La revolución inconclusa: Ricardo Flores Magón. Antología
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La revolución inconclusa - Ricardo Flores Magón
PRÓLOGO A LA EDICIÓN 2023
ALEJANDRO DE LA TORRE HERNÁNDEZ¹
Los textos que componen esta antología fueron publicados originalmente a principios de la década de los años veinte del siglo pasado a instancias del Grupo Cultural Ricardo Flores Magón, y comenzaron a salir a la luz en formato de pequeños libros poco tiempo después de la muerte de su autor en la prisión de Leavenworth, Kansas, ocurrida en noviembre de 1922. El objetivo de ese proyecto editorial consistió en dar a conocer el pensamiento, la vida y la obra del revolucionario oaxaqueño entre las jóvenes generaciones que no habían tenido la oportunidad de conocer sus escritos directamente de las páginas del periódico Regeneración en donde —en su mayoría— se publicaron por primera vez. Con la edición de estos escritos, el Grupo Cultural pretendía, además de difundir la potente prosa revolucionaria del líder del Partido Liberal Mexicano (PLM), ofrecer un punto de referencia (diríase una suerte de faro ideológico) para los jóvenes militantes que vivían los convulsos años posrevolucionarios y que se enfrentaban a las vicisitudes y exigencias tácticas y estratégicas que imponía el nuevo Estado emanado de la larga lucha revolucionaria.
Las ediciones del Grupo Cultural gozaron de un relativo éxito. Ante todo consiguieron que se mantuviera viva la memo-ria de las luchas enarboladas por el PLM contra la dictadura porfiriana desde mucho antes del alzamiento maderista, al tiempo que se enfatizaba con ello el carácter profundamente social del proyecto revolucionario del llamado magonismo
que aspiraba a la transformación radical de la sociedad desde una perspectiva libertaria.
Así, y para dar cuenta de la versatilidad discursiva del autor, los textos que editó el Grupo Cultural se agruparon en cuatro segmentos: artículos políticos —género en el que Ricardo Flores Magón fue un autor asombrosamente prolífico—, discursos, epistolarios y obra literaria, es decir, cuentos y teatro. En todos los casos se trata de textos concebidos con un único e inamovible objetivo: hacer propaganda revolucionaria, finalidad a la que su autor consagró prácticamente todos los esfuerzos de su existencia.
La presente antología, pues, retomó una parte significativa de los textos que editara en los años veinte el Grupo Cultural y los organizó también por segmentos genéricos, recuperando los títulos de aquellas primeras ediciones: Semilla libertaria, para el periodismo de combate; Tribuna roja, para los discursos políticos; y Epistolario revolucionario e íntimo, para la correspondencia. Preparada por Gonzalo Aguirre Beltrán, la primera edición de la antología salió a la luz, de las prensas de la Universidad Nacional Autónoma de México, en 1970. Y tanto la introducción —dotada de una notable profundidad antropológica y una excepcional agudeza crítica— como la propia selección de textos dan cuenta de las preocupaciones de su tiempo: el calado social de una Revolución que se percibía inconclusa (o interrumpida
en palabras de Adolfo Gilly), las posibles resonancias de la comunidad indígena pretérita en los proyectos de futuro, el sentido de las nociones de patria y nación en la médula discursiva del Estado mexicano, así como la imborrable cuestión de la propiedad de la tierra y las movilizaciones campesinas, de cara a las transformaciones socioeconómicas de la segunda mitad del siglo XX, por citar solamente las cuestiones más evidentes.
Como se puede ver, buena parte de las preocupaciones propias de la época en que salió a la luz la primera edición de esta antología, de algún modo permanecen (aunque con algunos matices) en el bagaje de nuestras inquietudes contemporáneas. Y esta aparente vigencia
nos habla de, cuando menos, tres fenómenos: por una parte, de la inobjetable lucidez de Ricardo Flores Magón para plantear, en clave de periodismo de combate, las injusticias elementales sobre las que se asienta la sociedad capitalista. Por otra parte, pone en evidencia la fina intuición intelectual de Gonzalo Aguirre Beltrán para hallar una interlocución fructífera entre los escritos de Flores Magón y las inquietudes sociales del último tercio del siglo XX. Y, finalmente, no puede dejarse pasar el hecho nada halagüeño de que buena parte de las llagas sociales —abiertas y supurantes— señaladas hace más de una centuria por Ricardo Flores Magón siguen ahí, a la vista de todo el mundo, aunque ahora investidas (no siempre) de rasgos más refinados y sutiles: la explotación, la esclavitud, la desigualdad, el oportunismo político, la voracidad imperial, la abyección propia de las ambiciones de poder… y un deprimente etcétera de males sociales que no debiera dejarnos dormir.
En razón de esta vigencia perenne, a la vez amarga y estimulante, la antología editada por la UNAM cayó en suelo fértil, justamente en una época en que el discurso histórico oficial del régimen de partido de Estado pretendía, una vez más, pasar la aplanadora de la historia sobre su propio pasado, borrando las huellas de aquella otra revolución que impulsara el PLM en los albores del siglo pasado. De modo que para una gran cantidad de generaciones universitarias esta selección de textos, reeditada en al menos cuatro ocasiones, significó el primer y deslumbrante contacto con la vida y la obra de Ricardo Flores Magón.
En cierto modo, puede decirse que su publicación culminó la larga carambola histórica cuyo golpe inicial fue dado por el Grupo Cultural Ricardo Flores Magón, prolongando sus efectos hasta finales del siglo XX. Y cada generación leyó a su modo los escritos del pensador revolucionario y dialogó a su manera con el texto introductorio de Aguirre Beltrán. De manera que el verbo revolucionario de Flores Magón fue descifrado a la luz de las preocupaciones de cada generación y de sus sucesivas realidades: ya en relación con los movimientos estudiantiles que dejarían una honda huella en el México finisecular; ya dialogando con las guerrillas y las luchas clandestinas de los años setenta; ya en respuesta a la versión descafeinada del magonismo
como movimiento precursor de la Revolución mexicana, que desde las esferas oficiales aspiraba a incorporar forzadamente la figura de Flores Magón al panteón de los próceres nacionales; ya como un interlocutor distante del internacionalismo proletario y las luchas contra el imperialismo estadunidense; ya como una referencia antiautoritaria de cara a la crítica del socialismo real y a la salvaje explotación capitalista, en el contexto geopolítico de la guerra fría; ya entablando una conversación orgánica con el alzamiento zapatista de 1994, a través de su incandescente retórica contestaria…
De una manera que no es del todo fácil dilucidar, el aliento de los escritos de Ricardo Flores Magón se las ha arreglado para formar parte del arsenal simbólico de las más diversas luchas sociales hasta el siglo XXI. Y precisamente esta antología ha sido, en buena medida, responsable de su transmisión. No en vano, durante un buen tiempo, para los estudiosos y los interesados en el magonismo
esta selección de escritos era conocida como la antología, haciendo uso de un riguroso singular que no requería apellidos o referencias más precisas.
Luego vendrían otros esfuerzos editoriales de proporciones heroicas, como el emprendido por Ediciones Antorcha, bajo el cuidado de Chantal López y Omar Cortés, que constituiría un hito para documentar la historia del PLM y la indeleble estela ácrata del pensamiento de Ricardo Flores Magón. Y en años más recientes la edición de las Obras completas y el lanzamiento del Archivo Electrónico Ricardo Flores Magón, proyectos encabezados y sostenidos por Jacinto Barrera Bassols… pero durante un largo periodo y para un vasto público, esta antología se constituyó como un necesario y obligado punto de referencia.
Pero más allá del mero valor documental de este conjunto de escritos, las lectoras y los lectores de este siglo (que ya ha sobrepasado su mayoría de edad) hallarán, no cabe duda, no sólo una fuente de inspiración para estimular la imaginación política —bien tan escaso en los tiempos que corren—, sino también un luminoso testimonio de pasión rebelde, ejecutado con las modestas armas de un periodismo de combate que sigue resonando en el fragor de innumerables batallas. Lo cual no es poco mérito en esta llamada era de la información, en la que la velocidad de la coyuntura y la noticia
deja la impresión de que toda información está caduca y moribunda a las pocas horas de haber salido a la luz, al lado de la sensación de que el escándalo del próximo jueves hará caer en el olvido al de hoy por la mañana. En este entorno, caracterizado por las vociferantes manifestaciones corales del pensamiento único, la escritura de combate que enarbolara Ricardo Flores Magón como su forma de lucha adquiere otro relieve, a pesar (¿o a causa?) de los años transcurridos, precisamente por su potencia y su perdurabilidad, por su claridad incendiaria y su insistencia irreductible en la emancipación de la humanidad. Acercarse a sus escritos es como atestiguar el fulgor de un relámpago que tarda un siglo en extinguirse.
INTRODUCCIÓN
GONZALO AGUIRRE BELTRÁN
A Nicolás T. Bernal
Quienes conocieron a Ricardo Flores Magón e indagaron en su genealogía, dicen que era hijo de un indio, Teodoro Flores, y de una mestiza, Margarita Magón; sin embargo, las descripciones que se tienen del padre le dan una elevada estatura, 1.80 metros, y un rol ocupacional, teniente coronel retirado, que tienen muy poca congruencia con las características generalmente atribuidas a los indios del sur de México. A mayor abundamiento, los retratos que se le hicieron a Ricardo no muestran aspecto indio en los rasgos de la fisonomía ni en la textura del cabello. De cualquier manera, sabemos con certeza que él y sus hermanos nacieron en la sierra de Huautla, en un área territorial ocupada por comunidades de habla mazateca y nahua, y que siendo aún niños pasaron a vivir en la Ciudad de México, entonces como ahora, la urbe por antonomasia de la república.
Teodoro es llamado tata —abuelo— por los mazatecos de San Antonio Eloxochitlán, lugar donde Ricardo ve la primera luz y también por los nahuas que cercan Teotitlán, pueblo mestizo que funciona como puerto de intercambio y metrópoli de la región de refugio que constituye el hinterland. El tratamiento reverencial de tata ha querido explicarse como la forma de nombrar una categoría de status, la de cacique o principal, en la estratificación de una comunidad indígena; mas es necesario recordar que con mayor frecuencia los indios dan esa designación a personas que detentan autoridad en la cultura mestiza dominante. La movilidad geográfica de Teodoro, que vive sucesivamente en diferentes comunidades étnicas de la sierra de Huautla, hace suponer que el rango de tata lo debe a su adscripción en el grupo mestizo y no en el indio.
La discusión de un asunto que a primera vista parece de poca monta es relevante porque el condicionamiento que experimenta la persona en los primeros años de su vida, como es bien sabido, influye considerablemente en su conducta ulterior. Precisamente en esa etapa decisiva queda expuesto Ricardo a la acción sutil de una lengua y una cultura, distintas de la configuración occidental, que componen el patrimonio nacional. Este accidente histórico influye no sólo en la conformación de su personalidad sino, además, en la adopción firme, rígida e inexorable de una filosofía social, el anarquismo, que tiene como modelo a una comunidad agraria profundamente idealizada cuyo origen se cifra en las luchas libertarias que durante el siglo anterior los campesinos rusos sostuvieron en contra de una nobleza opresora.
Los escasos años que vive Ricardo en Eloxochitlán tal vez no hubieran sido bastantes para producir en él una huella indeleble si Teodoro, preso en la nostalgia de un retorno inalcanzable al paisaje idílico de la sierra nativa, no la ahondara con el relato conmovido y reiterado de un estilo de vida rousseauniano que contrasta trágicamente con las penalidades de la lucha por la existencia en el mundo complejo e ininteligible de la urbe. ¡Cuán diferente es el modo de vida en Teotitlán!
, exclama el padre, cuando en las noches caseras exhibe ante los hijos niños el cuadro feliz de una edad perdida, y una y otra vez vienen a su memoria los años transcurridos entre los indios en comunidades donde la tierra es un bien libre a la entera disposición de quien desee arrancarle sus frutos, donde los hombres salen a labrar los campos agregados en compañía y las cosechas se reparten equitativamente.
Entre nosotros no hay pobres ni ricos, ladrones ni pordioseros, cada uno recibe de acuerdo con sus necesidades —prosigue Teodoro—, todos guardamos el mismo nivel económico. En esta gran ciudad de México ven ustedes lo contrario: los ricos muy ricos; los pobres, miserables
. En las comunidades indígenas ciertamente hay personas que mandan, pero la autoridad no se impone; no hay ninguna autoridad coercitiva. No tenemos jueces ni cárceles, ni siquiera un simple policía; vivimos en paz, estima y amor de unos a otros como amigos y hermanos.
Todos son bienvenidos a la comunidad y la afiliación a ella es sencilla y pronta; basta expresar la voluntad de pertenencia y de compromiso en el trabajo recíproco, para que se dé a escoger al recién llegado un solar en el pueblo y una parcela en el territorio tribal. Todos contribuyen a construirle la casa y a desmontarle la sementera; pero si abandona el lugar, todos los derechos se pierden. ¡Esto sucedió con él!¹
El conocimiento más cercano a la verdad que la etnografía moderna suministra de la vida en las comunidades indígenas difiere en gran medida de la visión mítica que de ella nos da el pensamiento romántico del siglo decimonono; en el cuadro que pinta Teodoro Flores y que internaliza en el subconsciente de sus hijos, algo hay de cierto y mucho de fantasía; ambos ingredientes, sin discriminación, forman parte de las ideas y patrones de acción que Ricardo elabora para confrontar la realidad de su tiempo y transformarla. Pero antes debe pasar otras experiencias que influyen considerablemente en su pensamiento y en sus obras: la formación intelectual en la escuela preparatoria, los estudios profesionales en la escuela de jurisprudencia y las lecturas de los filósofos sociales de fines de siglo que lo llevan a comprometerse apasionadamente en la política y en el periodismo.
Si en la mayoría de los gigantes revolucionarios de la pasada centuria [siglo XIX]es posible hacer una separación más o menos precisa entre la personalidad y la doctrina que propalan, en Ricardo Flores Magón no puede hacerse tal distinción. Su credo es su carácter y su carácter es su credo; el radicalismo y la rebelión sin claudicaciones describen tanto al hombre cuanto a sus ideas
, pregona Blaisdell no sin justa razón.² Por eso es obligado poner de manifiesto los antecedentes personales de este hombre excepcional que en los años terminales de su vida trasciende las fronteras de la patria y —con Marx, Bakunin, Blanqui, Mazzini y otros rebeldes europeos— pasa a formar parte de ese grupo singular de precursores de las grandes revoluciones de nuestra época.
La escuela preparatoria en la que Ricardo recibe las primeras nociones de la filosofía occidental, es la recién fundada por Gabino Barreda, con base en los principios del materialismo positivo de Comte, que hace de la observación y la experiencia sensible la esencia misma del conocimiento; la escuela de jurisprudencia, para los últimos años del siglo, se halla impregnada por el materialismo positivo de Spencer, de acento organicista, que pone el énfasis en la supervivencia del más apto y en la no intervención, ni interferencia, en el libre juego de las leyes de la naturaleza, transportadas al campo de lo social. Por otra parte, sabemos con certeza que para 1903 Ricardo ha leído las obras de los socialistas revolucionarios que, como las de Proudhon, Bakunin, Kropotkin, Malatesta y Marx, están a su disposición en la biblioteca bien dotada de su correligionario Camilo Arriaga.
El hombre y la naturaleza
Con la suma y adecuación de elementos tan dispares, Flores Magón construye a pasos su teoría y su acción y año con año las hace más y más radicales hasta llevarlas a desembocar en la utopía.³ El contraste ostensible entre el recuerdo idílico de la vida en la comunidad indígena y la opresión en la urbe que emana de una estructura dominada por un gobierno dictatorial y autoritario, lo conduce a postular la igualdad original del hombre, su bondad primigenia y la posibilidad de retornar a ella modificando el inicuo régimen social en el que ha vivido la humanidad, para hacer lugar a una sociedad universal en la que los conflictos de clase queden suprimidos.⁴
Las ideas de Flores Magón en lo que concierne al hombre y la naturaleza no son ciertamente suyas, originales; no agrega ni pretende agregar nuevos conceptos a la doctrina anárquica o al análisis social; su competencia reside —digámoslo de una vez— en la reinterpretación tan acendrada que hace de esa creencia para adaptarla a la circunstancia mexicana; específicamente, a la coyuntura agraria de índole feudal que sufre el país a la vuelta del siglo. En las ideas de