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E
una carrera desmedida por la competencia que parece atender
presuntamente a los intereses y gustos de las audiencias. Así
presentado entra dentro de toda lógica, como muestra acorde
con las leyes del mercado. Y, sin embargo, esconde una realidad
diferente, al menos en lo que a las relaciones emisor-audiencias
se refiere.
Resulta cuando menos engañoso pensar que son las au-
diencias las que determinan los contenidos televisivos, ya que la influencia
directa de aquéllas sobre los emisores es por lo general inexistente, y porque
los gustos de las audiencias ya han sido determinados previamente por una
determinada oferta televisiva. Sabido es además que el consumo de televisión
viene determinado también por la falta de alternativas que los ciudadanos tie-
nen para ocupar sus ratos de ocio y de tiempo libre. Estudios recientes de-
80 P ISTAS PARA UN CONSUMO INTELIGENTE DE LA TELEVISIÓN
muestran que el alto consumo de televisión entre niños y jóvenes tienen que
ver, entre otros factores, con la carencia de equipamiento en las ciudades para
el esparcimiento de la población infantil y juvenil, o con los peligros derivados
del aumento del tráfico y de la delincuencia, etc., por lo que nuestra juventud
juega menos en las calles, en compañía y al aire libre, para hacerlo más en sus
casas, y en solitario. El grado de sociabilidad en la preadolescencia actual-
mente es escaso y se reduce a los recreos escolares, o a las actividades a las
que, fuera del horario escolar, los padres llevan a sus hijos, para llenar así los
huecos que en las tardes ha dejado la reestructuración de la jornada escolar.
Estas circunstancias, a las que no han estado ajenas la industria del juguete y
la publicidad, atentas siempre a los nuevos hábitos de los ciudadanos, han
fomentado el consumo de la televisión en las casas. Estos factores sociales,
económicos, o urbanísticos que condicionan las audiencias, y que median en
los efectos, han determinado igualmente los hábitos y las formas del consumo
mediático, muchas veces realizado en un entorno de aislamiento.
Los intereses de emisores y espectadores no son los mismos, quedando
reducidos éstos a meros consumidores de mercancías informativas, cuyos con-
tenidos atentan en ocasiones contra su propia dignidad (Núñez Encabo, 1997:
38). La televisión, pues, y especialmente las cadenas públicas, deben situarse
en el mismo plano del espectador, que no es sino el de destinatario natural de
la comunicación audiovisual. Una televisión de calidad, conocedora de las ca-
racterísticas y gustos de los receptores, y atenta a las necesidades reales (no
supuestas) de las audiencias, y no a intereses exclusivamente empresariales,
no tiene por qué dejar de ser rentable. Pero en cualquier caso la información y
la cultura como bienes públicos no deben estar sujetas a criterios exclusivos de
rentabilidad.
Sólo hace falta una voluntad política dispuesta a intervenir en el sector
audiovisual, en defensa de los consumidores, sin olvidar los intereses de las
empresas. Para ello, habría que definir el modelo de contenidos, las líneas de
tematización y los espacios de servicio público (Díaz Nosty, 1997: 35).
Es por esto que frente a los análisis de audiencias realizados por las emi-
soras para hacer sus programaciones, cuya única finalidad es anticiparse a
otras empresas, y quitar y poner espacios, es preciso plantear análisis que,
mostrándonos las características y composición de las audiencias, nos revelen
las estructuras de opinión (Lazar, 1991: 80) y nos sirvan como diagnóstico para
instar a las emisoras a mejorar esas programaciones en interés de la audien-
cia, desde una perspectiva fundamentalmente formativa, veraz, y lúdica. Sa-
bemos, sin embargo, que intereses económicos se cruzan en este camino,
pero también sabemos que sin menoscabo de esos intereses ha de primar la
concepción de servicio público que las televisiones públicas y privadas tienen.
Una cosa es la propiedad de los medios, y otra muy diferente la propiedad de
la información, que es un bien público (Núñez Encabo, 1997: 38). Y es grande
la responsabilidad que estos medios tienen en la transmisión de valores, de los
cuales dependen en buena medida los comportamientos y las conductas de
los ciudadanos. Se hace necesario, pues, proponer alternativas desde la so-
ciedad en la configuración de nuestro entorno mediático y en la formación de
los ciudadanos, que pasen, entre otras, por:
1. La reubicación social de la escuela en la formación de los ciudadanos,
de modo que sea capaz de hacer frente a los retos de futuro planteados por los
medios de comunicación como agentes socializadores.
2. La redefinición de la televisión como servicio público, capaz de garanti-
zar una comunicación libre y emancipadora del hombre desde el respeto a la
diversidad.
3. La defensa de los intereses mayoritarios de los ciudadanos, propician-
do cauces de participación y representatividad en la gestión de la cultura.
4. La adopción de mecanismos de control de los contenidos mediáticos y
de limitación de los fenómenos de concentración de la comunicación que pue-
dan poner en peligro la integridad personal y social de los ciudadanos y de la
democracia. Así como el funcionamiento de los ya existentes (políticos e
institucionales, asociaciones de usuarios, asociaciones de periodistas, etc.).
5. El desarrollo de la comunicación local, más cercana al ciudadano, y el
establecimiento de cauces de participación y de acceso a los medios de los
ciudadanos, que garanticen la pluralidad de la información.
alta exposición de las audiencias a este medio, exposición por otra parte con-
tinua, condiciona el uso del tiempo de los ciudadanos hasta el punto de con-
vertirse en una de las actividades a las que más tiempo se dedica junto a
dormir y trabajar.
Sabido es que los niños y jóvenes pasan al año mayor número de horas
frente al televisor que en la escuela. Los andaluces consumieron el pasado
año 227 minutos de televisión al día, siendo la Comunidad Autónoma de mayor
consumo, por encima de Cataluña y de Madrid (Sur, 11-3-1997: 61). No obs-
tante, no puede hablarse de ello en un sentido determinista, ya que los efectos
de los medios serán diferentes en función de las características y de la compo-
sición de las audiencias.
La cohesión del grupo, las relaciones en la familia, las características per-
sonales de los individuos, su nivel económico, su nivel educativo, etc., influirán
indudablemente en la recepción de los mensajes de la televisión. Sin embargo,
pese al carácter mediador de estos factores, cuando la televisión acaba siendo
la única fuente de información, la idea de lo real se forja según el modelo de la
televisión (Poloniato, 1993: 57). De ahí la importancia de distinguir entre infor-
mación, opinión y publicidad; y de conocer qué tipo de contenidos y de valores
se consumen a través de ella.
Así pues, es preciso diferenciar entre consumo de televisión y consumo a
través de la televisión. La televisión, pues, como producto, y los productos que
se difunden a través de ella. En este sentido, el usuario de televisión, cuando
se sitúa frente a la pantalla, puede llevar a cabo diferentes consumos:
1. Consumo de mensajes (información, opinión, publicidad, etc.).
2. Consumo de ideología y de valores (culturales, sociales, políticos, etc.).
3. Consumo de hábitos y de actitudes.
4. Incitación al consumo de productos comerciales.
5. Consumo de tiempo.
Este consumo de mensajes, de valores o de incitación al consumo de
productos comerciales, éstos últimos a través de una publicidad televisiva tam-
bién cargada de mensajes y de valores, viene a satisfacer ciertas necesidades
existentes en el telespectador, pero también a crearle otras necesidades dife-
rentes.
Como han señalado Baggaley y Duck, habría que explicar el modo en que
esas necesidades son canalizadas y reestructuradas por la influencia de la
televisión. Sobre todo, desde el momento en que la televisión se convierte en
el punto de referencia de los espectadores, y con ello la visión del mundo que
la televisión refleja (Baggaley y Duck, 1982: 141-142).
LA O TRA M IRADA A LA TELE 83
Referencias bibliográficas
ANMA ‘97