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El pecado, el mal y la libertad

Discusión con un amigo

Luis Eduardo Hoyos


Universidad Nacional de Colombia

Este escrito no tiene sorpresas. El amigo en mención es Jorge Aurelio Díaz, a quien
está dedicada esta Festschrift. Y el objeto de la discusión es la cruzada de Jorge Aurelio (a
quien procuraré llamar Díaz de aquí en adelante) en contra del pecado y del mal. Aunque
eso es un chiste flojo, porque Díaz no emprende ninguna cruzada contra el pecado y el mal
sino que lleva más bien a cabo un ataque con intenciones liberadoras (liberadoras de la
culpa, de la mala conciencia, del arrepentimiento y de la imperfección moral) en contra de
nuestras ideas del pecado y del mal.
Buena parte de la producción intelectual de Jorge Aurelio Díaz se halla, en efecto,
atravesada por un examen crítico de las nociones de pecado y de mal.1 Para Díaz, estas dos
nociones se encuentran conceptualmente ligadas entre sí y a la de libre albedrío, que
también cae bajo su batería. El genio inspirador, la esfinge tutelar, del planteamiento de
Díaz es Baruch de Spinoza, asociado en la historia del pensamiento occidental al concepto
de un determinismo universal y de quien se ha hecho muy célebre la sentencia según la cual
nuestra idea de libertad no es más que el asilo de nuestra ignorancia.2
El presente ensayo consta de tres partes: en la primera me propongo presentar muy
puntualmente la línea directriz de la argumentación de Díaz, y en las segunda y tercera
quisiera mostrar las razones por las que creo que lo que me atreveré a llamar su “internismo

1
Lo principal de esta producción ha sido recogido en dos volúmenes de ensayos por la Universidad
Santo Tomás de Bogotá. Ver Díaz, Ensayos de Filosofía I y II. Las reflexiones de Díaz sobre el mal, el
pecado y la libertad se hallan especialmente en el segundo de los volúmenes. El primero está dedicado
exclusivamente a su interpretación de la obra de Hegel.
2
En estricto sentido, Spinoza lo que sostiene es que la idea de la “voluntad de Dios” es “el asilo de la
ignorancia” (cf. Ética (E) I. Ap. 100). Pero esto puede hacerse extensivo al concepto de libertad porque, por
una parte, creer que Dios está dotado de voluntad es creer que él puede elegir entre el bien y el mal y, por
otra, porque la creencia de que nuestras acciones surgen libremente, sin causa determinada, no es otra cosa –
para Spinoza– que ignorar la causa de la que surgen. (ibíd. 96).

1
racional” padece de una especie de insuficiencia que bien podría ser considerada como
normativa.
I

La concepción del pecado estandarizada por el catolicismo oficial es el punto de


partida y la referencia constante de la reflexión crítica de Díaz. Según esta concepción,
“pecado” es “la capacidad que tendríamos los seres humanos de transgredir lo que nos dicta
nuestra razón ‘con plena advertencia y con pleno consentimiento’”. (Díaz 2015a 112-113)3
Es importante apreciar el parentesco de esta noción con la de lo que algunos han llamado
“debilidad moral” que, entre tanto, ha quedado subsumida en lo que en los debates de los
últimos años sobre filosofía y psicología de la acción se conoce como “debilidad de la
voluntad”.4 Sin embargo, Díaz cree que este concepto es ininteligible, pues la concepción
del pecado en este sentido de debilidad es negativa y lo que está propuesto en la cláusula de
Astete (“con plena advertencia y con pleno consentimiento”) es abiertamente positivo. De
acuerdo con esta concepción positiva, el pecado es “fruto de una voluntad malévola que ha
preferido el mal” (Díaz 2015c 7). Y esto es ininteligible simplemente porque si se hace
coincidir la voluntad con el intelecto, es decir, si se considera –como debe ser, según Díaz–
que quien quiere algo no sólo sabe que lo quiere sino que lo quiere porque sabe que es
bueno (de lo contrario, no lo querría ya que tal cosa no sería deseable), entonces nadie
podría querer el mal a sabiendas de que es el mal. Puesto que siempre queremos algo sub
specie boni (“bajo la figura de algo deseable”), –pues si no, no lo querríamos–, la voluntad
y el intelecto se implican mutuamente, y allí donde no hay esa implicación mutua no hay
querer. De suerte que cuando obramos mal, o de modo reprochable, lo hacemos o bien por
un error o por una debilidad, pero nunca con “plena advertencia y pleno consentimiento”.
La misma idea que lleva a Díaz a admitir la inconcebibilidad del pecado, lo lleva a
sostener la inexistencia del mal. Del mal por el mal. No es aceptable que alguien inflija a
otra persona un mal a sabiendas de que lo es. Él lo pone muy claramente sirviéndose de los
términos de la escolástica: “si el mal es por su naturaleza lo indeseable, no cabe pensar que
nuestra voluntad pueda desearlo.” (Díaz 2015a 114). Si una acción mala es llevada a cabo

3
La definición está tomada del famoso catecismo del Padre Astete, citado por Díaz.
4
Una versión conspicua de la “debilidad de la voluntad” en términos de “debilidad moral” fue ofrecida
por R. M. Hare en 1965 (Ch. 5).

2
por alguien es como resultado del error y de la falta de visión, y no porque sea querida
como un mal y a sabiendas de que es un mal. Si el querer es racional –como ha de serlo,
según Díaz– es porque se quiere lo deseable y quien establece qué es lo deseable es la razón
o el intelecto. Y si alguien obró de modo reprochable o malo fue porque su razón o su
intelecto no lo asistieron en sus elecciones. Esa persona no obró, en estricto sentido, mal,
sino equivocadamente.
La misma línea de argumentación afecta a la noción de libre albedrío. La noción de
libre albedrío implica una suerte de indeterminación de la voluntad. En razón de dicha
indeterminación es que se cree que la voluntad libre escapa a la completa determinación
causal natural. Según esto, la voluntad estaría en condiciones de elegir indeterminada o
indiferenciada (es decir, libremente) entre una cosa y otra distinta; entre hacer el bien o
hacer el mal, por ejemplo. Y esto sería llevado a cabo por la voluntad libre sin ningún
condicionamiento o determinación causal. Pero una voluntad que decide hacer algo lo hace
obedeciendo a algunas determinaciones, concretamente a sus propias determinaciones. Es
un contra sentido pretender que alguien hace algo porque lo quiere hacer y no suponer al
mismo tiempo que su querer es causa determinante de lo que hace. Por lo tanto, la idea de
una voluntad cuyos móviles son indeterminados es un completo contra sentido. Dado que la
voluntad libre –según Díaz– mueve a obrar siguiendo las apreciaciones del intelecto
racional, quedaría cubierta bajo el manto del mismo contra sentido la idea de una voluntad
que elige libremente obrar mal. No es que la voluntad sea libre por ser indeterminada y que
en esa medida pueda obrar bien o mal, sino que la voluntad es libre por estar determinada
racionalmente. Y esa determinación racional no la puede llevar a obrar mal. Cuando los
seres humanos obramos mal es porque dicha determinación racional falló, por así decir, o
bien porque nuestra razón fue nublada u oscurecida, o bien porque influyeron en nosotros
pasiones que no pudimos controlar, o bien por ambas. En tales circunstancias decimos que
hemos perdido, “en todo o en buena parte”, nuestra libertad. (Cf. Díaz 2015a 114).
Hasta aquí, en gruesos rasgos, la argumentación de Díaz en contra de esa butaca de
tres patas (el pecado, el mal y el libre albedrío) a la que no le puede faltar ninguna de ellas
para poder asentarse en el suelo. En el suelo de una concepción del comportamiento y de la
naturaleza humanas fuertemente permeada por la teología cristiana.

3
Por supuesto que la visión que tiene Díaz sobre el pecado, el mal y la libertad no
quedaría completamente caracterizada si junto a su reflexión crítica no consideramos la
propuesta suya sobre el modo como deben ser entendidos adecuadamente estos conceptos.
La adecuada comprensión de estas nociones se ve ya en alguna medida salir a flote en la
consideración crítica expuesta, pero propondré hacerla aún más explícita con el nombre de
“internismo racional”.
El “internismo racional” de Díaz puede ser caracterizado del siguiente modo: Puede
hablarse de modo comprensible y adecuado de la libertad, y quizás también del mal y del
pecado, cuando situamos el foco del análisis en la voluntad, entendida “como la capacidad
que tenemos los seres humanos de obedecer los dictados de nuestra razón” (Díaz 2015c 7-
8). De acuerdo con esto, quien peca o hace el mal, lo hace como resultado de una carencia
racional y no, de ningún modo, con “plena advertencia y pleno consentimiento”. Pues quien
tuviera “plena advertencia y pleno consentimiento” no podría, por ello mismo, obrar mal ni
podría pecar. Sólo en la medida en que el ser humano está en condiciones de obrar
siguiendo a su intelecto racional y en conformidad con lo que Spinoza llamaba “ideas
adecuadas” podemos decir que es libre. El ser humano que así obra, lo hace de modo
determinado, pero “desde adentro”, o ab intra, como dice Díaz. La libertad no es sólo
compatible con el determinismo, sino que consiste justamente en él, cuando, repito, es
considerado ab intra, y no ab extra. De ahí que el “internismo” defendido por Díaz sea
“racional”, o mejor, deba ser considerado como una especie de intelectualismo: “El mundo
interior –sostiene Díaz– no se halla menos determinado que el exterior; sólo que su
determinación proviene del intelecto.” (Díaz 2015c 11).

II

El principal, y con seguridad no el único, problema al que se enfrenta la concepción


internista de Díaz es que el concepto de pecado que pretende refutar, el del padre Astete,
también es internista. Ni más ni menos. Quien peca, según Astete, lo hace –otra vez– “con
plena advertencia y pleno consentimiento”, es decir, desde sí mismo. Como vimos, Díaz
sostiene que esto no es posible. Y la única y definitiva razón que da para ello no es, en
estricto sentido, otra que el mismo internismo racional. Y eso, por supuesto, es demasiado

4
insatisfactorio porque es demasiado poco cualificado. En otras palabras, sólo un internismo
racional cualificado normativamente podría hacer inviable de modo satisfactorio un
internismo como el de Astete. Pero el asunto es que la cualificación normativa del
internismo nos conduce forzosamente a salir de él. Los parámetros de lo que he llamado
“cualificación normativa” no pueden por eso ser internos, como mostraré más adelante.
Pero antes de discutir este último asunto, conviene decir algo sobre lo primero. Creo
que el internismo racional de Díaz es muy poco cualificado desde un punto de vista
normativo (y quizás desde más puntos de vista) para poder desterrar el internismo de
Astete. ¿Por qué?
La base del internismo racional de Díaz consiste en el reconocimiento de que somos
genuinamente libres (y, por tanto, no podemos pecar, ni obrar mal) cuando ejercemos “de
manera adecuada nuestra capacidad de reflexionar, de iluminar nuestra inteligencia” (Díaz
2015a 116). Pero, ¿qué quiere decir eso? Y ¿quién o qué lo decide?
Hasta donde alcanzo a ver, Díaz no brinda una respuesta a la primera pregunta, una
respuesta que nos permita cualificar eso que llama la “capacidad de reflexionar” o también
la “capacidad que tenemos los seres humanos de obedecer a los dictados de nuestra razón”.
Y si no se puede establecer una determinación más o menos cualificada de lo que eso sea,
actuar “según la razón” podría ser casi cualquier cosa. Podría ser la acción de acuerdo con
la “plena advertencia y el pleno consentimiento” del pecador del padre Astete, o también
las consideraciones instrumentales de un criminal que mata hoy para, digamos, obtener lo
que para él es un bienestar futuro.
Sin embargo, uno podría arriesgar una respuesta a la primera pregunta siguiendo la
“pista spinocista” a la que tanto caso hace Díaz. No pretendo sostener que de aquí se
extraigan exactamente los parámetros de la racionalidad, según Díaz. Sólo deseo sugerir
que se podría aceptar que son estos en conformidad con una “pista spinocista”. Me parece,
eso sí, que la formulación explícita de algún parámetro es necesaria, pues de lo contrario la
fórmula “actuar de modo racional” o siguiendo “de manera adecuada nuestra capacidad de
reflexionar”, no diría nada, o diría casi cualquier cosa.
Según Spinoza, podríamos hablar de un conocimiento adecuado o, para servirnos de
la expresión de Díaz, estamos en condiciones de hacer un “uso adecuado de nuestra
capacidad de reflexionar”, cuando tenemos “nociones comunes e ideas adecuadas de las

5
cosas” (E II Prop. XL Esc. II). A este tipo de conocimiento Spinoza lo llama “racional”.
Queda aún, por supuesto, la pregunta: ¿qué es una “noción común” y qué una “idea
adecuada”? Por “nociones comunes” podría estar entendiendo Spinoza axiomas o
principios muy generales y ciertos a los que la inteligencia asiente sin demostración, y por
“ideas adecuadas” aquellos modos de representación, también ciertos, que se derivan
demostrativamente (es decir, según procedimientos estrictamente racionales) de esos
axiomas o de otras ideas adecuadas. Sin embargo, es importante tener en cuenta que cuando
Spinoza habla de conocimiento adecuado también, y de modo muy privilegiado, está
pensando en la inferencia causal, o mejor, en el principio de razón suficiente. La definición
que da Spinoza del mismo tipo o género de conocimiento en su bellísimo Tratado de la
reforma del entendimiento (TRE) nos puede quizás ayudar a comprender esa otra
especificación adicional. Dice que se trata del tipo de conocimiento, o de la “percepción en
la que una cosa es percibida por su sola esencia o por el conocimiento de su causa próxima”
(TRE 19 [22]). La percepción o concepción de algo “por su sola esencia” es la que se
desprende de su definición, o de la que lo define intrínsecamente como lo que es, y en “el
conocimiento de su causa próxima” se cumple con la exigencia racional de explicar
adecuada y completamente por qué algo ha llegado a ser lo que es.
Nuestra mente, según Spinoza, está expuesta constantemente a forjarse concepciones
inadecuadas de las cosas, por efecto de la imaginación, de los prejuicios, del conocimiento
de oídas o de muchas maneras empíricas e imperfectas de asociar, como cuando inferimos
la causa a partir de un efecto dado y no al revés, como cuando conocemos perfectamente un
suceso como el resultado efectivo de una causa determinada. Como genio del racionalismo
que era (quizás el más grande), Spinoza confiaba sin titubeos en que no había diferencia
cualitativa de importancia entre la aplicación del principio de explicación causal (el
principio de razón suficiente) y la demostración de un teorema geométrico a partir de otros
teoremas ya demostrados y de axiomas básicos. De suerte que la explicación causal
completa y la derivación deductiva racional constituyen juntas el modo básico de una
concepción adecuada de la realidad y de nosotros mismos. Ellas son el ejercicio mismo de
la razón humana. Por supuesto que hay que sumar a ellas la aspiración racionalista a llegar
a captar la esencia de las cosas por medio de definiciones completas y reales de ellas. Pero

6
una presentación exhaustiva de la epistemología de Spinoza no puede ser, evidentemente,
parte de los propósitos de este escrito.
De manera que, por lo pronto, la utilización de estos procedimientos racionales (la
argumentación deductiva, la inferencia explicativo-causal –de la causa al efecto–, y la
perfecta comprensión de lo que las cosas son), es la que nos permite establecer cuándo
ejercemos “de manera adecuada nuestra capacidad de reflexionar, de iluminar nuestra
inteligencia”, para expresarlo nuevamente en los términos de Díaz. Y esto es de la mayor
importancia porque es justamente esta idea de conocimiento o reflexión adecuada la que
nos permite borrar la diferencia entre “mal natural” y “mal moral”, otra de las
consecuencias necesarias de la crítica de Díaz al vínculo conceptual entre pecado, mal y
libertad.
El ejemplo histórico más clásico al respecto puede aclararnos el asunto. Se trata del
famoso terremoto de Lisboa, en el año 1755, que provocó tanta consternación en la
mentalidad religiosa y metafísica de su época (cf. Neiman 2002 Ch. 4). Desde un punto de
vista, digamos, vulgar, no era explicable cómo un ser superior y perfecto, que sólo puede
querer el bien de acuerdo con su misma perfección, pudo permitir (o incluso causar) una
tragedia semejante, salvo que hubiera querido castigarnos por nuestra impiedad, como
cuando envió el diluvio universal. Para un spinocista, o para un racionalista de hueso duro
como él, es una insensatez atribuir un evento como ése, que causó tanto dolor y
sufrimiento, a una voluntad personal castigadora. Según el spinocista, tal forma de ver la
realidad y los eventos en el mundo es “inadecuada”, o efecto de una imaginación
caprichosa, como también lo es la creencia en los milagros. La única manera de concebir
adecuadamente un evento como el mencionado consiste, en términos spinocistas, en
indagar las causas hasta dar con aquella, o aquellas, que lo expliquen suficientemente. Pero
el spinocista va más lejos aún en su forma de ver la realidad (humana y no humana): si no
es sensato, vale decir, si es inadecuado, atribuir causas personales y caprichosas a los
eventos naturales, ¿por qué hemos de creer, en cambio, que sí sea adecuado hacerlo en el
caso de eventos causados por el ser humano? Y su punto está en que no hay ninguna razón
aceptable para creer que esa diferencia se pueda hacer. El mismo principio de razón
suficiente que nos permite explicar completamente un evento natural, nos ha de permitir
explicar adecuadamente una acción humana, o un evento causado por la voluntad humana.

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Esta, nuevamente, es la clave del ejercicio adecuado de “nuestra capacidad de reflexionar”
y de “nuestra inteligencia”.
Podría aquí sobrevenir la observación de que lo que he caracterizado como “nuestra
capacidad de reflexionar” o “nuestra inteligencia”, como lo más influyente en nuestras
acciones, se refiere a la explicación adecuada de ellas después de que han ocurrido pero no
a nuestra disposición racional de establecer un curso de acción hacia el futuro. Pero para
esa observación el spinocista tiene una respuesta: según él, se trata simplemente de lo
mismo. Por eso, entre otras, es que Díaz también llama a la capacidad racional de
determinar la acción y la conducta ab intra “conciencia cognoscitiva”. (cf. 2015c 10). La
idea es que la misma capacidad de determinar racionalmente por qué suceden las cosas es
la que nos permite determinar nuestro obrar y nuestra conducta. En otras palabras, si es
aceptable el índice spinocista para establecer lo que es “nuestra capacidad de reflexionar” y
“nuestra inteligencia”, entonces no hay diferencia entre esta capacidad racional en su
ejercicio explicativo (ex post facto) y ella misma en cuanto orientadora de la acción (ex
ante facto, o mejor, ex ante acto). El “internismo racional” piensa que el agente, cuando es
racional o cuando actúa conforme a su capacidad de reflexionar y a su inteligencia, calcula
o decide el futuro de acuerdo con su explicación racional del pasado; dicho brevemente:
hace lo que quiere porque sabe lo que quiere. El “porque” puesto en cursiva tiene
significación causal. Y saber lo que se quiere, por su parte, es tener una idea adecuada de lo
que es deseable, que es idéntico a lo bueno, pues de lo contrario ni sería deseable, ni tendría
poder causal.
Hay que advertir, no obstante y para ser justos, que Díaz llega en ocasiones al mismo
resultado siguiendo un procedimiento algo diferente. La voluntad –según él–, como
facultad que mueve a la acción, se halla, en cuanto tal, en potencia, y para que llegue al acto
requiere “una razón o un motivo”. “En el caso de un acto conforme a la razón –escribe–, el
paso (de la potencia al acto –LEH) puede justificarse plenamente, porque la razón le
muestra a la voluntad lo bueno como deseable y ésta procede a desearlo.” (Díaz 2015b
129. Las cursivas son mías). Se sigue de suyo que si la razón le muestra a la voluntad algo
como malo, es decir, como no deseable, ésta no moverá a la acción pues no sería
explicable, ni racionalmente justificable, que la voluntad desee lo no deseable. Si el mal es
“por naturaleza” lo no deseable, no se ve cómo una voluntad (racional) pudiera quererlo.

8
Que la voluntad sea una facultad que pasa de la potencia al acto sólo por cuenta del
conocimiento sobre lo que es deseable, es decir, bueno (habría que agregar: “por
naturaleza” bueno) que le brinda la razón, trae consigo al mismo tiempo una negación del
libre albedrío. Para el spinocista, el concepto de libre albedrío es “tan imposible como el de
un círculo cuadrado, porque significa que la acción de la voluntad se lleva a cabo sin causa
ni explicación alguna. Y un acto así resulta simplemente inconcebible para la razón.” (Díaz
2015b 130. Las cursivas son mías).
Lo que es importante retener del curso de esta argumentación de Díaz es que aquello
que la razón muestra a la voluntad como deseable constituye la causa o motivo de la acción
(lo que permite el paso de la potencia al acto). Y esto mismo, a su vez, es lo que hace que la
acción sea explicable. En una palabra, el índice de explicatividad causal de una acción es al
mismo tiempo su índice de racionalidad. Por supuesto que a una concepción de la
racionalidad de la acción como ésta se le puede siempre presentar el problema de que hay
causas, e incluso motivos, por los que se obra que no siempre corresponden a una razón
transparente a la inteligencia (ni a la voluntad inteligente) y que no por ello dejan de tener
poder explicativo, incluso para ella. Este es un hecho que ha puesto en aprietos a toda teoría
negadora de la akrasia desde Platón y que, a mi modo de ver, muestra el carácter contra-
intuitivo de la negación de la irracionalidad de la acción intencional.5
Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que todos los elementos puestos hasta aquí para
entender lo que significa actuar ejerciendo “de manera adecuada nuestra capacidad de
reflexionar, de iluminar nuestra inteligencia” (la clave del “internismo racional”) nos
permiten dar una respuesta breve a la segunda pregunta planteada arriba: ¿quién o qué lo
decide? O mejor aún: ¿quién o qué decide que cuando actuamos de esa manera lo hacemos
de modo genuinamente libre y por tanto excluyendo con ello que sea de manera
pecaminosa y malvada? Habría que responder sencillamente: pues la razón misma. O
mejor, el agente mismo en cuanto es racional y no en cuanto es simplemente agente. Me
explico: se puede ser agente sin ser necesariamente racional o sin hacer uso de la capacidad
de reflexionar. Eso es evidente. Es eso exactamente lo que ocurre cuando obramos mal,
según Díaz. De ahí que no se deba hablar, según él, de pecado, ni de culpa, sino de error.
De un error del que en todo caso se es responsable (cf. Díaz 2015c 11). Pero cuando un

5
Sobre el punto he pretendido decir algo en mi ensayo: “Irracionalidad” en Hoyos (2014 V).

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agente actúa siguiendo su capacidad de reflexionar y su inteligencia sigue parámetros
racionales que, aunque él pueda hacer suyos, no son única y exclusivamente suyos. Volveré
a esto al final. Por más que le dé uno vueltas al asunto, no encuentra más parámetros de la
racionalidad en los textos de Díaz que los que se seguirían de la propuesta spinocista: se
trata de lo que nuestra inteligencia pueda ver siguiendo su comprensión adecuada de las
cosas, que es la que establecen el principio de explicación causal suficiente, el de la
derivación deductiva racional y el de la comprensión de lo que las cosas son. Esos son los
criterios, digamos objetivos, que permiten establecer cuándo un ser humano, un agente, está
haciendo uso de su razón. Pero es ante todo el principio de razón suficiente aplicado al
obrar, es decir, la idea de que actuar buscando lo deseable (enseñado o conocido por la
razón como lo que “por naturaleza” es deseable), lo que indica que nuestra inteligencia
orienta nuestra acción.
Armados ya con estas dos respuestas a las preguntas que suscitó la idea básica del
“internismo racional”, volvamos una vez más al pecador del padre Astete.
Según los criterios establecidos por el internismo racional de Díaz el pecador del
padre Astete no podría obrar mal “con plena advertencia y pleno consentimiento”, es decir,
“de manera adecuada” a su “capacidad de reflexionar” y “de iluminar” su “inteligencia”.
¿Es eso cierto? Yo creo que no, si los criterios de la acción reflexiva y racional son los que
he sugerido que tendría que proponer Díaz siguiendo la pista spinocista. Y esto es así
porque tales criterios de acción reflexiva son muy insuficientes, muy pobres, desde un
punto de vista normativo.
Supongamos que el pecador del padre Astete sea un alcohólico que ha perdido su
trabajo, al que lo han abandonado su mujer y sus hijos. Ocurre que una mala tarde de un
domingo, decaído y triste, el pecador alcohólico del padre Astete se sirve un trago largo de
ron, y antes de tomarlo echa un vistazo reflexivo a lo que ha ocurrido en los últimos días.
Sabe que está al borde de la ruina, sabe que el alcohol destruye su hígado, acaba con su
capacidad de trabajar y de amar, lo devasta, arruina su vida. Todo eso lo sabe por una
simple aplicación ex post facto del principio de razón suficiente. Y esa misma aplicación le
sirve para hacer una aproximada predicción futura en ese momento. Y, no obstante, (pero
uno también podría decir: “y entonces”, y eso no cambia sustancialmente las cosas) toma el
vaso de ron y bebe. “Con plena advertencia y pleno consentimiento”. ¿Qué lo movió a

10
actuar? Seguramente no la advertencia y el consentimiento. Seguramente no su “capacidad
de reflexionar” ni su “inteligencia luminosa”. Pero ellas estuvieron ahí presentes. Para mi
argumentación no es importante determinar qué lo movió a actuar. Basta con aceptar que se
puede contar con eso que Díaz llama “conciencia cognitiva”, que se puede tener “plena
advertencia y pleno consentimiento”, y aún actuar en contra de lo que dicha conciencia
dicte. Ni el internismo racional de Díaz, ni el racionalismo de hueso duro de Spinoza en el
que aquel se basa, cuentan con la suficiente potencia normativa para excluir la posibilidad
de un drama como el del pecador alcohólico del padre Astete. Y eso es así porque ambos
dejan sin explicar el modo como la “conciencia cognitiva” motiva la acción. Dicho más
precisamente: dejan sin explicar el hecho de que aunque lo que Díaz llama “conciencia
cognitiva” podría contribuir a motivar la acción, no siempre lo logra. Pero no sólo eso,
también es un hecho inexplicado por el internismo racional que en la motivación de una
acción intervienen más cosas que las observadas por “la capacidad que tenemos los seres
humanos de obedecer los dictados de nuestra razón”. Esto último no sería un problema para
el “internismo racional” si no fuera porque muchas de esas cosas que intervienen para
motivar una acción y que escapan a la “conciencia cognitiva” pueden hacer que una acción
sea buena o aceptable moralmente. Nada hay en contra de actuar bien sin que pase ello o
sea motivado por la “conciencia cognitiva”. Creo que al respecto es bueno tener en cuenta
al menos como sana recomendación algo de la “psicología moral” de Hume. Pero la
posibilidad de obrar bien sin seguir los dictados de la “conciencia cognitiva” tampoco está
excluida del internismo racional. Pues éste sólo sostiene que se obra mal por la falta de un
examen racional adecuado, pero no afirma, en cambio, que siempre que falte un examen
racional adecuado se obrará mal. Y esta asimetría es posible porque no establecemos lo que
sea bueno o malo, o justo o injusto, ni interna ni cognitivamente. Lo cual me lleva
directamente al segundo y último punto de esta discusión con mi amigo Jorge Aurelio.

III

He pretendido mostrar que el “internismo racional” de Díaz no es lo suficientemente


cualificado normativamente como para excluir la posibilidad del pecador del padre Astete.
Lo que deseo ahora, para terminar, es –como anuncié arriba– mostrar que un proyecto de

11
cualificación normativa del internismo nos conduce forzosamente a abandonarlo. Lo que
me interesa señalar es que los parámetros de lo que he llamado “cualificación normativa”
no pueden ser internos, ni siempre de relevancia cognitiva.
Tomemos el ejemplo más socorrido de todos: el de Hitler, o el del Holocausto judío6.
¿Obró mal Hitler al dar la orden de exterminar a los judíos europeos? Según el internismo
racional no lo hizo, en estricto sentido, sino que se equivocó, cometió un error. ¿Por qué?
Porque no siguió los dictados de su propia razón, o porque no atendió a su “conciencia
cognitiva”. Como observé arriba esto es muy poco cualificado normativamente. Es tan
pobre la cualificación normativa en conformidad con los principios del “conocimiento
adecuado” del spinocismo, que no excluye, en nuestro ejemplo, la posibilidad de que se
razone a favor del exterminio judío con una aplicación del principio de razón suficiente
basada en el “conocimiento” razonado y plenamente comprobado de que los judíos
representaban un síntoma de la decadencia de la humanidad. De todos es sabido que los
nazis basaron sus actos criminales en conclusiones que llamaron científicas acerca de la
“limpieza” social y racial. Es ingenuo pensar que una visión así se contrarresta simplemente
sosteniendo que no tiene asidero científico, que es pseudo-científica, y que lo
verdaderamente científico, lo que es verdaderamente conforme a la “conciencia cognitiva”,
es aceptar que no hay razas superiores e inferiores. No es por no científico (ni porque atente
en contra de nuestra “conciencia cognitiva”) que rechazamos el racismo. Rechazamos el
racismo por una visión altamente consensuada del alcance universal de los derechos
humanos y de la igual dignidad de todas las personas. Y esta visión no requiere un soporte
científico de ningún tipo. No es teórica, es práctica. Ni su racionalidad ni su moralidad
descansan en algún tipo de ejercicio cognitivo. No lo necesita. Se ha forjado esa visión
históricamente, eso sí, a través del dolor y de la experiencia, pero depende ante todo de la
idea de que hay algo así como asuntos de valor que no están, ni requieren estar, ligados a
explicaciones teórico-racionales, o que han de esperar ser iluminados por la “conciencia

6
Se trata, como es sabido, de un ejemplo que prevalece en la discusión sobre el mal en el último siglo.
No es de extrañar, por eso, que también recurra a él Wilson Herrera en su debate con Jorge Aurelio Díaz en la
colección de ensayos Fuentes del mal, editada por Camila de Gamboa y Ángela Uribe (Bogotá 2012). El
artículo de Herrera se titula: “Sobre «¿Existe el mal moral?» (35-46) y es un comentario al escrito de Díaz
“¿Existe el mal moral?” que le antecede (17-33) y que es una primera versión del mismo ensayo, publicado
nuevamente con algunas modificaciones en Díaz 2015a (105-121).

12
cognitiva”, para merecer una justificación. Esos “asuntos de valor” son eminentemente
normativos en un sentido fuerte: el sentido moral.
El punto es, en todo caso, que según el “internismo racional”, Hitler no hizo el mal
por el mal. Desde un punto de vista estrictamente interno, Hitler no solamente no hizo el
mal por el mal mismo, sino que hizo el mal pensando que hacía el bien. Es más, estaba
convencido de que lo que hacía era lo mejor para su pueblo y también para la humanidad.
Además tenía el plan alternativo de que si las cosas no salían como lo tenía
estratégicamente pensado, entonces ordenaría (como de algún modo lo hizo) algo menos
malo que un mundo sin el nazismo: el suicidio colectivo de la nación alemana. Pero eso es
demasiado contra-intuitivo. Entonces tenemos que agregar que lo que Hitler consideraba
como bueno no lo era en realidad, es decir, que su punto de vista interno no era de ningún
modo aceptable normativamente. Pero no porque fuera el punto de vista de Hitler, sino
porque lo que sea aceptable o no normativamente no se decide internamente. Ni aún
asumiendo el punto de vista de las víctimas.
Se suele creer que las víctimas, por haber sufrido el mal en carne propia, tienen un
punto de vista privilegiado sobre el bien y el mal. Pero eso no parece aceptable, sin más.
Las víctimas han sufrido el mal y el dolor. Y eso les otorga, ciertamente, especiales
derechos y consideraciones. Pero no son ellas las que, desde su punto de vista interno,
establecen lo que sea el mal. Es por eso que una víctima puede perdonar, cosa que
pertenece a su más íntima discrecionalidad, pero ese acto de perdón no anula la ofensa, ni
su carácter condenable.
En consecuencia, es irrelevante decidir si alguien hace o no el mal por el mal mismo
para establecer que hace algo malo. Sin duda es cierto que quien causa el mal a otros, o a sí
mismo, no lo hace pensándolo como un fin en sí; pero lo importante en sentido práctico es
que no por ello deja de causar el mal. Puede ser que lo haya hecho porque se equivocó.
Pero ese tampoco es el punto esencial para establecer cuándo se obra bien y cuándo mal. La
determinación sobre lo bueno o lo malo, sobre lo justo o lo injusto, es independiente del
punto de vista del perpetrador y también del de la víctima. Si esa determinación se puede
hacer es desde un ámbito supra-personal, intersubjetivo, ligado a las condiciones de
posibilidad de la normatividad. No será éste un ámbito, digamos, trascendental, en el
sentido de supra-histórico y supra-cultural, pero sí será el ámbito en el que se pueda, por

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ejemplo, condenar la crueldad o denunciar el maltrato, con la confianza en que se llegará a
un acuerdo racional sobre ello en el espacio público de las razones.
Nadie tiene la visión privilegiada sobre el bien y el mal. A nadie se le puede
garantizar con seguridad que obrará bien porque considere las cosas internamente y según
su conciencia reflexiva. La conciencia reflexiva es muy poca cosa para decidir sobre el bien
y el mal. Como lo son nuestras estructuras psicológicas y motivacionales. De ellas puede
surgir tanto el bien como el mal, tanto el dolor causado a los otros como el bienestar. Y eso
puede ocurrir con o sin “conciencia cognitiva”, aunque haya que admitir que la capacidad
reflexiva nos hace sensibles al sufrimiento y nos ayuda a evitarlo. Como también lo hace,
por supuesto, la racionalidad, pero justamente porque no es una capacidad que opera
internamente, sino porque vive en el universo en el que se derrotan o defienden
públicamente los principios por los que actuamos, las creencias que nos llevan a optar por
esta o aquella concepción de lo que estimamos bueno. No hay nada en la racionalidad que
sea interno y si el “internismo racional” pretende establecer parámetros para que un agente
no sea un mero agente, sino además un agente racional, es porque desea establecer que este
agente, desde sí mismo, pueda ver lo que es importante para los demás, para los que pueden
compartir sus razones, y decir algo sobre la aceptabilidad, o no, de sus pretensiones, sobre
la respetabilidad, o no, de sus intereses y de sus fines. El ser humano no se hace racional en
la intimidad y por eso determinar desde adentro lo que sea lo mejor, no garantiza que sea lo
mejor, por más que se agregue: y conforme a su razón. Porque “conforme a su razón” es
una expresión muy poco especificada, a menos que se indique con ella la continua
disposición a salir de sí para someterse al examen público de sus razones. Lo cual, por
supuesto, no nos libra de la falibilidad, pero al menos nos previene de tomar cualquier cosa
sentida como verdadera y correcta (como deseable y buena), como si sólo por ello ya lo
fuera. No hay examen racional sin los otros, sin muchos otros. Como las discusiones, como
esta discusión.

Bibliografía

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