La posición del escritor en una era de control estatal es un
asunto que ya ha sido suficiente y ampliamente discutido, aunque mucha de la evidencia que podría ser relevante no está todavía disponible. En este lugar no quiero expresar una opinión ni en pro ni en contra del patrocinio de las artes por el Estado, sino simplemente destacar que esa clase de estado que nos gobierna tiene que depender parcialmente de la atmósfera intelectual predominante: es decir, en este contexto, parcialmente de la actitud de los propios escritores y artistas, y de su buena disposición o no para mantener vivo el espíritu liberal. Si en diez años nos encontramos avergonzados ante una persona como Zhdanov, probablemente será porque eso es lo que habremos merecido. Obviamente existen ya fuertes tendencias hacia el totalitarismo en acción entre la intelligentsia literaria inglesa. Pero aquí no estoy preocupado con cualquier movimiento organizado y consciente como es el comunismo, sino meramente con el efecto que tiene, sobre la gente de buena voluntad, el pensamiento político y la necesidad de tomar bando políticamente. Esta es una era política. La guerra, el fascismo, los campos de concentración, los palos de goma, las bombas atómicas, etc., son las cosas en que pensamos diariamente, y por tanto sobre las que escribimos con gran extensión, aunque no las nombremos abiertamente. No podemos evitar esto. Cuando usted está en un barco que se hunde, sus pensamientos serán sobre barcos que se hunden. Pero no sólo es estrecha la materia de nuestro tema, sino que toda nuestra actitud hacia la literatura está coloreada por lealtades que al menos de manera intermitente comprendemos que no son literarias. Tengo la sensación de que a menudo la crítica literaria en el mejor de los casos es fraudulenta, puesto que en ausencia de cualquier norma aceptada de cualquier índole - cualquier referencia externa que pueda dar sentido a la afirmación de que tal y tal libro es "bueno" o "malo"-, cada juicio literario consiste en falsificar una serie de reglas para justificar una preferencia instintiva. La reacción real ante un libro, cuando uno tiene una reacción total, es, habitualmente, "me gusta este libro" o "no me gusta", y lo que sigue es una racionalización. Pero "me gusta este libro" no es, pienso, una reacción no literaria; la reacción no literaria es: "Este libro está de mi lado, y por tanto debo descubrir méritos en él". Por supuesto, cuando uno alaba un libro por razones políticas uno puede ser emocionalmente sincero, en el sentido de que uno de veras siente una fuerte aprobación, pero también sucede a menudo que la solidaridad partidista demande de plano una mentira. Cualquiera que esté acostumbrado a reseñar libros para periódicos políticos es bien consciente de esto. En general, si usted escribe para un diario con el cual está de acuerdo, peca por acción, y si lo hace para un diario del bando opuesto, por omisión. En todo caso, hay innumerables libros polémicos -libros en pro o en contra de la Rusia soviética, en pro o en contra del Sionismo, en pro o en contra de la Iglesia Católica, etc.- a los que se juzga antes de leerlos, de hecho antes de que sean escritos. Uno sabe con antelación qué recepción tendrán en cuáles diarios. Y sin embargo, con una falta de honradez que algunas veces no es consciente ni siquiera en una cuarta parte, se mantiene la pretensión de que están siendo aplicadas normas literarias auténticas. Por supuesto, la invasión de la literatura por la política tenía que pasar. Debía haber pasado, aun cuando el problema del totalitarismo no hubiera surgido, porque hemos desarrollado una suerte de remordimiento que nuestros abuelos no tenían, una conciencia de la enorme injusticia y miseria del mundo, y un sentimiento de culpabilidad porque uno debería hacer algo al respecto, que hace imposible una actitud puramente estética ante la vida. Nadie, ahora, podría dedicarse a la literatura con la concentración absoluta de Joyce o de Henry James. Pero, desafortunadamente, aceptar responsabilidad política ahora significa rendirse a las ortodoxias y las "líneas del partido", con toda la timidez y deshonestidad que ello implica. En comparación con los escritores Victorianos, tenemos la desventaja de vivir entre ideologías políticas claramente definidas y de conocer usualmente de una mirada cuáles pensamientos son heréticos. Un intelectual literario moderno vive y escribe con temor constante -no, por cierto, de la opinión pública en su más amplio sentido, sino de la opinión pública dentro de su propio grupo. En general, por suerte, hay más de un grupo, pero también en cualquier momento dado existe una ortodoxia dominante, y para atacarla se necesita tener la piel dura y algunas veces estar dispuesto a reducir a la mitad los ingresos a final de año. Obviamente, desde hace unos quince años, la ortodoxia dominante, especialmente entre los jóvenes, ha sido la "izquierda". Las palabras claves son "progresista", "democrático" y "revolucionario", mientras que las etiquetas que hay que evitar a toda costa son "burgués", "reaccionario" y "fascista". Casi todos en estos días, incluso la mayoría de los católicos y conservadores, son "progresistas" o al menos desean que se les piense por tales. Nadie, que yo sepa, jamás dice de sí mismo que es "burgués", así como nadie que tenga la instrucción suficiente para conocer la palabra reconoce ser culpable del antisemitismo. Somos todos buenos demócratas, antifascistas, antiimperialistas, despreciativos de las diferencias de clase, impermeables al prejuicio racial, y así sucesivamente. No hay muchas dudas de que en el presente la ortodoxia "izquierdista" es mejor que la ortodoxia conservadora beata y bastante esnob que prevaleció veinte años atrás, cuando el Criterion y (en menor escala) el London Mercury eran las revistas literarias dominantes. Porque al menos su objetivo implícito es una forma viable de sociedad que una gran cantidad de personas quieren en la actualidad. Pero también tienen sus falsedades propias que, como no se las puede admitir, hacen imposible que ciertas cuestiones sean discutidas seriamente. Toda la ideología del ala izquierda, científica y utópica, fue desarrollada por gente que no tenía posibilidad inmediata de alcanzar el poder. Era, por tanto, una ideología extrema, absolutamente desdeñosa de reyes, gobiernos, leyes, cárceles, fuerzas policiales, ejércitos, banderas, fronteras, patriotismo, moral convencional y, de hecho, de todo el esquema de cosas existentes. Hasta donde alcance la memoria viva, las fuerzas de la izquierda en todos los países lucharon contra una tiranía que parecía ser invencible, y era fácil asumir que si esa tiranía en particular -el capitalismo- podía ser derrocada, el socialismo llegaría en seguida. Además, la izquierda había heredado del liberalismo ciertas creencias claramente discutibles, como la creencia de que la verdad prevalecería y la persecución se derrotaría a sí misma, o de que el hombre es por naturaleza bueno y sólo es corrompido por su entorno. Esta ideología perfeccionista ha persistido en casi todos nosotros, y es en su nombre que protestamos cuando (por ejemplo) un gobierno laborista aprueba ingresos inmensos para las hijas del rey o muestra vacilación para nacionalizar la siderurgia. Pero también hemos acumulado en nuestras mentes toda una serie entera de contradicciones no reconocidas, como consecuencia de sucesivos choques contra la realidad. El primer gran choque fue la revolución rusa. Por razones algo complejas, casi toda la izquierda inglesa ha tenido que aceptar al régimen ruso como "socialista", mientras reconoce silenciosamente que tanto su espíritu como su práctica son bien extraños a todo lo que se entiende por "socialismo" en este país. De aquí ha surgido una especie de manera de pensar esquizofrénica, en la que una palabra como "democracia" puede tener dos significados irreconciliables y cosas como campos de concentración y deportaciones en masa pueden ser buenas o malas al mismo tiempo. El golpe siguiente a la ideología izquierdista fue el surgimiento del fascismo, que sacudió el pacifismo y el internacionalismo de la izquierda sin traer un restablecimiento definido de la doctrina. La experiencia de la ocupación alemana enseñó a los pueblos europeos algo que los pueblos coloniales ya sabían, esto es, que los antagonismos de clase no tienen mayor importancia y que existe algo como el interés nacional. Después de Hitler, era difícil sostener seriamente que "el enemigo está en tu propio país" y que la independencia nacional no tiene valor. Pero aun cuando todos sabemos esto y actuamos si es preciso cuando es necesario, todavía nos parece que decirlo en voz alta sería una suerte de traición. Y finalmente, la mayor dificultad de todas, está el hecho de que la izquierda tiene ahora el poder y está obligada a asumir responsabilidades y a tomar decisiones genuinas. Los gobiernos de izquierda casi de forma invariable decepcionan a sus partidarios porque, aun si la prosperidad que han prometido fuera alcanzable, hay siempre necesidad de un incómodo período de transición sobre el cual poco se había dicho antes. En este momento vemos a nuestro propio gobierno, en sus desesperados esfuerzos económicos, luchando en efecto contra su propia propaganda pasada. La crisis en que estamos ahora no es una calamidad repentina e inesperada, como un terremoto, ni fue causada por la guerra, sino que meramente la apresuró. Hace décadas se podría prever que algo de esta clase iba a pasar. Después del siglo diecinueve nuestra renta nacional, dependiente en parte del interés de las inversiones extranjeras, y sobre todo de mercados seguros y materias primas baratas en las colonias, había sido sumamente precaria. Era seguro que, tarde o temprano, algo saldría mal y nos veríamos forzados a equilibrar las exportaciones con las importaciones; y cuando eso ocurriera el nivel de vida en Gran Bretaña, incluso el de la clase obrera, estaba destinado a caer, al menos temporalmente. Y sin embargo los partidos de izquierda, incluso cuando vociferaban contra el imperialismo, nunca dejaron esto en claro. En ocasiones estaban dispuestos a reconocer que los obreros británicos se habían beneficiado, en alguna medida, con el saqueo de Asia y África, pero siempre parecían dar la impresión de que podíamos renunciar al botín y no obstante arreglárnoslas para permanecer prósperos. En gran medida, verdaderamente, los obreros fueron ganados para el socialismo porque se les dijo que eran explotados, cuando la dura verdad es que, en términos mundiales, eran explotadores. Ahora, según todas las apariencias, se ha llegado al punto en que el nivel de vida de la clase obrera no se puede mantener, ni hablar de elevarlo. Incluso si exprimimos al rico hasta que deje de existir, la masa del pueblo debe consumir menos o bien producir más. ¿O estoy exagerando el lío en que estamos metidos? Yo podría estarlo, y me contentaría saber que estoy equivocado. Pero el punto que quiero destacar es que esta cuestión, entre personas creyentes de la ideología de izquierda, no se puede discutir auténticamente. La reducción de los salarios y el aumento de las horas de trabajo son sentidas inherentemente como medidas antisocialistas y por eso están descartadas de antemano, sea cual fuere la situación económica. Sugerir que puedan ser inevitables es meramente arriesgarse a verse embadurnado con aquellas etiquetas que nos aterran a todos. Es mucho más seguro evadir el asunto y pretender que podemos arreglarlo todo con la redistribución del ingreso nacional existente. Aceptar una ortodoxia inherentemente significa siempre heredar contradicciones sin resolver. Tómese, por ejemplo, el hecho de que a toda persona sensible le repugna el industrialismo y sus productos, y sin embargo está consciente de que la conquista de la pobreza y la emancipación de la clase trabajadora demandan no menos industrialización, sino más y más. O tómese el hecho de que algunos trabajos son absolutamente necesarios, pero nunca se hacen salvo bajo alguna clase de coacción. O el hecho de que es imposible tener una política exterior positiva sin tener fuerzas armadas poderosas. Uno podría multiplicar los ejemplos. En cada uno de dichos casos hay una conclusión que es perfectamente clara, pero que sólo se puede sacar si uno es privadamente desleal a la ideología oficial. La respuesta normal es la de poner la cuestión, sin resolver, en un rincón de la mente de uno y entonces continuar repitiendo frases hechas contradictorias. Uno no tiene que buscar mucho en las reseñas y revistas para descubrir los efectos de esta clase de pensamiento. No quiero decir, por supuesto, que la deshonestidad mental es propia de los socialistas y de los izquierdistas en general, o que sea más común entre ellos. Es meramente que al parecer la aceptación de cualquier disciplina política es incompatible con la integridad literaria. Esto se aplica igualmente a los movimientos como el pacifismo y el personalismo, que reclaman se ajenos a la lucha política ordinaria. De hecho, el mero sonido de las palabras terminadas en "ismo" parece traer consigo el olor de la propaganda. Las lealtades de grupo son necesarias, y sin embargo son venenosas para la literatura, mientras la literatura sea producto de los individuos. Tan pronto como se les permite tener alguna influencia, siquiera negativa, sobre la obra creativa, el resultado no es sólo una falsificación, sino a menudo el verdadero agotamiento de las facultades inventivas. Bien, ¿y entonces qué? ¿Debemos concluir que es deber de todo escritor "mantenerse lejos de la política"? ¡Ciertamente que no! En cualquier caso, como lo he dicho ya, ninguna persona pensante puede o se mantiene auténticamente fuera de la política, en una era como la presente. Sólo sugiero que deberíamos hacer una distinción más profunda que la que hacemos en el presente entre nuestras lealtades políticas y literarias, y que deberíamos reconocer que la disposición a realizar ciertas cosas ingratas pero necesarias no trae consigo ninguna obligación de tragarse las creencias que habitualmente vienen con ellas. Cuando un escritor se ocupa de política debería hacerlo como ciudadano, como ser humano, pero no como un escritor. No pienso que tenga el derecho, meramente en aras de su sensibilidad, de esquivar el sucio trabajo corriente de la política. Justo como cualquier otro, debería estar preparado para pronunciar discursos en salas cruzadas por corrientes de aire, pintar pavimentos con tiza, conseguir votantes, distribuir panfletos, e incluso pelear en guerras civiles si parece necesario. Pero haga lo que haga al servicio de su partido, jamás debería escribir por eso. Debería dejar en claro que su escritura es una cosa aparte. Y debería ser capaz de actuar en colaboración, mientras, si así lo elige, rechaza por completo la ideología oficial. Nunca debería retroceder ante una sucesión de pensamientos porque podría conducir a una herejía, y no debería tener demasiado en mente si su falta de ortodoxia es olfateada, como probablemente ocurrirá. Quizás incluso sea una mala señal en un escritor que no se le sospeche hoy de tener tendencias reaccionarias, justo como era mala señal que no se le sospechara de tener tendencias comunistas hace veinte años. Pero ¿significa todo esto que el escritor no sólo debería rechazar que le dicten los jefes políticos, sino que debería abstenerse de escribir sobre política? Otra vez, ¡ciertamente que no! No hay ninguna razón por la cual no debería escribir de la manera más crudamente política, si lo desea. Sólo que debería hacerlo como individuo, como un “outsider”, y a lo máximo como un guerrillero imprevisto en el flanco de un ejército regular. Esta actitud es bien compatible con la utilidad política ordinaria. Es razonable, por ejemplo, estar dispuesto a luchar en una guerra porque uno estima que la guerra hay que ganarla, y al mismo tiempo rechazar escribir propaganda de guerra. Algunas veces, si el escritor es honesto, sus escritos y sus actividades políticas pueden actualmente contradecirse unos a otros. Hay ocasiones cuando ello es claramente indeseable; pero entonces el remedio no está en falsificar los propios impulsos, sino en mantener silencio. Sugerir que un escritor creativo, en un tiempo de conflicto, debe partir su vida en dos compartimientos, puede parecer derrotista o frívolo; no obstante, en la práctica no veo qué otra cosa puede hacer. Encerrarse a sí mismo en una torre de marfil es imposible e indeseable. Rendirse subjetivamente, no puramente a una máquina partidista, sino incluso a una ideología de grupo, es destruirse uno mismo como escritor. Sentimos que el dilema nos parece doloroso porque vemos la necesidad de involucrarnos en política y al mismo tiempo vemos el sucio, degradante negocio que es. Y la mayoría de nosotros todavía conserva una persistente creencia de que toda elección, incluso toda elección política, es entre el bien y el mal, y que si una cosa es necesaria también es buena. Deberíamos, pienso, deshacernos de esta creencia, que pertenece a la niñez. En política, uno nunca puede hacer más que decidir cuál de dos males es el menor, y hay situaciones en las cuales uno sólo puede escapar por actuar como un demonio o un lunático. La guerra, por ejemplo, puede ser necesaria, pero no es, por cierto, ni buena ni cuerda. Incluso, una elección general no es precisamente un espectáculo grato ni edificante. Si uno tiene que tomar parte en cosas semejantes -y yo pienso que usted debe hacerlo, a menos que usted esté protegido por la vejez, la estupidez o la hipocresía-- entonces usted también tiene que mantener parte de sí mismo intacta. Para mucha gente, el problema no se presenta de la misma manera, porque sus vidas están ya escindidas. Viven realmente sólo en sus horas de ocio y no existe ninguna conexión emocional entre su trabajo y sus actividades políticas. Tampoco generalmente se les pide, en nombre de la lealtad política, que se rebajen a sí mismos a ser trabajadores. El artista, en especial al escritor, es a quien se le pide justamente eso –de hecho, eso es lo único que los políticos siempre le piden. Si se niega, eso no quiere decir que esté condenado a la inactividad. Una mitad de él, que en cierto sentido es todo él, puede actuar tan resueltamente, incluso tan violentamente si es necesario, como cualquier otro. Pero sus escritos, en la medida en que tienen algún valor, serán siempre los productos de aquel ser más cuerdo que permanece a un lado, registra las cosas que se hacen y admite su necesidad, pero se niega a dejarse engañar acerca de su verdadera naturaleza.