del Juventud
Unión, sus compañeros de equipo, que tampoco tenían
idea que era un «nadador por instinto», prefirieron
llamarlo el Atún. Nunca volvió a salvar a nadie de las
aguas, incluso nunca más volvió a nadar, o a intentar si-
quiera aprender a nadar pero le quedó el apodo. Lo
anterior lo supe leyendo una vieja revista de deportes que
encontré en el Persa Bío-Bío, donde tienen de todo, desde
una escopeta hasta un casco de la Segunda Guerra
Mundial. En la revista entrevistaban a Paz recién retirado
del fútbol amateur. Más bien, lo entrevistaban para saber
por qué se había retirado recién comenzada su carrera,
con 23 años, después de apenas cinco años en el fútbol y
justo antes de que fichara por un club profesional. Atún

73
Paz no dio ninguna respuesta al respecto, se quedó
callado, dijo que era algo personal que no podía compartir
con nadie, prefería simplemente dedicarse a otra cosa, tal
vez estudiaría Periodismo, tal vez se instalaría con un
almacén en Recoleta, donde vivía desde que era un niño.
Esa era la historia completa del Atún, hasta ahí sabía yo de
su vida, pues después no pude encontrar ningún tipo de
información. Una vez le pregunté a Filipo, uno de los
novios de mi hermana que estudiaba Periodismo en la
Universidad Diego Portales, pero me dijo que él de fútbol
sabía desde los años ochenta en adelante, de antes sólo
conocía la vida de Carlos Caszely y Sergio Livingstone.
Cuando le mencioné a Alvaro Atún Paz me miró con cara
de astronauta sin casco en el espacio.
Lo que Filipo no sabía era la historia oculta del Atún, y
esa historia entre los vecinos, los fanáticos del fútbol
amateur, sí era conocida. En ese tiempo yo no había nacido y
tampoco León. León, mi mejor amigo, sabía de Alvaro, para
él era su ídolo también, aunque ninguno de los dos lo vio
jugar y sólo sabíamos de él porque era ídolo de todos los
tiempos del Juventud Unión, nuestro equipo de fútbol de la
liga amateur de Ñuñoa.
El viernes, León llegó agitado y transpirando a mi casa
y me dijo que ni me imaginaba lo que tenía en las manos. A
simple vista no le vi nada, entonces me respondió que era una
forma de decir, que más bien lo que tenía era un papel en el
bolsillo, y en él, anotada una dirección de Reco-
/
leta, la dirección de Alvaro Atún Paz, el delantero central del
Juventud en los años sesenta. La dirección de esa casa era la

74
misma donde seguía viviendo tal como lo prometió en esa su
última y tal vez única entrevista, luego de su último partido.
La dirección se la consiguió León, había casi pagado por ella
al amigo de un tío de otro amigo que trabajaba como
recolector de basura en Recoleta. La obtuvo con mucha
suerte porque en el barrio del Atún todos lo recordaban, pero
protegían su privacidad de ídolo. El Atún estaba viejo, según
le dijeron a León, había pasado por todo lo que debe pasar
alguien que está a punto de cumplir 70 años de edad.
Estábamos de vacaciones con León, con pocas ganas de
movernos por el calor de mitad de enero en Santiago. Mi
papá había pedido sus vacaciones para febrero y en la casa
esperábamos viajar en esa fecha hasta El Quisco, a la casa de
una madrina de mi papá que siempre nos prestaba una casa
durante una semana para que tomáramos sol, para que
viviéramos en tacos de automóviles camino a la playa y
asados casi todos los días. Pero todos, incluso mi hermana y
mi mamá, estábamos de acuerdo con esa semana en el mar y
nos preparábamos felices comprando toallas y litros de
bloqueador solar factor 60. En Navidad me habían regalado
paletas de playa con el hombre araña pintado entre los
hoyitos de la madera, pero que debían esperar un mes entero
antes de ser usadas. Nos iríamos una semana en febrero a
disfrutar a toda velocidad de las vacaciones en familia. Al
final de la semana llegaríamos a Santiago tan cansados de
descansar que tendríamos que tomarnos otra semana, pero
echados en el patio de la casa de calle Juan Moya, debajo de
los castaños, sin contestar el teléfono y pasando el calor con
una manguera de jardín.

75
Pero ahora estábamos en enero intentando acortarlo lo
más que se pudiera. Por eso cuan do León apareció con esa
dirección que se había conseguido en Recoleta, sentí un vacío
en el estómago, como si comiera helado y después un litro de
café hirviendo. Entonces le dije a León:
—Prepárate que mañana conoceremos al
Atún.

76
1 otro día partimos temprano. Era sábado. La noche anterior
lo planificamos con León. No era fácil emprender un viaje
entre comunas de Santiago, desde Ñuñoa hasta Recoleta. Una
hora en micro. Para nosotros sería una completa aventura.
Engrasamos dos bicicletas mountain bike, una era de mi
hermana, sin el fierro en el centro del marco. En ella iría
León. Por supuesto, él reclamó que era una bicicleta de mu-
jer. Tampoco ayudaba el color amarillo pato de la bici. No le
conté que mi hermana, además, le tenía un nombre a su
bicicleta. Puede sonar ridículo, pero aquellos que tienen
hermanas podrán confirmarlo: las mujeres a una edad se
comportan en forma extraña; escriben cartas que no envían a
nadie, hablan dos horas seguidas por teléfono, o se juntan con
las amigas a sacarse los pelos de las piernas. Entonces, que
bautizara a su bicicleta no parecía tan extraño. Clementina.
Ese era el nombre. A mí me parecía horrible, pero a mi
hermana le recordaba a una amiga secreta que tuvo de niña,
pero que de tan secreta luego nos enteramos que más bien era
una amiga imaginaria.
Gertru, que siempre ha sido solidaria con el deporte
nacional y que alguna vez fue novia de un defensa central que
jugó en el Club Palestino, a quien, obviamente, llamaban el
Turco, nos dejó partir en nuestra investigación periodística
deportiva. Nos preparó algunos sándwiches y nos despidió
emocionada, pero preocupada, debíamos estar de regreso
antes de que anocheciera, antes de que nos echaran de menos
en la casa.
Pedaleamos por avenida Grecia. Doblamos en Jorge
Alessandri hasta avenida Irarrázaval. En la plaza Armenia,
León se declaró cansado y con hambre, así que tuvimos que
hacer una detención y comer todos los sándwiches que

77
llevábamos, los que, justamente, eran de atún con hojas de
lechuga y mayonesa. León, que es supersticioso, dijo que era
una señal que los sándwiches de atún los comiéramos el día
que conoceríamos al Atún Paz. Luego, intentó dormir una
siesta en el pasto, pero le advertí que no podíamos perder el
tiempo, así que seguimos pedaleando.
Llegamos, unas cuadras más allá, hasta El Botín de
Oro, la tienda de ropa deportiva del señor Maturana. León
prefirió cuidar las bicicletas y yo me fui adentro a conversar
con el dueño. Maturana había sido nuestro profesor de educa-
ción física en el liceo, pero estaba viejo y retirado hacía años.
Como le gustaba el deporte trabajaba vendiendo ropa
deportiva, botines de fútbol con estoperoles, canilleras y
buzos deportivos que llevaban estampados en la espalda: «El
Botín de Oro. Casa Deportiva». El señor Maturana me
esperaba porque antes lo había llamado por teléfono para
entrevistarme con él. Después de 50 años como profesor se
veía deteriorado. Aunque ahora estaba jubilado desde hacía
un año y parecía descansar de sus alumnos. Su mayor
orgullo, el que siempre contaba a quien quisiera escucharlo,
era la historia de Ricardo Lagos, ex Presidente de la nación,
quien hacía muchos años había sido su alumno. «Ricardito
era malo para el fútbol», decía, como si Ricardito tuviera 12
años y él lo tuviera allí delante.
— Profesor, venía por lo que le dije por teléfono, por
Atún Paz, el delantero del Juventud Unión.
—Quique Hache. ¿Usted no se escondía en los baños
para no salir a trotar?
— Debió ser otro Quique Hache, profesor, coincidencia
de nombre.
-Ya.

78
—Sobre Atún...
— Lo escuché, Hache, todo el mundo quiere saber lo
mismo, el misterio de Alvaro Paz y por qué abandonó el
fútbol justo en el mejor momento de su carrera.
—Me leyó el pensamiento, profesor.
—Antes las pelotas de fútbol olían a cuero, ahora se
hacen de unos materiales raros, sin olor a nada.
—Perdón, profesor, ¿y eso qué tiene que ver con Atún?
— Tiene. El motivo que llevó a Atún a abandonar el
fútbol muy pocos lo saben. Bueno, yo soy uno de los pocos
que sí lo sabe. ¿Me quieres comprar un número de rifa? Es
para el Yuri Gagarin, el club que dirijo, porque ahora además
soy entrenador de fútbol infantil.
Para obtener información tuve que gastar 500 pesos en
un número de rifa. Me senté a escuchar qué tenía que decir el
profesor Maturana.
—Todo sucedió en el último partido, el más famoso, el
que decidía la final del amateur. El 12 de noviembre de 1960.
Pensándolo bien, en esa fecha tú ni siquiera habías nacido.
Dejé pasar esa observación brillante de mi ex profesor.
—Exacto, profesor, cuando Atún marcó e1 gol del
triunfo ante el Flamingo de San Bernardo.
— Muy bien, Quique Hache, todo un Car- curo te has
puesto. Bueno, el gol fue en el último minuto. Un córner. El
arquero salta pero el balón lo sobrepasa; entonces, como un
fantasma, de ninguna parte, aparece Paz y marca casi
cayendo con un cabezazo impecable.
— Esa historia todos la conocen.
—Espera. Lo que no saben es que los del
Flamingo alegaron que Atún golpeó la pelota con la mano; el
gol, según ellos, fue completamente ilegal. La mitad del

79
estadio vio esa mano. Pero el árbitro lo validó y enseguida
acabó el partido. La gente invadió la cancha y comenzó la
celebración. Hubo algunos pugilatos entre los disconformes,
pero en esa época no era como ahora que parece guerra civil.
—Pero todavía no entiendo qué tiene que
ver...
—El remordimiento, eso fue lo que amargó al Atún, no
pudo salir de la depresión y no se atrevió a reconocer que su
gol no era válido. Y como era un tipo muy derecho, decidió
que pagaría ese acto deshonesto simplemente abandonando
el fútbol para siempre.
Tragué saliva. Le di las gracias al profesor Maturana y
hasta le compré otro número de rifa. También le prometí que
iría a ver jugar a su equipo, el Gagarin, a las canchas laterales
del Estadio Nacional, los domingos por la mañana. Salí de
allí pensando que no era posible lo que había escuchado,
pero sería lo primero que le preguntaría a Alvaro Paz, alias
el Atún.

on León seguimos pedaleando hacia el norte. El tráfico de


automóviles y buses era un problema. Escuchábamos como
los automovilistas nos insultaban sólo por ir arriba de dos
bicicletas, una de ellas de color amarillo pato que al menos
justificaba tanto odio. Por fin, doblamos en Vicuña
Mackenna hacia el norte. Entonces, León se detuvo
sosteniendo un pie en la vereda y dijo:

80
—¿Y si mejor volvemos a la casa y arrendamos una
película?
Fue en ese momento que vimos a Pedro Matamala, a
tres metros de nosotros. El también nos vio, y por sus ojos me
di cuenta enseguida que no sólo no esperaba encontrarnos
allí, sino que hubiera pagado por no toparse con nosotros dos.
Matamala estudiaba con nosotros en el liceo. Era de aquellos
alumnos que los profesores califican de conflictivos, de esos
que mi mamá explica que son el ejemplo perfecto para no
juntarse con ellos, a quienes ni siquiera hay que hablarles o
mirarles. Y ese día de nuestra expedición en busca del Atún
habíamos roto Ja primera regla: mirarlo fijamente a los ojos.
Tampoco Matamala pertenecía a nuestro curso, sino a uno
paralelo. No era un tipo popular o lo era pero negativamente;
todos le tenían miedo, incluido yo mismo. Pero ese día, al
verlo el miedo desapareció. Estaba detrás de unos cajones
que sostenían bandejas con duraznos y damascos y algunas
otras frutas. Su mirada era de vergüenza porque lo habíamos
descubierto trabajando, es decir vendiendo fruta en la calle
para ayudar a su padre. Tampoco era un secreto, todos lo
sabíamos, pero nadie, hasta ese día, lo había visto y, claro, los
ganadores del concurso «quién ve primero a Matamala como
vendedor de fruta» fuimos León y yo.
Al contrario de lo que se podía esperar, dejé la bicicleta
en la vereda y me acerqué.
— Hola, Matamala, ¿estás trabajando? —le pregunté.
Me miró como si yo fuera un inspector municipal y con
un hilo de voz me respondió:
—Aquí estoy.
Y comenzamos a conversar y a relajarnos, porque no
tenía nada de malo trabajar.

81
Finalmente, Matamala también se relajó y terminó
regalándonos varios duraznos muy jugosos que comimos con
León. De tan relajados que estábamos nos dio sueño, al punto
que decidimos los tres dormir una siesta detrás de las cajas de
la mercadería. t
Le conté a Matamala lo que hacíamos en ese lugar,
rumbo a encontrarnos con nuestro ídolo deportivo. Él dijo
que conocía el caso del Atún. Todos en el barrio conocían la
historia del Atún. Y tenía algo que podía servir, entonces
sonrió como si fuéramos compañeros de un asalto a un banco
y dijo:
— Mi tío Osvaldo. Ése sabe sobre esa época y sobre el
fútbol de barrio.
—¿Y quién es tu tío Osvaldo?
— Mi tío Osvaldo Matamala conoce la historia del Atún
porque jugó fútbol con él y estuvo aquella tarde de su último
partido. Mi tío es paco, es decir carabinero retirado, no vive
muy lejos de aquí si quieren conocerlo y preguntarle en
persona.
Le agradecí a Matamala la dirección que nos anotó en
un papel. Guardamos media docena de duraznos en las
mochilas y seguimos. Mata- mala quería acompañarnos pero
tenía que trabajar, así que lo dejamos allí.
León dijo que comer le había dado energía, que no se
quejaría el resto que quedaba del camino. Cinco cuadras más
arriba debimos parar porque León vomitó los duraznos y
damascos, todo revuelto como un puré de fruta de aspecto
horrible.
Aprovechamos entonces para desviarnos de la ruta. En
Marín doblamos por calles con tiendas de antigüedades. En
uno de aquellos locales, donde vendían muebles que olían a

82
viejo, preguntamos por Osvaldo Matamala. Lo encontramos
en la entrada, casi como parte del mobiliario. Estaba viejo,
según él se debía a una enfermedad que le quitaba la fuerza,
una enfermedad que le llevó a jubilarse antes de tiempo de
Carabineros de Chile, aunque su corazón estaba todavía en la
institución. Muchas veces caminaba hasta calle Antonio
Varas, hasta la Escuela de Suboficiales de Carabineros. Se
quedaba en la vereda toda la mañana simplemente
escuchando la banda de la institución, o viendo marchar a los
carabineros jóvenes. Al final dijo:
— Y ahora estoy postrado, ta madre, como silla de
mimbre en este lugar; no hay derecho. Esa era su frase
preferida: «ta madre». Le conté a qué veníamos y cómo
sabíamos de él a través de su sobrino. Osvaldo Mata- mala,
cuando escuchó hablar de aquella época, del fútbol de los
barrios de tiempos pasados, se alegro y dijo:
--En esos años yo era el mejor defensa central del
torneo. Acababa de egresar de Carabineros. Me permitían
jugar por el Juventud Unión y también por un club que tenía
la institución. Pero déjenme decirles algo a ustedes dos, ta
madre, se inventaron muchas cosas a raíz de ese partido del
60, el último de Paz. Yo no tenía nada contra él. Todos lo
apreciábamos porque era muy habilidoso para la pelota, y tan
calladito, ta madre, que daba gusto jugar con él. Incluso
tímido se podría decir que era, muy tímido el Atún. Le
gustaba el fútbol pero podía haber hecho otras 10 cosas igual
de bien, puro talento, ta madre, ya no salen así. Ahora sólo
quieren ganar plata y salir con niñas de la tele los jugadores
de fútbol.
Para no alargarnos intenté llegar al punto que me
interesaba:

83
— Pero sobre el gol en el último minuto de aquella final.
¿Es verdad que lo hizo con la mano y el remordimiento
provocó que abandonara el fútbol para siempre?
Osvaldo se quedó mirando la calle, mientras en los
puestos de antigüedades señoras bien vestidas husmeaban
por los muebles, espejos, cuadros y lámparas tan viejos como
ellas mismas.
— Déjenme decirles algo a ustedes dos. No crean todo lo
que les cuentan, no pues. Esa tarde del año 60 todo fue
normal en aquel partido. Se acababa el campeonato.
Estábamos felices. Pero el que no lo estaba era Paz.
—O sea, que ya había pensado antes en abandonarlo
todo.
—Ta madre, no tan rápido. Esta generación todo lo
quiere instantáneo. Por eso yo no entiendo eso de la Internet.
¿Para qué tener todo en el computador? Realmente no lo
entiendo.
—Entonces...
—El Atún andaba triste porque estaba enamorado. Sí,
enamorado de Tadiana Fernández.
—¿De quién?
—Tadiana era la hija del entrenador, pero el entrenador
del Flamingo, el equipo contrario. Se iban a casar. Ella le
hizo prometer que ese día de la final no marcaría ningún gol
porque su padre estaba delicado de salud y quería terminar el
año con alguna satisfacción, como hacer campeón amateur al
Flamingo.
—¿Y entonces no cumplió?
—No pudo, el instinto goleador fue más fuerte, eso no
se puede evitar. Marcó el gol en el último momento, casi sin
quererlo. Una semana después, el entrenador y padre de

84
Tadiana se fue a la tumba debido a un ataque al corazón, ta
madre, y todo se fue a las pailas con aquella pareja. Ella no le
perdonó y rompió el compromiso. Él abandonó el fútbol,
donde podría haber llegado a ser profesional. Esa es la
verdadera historia de ese gol indigno.
Nos quedamos pensando. León, que es un romántico,
suspiró.
Nos despedimos de Osvaldo, el ex carabinero y defensa
del Juventud Unión. Cuando estábamos arriba de las
bicicletas nos dijo:
— Si ven a Paz le dan mis saludos, no lo he visto en 30
años. Ta madre, en realidad me da lo mismo, lo que me
molesta es mi espalda, que la tengo tan jodida, sin contar otros
achaques más.
C omo pasaba el tiempo preferimos apurar el pedaleo.
Llegamos cerca de las tres de la tarde a Plaza Italia, el centro
de las celebraciones de todo Santiago. Aquí hemos venido
con mi papá a gritar por la selección chilena de fútbol, por
tenistas campeones mundiales. La gente se acerca a este lugar
a celebrar cualquier cosa que parezca un triunfo nacional, a
tocar las bocinas de los autos, a romper los jardines y a saltar
como locos.
Debimos bajar de nuestras bicicletas y atravesar las
calles caminando con precaución. En la esquina de la
Alameda nos encontramos a una mujer que decía que veía el
futuro. Nos mostró una caja de zapatos con un pequeño
orificio. Si queríamos ver nuestro futuro deberíamos mirar
por allí; pero, claro, antes debíamos pagarle 500 pesos.
Seguimos hacia el Parque Forestal. En la Fuente
Alemana se bañaban algunos niños y mujeres jóvenes; a
nadie parecía importarle esa pis- ciña pública. Incluso

85
algunos llevaban toallas y las dejaban en el pasto del parque,
junto con radios portátiles desde donde se escuchaba un reg-
gaeton de Don Omar que me gustaba: Lúcete, Modelo/ Coge
vuelo, revolea tu pelo/ Aunque a tu gato le den celos. No era
una gran letra, pero era alegre.
El Parque Forestal debe ser el lugar más alegre de
Santiago. Está lleno de estudiantes que mienten diciendo que
van al liceo o al colegio y se pasan todo el día echados en el
pasto, fumando, besándose como desesperados, dando
vueltas como costales de harina sobre el pasto. No es que lo
repruebe; es más, me encantaría hacerlo alguna vez, pero,
primero, no tengo con quién darme vueltas y vueltas como
rollo de papel y, segundo, el Parque Forestal es lo suficiente
lejos de mi casa en Ñuñoa.
El parque está también lleno de escritores o aspirantes a
escritores que se pasean con caras de escritores o caras de
aspirantes de escritores, tal vez esperando inspirarse. Se
sientan en los bancos a mirar a los estudiantes que dan vuelta
como rollos de papel por el pasto e inspirarse con ello, y
escribir un cuento titulado «Amores de estudiantes». O a leer
libros con cara de seriedad y dolor. También están los artistas
del parque, que son aquellos que alguna habilidad tienen, por
eso se juntan allí: equilibristas, mimos, expertos en ovnis,
seguidores de algún maestro chino, practican Tai Ching o
danza con espadas. También están los músicos de zampoñas,
los fanáticos de seriales de televisión y juegos de cartas. Es
decir, el Parque Forestal es un zoológico urbano variado.
León quería aprovechar y pasar al Museo del Bellas
Artes, en el centro del parque. Sabía los motivos que tenía
León, así que no pude negarme. Dejamos las bicicletas al
cuidado de un señor que lavaba autos a un lado del museo,

86
nos cobró 200 pesos por bicicleta. Mejor dicho: 200 pesos a
mi bicicleta y 150 a la de León. Cuando le pregunté por qué
hacía diferencia de precio, respondió muy serio:
—La bicicleta de mujer es más barata.
León se quedó tieso, no lo podía creer, lo había
engañado, recién ahora se daba cuenta: era una bicicleta de
mujer. Según él, había hecho el ridículo los kilómetros
recorridos. Traté de convencerlo de que era difícil que a
alguien se le pasara por la cabeza compararlo con mi
hermana; si hay dos cosas más diferentes, ésas eran el gordo
León y la pesada de mi hermana Sofía. No me atreví a con-
fesarle que además la bicicleta tenía nombre. Dejé las cosas
como estaban, esperando que se calmara.
Entramos hasta el sector de la muestra permanente de
pintura chilena. Sabía dónde llegaríamos. Recorrimos hasta
que encontramos el cuadro La pasajera, del pintor chileno
Camilo
Morí. En la pintura una pasajera de un tren mira
melancólicamente. Lleva un librito en las manos, también
lleva un sombrero de la época. Sus ojos son muy tristes. Allí
nos quedamos varios minutos, contemplando aquel cuadro
sin decir nada. León observaba extasiado aquella pintura, sin
decir nada, ladeando la cabeza y apretando los ojos como si
quisiera atravesar el cuadro. A León La pasajera le recordaba
a su mamá, por eso siempre que podíamos veníamos a mirar
el cuadro. Nunca conoció a su mamá, pero alguien le dijo,
mirando un libro de arte, que la mujer del retrato pintado hace
más de 60 años se parecía a su mamá. Y él lo creyó; es decir,
sabía que no era su mamá, pero como no tenía ni una foto,
nada que le recordara a su madre, entonces tomó la
decisión de que ese sería el rostro de su mamá. No era la

87
C
primera vez que estábamos allí en el Museo de Bellas Arte y
no sería la última, de eso estaba seguro.

Cruzamos por uno de los puentes el río Ma- pocho. En ese


mismo río, pero hacía más de 50 años, Atún Paz había
recibido su sobrenombre por salvar de las aguas a una
persona.
Ahora, en verano, el río era apenas un hilo de agua
sucia. Por todo lo ancho estaba casi seco, dejando al
descubierto el lecho feo lleno de desperdicios, botellas
plásticas y restos de bidés. Así el río mostraba su cara
turística en el verano.
Nos internamos por Recoleta, un barrio lleno de
tiendas, donde la ropa es barata y fea, pero todas las mujeres
del barrio alto no se pierden sus ofertas. La dirección que
buscaba estaba en el borde con Independencia, cerca del
cementerio. Llegamos extenuados a la calle Rosario. Busca-
mos el número. Recorrimos tres veces la calle y los números
no coincidían o el que buscábamos no existía en aquella
única cuadra. Me acerqué hasta un quiosco de diarios, donde
en realidad vendían además galletas y bebidas en lata reca-
lentadas al sol.
—Perdóneme, señor, ¿sabe usted cuál es la casa de
Alvaro Paz?
-No.

88
— Nos dieron una dirección, el 067 de Rosario y no hay
067.
El hombre del quiosco me quedó mirando como si
hubiera visto aparecer a un marciano.
— ¿Es usted carabinero? —me preguntó. No respondí a
la pregunta porque era obvia la respuesta. No tenía por qué
saber que era detective privado gracias a un curso de hace
algunos veranos; entonces, supongo, carabinero y detective
como profesiones se parecen, pero también era fácil suponer
que carabineros de 13 años aún no existen.
—Busco al Atún Paz, el delantero, un antiguo
futbolista, que en realidad nunca llegó a ser profesional
porque...
El hombre del quiosco abrió los ojos como lo hacen los
salmones en las pescaderías.
—¿Por qué no empezaron por ahí? Pero claro que
conozco al Atún, es nuestro vecino, vive aquí en el barrio
desde que yo era chico, desde que no pensaba en dedicarme a
la administración comercial, es decir a tener este quiosco de
comida y bebestibles.
—Mi amigo León y yo lo buscamos, queremos
conocerlo y preguntarle algunos detalles.
—No me diga más, quieren saber por qué dejó el fútbol.
¿Saben cuántos han venido a preguntar lo mismo? No les
respondo porque perdí la cuenta. Pero Atún es muy reservado
y un vecino ejemplar. El se encarga todos los años de la Navi-
dad de los niños del barrio. Y también de celebrar el
Dieciocho. El Atún ha vivido toda su vida aquí con nosotros,
aunque cuando joven jugaba por un equipo que no era de este
barrio.
—¿Podría decirme dónde está exactamente su casa?

89
El hombre del quiosco salió de la jaula de lata. Afuera
exhibió una cintura del tamaño de un neumático camionero,
con unos brazos gordos como piernas. Nos indicó una de las
casas viejas del principio de la cuadra, una con el portón
ahumado. Le agradecimos y llegamos al lugar. Golpearnos
pero nadie nos abrió. Estuvimos allí varios minutos
intentándolo, pero no hubo respuesta. Regresamos hasta
donde el hombre del quiosco, que se comía la mitad de una
sandía quitándole las pepas con un cuchillo.
— Hemos tocado la puerta pero no contesta nadie —le
dije.
—Es porque no hay nadie.
— Pero usted me dijo...
— Me preguntaron dónde estaba la casa del Atún, no si
estaba él allí. Ahora, si me lo pregunta se lo contesto sin
problema: no está.
Tomé aire con paciencia.
—¿Y dónde estará entonces?
— Alvaro hace una semana está internado en el Hospital
El Salvador. Dicen que no se fue muy bien de aquí cuando lo
vino a buscar la ambulancia, y que probablemente no vuelva.
Nos quedamos helados con León, a pesar de los 29
grados de temperatura, tiesos de frío. Nuestro paseo
investigativo parecía acabado. No teníamos nada más que
hacer. Entonces, León me dijo:
— Si llegamos hasta aquí, de vuelta podemos pasar por
el hospital. No nos vamos a rendir así tan fácil.
—¿Pero qué sacamos? —dije desmotivado.
—En el hospital trabaja un amigo, con él seguro que
podemos entrar.

90
No me iba a rendir, menos ahora que León era el que
ponía el entusiasmo.
Cuando retrocedimos para salir de calle Rosario, el
hombre del quiosco se acercó a nosotros y nos dijo:
—¿Quieren saber por qué realmente Atún Paz dejó de
jugar después del último partido? Es un verdadero misterio,
pero como yo conozco al Atún sé la verdad.
—Cuente —dije.
—En esa época había dos empresarios del fútbol
amateur, los dos eran hermanos, pero llevaban años
distanciados, compitiendo en todo. Uno era dueño del
Flamingo, el club de San
Bernardo, y el otro era del Juventud Unión. Entonces, el
dueño del Flamingo FC le pagó a Paz para que se dejaran
ganar o, al menos, no intentara marcar goles. Si empataban le
convenía al Flamingo, de ese modo saldría campeón ese año.
La noche anterior al partido, en un bar de avenida Matta,
Alvaro Paz aceptó la oferta, recibió mucho dinero. Llegó el
día del partido y el Atún, que en el fondo era un hombre
honesto, andaba como perdido en la cancha, arrepentido por
lo que había hecho, porque no era muy lindo venderse por
plata. Entonces llegaron los últimos minutos del encuentro y,
de pronto, como si despertara, Atún cambió de opinión.
Devolvería la plata, pensó. En el último minuto vino aquel
centro y casi raspando el cuero de la pelota la echó adentro
del arco del Flamingo, dejando las cosas algo complicadas
para él. Al final devolvió el dinero, pero en castigo a sí
mismo, por su propia deslealtad, decidió que no debía seguir
en el fútbol. Esa es toda la verdad. Desde ese día, Atún no
volvió a chutear una pelota.

91
* Quién decía la verdad? Eso pensaba mientras pedaleaba de
regreso, bajando por el puente Pío Nono. El sol comenzaba a
descender y el calor no era el mismo. De todas maneras, veía
por delante la polera de León completamente empapada de
sudor. En las últimas horas se había reconciliado con
Clementina, la bicicleta de mi hermana, parecía contento
incluso mientras la llevaba, hasta se permitía algunas piruetas
subiendo veredas o soltando las manos mientras pedaleaba.
León se acostumbraba a todo, tenía ese estilo, fácil de llevar y
que terminaba por ajustarse a cualquier circunstancia, por eso
era imposible no ser amigo de él.
Volvimos a Plaza Italia y nos detuvimos en una fuente
de soda. Amarramos las bicicletas con los cinturones y
entramos a comer algo. Llevaba un billete de emergencia
doblado en el fondo del bolsillo. La emergencia de esa
ocasión era muy simple: teníamos hambre, así que desdoblé
el billete y pagué los dos completos con extra mayonesa, los
que comimos acompañados de dos vasos de Coca-Cola con
hielo que se derritió casi enseguida. Mi hermana siempre dice
que hay que evitar la comida chatarra. Y razón tiene. Comer
grasa es lo peor. Nosotros con León estábamos de acuerdo,
aunque en teoría, porque en la práctica igual pedimos dos
porciones de papas fritas que llegaron chorreando aceite. No

92
nos sentimos orgullosos por comer algo así, pero tampoco
nos arrepentimos.
Pagamos y salimos de allí satisfechos. Pedaleamos con
dificultad por Providencia hacia arriba debido a las micros.
Hasta que encontramos El Salvador, la calle que corta la
avenida y que tiene el mismo nombre que el hospital.
Por supuesto, en la entrada no nos dejaron pasar. Entonces
rodeamos el edificio viejo y feo, que deprimía de sólo
mirarlo. Llegamos a un pequeño taller de reparaciones de
ambulancias. Allí encontramos al amigo de León. Cuando se
vieron se saludaron con un abrazo de oso. Ambos, al parecer,
eran seguidores de una banda metálica llamada The Gold
Cráneos, y que en el país tenía al menos dos seguidores: León
y su amigo. Compartieron algunos datos de la banda —que
resultó ser de nacionalidad danesa—, de los últimos recitales
en Sebastopol y de que su baterista había perdido un dedo de
la mano, y no en una pelea en un bar de Copenhague, sino
porque su hijo pequeño le había cerrado la puerta del auto en
el dedo anular. Aquel accidente había servido porque desde
entonces, con un dedo menos, el baterista tocaba aún mejor
que antes. Por supuesto, comencé a cansarme del tema que
parecía no acabar entre ellos, hasta que León le dijo lo que
queríamos. El fanático de The Gold Cráneos, mecánico de
ambulancias, se limpió las manos en un trapo lleno de aceite
de motores y nos hizo seguirlo.
Pasamos por debajo de la lavandería del hospital y por
un largo pasillo cubierto de tuberías. Al final del pasillo nos
indicó una puerta. Hasta ahí llegaba él, si preguntaban
nosotros deberíamos perder súbitamente la memoria, no
podríamos recordar cómo habíamos llegado hasta allí. Se
despidieron León y su amigo otra vez con uno de los saludos

93
más raros que he visto y que terminaba con la lengua estirada
hacia abajo y cabezazos de sus «gold cráneos», que sonaron
como si se golpearan dos sandías maduras.
Al abrir la puerta estábamos en un pasillo del hospital.
Recorrimos el lugar, que olía justamente a hospital. Por
suerte no estaba enfermo, porque los pasillos, las murallas,
todo en realidad provocaba depresión y enfermedad.
Llegamos a un centro de información, donde encontramos a
una enfermera que jugaba solitario en su computador.
—Buscamos a un paciente.
— Aquí hay muchos.
—El señor Alvaro Paz.
La enfermera, sin dejar la pantalla del computador,
buscó unas fichas. Debíamos lucir algo descompuestos, con
las poleras afuera, caras cansadas por el esfuerzo de pedalear
todo el día cruzando Santiago. Entonces me adelanté, era una
estrategia que había visto en la televisión, en una película
titulada Qué difícil es vivir, sobre dos huérfanos. Imité a uno
de los huérfanos de la película que anda en busca de un
pariente:
—Necesitamos verlo por última vez. Somos parientes
lejanos, viajamos desde el sur. Tal vez sea esta nuestra última
oportunidad de verlo.
La enfermera estiró los labios y los revolvió como si
quisiera hacer gárgaras y dijo:
— Nadie viene a ver a ese paciente. Es decir, todos los
días pregunta alguien por él, pero nadie antes había venido a
verlo.
—Por favor —dije, y mi voz y gestos le hicieron gracia
a León, que sin aguantar la risa salió corriendo a un baño
cercano.

94
—¿Qué le pasa? —preguntó la enfermera.
— Se emociona muy rápidamente —improvisé.
— Sigan por ese pasillo, la habitación común. Es la cama
34, pieza G — indicó.
—Muchas gracias —respondí.
Primero entré al baño a calmar a León. Nos lavamos la
cara, nos peinamos con los dedos y salimos de allí. Cuando
pasamos por informaciones, la enfermera seguía con el
solitario de su computador. Sin levantar la vista me dijo:
—También vi la otra noche Qué difícil es vivir,
excelente película, y de las actuaciones ni hablar.
No dije nada y seguimos por el pasillode la habita
ción G, una pieza común con varias camas. Algunas de las
camas tenían visitas que intentaban hablar bajo para no
molestar a los vecinos. Había por lo menos 10 camas.
Seguimos los números hasta que llegamos a la 34.
Allí estaba Alvaro Paz, conocido desde hacía más de 50
años como Atún. No era un hombre viejo, sino mayor,
huesudo y con poco pelo en la cabeza. Llevaba un feo
camisón del hospital y estaba con los ojos cerrados como si
ya estuviera muerto. Nos quedamos mirando sin saber qué
hacer. León se acercó por un lado de la cama, llevó uno de sus
dedos hasta la frazada para despertarlo, pero antes de que lo
tocara escuchamos la voz del Atún:
—¿Qué quieren?
A /
lvaro Atún Paz estaba postrado en la cama de un hospital
público. En su velador, un vaso de jugo Zuko de tres días y
una manzana que se negaba a pudrirse, arrugada y doblada
hacia adentro.

95
Le explicamos algo nerviosos quiénes éramos y qué
hacíamos allí. Le agregué todas las molestias que nos
habíamos tomado ese día sábado con casi 30 grados y sólo
para hacerle una pregunta, una sobre aquel 12 de noviembre
de 1960, la tarde en que gracias a su cabezazo el Juventud
Unión había logrado su único campeonato. Todo eso
queríamos saber, 45 años después de que ocurrieron los
hechos.
El Atún abrió los ojos después de escucharnos atentamente,
nos examinó como un científico a una nueva especie de
culebra del Amazonas y dijo: —Tengo sed —indicando el
velador y ese jugo que parecía una pócima venenosa.
León corrió a comprar una bebida a la cafetería.
— Siempre me preguntan lo mismo: ¿por qué no seguí
en el fútbol?
Miró hacia donde debía estar una ventana, pero allí
estaba cerrado con una cortina muy gruesa que no dejaba ver
nada.
—Me estoy muriendo en este hospital. Tengo una
descomposición severa en mi sangre —dijo—. ¿Cómo dijiste
que era tu nombre?
—Quique Hache, y mi amigo, León.
León regresó con un tarro de Sprite. Lavamos el vaso y
volvimos a comenzar.
—Lo primero que tengo que decir es que aquel fue un
gol legítimo —dijo el ex delantero, sentándose en la cama—.
Mucha gente ha dicho que fue un gol viciado el de aquel
domingo. No fue así. Ocurre que yo cabeceaba de esa forma,
con las manos encogidas, era mi estilo.
Entonces le conté las teorías que existían al respecto,
desde pagos fraudulentos hasta un supuesto pacto de amor.

96
Cuando le mencioné el nombre de Tadiana Fernández, el
Atún por primera vez bajó la cabeza, de alguna forma entendí
que ahí estaba la razón principal o parte de ella.
—Eso es cierto y tal vez sirva de explicación —dijo—.
Pensábamos casarnos con Tadiana, la conocía desde que
éramos muy niños, nos gustábamos, a ella le encantaba que
yo jugara a la pelota y fuera conocido en la liga amateur. Pero
no era la hija de un entrenador, sino del Coño
Fernández, un comerciante español de Recoleta, uno de los
más importantes. Tenía una fábrica de géneros y daba trabajo
a más de 300 personas. En la fábrica conseguí mi primer
trabajo. Todo iba bien, o eso creí, hasta que Cono Fernández
se enteró de que su hija andaba de novia con un obrero de su
fábrica. No lo resistió, me echó del trabajo esa misma semana
del último partido. Y antes de que nos casáramos la envió a
ella a Madrid, a casarse con un pariente. Para mí fue tre-
mendo, me partió el corazón en dos mitades. Un día Tadiana
desapareció y nunca más la vi.
Nos quedamos con León en silencio, impresionados por
lo que acabábamos de escuchar. No dijimos una palabra hasta
que un rato después Atún siguió su relato:
—Para jugar a la pelota se necesita motivación,
entusiasmo y algo de alegría, y después de lo de Tadiana era
todo eso lo que a mí me faltaba. Entonces, al siguiente
domingo no me dieron ganas de ir a la cancha, ni al domingo
siguiente, y así nunca más me dieron ganas. Pensé al
principio buscar un empleo, levantar un negocio y ganarme a
Tadiana, pero hasta eso se derrumbó cuando seis meses
después recibí una carta de la propia Tadiana. En realidad era
una hoja que le había enviado a una amiga que me buscó y
que me la entregó. En ella me contaba que se había casado

97
con ese español y que mejor tratábamos de olvidarnos.
Entonces, porque la amaba, eso hice...
Pareció quedarse dormido, cerró los ojos. Para que
continuara intenté una pregunta tímidamente:
—¿Y la olvidó?
— En los siguientes 50 años ni un solo día. Luego, supe
que tuvo varios hijos y que no pensaba volver a Chile.
Entretanto, el Cono Fernández quebró, a su fábrica de
géneros se la ganó la ropa que venía de Taiwán. El Cono,
deprimido, debió regresar a España, donde se murió al mes de
llegar...
—¿Y el fútbol? —preguntó León.
—Nada me hizo volver, pero tampoco me arrepiento.
Como les decía, hasta para jugar a la pelota uno debe estar
entusiasmado y yo perdí el entusiasmo esa tarde de 1960. Ni
siquiera veo partidos por la televisión, sólo cuando hay uno
bueno de la selección aguanto un primer tiempo, nada más.
— Por una mujer —exclamó León. El Atún y yo lo
mirábamos. León tenía los ojos brillosos, a punto de ponerse
a llorar.
Paz se sentó más entusiasmado en la cama y terminó el
tarro de bebida.
— Pero no todo fue sufrir. Después yo también me casé,
aunque no tuve hijos. Mi mujer murió hace unos años.
Ambos fuimos felices, muy felices, diría. Teníamos un
puesto en la feria y luego un negocio de abarrotes en
Recoleta. Veraneábamos todos los años en Pichilemu,
incluso nos construimos una casa allá. Pero éramos los dos
muy solitarios, sin parientes. Por eso ahora estoy solo. Tengo
mis vecinos que preguntan por mí, pero nadie más.

98
—A mí me importaba que el gol no fuera con la mano,
nada más —dijo León.
Pasó una enfermera por la sala informando que se
acababan las visitas, que debíamos irnos en unos minutos
más.
Nos despedimos algo tristes y le prometimos que el fin
de semana siguiente lo visitaríamos. Él también se alegró y se
despidió dándonos la mano a cada uno. Y fue como darle la
mano al pasado. Y en ese apretón, a pesar de la debilidad de
su cuerpo, por un momento también lo sentí joven y fuerte.
Cuando íbamos de salida me detuve ante la
recepcionista. Le pregunté:
—Antes de entrar a la pieza me dijo que Alvaro Paz
recibía al menos una visita diaria.
— No dije eso. Las primeras visitas que recibió en todo
este mes que lleva aquí fueron ustedes dos, por eso los dejé
pasar. Lo que dije fue que casi todos los días alguien se
acerca a mi mostrador y pregunta por él.
—¿Y quién preguntaba?
—No lo sé. Una señora se acerca al mesón y me
pegunta. Le respondo y luego se va sin pasar a verlo. Hace
unos minutos estuvo acá, debe estar saliendo del hospital en
estos momentos; pregúntenle a ella.
—¿Pero cómo vamos a saber quién es? —Lleva una
chaqueta de color verde. Salí corriendo por los pasillos
buscando la salida. Mientras tanto, León fue a recuperar
nuestras bicicletas al taller de ambulancias. En la puerta del
hospital me di cuenta que comenzaba a oscurecer y que ya
estábamos en serios problemas en la casa. En la calle, por
Salvador, vi dos chaquetas verdes. Una era de una mujer
joven, la descarté. La otra caminaba llegando a Providencia.

99
Corrí hasta alcanzar a la mujer. Cuando la tomé del brazo me
di cuenta que poco o nada tenía preparado para decirle, así
que fui directo y sincero:
—¿Usted recién preguntó por Alvaro Paz, por Atún?
Acabo de estar con él en su pieza. Se ve bien; es decir, no creo
que se muera, sólo es una descompresión de algo — más
tarde me acordé que la palabra era «descompensación», pero
estaba nervioso—. No quiero molestarla, ¿pero me podría
decir por qué pregunta por él sin pasar a verlo?
La señora tenía una cara agradable, como la de mi
abuela en las fotos, aunque mi abuela lleva muchos años
muerta. También ella pareció nerviosa y dijo:
— Soy una amiga del pasado. No quiero molestarlo,
sólo me interesaba su salud.
Cuando escuché un lejano acento extranjero no tuve
dudas.
—Tadiana Fernández, ¿no es verdad?
Ella quedó petrificada. Es decir, si existieran armas que
inmovilizan instantáneamente a una persona, ella acababa de
ser golpeada por una. En el fondo de la calle vi acercarse con
cautela a León llevando las dos bicicletas.
— Hace cinco años volví. Mi apellido ahora es Vallejo.
Mi marido se quedó en España, nos separamos. Vivo en
Pichilemu, allí tengo una pastelería, El Ensueño Madrileño...
Espero que no le cuentes nada a Alvaro. Me muero de ver-
güenza que se entere de que estoy de regreso. Las cosas son
como son. Por favor, te pido que no le digas nada.
Le prometí que no abriría la boca. Ella me sonrió y
como si viera un fantasma se alejó buscando la estación del
metro Salvador, por donde desapareció para siempre otra
vez.

100
Así regresamos a la casa. León se quedó a dormir en mi
pieza esa noche, después de compartir solidariamente el
castigo por llegar tarde. Mi hermana sufrió un ataque de
nervios cuando vio a Clementina sucia, rayada y oliendo al
trasero de León. Le aseguré que le quedaría como nueva, que
la lavaría y engrasaría y hasta la pintaría de un color distinto a
ese amarillo pato. Ella aceptó todo menos que le cambiara el
color.
Por la noche, antes de dormir, escuché a León decir, casi
como una despedida, un «buenas noches, la pasé bien hoy con
la aventura arriba de la bicicleta», pero todo eso resumido en
una sola frase:
— Y todo por amor, madre.

101
ecibí una carta de Alvaro Paz. Era una carta muy
interesante. La recibí tres meses después de la visita que
le hicimos al hospital. La carta estaba dirigida a mí y a
León. En ella me contaba que el médico por fin le dio de alta.
Se sentía muy bien, incluso ahora daba trotecitos por las
mañanas. La enfermedad le había hecho cambiar todos sus
hábitos. Pero lo más importante, y por eso nos escribía, era
para contarnos que dejaba el barrio, después de 50 años era
hora de cambiar. Todos los vecinos le hicieron una despedida
que duró dos días y donde se sintió muy agradecido del
cariño. También llegaron algunos jugadores del Juventud
Unión que no veía desde hacía décadas. Finalmente vendió su
casa de Recoleta, hizo sus maletas y se fue a la playa a vivir, a
Pichilemu, donde todavía conservaba la casa que había
construido con su mujer fallecida. Había comenzado a hacer
clases de fútbol para niños, decía que probablemente de allí
saldrían buenos futbolistas. Asimismo nos contó que
habíasubido de peso en las últimas semanas comiendo
pasteles de una pastelería donde los hacían deliciosos. Nada
más decía, pero era suficiente.
Me alegré por el Atún\ por fin, como un verdadero pez,
estaría cerca del mar.
Por supuesto que no cumplí mi promesa de no abrir la
boca. Sí, a veces no cumplo mis promesas, y, en este caso, no
me arrepiento.

102
eníamos de ver una película con León en el Cine Hoyts
de La Reina. Caminamos las 20 cuadras de regreso del cine
hasta mi casa en calle Juan Moya, los dos felices porque el
aire de otoño no molestaba y las parkas que llevábamos eran
suficientes para los primeros tríos del año. En el camino
conversamos sobre la película: Duros de matar 4. Con León
somos fanáticos de la saga. Sí. claro, hay harta violencia, ac-
ción, explosiones y escapadas espectaculares y milagrosas
que nadie puede creer que ocurran, pero de eso se trata el
cine, me imagino, de creer lodo lo que aparece en la pantalla.
Y algo queda ilc la película. Desde el título, Duro de matar,
es decir el que no muere nunca, el duro, es un policía bueno,
es Bruce Wi 1 lis como el teniente John McClane. quien a
pesar de que ha envejecido sigue defendiendo buenas causas
y por eso siempre queda al borde de la muerte, pero no muere
porque si no no se justificaría el título de la película, no solo
se acabaría la saga, sino que el título no serviría para nada.
Puede también que no sea una película muy artística, puede
que nadie la recuerde en 30 años, pero León y yo la hemos
seguido como verdaderos fanáticos, la hemos coleccionado
en DVD. Así que veníamos contentos ese día de otoño
después de la función.
Llegamos a ia casa a la hora de tomar la once.
Riéndonos abrimos la puerta, pero nos encontramos adentro
con un funeral. En el living, mi mamá, mi papá y los vecinos
de la cuadra, los Mardones, sentados como lo hacen los
adultos cuando algo serio ha ocurrido, mirando al techo o ai
suelo, el polvo de los muebles, el taco de un zapato. Como un
rayo repasé rápidamente en mi cabeza de lo que podría ser
culpado, pero no me acordaba de nada reciente.

103
Los Mardones eran gente tranquila, ambos eran
profesores de un liceo en Macul, su hija Sally estudiaba en
nuestro liceo, con ella nunca hablaba porque era mayor que
yo y porque pertenecía al grupo de las alumnas extrañas o
diferentes, un grupo conformado, en todo caso, exclusi-
vamente por ella misma.
Mi mamá sonrió con una de esas sonrisas que se pueden
calificar de sonrisa de monumento
:
— Hi jo, son los vecinos de la otra cuadra, los
Mardones.
Con esa sola frase me di cuenta que pasaba algo muy
malo y que el culpable, de alguna forma, era yo. Mi mamá no
me llama a menudo «hijo», y todos en esa habitación
sabíamos que los Mardones eran nuestros vecinos desde que
llegamos al barrio antes de que yo naciera.
León desencadenó la tragedia al preguntar:
—¿Ustedes son los papás de Sally? Hace días que no la
vemos en el colegio.
Era lo que esperaba la mamá de Sally, se llevó las
manos a la cara y comenzó a llorar. Nos quedamos tiesos con
León, sin saber qué hacer, si volver a caminar las 20 cuadras
y vernos otra vez Duro de matar 4 o pasar a la cocina a
conversar con Gertrudis, mi nana. Mi mamá nos vino a
salvar:
—Niños, a la cocina, Gertrudis los está esperando con
la once. Nosotros tenemos que conversar asuntos de grandes.
Ahí estaba la frase mágica y a la vez cruel: «asuntos de
grandes», era como decir: no se metan en la conversación
aunque lo que tengamos que decir sea importante. «Asuntos
de grandes» era como una tarjeta roja en un partido de fútbol,

104
una expulsión directa sin posibilidad de reclamo para los
niños de la casa, es decir nosotros.
En la cocina nos encontramos con Gertrudis Astudillo
con la cara doblada por la curiosidad, tomando un té verde
que olía muy mal, pe- 10 que ella creía que no sólo la hacía
adelgazar, sino que también le subía el ánimo, le ayudaba a la
digestión, la protegía del resfriado, de los dolores de espalda,
de la pena, la alergia a los plátanos orientales y el insomnio;
todo eso en una bolsita que olía a toalla de perro.

Desde que llegaron los Mardones no me he movido de aquí


de la cocina preparando la once, así que no puedo saber qué
está pasando.
Por supuesto, León y yo sabíamos que la puerta de la
cocina era delgada y ella tenía buen oído.
Gertrudis finalmente nos contó, mientras servía la leche
y el pan con manjar y palta. Hacía tres semanas, Sally
Mardones se había ido de la casa. Al parecer discutió con sus
padres y desapareció. Posteriormente los llamó varias veces
por teléfono diciéndoles que estaba bien, pero que aún no
volvería. Los Mardones ahora estaban desesperados tratando
de encontrarla. Ese era el resumen de la historia.
Sally Mardones era mayor que nosotros, en el colegio
poco o nada compartía con sus compañeros porque los
consideraba inmaduros. Ella, en cambio, era seria y siempre
tenía una opinión para todo. Alguna vez había discutido con
un profesor de religión. Cuando llamaban a paros y huelgas
de estudiantes en Santiago, ella siempre estaba en primera
fila. Para su desgracia, en el liceo esa primera fila era sólo
ella, nadie la acompañaba porque nadie quería meterse en

105
problemas. En el fondo, la admirábamos, pero tampoco
hacíamos nada para apoyarla. Un año organizó una protesta
contra las bolsas de plástico. En el patio central del liceo di-
bujó una enorme equis con "boisas negras de basura, en el
suelo dejó una carta-protesta que se enviaría y que debía
firmarse por los que apoyaran la idea. El inspector general
mandó a quitar la equis en el segundo recreo y suspendió a
Sally por tres días. Ella respondió preguntando de qué se la
acusaba. El inspector le escribió en el íibro de clases: «Por
incitar al desorden». Sally entonces escribió con letras
góticas, que asemejaban a sangre chorreando: «Por incitar al
desorden», firmaba «Sally, la vigilante». Mandó a fotocopiar
el letrero y repartió las copias. Otra vez la suspendieron.
Nosotros, los de cursos inferiores, seguimos admirándola,
aunque nadie se atrevía a apoyarla. Cuando le conté todo lo
ocurrido a mi mamá, ella dijo cortante: «No te metas en esos
asuntos, Quique», lo que era como decir déjala sola, no es tu
problema, podrá tener razón pero no es tu problema, el tuyo
es sólo estudiar, salir de enseñanza media, rendir la prueba,
entrar a la universidad, tener una carrera, casarte y morir.
Un día vi que Sally se aprestaba a llamar a un paro
preparado por los estudiantes de otros colegios y liceos de
Santiago. La vi escribiendo en una cartulina una serie de
demandas y consignas que esperaba pegar en el diario mural.
Pensé acercarme a ella, decirle que la apoyaba, pero que mi
mamá había dicho: «No te metas, Quique». Pero supongo que
decir algo asiera bastante infantil de mi parte y haría el
ridículo. Por eso, en cambio, me acerqué mientras terminaba
el comunicado y le dije nervioso:
—Falta la tilde a la palabra «acción».

106
Ella me miró como lo que era, una pulga cobarde. Se
acercó a su cartel, marcó la tilde arriba de la letra «o» con un
plumón y dijo:
— Gracias, Quique.
Al menos se acordaba de mi nombre. Entonces me
atreví a agregar:
— Sally, quiero decirte que..., bueno, que yo, es decir, no
sé cómo...
Me di varias vueltas tratando de hacerme entender. Lo
que quería decir era: «Sally, estoy muy de acuerdo contigo,
pero soy un cobarde y mi mamá me dijo: "No te metas en
nada porque tienes que terminar el colegio, dar la prueba y
todo lo demás hasta morirte"». Pero nada de eso me atreví a
decir. Fue entonces ella quien respondió de una forma
misteriosa:
— No te preocupes, entiendo. Yo estoy aquí y tú estás
allá.
A mí me pareció la mejor frase que nunca nadie me
había dicho, primero porque no la entendí, pero que de todas
maneras parecía significar muchas cosas. Era de esas frases
que uno a veces se merece recibir y que no sabe si son buenas,
malas o más o menos, pero que hacen lo que muy pocas cosas
hacen: hacer pensar, quedan allí dando vueltas durante días:
«Yo estoy aquí y tú estás allá». Una vez, en medio de una
discusión que perdía con mi hermana, se la lancé a la cara:
«Yo estoy aquí y tú estás allá». Mi hermana se detuvo en seco
y me preguntó:
—¿Qué estás fumando, Quique?
Pero ahora Sally estaba perdida, desaparecida, y yo
seguía en mi casa, cómodo, con once de pan con manjar, con

107
mi mamá que le tiene miedo a los temblores o a cualquier
cosa y que por eso me pide que no me meta en nada.
Gertrudis, esa tarde en la cocina, mientras analizábamos
la situación, dijo que ella creía que Sally Mardones era
grande, una señorita, y si se quería ir de su casa porque no se
sentía bien era su opción. Ella misma se había ido de su casa
de Temuco, había llegado a Santiago a trabajar para ayudar a
su familia, para hacerse un futuro de nana y para olvidar un
antiguo novio que desde hace tiempo tiene un nombre: el
innombrable; es decir, no se puede decir su nombre porque
cada vez que se acuerda de él le baja una pena inmensa y
comienza a escuchar un disco de Miguel
Bosé, porque dice que el innombrable se parece a Bosé. Un
día me mostró una foto del innombrable y la verdad que si
hay algo diferente es Miguel Bosé y el innombrable, pero
tampoco estoy para desengañar a mi nana, a quien quiero casi
como a mi mamá.
León, por su parte, comió dos sándwiches de
mantequilla con palta, y atorado dio su opinión sobre Sally
Mardones, la que representaba la opinión de la mayoría:
— Sally es rara.
por qué tenemos que buscar a Sally Mar- dones?, me
preguntó León al día siguiente, un domingo de otoño lento
como patinar en el barro. La respuesta no era simple, sólo
intuía que era lo que correspondía hacer, había obtenido un
curso de detective privado por correspondencia, el que ejercía
pocas veces desde que mis padres se enteraron y casi me
internan en un hogar de menores o me derivan a un psicólogo
infantil por trastorno de la personalidad.
Era raro, pero a Sally Mardones sentía que le debía
algo, le debía no haberme inmiscuido y que nunca me había

108
comprometido con nada y con nadie. Si alguien me mostraba
horribles fotografías de focas destrozadas a palos o la caza de
ballenas con arpones por barcos japoneses, eso sucedía para
mí tan lejos que me daba sueño de sólo pensarlo; no me sentía
realmente comprometido con nada.
Antes de llegar a la casa de los Mardones para ofrecer
mis servicios de búsqueda pasamos por la de Flavia
Saavedra, nuestra compañera artista, la única del colegio, y
que vive en calle Hamburgo, en un condominio habitado sólo
por artistas y actores de televisión. Los domingos se reúnen
en el centro del patio a leer poesía y a tocar instrumentos
medievales. Flavia escribe una novela; es decir, ya lleva
varías escritas, algunas entregadas por capítulos en el blog
que lleva su nombre. Todos la leen en el colegio, incluidos los
profesores, quienes reclaman por sus excesos literarios, pero
Flavia responde que es todo ficción, que nada de eso le ha
ocurrido, aunque tampoco nadie le cree.
Nos hicimos amigos o conocidos porque le posteé en el
blog una vez, le conté que me gustaba lo que escribía y le
envié también un cuento que yo había escrito sobre el
encuentro improbable de los alacalufes con una civilización
del espacio. Ella me respondió con una frase de crítica
literaria: «Demasiado ripio». Durante semanas traté de
entender a qué se refería con eso: el ripio tiene que ver con los
caminos, con piedras y barro. Luego, nos vimos en el colegio
y me regaló un libro titulado Sidartha, que era entretenido y
fácil de leer, sobre un niño de la India; había mucha filosofía
fácil de entender. Cuando le leí una parte del libro a mi papá
para que se relajara de los problemas del trabajo, me quedó
mirando como diciendo: «En realidad, Quique, necesitas ir
donde el psicólogo, aunque sea una visita corta».

109
Con Flavia conversábamos temas complejos, eso me
gustaba de ella. Decía que iría a la universidad a estudiar
Psicología y yo le argumentaba que luego, cuando egresara,
tendría que atender a personas como yo, con trastorno de la
personalidad múltiple, y que mejor estudiaba para ser
escritora, que allí estaba su verdadero talento. Ella me
respondió que eso no se estudiaba, que eso era un «don».
Entonces no pude aguantar la risa, me reí durante un mes con
la palabra «don», hasta que Flavia me dijo que si seguía
riendo como hiena vieja debía comenzar a olvidar de que
éramos amigos.
Flavia era la única amiga de Sally, aunque tenían
diferencias insalvables entre ellas. Flavia decía que no
participaba en ninguna causa porque creía que todas estaban
perdidas. Le pedí a León que me esperara en la plaza Bremen,
mientras yo golpeaba la puerta de la casa de Flavia, la que
parecía una comunidad hippie de hacía 40 años.
Estaba en medio del ensayo de un monólogo ante el
espejo. Había cambiado de decisión: no estudiaría Psicología,
sino Teatro en la escuela de Fernando González, pero debía
rendir una prueba especial, la que incluía un monólogo.
Conversamos en el recibidor de su casa llena de cojines de la
India y olor a incienso que descomponía el estómago.
— Tampoco sé nada de Sally —dijo ella—. Me enteré
que está perdida. Hace tres semanas llamó diciéndome que
había conseguido un trabajo, que necesitaba dinero para
hacer cosas, pero no sé qué cosas.
—Pero ustedes eran amigas y podía...
—Me acordé: Reina, eso era lo del trabajo, algo así le
escuché.

110
—¿Cómo Reina? ¿En la comuna de La Reina o reina de
algo?
—Es que no le presté atención en ese momento. Sólo
me acuerdo de esa palabra.
No era demasiado, pero tenía por donde empezar. Antes
de salir de la casa de Flavia, ella dejó en mis manos unas 40
páginas de una obra de teatro para que le diera mi opinión, la
había escrito de una sentada, según sus palabras. Su título: La
mujer encadenada; bajo el título, en letras mayúsculas,
aparecía: AUTORA: FLAVIA EXPLORADORA. La obra
requería de dos actrices y un tarro lleno de basura sobre el
escenario.
S ally Mardones vivía en la misma calle que yo, en un pasaje
del mismo nombre que la calle. La mamá nos recibió todavía
triste, con la voz muy baja y afligida. Nos dio un largo
discurso de entendimiento entre padres e hijos. Dijo que no se
llevaban mal con Sally; todo lo contrario, se llevaban
estupendo las dos, claro, ella tenía su propias ideas, pero se
las respetaban en la casa, así que era incomprensible lo que
estaba ocurriendo.
Le pregunté:
—¿Sabía que Sally había conseguido un trabajo los
fines de semana?
—¿Trabajo? Hace un mes nos dijo que '-e iba a los
trabajos voluntarios a una parroquia de Peñalolén los fines de
semana, pero trabajo remunerado no era.
Miré alrededor, un living típico: el comedor donde la
familia se reunía a almorzar y a cenar con un televisor por
delante. Nada fuera de lo común. Mi casa es igual.
— Dejó un mensaje en el contestador, ¿quieren
escucharlo? —dijo la mamá cuando se hizo un silencio que

111
un detective generalmente sabe llenar con preguntas
investigativas, pero que en mi caso, fuera de práctica, no se
me ocurrían.
Nos trasladamos al pasillo, hasta la mesi- ta del
teléfono, debajo de un mantel tejido a crochet. Otra vez
típico. Otra vez igual a mi casa.
Rebobinó el contestador y escuchamos la voz de Sally
en el pasado, uno reciente, pero que sonaba como desde otro
mundo:
«Por favor, mamá, no me busque, estoy bien... tengo
que estarlo, estoy bien». Nada más. Luego, el cargante ruido
del pito del teléfono y nada más. La madre, después de
escuchar infinidad de veces ese mensaje, volvió a llorar
apretándose la cara y negando con la cabeza. Con León nos
quedamos mirando sin saber qué hacer o más bien esperando
que pasara el llanto que a ambos, sin saber por qué, nos
incomodaba.
—Necesito el cásete de la grabación —dije después de
un rato que consideré el adecuado—... Y una última cosa.
— Dime, Quique —dijo, apretando las nariz la señora
Mardones.
—¿Podemos echar una mirada al dormitorio de Sally?
Subimos hasta el segundo piso. En una pared, al costado
de la escalera, había una fotografía enmarcada de la familia.
Aparecían los Mardones, ambos muy jóvenes, él sin panza,
ella de cintura delgada y un peinado años ochenta que nadie
se atrevería a volver a usar. La pareja sostiene a un recién
nacido muy abrigado, envuelto en mantas. Los Mardones
están en traje de baño, parece que el día es precioso, el lugar
es el litoral central. La guagua de la fotografía es Sally, dijo la

112
madre casi en un último suspiro. Las fotografías son siempre
alegres porque recuerdan tiempos en que todo era alegría.
Llegamos al dormitorio.
—Está como lo dejó ella —dijo la mamá.
Sentí enseguida que algo hacía diferente aquel
dormitorio del mío, no era el color, sino tal vez el gran estante
de libros que cubría la pared. Siempre creí que yo tenía
muchos libros y revistas, incluso me sentía orgulloso de mi
colección completa de Asterix, de Tintín, pero Sally me
doblaba en número de libros y revistas; algo parecido a la
envidia y admiración sentí s:n quererlo.
En las paredes laterales, más cerca de la cama,
encontramos algunas fotografías en marcos pequeñitos. En
algunas aparecía Sally rodeada de perros y gatos, otras junto a
gallinas. Indiqué las fotografías, pero la señora Mardones
respondió antes de que le dijera nada:
—Sally es defensora de los animales. Últimamente
andaba con un grupo de la universidad que protestaba en las
puertas de los circos.
—¿En el circo? —preguntó León sin entender.
—En el circo tienen animales y los maltratan...
—Entiendo —dijo León, aún sin entender.
—Estos son sus libros —siguió la mamá—, ella es muy
buena lectora, dice que quiere ser profesora como yo o como
su papá, pero nosotros insistimos que lo piense mejor porque
de profesor se gana muy poco.
Nos quedamos unos minutos allí. En una pared vimos
colgado un largo poema de Mario Benedetti y una fotografía
del Dalai Lama riéndose como si le hicieran cosquillas.
En el estante, entre los libros, destacaba uno porque en
el lomo no aparecía nada. Lo retiré. La mamá me dijo:

113
— Esos son cuadernos, los confecciona ella con sus
manos, tiene varios.
Abrí el cuaderno forrado con un género de color lila,
pero en su interior sólo había hojas en blanco. Busqué por la
habitación. Debajo de unos discos vi otro cuaderno con lomo
de tela. Allí tenía traducciones de canciones. El siguiente lo
encontré en el velador, también tenía las páginas en blanco,
pero en la última encontré un dibujo: era un ojo cerrado, más
bien un párpado cerrado, alrededor varias fechas y
probablemente anotaciones de horas, todas marcadas con una
equis. Arriba del párpado la palabra «Reina», solitaria, en
mayúscula y remarcada, pero nada más.
En aquella casa nadie sabía qué podía significar la
palabra «Reina». No se trataba de la comuna de La Reina, eso
resultaba obvio. Podía ser un apellido, un nombre, un lugar.
Nos despedimos de la mamá de Sally, quien nos
agradeció lo que estábamos haciendo por su hija. Esta vez no
fui yo sino León el que respondió:
—Es nuestro deber.
Aprovechamos y nos fuimos a un costado de la Plaza
Ñuñoa, donde venden unos helados exquisitos. A pesar de
que el frío comenzaba a llegar, para tomar helado no hay
excusas. Además, nos encontraríamos allí con Gertrudis, era
su día libre, estaba aburrida y se había citado en ese lugar con
una amiga con la que se irían a San Miguel, a ver a una
«comadre» de Temuco, que en realidad era una forma de
decir que visitarían a una bruja de su tierra, quien les leería las
cartas para saber cómo estaba su destino y, lo más
importante, para evitar caer en las «redes del amor», como le
gustaba decir a Gertru, aunque ella siempre caía como un
cardumen de peces.

114
La vimos venir con su ropa de domingo, que a pesar del
frío era única: tacos muy alto, y unos jeans ajustados que le
quedan de maravilla. Todos los extranjeros que tomaban
cerveza en la plaza la piropeaban en inglés, en francés o en
danés. Pero ella era inmune a las lenguas extranjeras y
caminaba feliz por los halagos pero sin mirar a nadie.
Gertru aprovechó para invitarnos a los helados mientras
esperaba que apareciera su amiga. Le explicamos, sentados
en un banco de la plaza frente al Teatro de la Universidad
Católica, lo que habíamos descubierto de Sally; o sea, que
sólo teníamos una palabra: «Reina». Aprovechamos también
de que escuchara la grabación del contestador en el personal
de León.
Gertrudis puso cara de cuadro de pintura y dijo muy
segura:
—El llamado se hizo desde un restaurante, se escucha el
ruido de platos y copas.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó León.
— Fácil. En Temuco trabajé en un restaurante durante
tres años, sé perfectamente cómo suena un restaurante a la
hora del almuerzo.
—Tal vez, Reina entonces sea el nombre de un
restaurante —dije.
— Consigan una guía de teléfonos y diviértanse —dijo
Gertru, estirándose los pantalones que le quedaban a presión
en el cuerpo.
En ese momento apareció su amiga, con un vestido muy
florido y los labios brillantes. Nos saludó y nos dejó con la
cara marcada con rouge e impregnados con un olor a perfume
que parecía el de un jardín botánico. Antes de acostarme esa
noche todavía sentía ese aroma por mi cuello.

115
Llegamos a la casa. León me dejó allí. Acordamos que
nos encontraríamos al día siguiente para seguir la
investigación.
Antes ue ir a acostarme acompañé a mi papá para ver
los goles de la fecha en la televisión. Mientras lo hacíamos
aproveché de revisar la guía de teléfonos. No encontré nada
en una de las guías. Luego, revisé las páginas amarillas.
Busqué restaurantes. En los de comida italiana encontré lo
que buscaba. En un destacado aparecía dibujado el mismo
párpado cerrado que había encontrado en uno de los
cuadernos de Sally. Abajo leí: «Reina, el mejor restaurante
italiano del centro». Mi papá discutía por un penal mal
sancionado. Al siguiente gol que mostraron del fútbol es-
pañol, mi papá sonrió y dijo:
— Esa fue una joya, grábatelo, Quique. Como Pelé en
México 1970, cuando...
Y comenzó ese cuento de Pelé en ese mundial que me
sabía de memoria porque se lo había escuchado miles de
veces, pero como soy un buen hijo, y algún día quiero que me
den una medalla que en alguna parte diga «el hijo del año»,
dejé que me lo contara otra vez, la mil uno.

116
1 centro de Santiago es especial. Tal vez es el lugar donde
nunca viviría: demasiada gente, demasiados automóviles,
demasiado esmog, todo es demasiado allí, pero es imposible
no encontrarle un encanto especial, sobre todo los fines de
semana. El centro estaba lleno de extranjeros que creen que el
país es eso. Artistas y poetas conversan en los cafés cerca del
cerro o del Parque Forestal, gente que se viste diferente y que
parece pasarla siempre muy bien.
Tal vez estoy equivocado y el centro de Santiago
representa muy bien el país, porque es distinto a todo, porque
es especial.
Pero no estaba en ese lugar con León para hacer turismo
de ciudad, sino porque Reina, el restaurante italiano, estaba
allí, en calle Me Iver con Huérfanos, casi al inicio del paseo
de esa calle, en una casa de concreto vieja y sólida como casi
todos los edificios del lugar. Dicen que en el centro de
Santiago roban a la gente, la engañan y otras barbaridades,
pero a mí el centro no me damiedo, sino curiosidad. En
algunas ocasiones, papá y mamá nos han llevado de paseo al
centro, para recordar los tiempos de ellos, cuando estudiaban
y eran novios en el cerro Santa Lucía. Allí nada ha cambiado,
sigue lleno de estudiantes be- sadores, dándose vueltas
abrazados por el pasto.
Entrarnos al restaurante de mesas con manteles de
cuadros rojos. En las paredes tenían pegadas fotografías de
Sofía Loren y de Marcello Mastroiani, lo único
auténticamente italiano del lugar. También en las paredes
vimos la fotografía de esa famosa fuente de Roma donde los
turistas tiran monedas.

117
En el lugar comía un hombre gordo mientras leía La
Tercera y no paraba de reírse, como si las noticias trágicas
del día fueran de lo más graciosas.
Nos sentamos en la mesa, cerca de la puerta por si
debíamos ejecutar un plan alternativo que consistía
básicamente en salir corriendo. Por supuesto, de todas las
meseras del lugar ninguna se parecía a Sally.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó León.
—Lo que se hace en un restaurante: comer
—dije.
— Buena idea —respondió León, acariciando su
estómago.
Se acercó una mesera a atendernos.
— Sí —dijo.

118
— ¿Dije algo malo? —preguntó León.
—Este lugar no me gusta —dije yo.
Entonces, como si me leyeran el pensamiento, la
mesera llegó con un hombre bajo pero fortachón, que parecía
un pequeño y compacto ropero; llevaba en su mano un celular
de última generación, como si fuera un arma cargada. Se
acercó y nos dijo:
— Perdón, pero este restaurante no vende completos,
sólo pastas italianas.
—¿Quién es usted? —preguntó León.
— Soy Gustavo Reina, dueño del Reina. Les voy a
pedir que abandonen el local. En una hora más esto va a estar
lleno con los oficinistas del centro en colación.
Así que humillados dejamos el Reina y nos fuimos a
caminar por Ahumada, sin rumbo. Hasta que se nos ocurrió la
misma idea a ambos. En calle Agustinas nos encontramos con
otro de los complejos de Cine Hoyts, unp ubicado en un
subterráneo. Bajamos y pagamos la entrada para Duro de
matar 4. Compramos un paquete gigante de cabritas que nos
costó una fortuna y que se transformó en nuestro almuerzo.
Nos fuimos a mirar otra vez como el teniente McClane se sal-
vaba una vez más de morir.
S alimos más tarde del cine y nos sentamos en Huérfanos con
Me Iver a esperar. Allí vimos a una señora que se desmayaba
en el paseo Huérfanos. Eso ocurría frecuentemente, por eso a
nadie le extrañó; tal vez es el lugar donde más gente se
desmaya en todo Chile.
Pasadas las cuatro de la tarde vimos salir a la mesera.
Venía vestida sin su uniforme. La seguimos una cuadra en
dirección a la Alameda, entonces nos acercamos a ella.
—¿Se acuerda de nosotros? —le pregunté.

119
Por supuesto que se acordaba de nosotros. Noté que
estaba nerviosa o que el tema le incomodaba. Cuando
mencioné el nombre de Sally pareció doblarse como culebra.
—Trabajaba una Sally en el restaurante, pero sólo los
fines de semana. Aunque parece que ya no trabaja más allí.
—¿Por qué no más?
—No quiero meterme en problemas. Parece que se
enojó con el jefe, con Reina; enojarse
con él es perder el empleo.
—¿Y no sabe dónde la podemos encontrar?
La mesera se mordió los labios, dudando, nerviosa.
—Yo no sé nada, nada de nada.
— Sólo queremos encontrar a Sally, nada más; sus papás
están preocupados.
La mesera se dobló el abrigo y echó las manos a la
cartera.
— Una vez me contó que arrendaba una pieza justo
frente al monumento a Prat, al lado del Mercado Central.
Pero yo no sé nada y no quiero meterme en problemas.
—¿Qué tipo de problemas? —le pregunté, pero ella no
respondió y siguió caminando como un tren expreso entre la
gente, perdiéndose camino a la estación del metro.
— Vamos a avisarle a los carabineros sobre esa dirección
—dijo León.
—Primero vamos nosotros —contesté.
La gente se apretaba en las calles del mercado. Nos
ubicamos en un punto desde donde veíamos a la distancia el
monumento a Prat. Después dirigí la vista cruzando la calle
hasta la vereda, hasta un edificio. El único que existía era uno
de cinco pisos, con las ventanas abiertas y donde colgaban

120
toallas y sábanas; un rastafari en la ventana fumaba un
cigarrillo que a la distancia no parecía cigarrillo, sino una
pipa de papel que echaba humo.
En la puerta del edificio encontramos al portero, que
olía a vino tinto con cáscaras de naranja.
— Esa información es clasificada —nos dijo cuando le
preguntamos por Sally Mardones y se la describimos.
Así que desclasificamos la información; es decir,
tuvimos que dejarle tres mil pesos en el bolsillo.
—Esa niña hace una semana que no aparece por acá.
Dejó pagado por cuatro semanas; si no llega voy a tener que
juntar sus cosas y arrendar la pieza, porque hay mucha
demanda.
—¿Y no sabe dónde fue?
—No hablaba con nadie. Sólo llegaba a dormir, pero en
nada bueno debe andar.
—¿Por qué lo dice?
— Por los detectives que vinieron por ella. Eso me
dijeron que eran al menos. Yo fui boxeador, peleé como
sparring de Godfrey Stevens; claro, ustedes son muy jóvenes
para acordarse de Stevens, pero el asunto es que sé cuando
alguien es policía o no. Esta profesión, la de portero, me
enseñó en mis 20 años de oficio que lo que me-nos hay que
hacer es preguntar, así que a esos tipos, que dudo que fueran
lo que decían que eran, los dejé subir y que revisaran la pieza.
Después de eso fue que no apareció más esa niña.
Debimos pagar los últimos dos mil pesos al portero para
subir a la pieza arrendada. Llevábamos toda una fortuna
invertida en el caso, sumado a las entradas al cine y el
popcorn gigante.

121
El cuarto estaba hecho un desastre, habían revisado por
todas partes, desparramado la ropa. La ropa y las cosas eran
de Sally, de eso estaba seguro. Había algunos libros y una
mochila. En el suelo encontré uno de eso cuadernos que
confeccionaba ella misma, forrados con tela. Pero estaba
semidestruido, con las hojas arrancadas. En algunas páginas
quedaban palabras sueltas que no decían nada. En una de las
páginas reconocí un poema de Neruda. Y en una de las hojas
arrancadas aparecía la mitad de un mapa de una calle,
dibujado con la tinta gruesa de un plumón. En la hoja sólo se
distinguía en el centro el nombre incompleto de la calle:
«...nices».
I legué tarde a mi casa, pero tuve suerte: mis fg papás habían
ido al cine. Mi hermana ha- biaba por teléfono con un novio
en Coyhaique que pagaba la llamada, la que le saldría una
fortuna.
Gertru me convocó con urgencia a la cocina. Sirvió un
plato de tallarines con salsa, queso rallado y un vaso de leche
con sabor a chocolate. Luego, me dijo:
—Vamos a tener que cortar esa investigación
detectivesca, la de Sally Mardones. No quiero que tus papás
después me hagan responsable a mí.
—No pasa nada, Gertru, tampoco avanzo
mucho.
—Llamó por la tarde una compañera de tu curso, Flavia
algo...
—¿Qué quería?
—Me dejó un recado para ti, lo tengo anotado en mi cuaderno
de las compras.
Se levantó a buscar arriba del microondas el cuaderno y me lo
mostró a la distancia.

122
—Pero antes me vas a contar todo, pero todo lo que
ocurre con esa niñita.
Le conté sobre el restaurante y la pieza donde había
dormido al menos unas semanas Sally Mardones, además de
lo que había encontrado allí.
Gertru comenzó a dar vueltas analizando la situación
con cara de computador portátil.
—Claro, claro, claro.
—¿Qué está claro?
— Nada, si lo estuviera estaría todo resuelto. El asunto
es que esa niña Flavia llamó y dijo que se había acordado de
un amigo nuevo de Sally, un tal Pedro Canario, ese fue el
nombre que me dio, lo tengo anotado aquí. El tal Canario era
el jefe del grupo en el que participaba Sally.
—¿Pero qué tipo de grupo?
— Protección de animales. Flavia dice que llames al
Pedro ese. Aquí está el número del celular. Si lo llamas
quiero saberlo todo.
Esperamos otros 15 interminables minutos que mi
hermana colgara el teléfono y marcamos el número de Pedro
Canario. Lo primero qre dijo era que su apellido en realidad
era otro, que más bien ese era su apellido de «combate».
Hacía meses había formado un grupo de defensa de los
animales, en él participaba Sally.
—¿En qué estaba en las últimas semanas?
Desde el otro lado me contestó con voz suave, como si
cantara un reggae, Pedro Canario:
—En algo que era importante, pero que por lo mismo
prefirió mantener en secreto.
—Pero te habrá dicho algo más.

123
—En realidad sólo cosas aisladas. Me contó del dueño
de un restaurante que estaba en un negocio con animales, al
que esperaba denunciar.
—Gustavo Reina —dije sin contenerme.
—No sé el nombre. Ella me dijo que estaba vigilando
antes de denunciarlo, necesitaba pruebas.
—Reina tiene un restaurante en el centro.
—No, ella me habló de una bodega donde encerraban
perros para venderlos.
—¿Y para qué querrían vender perros?
Pedro Canario me detalló todos los negocios posibles
que se podían hacer con perros, por supuesto después de
matarlos y enviarlos de distintos modos a países como
Indonesia o Japón. Yo tragué saliva porque no tenía idea.
—Ella no me contó nada más, sólo que era arriesgado
que supiera su familia. La bodega aquella, al parecer,
quedaba en Macul, en una calle con nombre de ave,
codornices o perdices, no estoy seguro.
Después de eso prometí hacerme socio del grupo o
ayudar lavando perros y colgué.
Corrí hasta mi pieza. Pero antes de subir la escalera vi
que se abría la puerta y que entraban, como novios recién
casados, mis padres. Sus salidas al cine les provocaban olas
románticas.
—¿Qué haces levantado a esta hora, Quique? —me
preguntaron.
— Estoy estudiando. Gertrudis me está ayudando.
Subí hasta mi pieza y recogí de mi escritorio la hoja de
aquel cuaderno que había encontrado en la casa de Sally. Bajé
hasta la cocina. De mi mochila saqué el cuaderno
semidestrozado que encontré en la pieza arrendada del

124
centro, busqué en la última página aquel mapa. Las últimas
letras, «nices», correspondían a Codornices o Perdices, tal
vez la calle que acaba de escuchar por teléfono.
— Codornices, eso está en Macul —dijo Gertrudis — ;
yo tenía un amigo que trabajaba en una fábrica de botellas.
En el otro cuaderno estaba la hoja con el dibujo del
párpado semicerrado y la palabra Reina. Alrededor varios
L números, tal vez de teléfonos o direcciones. Unas de esas
direcciones era clara y precisa: Las Codornices 286.
e prometí a Gertrudis
que no haría nada, que
reuniríamos toda esa información y nos iríamos hasta la
comisaría de Ñuñoa a explicar lo que sabíamos. Una promesa
es una promesa. Bueno, a veces hay que romper las promesas.
A veces hay que interpretar las promesas. A veces hay que
prometer menos y hacer cosas. A veces mejor es no prometer
nada.
Nos fuimos con León, al día siguiente, hasta Macul.
Nos prometimos uno al otro que echaríamos sólo una mirada,
nada más, y que volveríamos enseguida.
Las Codornices 286 estaba en una calle llena de
galpones, de fábricas pequeñas pero que daban empleo a
mucha gente. Algunas estaban apretadas a edificios y otras
tenían grandes descampados donde estacionaban automóviles
o crecía el pasto seco. El 286 era un galpón metálico nada
diferente al resto, pero completamente sellado. Desde la calle
se veía muy poco lo que ocurría en su interior. Caminamos
hasta la esquina, hasta un negocio donde vendían de todo,
desde pan hasta chocolates, desodorantes y Mejórales. Una
viejecita, que creímos era una amable abuelita, nos recibió.

125
— Señora, una pregunta: ¿sabe qué hay en esa bodega?
— indiqué hacia el 286.
—¿Vienen a conversar o a comprar? —dijo ella—.
Porque este es un negocio, no una junta de vecinos. Así que sí
quieren preguntarme algo
tienen que comprarme un chicle, aunque sea.
Es decir, adiós a la comprensiva y cariñosa abuelita que
creíamos. Debimos comprarle dos chicles, una barra de
chocolate Trencito y dos Súper 8 antes de que dijera algo.
— Poco se ve qué hacen allí —dijo por fin — ; entran
camionetas, pero nada más. Eso sí, mi vecino don Gepetto, sí,
se llama igual que el papá de Pinocho, es descendiente de
italianos. Don Gepetto, el vecino del otro lado, dice que por
las noches a veces no lo dejan dormir los ladridos de los
perros que tienen allí adentro.
Estaba claro, no podríamos entrar al lugar y perdíamos
el tiempo, así que comenzamos a caminar de regreso.
Anochecía temprano en otoño, a las siete todo estaba
oscuro, tenebroso y las luminarias escaseaban. Entonces,
cerrándonos el paso, se detuvo un automóvil. Tres hombres,
lo suficientemente grandes para nosotros, nos rodearon sin

salida. De un segundo automóvil bajó Gustavo Reina,


acompañado de la mesera, que traía una cara tremenda de
traición.
—¿Son éstos? —le preguntó Reina.
La mesera movió afirmativamente la cabeza. Reina se
acercó para vernos mejor y dijo:
—No sé en qué andan ustedes dos, pero si son del
grupo de Sally Mardones, mejor se arrepienten de haber

126
despertado hoy. —A los tres hombres les ordenó—: A la
bodega.
Nos llevaron hasta la bodega. Dos nocheros cuidaban
la puerta. Nos dejaron en una habitación estrecha cerca de la
entrada, donde guardaban papeles y máquinas de escribir.
Cerraron la puerta con llave. De este lado quedamos
nosotros. Escuchamos a los guardias silbar, mientras de una
radio salía ahogada una canción de Shakira.
—¿Y ahora? —dijo León.
La pregunta flotó en el aire sin respuesta; en realidad,
no sabía qué haríamos a continuación. Nos sentamos en el
suelo a esperar.
Una vez vimos en el liceo una obra de teatro que se
titulaba Esperando a Godot, uno de los actores lo habíamos
visto en una telenovela en un papel secundario, pero aquí era
el protagonista. La obra trataba, justamente, de la espera de
alguien que nunca llegaba y que tampoco se sabía quién era:
su nombre era Godot. Y de tan absurda que parecía la obra,
finalmente alguien inteligente bautizó todo aquello como
«teatro del absurdo». Esto lo digo porqué en esa situación,
prisioneros sin saber realmente por qué, finalmente es-
tábamos esperando a algo parecido a Godot.
Entonces, después de un rato, León dijo:
—No sé si tú sientes, Quique, lo mismo que yo, pero
hay un olor como a...
— Un olor muy malo, como a perro mojado.
—A perro, eso es.
Y ahí nos quedamos en la semioscuridad, sin saber qué
hacer y todo por tomar partido en una causa, la de Sally
Mardones, aunque no sabíamos qué causa era. Ahora yo

127
estaba y ella no estaba. Y de esa forma, tal vez por el
aburrimiento
o lo absurdo de la situación, es que comencé a
quedarme dormido.
Desperté cuando la puerta se abrió. Pensé que soñaba,
todo había sido un sueño y estaba en mi cama, en mi
dormitorio de calle Juan Moya, mirando el techo, soñando
que era domingo y que me despertaba a las once de la
mañana. Una figura con una linterna nos iluminó directo. Re -
conocí enseguida su voz:
—Quique, soy yo, Sally Mardones.

128
o era tiempo para dar explicaciones. Seguimos a
Sally, que llevaba un llavero con el que abría y cerraba las
puertas. Me di cuenta enseguida que no íbamos de salida, sino
adentrándonos más en la bodega, hasta una gran habitación.
Al abrir la puerta nos golpeó un aire caliente y un pésimo
olor. Sally hizo correr la luz de la linterna por la habitación.
El piso estaba cubierto de cuerpos de perros echados que
parecían muertos, pero no lo estaban, más bien estaban
enfermos o drogados, respiraban pero ninguno se movía.
Sally me pidió que sostuviera la linterna e iluminara. Preparó
su celular como cámara fotográfica y comenzó a disparar.
León y yo, mientras tanto, sólo queríamos salir antes de que
los dos guardias se dieran cuenta. Cuando ella creyó que
había terminado, otra vez escogió una de sus llaves y salimos
por una puerta trasera de la bodega. Al otro lado hacía frío.
Caminamos por entre la maleza, que olía aún peor que la
habitación de los perros dormidos, hasta que encontramos el
cerco por donde llegamos a la calle.

129
—¿Por qué me buscan? —fue lo primero que nos dijo
Sally antes de subir a un taxi. No parecía contenta de vernos
— . Esto es peligroso y pudo haberles ocurrido algo malo con
Reina.
No alcanzamos a decir nada. Me sentía como cuando mi
mamá se molestaba porque no hacía ia cama en una semana y
encontraba restos de queque, alguna revista, mi reloj, un
pedazo de manzana, entre las sábanas. Como en esas oca-
siones, no tenía una explicación con Sally. Ella era mayor que
nosotros y sí sabía lo que hacía. No podía explicarle que de
mi parte sentía que le debía algo a ella, que no estaba seguro
de qué se trataba, pero tenía que ver con comprometerse al-
guna vez.
El taxi nos condujo por Ñuñoa de regreso, dio varias
vueltas y nos bajamos en una plaza escondida y pequeñita.
Estaba seguro que a esa hora mis papás estarían preocupados,
pero entonces me acordé del cumpleaños de mi tío Cacho; mi
tío no es mi tío, pero como es amigo de mi papá le decía tío
Cacho desde que era niño. Esta noche era su cumpleaños y lo
celebraba en su casa en calle Antonio Varas. Es decir, estaba
momentáneamente salvado. Llamé a Gertru por el celular de
Sally, le dije, sin darle tiempo a replicar, que estudiaba en la
casa de un compañero de curso, que todo estaba bajo control
y que por ningún motivo había roto la promesa de acercarme
a calle Las Codornices 286, Macul. Después colgué y esperé
junto con León que Sally Mardones dijera algo, que contara
su historia, en la que sin querer estábamos ahora metidos.
Todo había partido cuando comenzó a investigar las
denuncias de los robos de perros, no sólo perros vagabundos,
sino de barrios enteros. Se enteró por Internet que pagaban
muy bien esos perros para experimentos en universidades y

130
hospitales de todo el país. No era nada de fácil el traslado, se
hacía drogándolos como los habíamos visto en la bodega.
Los datos finalmente los consiguió a través de un ex
empleado de Gustavo Reina, que no podía dormir por las
noches después de haber enviado al sacrificio a muchos de
esos animales. El empleado le confesó todo, pero le agregó
un dato importante: Reina guardaba los papeles que probaban
el tráfico de animales en su oficina, en la parte de atrás de su
restaurante. Sally comprendió entonces que no tenía opción.
El empleado, después de la confesión, se fue a esconder a un
pequeño pueblo en la VIII Región, llamado Monte Águila.
Sally necesitaba pruebas y debía conseguirlas por ella
misma. Por eso decidió no involucrar a sus padres, ni a nadie,
arrendó una pieza en el centro y logró el empleo de mesera en
el restaurante de Reina. Sentía que era su deber y que no tenía
otra forma de conseguir esas pruebas.
Después de 10 días de trabajar allí logró llegar a la oficina y
robó los papeles que necesitaba. Pero casi enseguida fue
descubierta, los hombres de Reina la siguieron, llegaron hasta
la pieza que arrendaba y le arrebataron las pruebas. Desde ese
día estaba escondida en casa de una amiga en un edificio
cerca de avenida Irarrázaval sin saber qué hacer. Sólo tenía
un dato, la dirección de esa bodega y un llavero que también
había sacado de la oficina de Reina. Mientras vigilaba la
bodega nos vio a nosotros en el lugar y luego cuando fuimos
detenidos por Gustavo Reina y sus empleados. La historia era
esa, así de simple. La conclusión seguía siendo la misma: allí
estaban esos perros preparados para ser llevados a la mesa de
operaciones de un laboratorio y así probar fórmulas químicas
de un nuevo champú y otros experimentos desagradables,
sobre todo para los perros. Es decir, estábamos como en el

131
comienzo. Y dije «estábamos» porque a esa altura le prometí
a ella que éramos parte de aquello, no la dejaríamos sola, al
menos hasta que terminara el cumpleaños del tío Cacho esa
madrugada. Sally me miró de una forma distinta y dijo:
— Sabía que podía contar contigo.
S ally Mardones no tenía pruebas para inculpar a Reina y a su
negocio de tráfico de animales. Sólo teníamos una esperanza,
una en la que únicamente ella creía y que representaba,
pensándolo bien, lo que hacía particular a Sally: creer en los
demás por sobre todas las cosas.
En clase de educación física, en una ocasión, hicimos un
«ejercicio de confianza»; la idea era de nuestro profesor, de
uno que estaba de paso por el colegio, hacía la práctica para
titularse, llevaba el pelo largo tomado en una cola de caballo,
lo que indignaba a los otros profesores; por el contrario, a
nosotros nos parecía que ese detalle decía mucho y nos daba
confianza. Era un buen tipo Clark. Su nombre no era Clark,
pero algunas de nuestras compañeras se enamoraron de él y le
dejaron ese sobrenombre: Clark Kent, porque era igual a
Superman. A Clark, cuyo nombre verdadero era Carlos, le
gustaba el sobrenombre y nos pedía que lo llamáramos de ese
modo. A Clark se le ocurrió entonces el ejercicio que
consistía en dejarse caer hacia atrás esperando que un
compañero nos atrapara antes de rebotar en el suelo. Por
supuesto elegí a León porque era mi mejor amigo. Clark dijo
que de esa forma no resultaba el juego, que teníamos que
elegir a alguien desconocido o no muy cercano. Me
correspondió entonces realizar el ejercicio con Venturelli, un
tipo desagradable, con el que nos llevábamos muy mal, él se
había enterado de mi asunto de detective y cada vez que me
veía se reía como hiena burlándose: «Ahí va Columbo», «Ya

132
llegó Starky», «Miren al Agente 86...». Digamos entonces
que Venturelli no era alguien a quien le podría tener
confianza. Esperé lo peor ese día en el gimnasio con el
ejercicio de la confianza, desde quedar lisiado hasta no poder
sentarme en una semana. Ahí estaba, de espalda, en medio del
gimnasio, donde nos moríamos de frío en invierno porque a
las ventanas altas les faltaban varios vidrios.
— Déjate caer con confianza —dijo Clark Kent, y yo
pensé en mis partes blandas allá atrás que sufrirían sin sentido
por un ejercicio que nadie más que el profesor entendía.
Me dejé caer. Caí despacio, como en cámara lenta, con
el cuerpo tieso. Estaba seguro que Venturelli se reía como
animal e inventaría algo para no recogerme a tiempo. Pero
entonces sentí los brazos de Veturelli que me atrapaban con
fuerza justo antes de tocar el piso de madera
del gimnasio. Inmediatamente también me sentí agradecido,
muy agradecido. Venturelli ni siquiera me miró y siguió más
allá riendo por otra cosa.
En el siguiente recreo busqué y enfrenté a la hiena de
Veturelli:
—Gracias por no dejarme caer —le dije.
—¿Creías que no lo haría? —me respondió.
Entonces ambos nos reímos como si en realidad nos
conociéramos desde hacía muchos años; justamente, hacía
muchos años nos conocíamos pero muy mal. Desde ese día o
el sábado siguiente hicimos planes para ir juntos al cine. Lo
pasamos bien. Después comimos una pizza en la Plaza Ega-
ña y seguimos riéndonos, hasta hoy que seguimos siendo
buenos amigos.

133
Sally pagaría el taxi. Así que hicimos parar uno. Era
tarde, pero todavía tenía tiempo porque calculaba que el
cumpleaños del tío Cacho estaba en lo mejor y eso me
protegía de la llegada a casa.
Nos bajamos en el centro de Santiago, que a esa hora
lucía oscuro y tenebroso. Unos municipales barrían con unas
hojas de palmera gigante la calle y una camioneta especial lo
hacía con escobillas bajo sus ruedas.
El Restaurante italiano Reina estaba cerrado, pero
Sally se dirigió a una puerta lateral. Otra vez de su llavero
eligió una llave con la que
abrió. Encontramos una escalera. Subimos hasta el segundo
piso. Debajo de una de las puertas vimos luces. Sally fue
directo a la puerta y golpeó. Se escuchaba un programa de
televisión donde el humorista Alvaro Salas contaba chistes y
todo el mundo se reía. Creímos que nadie abriría. Pero en-
tonces se abrió la puerta y apareció la mesera traidora del
Reina. Nos quedó mirando como si tres habitantes del planeta
Venus tocaran una noche la puerta de su departamento. Sally
se adelantó:
—Con permiso —y entró. Detrás lo hicimos nosotros.
Estaba claro, no era el lugar donde debíamos estar, la misma
mesera, horas antes, nos había traicionado.
— No deberían estar aquí —dijo ella—, ninguno de los
tres; si don Gustavo se entera puede ser peligroso para
ustedes.
Sally le respondió y nosotros dos con León preferimos
cerrar la boca.
—Tu jefe te paga esta pieza, te dio el trabajo y te ha
prometido otras cosas, lo sé, pero llegó la hora de decidir lo
que corresponde.

134
—Me vine a trabajar acá a Santiago y don Gustavo me
ha ayudado.
— Pero sabes que no está bien lo que él
hace.
—Sí, pero...
—Confiamos en ti, por eso hemos venido, necesitamos
de tu ayuda.
Dio vueltas por el dormitorio, que era estrecho pero
estaba ordenado y olía a desodorante ambiental.
—No puedo —repetía la mesera—. Mejor se van,
Gustavo puede llegar y encontrarlos aquí; cuando se enoja, tú
sabes cómo se pone.
Sally le dejó su celular entre las manos, con la
fotografía de los perros drogados en la bodega.
—Ahí están esas fotografías para que te decidas. Y
también tienes el celular con el que puedes llamar a Reina y
contarle que estamos aquí. Tú decides.
Nos sentamos en unas sillas. El televisor seguía
encendido, pero sin volumen, así que sólo veíamos como el
público se reía de la rutina del humorista. De pronto ella
movió la cabeza, dio un gran suspiro y dijo:
—¿Qué quieren que haga?
—Que me abras la oficina de Reina en el restaurante y
así sacar documentos para probar lo de los perros...
—No, no es buena idea. Hace una semana, después de
que desapareciste, Gustavo limpió su oficina, no hay nada de
eso allá abajo.
—¿Qué otra cosa tienes, entonces? —preguntó Sally,
resignada.
— Esta noche es importante, esta noche se hace la
entrega.

135
E
ra pasada la medianoche. Como estábamos en otoño,
las noches no eran las más agradables del año; es decir,
mucho frío, algo de neblina y oscuridad. El taxi nos dejó en
San Bernardo, que para nosotros con León, a esa hora,
representaba un lugar muy lejano, casi como si fuera Puerto
Montt. Allí, en la carretera, en el cruce del camino se haría
la transacción, un camión recogería el cargamento. El
taxista aceptó esperar media hora, la que cobraría, pero
nada más, porque a él también le daba miedo un lugar
como aquel, a pesar de que le asegurábamos que
esperábamos a una tía que venía desde Rancagua. Sally
salió varias veces a fumar afuera del tax . algo que nos
impresionó enseguida porque no conocíamos a nadie del
liceo que fumara. Pensé que hasta ahí llegaba lo ecológico
de Sally, porque fumar es contaminar el aire de los demás y
hacerse un mal favor a los pulmones. Pero tampoco me
atreví a sugerirle eso, en realidad preferí permanecer en
silencio, pues no sabía qué ocurriría a
continuación. En una oportunidad mi hermana me sorprendió
fumando. Era un solo cigarrillo, tal vez el primero que me
llevaba a la boca, pero justo mi hermana apareció en la plaza
Pedro de Valdivia después de la licenciatura del colegio del
mismo nombre de la esquina, al que había ido no sé por qué
motivo. Allí, en el puente que cruza la calle y la plaza, me
encontré con mi hermana, que enseguida me echó una
maldición gitana, me miró con cara de cámara de video y me
dijo que se lo diría a mi papá. En realidad nunca se lo dijo,

136
pero el miedo con el que quedé fue suficiente para que dejara
el cigarrillo para siempre justo cuando comenzaba a fumar.
Lo primero que vimos llegar fueron las tres camionetas,
fue fácil identificarlas pues en sus carrocerías laterales
aparecía escrito: «Restaurante Reina / Las mejores pastas de
Santiago». Se estacionaron en una calle lateral y apagaron
sus luces. En ese momento el taxista que nos esperaba
sospechó que la tía de Rancagua era lo que era, o sea, una
mentira, así que nos pidió lo que le debíamos y se fue,
dejándonos entre unos árboles secos que apenas nos
ocultaban. Esperamos otros 20 minutos. Con León habíamos
preparado el plan B de la operación; es decir, nos
imaginamos por dónde correríamos huyendo de los hombres
de Reina.
Cuando un enorme camión se estacionó en una berma
del cruce, vimos a las camionetas moverse hasta quedar
detrás. Fue el momento en que me acerqué tímidamente a
Sally Mardones para preguntarle sobre el plan A; es decir,
qué haríamos a continuación.
— Ustedes dos, nada —dijo seca. Con León nos
miramos sin saber cómo interpretar aquello.
Al parecer, el plan A era un verdadero plan fracasado.
Sally simplemente saltó por la defensa metálica del trébol de
la carretera y se acercó al camión. Entonces sacó un arma. En
realidad no era un arma. De la mochila emergió una cámara
fotográfica y comenzó a fotografiar lo que ocurría. De las
camionetas, con una rapidez asombrosa, cargaban las jaulas
con perros. En pocos minutos llenaron el acoplado. A Sally
parecía no importarle ser descubierta. Y, como era de
esperarse, algunos de aquellos hombres se dieron cuenta que
a escasos metros de allí los fotografiaban y no precisamente

137
para tener un recuerdo, sino para conseguir pruebas con que
denunciarlos.
Fue fácil atraparla. Había llegado el momento en que
León y yo debíamos tomar una decisión importante. O
huíamos cobardemente o hacíamos algo. Era obvio: si
corríamos hacia abajo de la carretera, por donde se entra a
San Bernardo desde la Panamericana, probablemente esta
noche y las siguientes de varios años más no podríamos
dormir tranquilos. Así que hicimos lo mismo que Sally,
saltamos la cerca, cruzamos la carretera y allí estábamos
jalando de una pierna a Sally, mientras aquellos hombres lo
hacían de los brazos. La escena era ridícula y las
probabilidades de que ganáramos eran escasas. Pero, enton-
ces, todo se calmó. De una de las camionetas bajó la figura
pequeña pero regordeta de Gustavo Reina rascándose la
cabeza.
—Otra vez ustedes. Realmente no me dejan hacer
negocio —dijo.
Se acercó a Sally y le quitó la cámara.
—¿Realmente piensas que con esto tendrás alguna
prueba? —dijo.
— Con eso no... —dijo Sally.
Reina intentó abrir la cámara fotográfica, pero
enseguida dijo con cara de espanto:
—¿Qué es esto?
La cámara era una linda cámara plástica que nunca
había tomado una fotografía.
Sally, entre los brazos de los guardias de Reina, logró
hablar:

138
—Necesitaba que tú mismo aparecieras cerca del
camión de la carga, no para que yo te sacara la foto, sino
ellos...
Indicó la oscuridad y todos nosotros creímos que Sally
Mardones tenía visiones. Pero en ese momento se encendió
un foco azul y de un rincón al lado del camino apareció una
camioneta con las latas sueltas, que podía ser la famosa
camioneta del Padre Hurtado, pero ésta estaba pintada con
flores y un letrero largo que decía algo así como «los
animales son tus hermanos». Bajaron varios jóvenes mayores
que Sally, parecían universitarios, con chalecos gruesos y
barba. El que llevaba una cámara de video era Pedro Canario,
eso lo supe más tarde. Tampoco Reina se intimidó demasiado
con la aparición. Al menos hasta 20 segundos después que
dos vehículos cerraron la carretera. A pesar de la oscuridad o
gracias a ella se notaban muy bien sobre esos automóviles las
balizas de los carabineros. Entonces, Reina pensó seriamente
que estaba perdido, que se había acabado el negocio de los
perros, y que probablemente se le acabaría también el ne-
gocio de las pastas o de cualquier tipo debido al tiempo que
pasaría en la cárcel.

139
Convencimos al teniente que tomaba las declaraciones que
nos dejara ir por ahora. Prometimos que volveríamos al día
siguiente, teníamos que llegar antes que mis papas a la casa
de calle Juan Moya. El carabinero que dirigió la operación,
sin duda cuando pequeño debió pasar por lo mismo, pues nos
envió a los tres en un auto policial con bal iza. el que corrió a
toda velocidad por la carretera hacia Santiago.
En el momento que entramos por la cocina nos
encontramos con Gertrudis Astudillo, mi nana, con los ojos
rojos de tanto llorar. Le explicamos rápidamente lo que
ocurría. Por suerte, el cumpleaños del tío Cacho se había
prolongado, así que estábamos salvados. Tampoco Gertru
hizo mayor escándalo, porque en sus preferencias el primer
lugar lo tienen los uniformes; el carabinero que nos fue a
dejar le entregó sus datos y se llevó los suyos.
Sally Mardones me dijo que mañana tem piano
regresaría a su casa, había causado demasiada preocupación a
sus padres, pero también creía que era la única forma de
conseguir lo que finalmente había conseguido. Estaba
arrepentida, aunque si se le presentaba algo parecido lo haría
de nuevo. Sally Mardones era de las personas que sí estaba
donde los demás no estaban, pero estaba hasta el final, sin
retrocesos, porque creía en lo que pensaba y luchaba
consecuentemente por sus ideas. Todo eso me lo dijo
mientras tratábamos de quedarnos dormidos, León y yo en el
suelo de mi dormitorio, y Sally en mi cama. Mientras ella
hablaba pensaba que mañana temprano trataría de esconder
ese oso de peluche que Ger- tru me regaló hace ¿n siglo y que
deja todas las noches sobre mis almohadas y a quien llama
«Fernando el oso». Juro que yo no lo hago, ni siquiera me
gusta mucho ese oso.

140
Al otro día todo se arregló. O en parte. Finalmente
debimos confesar a mis padres nuestra participación en la
detención de la banda de traficantes de animales. Me
castigaron, me quitaron el talonario de entradas al cine que
me habían regalado. Lo peor vino dos días después. Mi her-
mana me apuntó con el dedo en medio del pasillo, me dijo
que estaba en su poder nuevamente, tendría que ser su
esclavo un mes seguido; es decir, debería hacerle la cama
durante ese tiempo. Había escuchado, dos noches atrás, una
voz dr mujer en mi dormitorio y estaba dispuesta a contarle a
mi papá.
Me quedé en un sillón de la casa. Gertru estaba en su
curso de teatro en la Corporación Cultural de Nuñoa. Mis
papás habían ido a despedirse del tío Cacho, que viajaba a
Buenos Aires por una semana, lo que era suficiente excusa
para celebrar. Estaba solo, pensando que poco había ganado
en todo aquello. Aunque si lo analizaba mejor, ahora tenía
una nueva amiga, una que admiraba, y de la admiración
siempre nacen cosas buenas. Sally Mardones había
solucionado sus problemas con sus papás. En la tarde me
llamó por teléfono y me invitó a las reuniones del grupo de
amigos de los animales. Sabía que a esas reuniones iba gente
mayor que yo, así que la invitación me pareció un regalo en
agradecimiento por lo que había ocurrido. Cuando le
pregunté cómo sabía que yo era realmente un «amigo» de los
animales, ella me respondió:
—Es que Gertrudis me contó lo de «Fernando el oso»,
así que me imaginé que eras de los nuestros.

Fin

141
142

También podría gustarte