Los Escritores y Leviatán

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Los escritores y Leviatán

Por George Orwell


Traducción de Fernando Báez

La posición del escritor en una era de control estatal es un


asunto que ya ha sido suficiente y ampliamente discutido, aunque
mucha de la evidencia que podría ser relevante no está todavía
disponible. En este lugar no quiero expresar una opinión ni en pro ni
en contra del patrocinio de las artes por el Estado, sino simplemente
destacar que esa clase de estado que nos gobierna tiene que
depender parcialmente de la atmósfera intelectual predominante: es
decir, en este contexto, parcialmente de la actitud de los propios
escritores y artistas, y de su buena disposición o no para mantener
vivo el espíritu liberal. Si en diez años nos encontramos
avergonzados ante una persona como Zhdanov, probablemente será
porque eso es lo que habremos merecido. Obviamente existen ya
fuertes tendencias hacia el totalitarismo en acción entre la
intelligentsia literaria inglesa. Pero aquí no estoy preocupado con
cualquier movimiento organizado y consciente como es el
comunismo, sino meramente con el efecto que tiene, sobre la gente
de buena voluntad, el pensamiento político y la necesidad de tomar
bando políticamente.
Esta es una era política. La guerra, el fascismo, los campos de
concentración, los palos de goma, las bombas atómicas, etc., son las
cosas en que pensamos diariamente, y por tanto sobre las que
escribimos con gran extensión, aunque no las nombremos
abiertamente. No podemos evitar esto. Cuando usted está en un
barco que se hunde, sus pensamientos serán sobre barcos que se
hunden. Pero no sólo es estrecha la materia de nuestro tema, sino
que toda nuestra actitud hacia la literatura está coloreada por
lealtades que al menos de manera intermitente comprendemos que
no son literarias. Tengo la sensación de que a menudo la crítica
literaria en el mejor de los casos es fraudulenta, puesto que en
ausencia de cualquier norma aceptada de cualquier índole -
cualquier referencia externa que pueda dar sentido a la afirmación
de que tal y tal libro es "bueno" o "malo"-, cada juicio literario
consiste en falsificar una serie de reglas para justificar una
preferencia instintiva. La reacción real ante un libro, cuando uno
tiene una reacción total, es, habitualmente, "me gusta este libro" o
"no me gusta", y lo que sigue es una racionalización. Pero "me gusta
este libro" no es, pienso, una reacción no literaria; la reacción no
literaria es: "Este libro está de mi lado, y por tanto debo descubrir
méritos en él". Por supuesto, cuando uno alaba un libro por razones
políticas uno puede ser emocionalmente sincero, en el sentido de
que uno de veras siente una fuerte aprobación, pero también sucede
a menudo que la solidaridad partidista demande de plano una
mentira. Cualquiera que esté acostumbrado a reseñar libros para
periódicos políticos es bien consciente de esto. En general, si usted
escribe para un diario con el cual está de acuerdo, peca por acción, y
si lo hace para un diario del bando opuesto, por omisión. En todo
caso, hay innumerables libros polémicos -libros en pro o en contra
de la Rusia soviética, en pro o en contra del Sionismo, en pro o en
contra de la Iglesia Católica, etc.- a los que se juzga antes de leerlos,
de hecho antes de que sean escritos. Uno sabe con antelación qué
recepción tendrán en cuáles diarios. Y sin embargo, con una falta de
honradez que algunas veces no es consciente ni siquiera en una
cuarta parte, se mantiene la pretensión de que están siendo
aplicadas normas literarias auténticas.
Por supuesto, la invasión de la literatura por la política tenía
que pasar. Debía haber pasado, aun cuando el problema del
totalitarismo no hubiera surgido, porque hemos desarrollado una
suerte de remordimiento que nuestros abuelos no tenían, una
conciencia de la enorme injusticia y miseria del mundo, y un
sentimiento de culpabilidad porque uno debería hacer algo al
respecto, que hace imposible una actitud puramente estética ante la
vida. Nadie, ahora, podría dedicarse a la literatura con la
concentración absoluta de Joyce o de Henry James. Pero,
desafortunadamente, aceptar responsabilidad política ahora
significa rendirse a las ortodoxias y las "líneas del partido", con toda
la timidez y deshonestidad que ello implica. En comparación con los
escritores Victorianos, tenemos la desventaja de vivir entre
ideologías políticas claramente definidas y de conocer usualmente de
una mirada cuáles pensamientos son heréticos. Un intelectual
literario moderno vive y escribe con temor constante -no, por cierto,
de la opinión pública en su más amplio sentido, sino de la opinión
pública dentro de su propio grupo. En general, por suerte, hay más
de un grupo, pero también en cualquier momento dado existe una
ortodoxia dominante, y para atacarla se necesita tener la piel dura y
algunas veces estar dispuesto a reducir a la mitad los ingresos a final
de año. Obviamente, desde hace unos quince años, la ortodoxia
dominante, especialmente entre los jóvenes, ha sido la "izquierda".
Las palabras claves son "progresista", "democrático" y
"revolucionario", mientras que las etiquetas que hay que evitar a
toda costa son "burgués", "reaccionario" y "fascista". Casi todos en
estos días, incluso la mayoría de los católicos y conservadores, son
"progresistas" o al menos desean que se les piense por tales. Nadie,
que yo sepa, jamás dice de sí mismo que es "burgués", así como
nadie que tenga la instrucción suficiente para conocer la palabra
reconoce ser culpable del antisemitismo. Somos todos buenos
demócratas, antifascistas, antiimperialistas, despreciativos de las
diferencias de clase, impermeables al prejuicio racial, y así
sucesivamente. No hay muchas dudas de que en el presente la
ortodoxia "izquierdista" es mejor que la ortodoxia conservadora
beata y bastante esnob que prevaleció veinte años atrás, cuando el
Criterion y (en menor escala) el London Mercury eran las revistas
literarias dominantes. Porque al menos su objetivo implícito es una
forma viable de sociedad que una gran cantidad de personas quieren
en la actualidad. Pero también tienen sus falsedades propias que,
como no se las puede admitir, hacen imposible que ciertas
cuestiones sean discutidas seriamente.
Toda la ideología del ala izquierda, científica y utópica, fue
desarrollada por gente que no tenía posibilidad inmediata de
alcanzar el poder. Era, por tanto, una ideología extrema,
absolutamente desdeñosa de reyes, gobiernos, leyes, cárceles,
fuerzas policiales, ejércitos, banderas, fronteras, patriotismo, moral
convencional y, de hecho, de todo el esquema de cosas existentes.
Hasta donde alcance la memoria viva, las fuerzas de la izquierda en
todos los países lucharon contra una tiranía que parecía ser
invencible, y era fácil asumir que si esa tiranía en particular -el
capitalismo- podía ser derrocada, el socialismo llegaría en seguida.
Además, la izquierda había heredado del liberalismo ciertas
creencias claramente discutibles, como la creencia de que la verdad
prevalecería y la persecución se derrotaría a sí misma, o de que el
hombre es por naturaleza bueno y sólo es corrompido por su
entorno. Esta ideología perfeccionista ha persistido en casi todos
nosotros, y es en su nombre que protestamos cuando (por ejemplo)
un gobierno laborista aprueba ingresos inmensos para las hijas del
rey o muestra vacilación para nacionalizar la siderurgia. Pero
también hemos acumulado en nuestras mentes toda una serie entera
de contradicciones no reconocidas, como consecuencia de sucesivos
choques contra la realidad.
El primer gran choque fue la revolución rusa. Por razones algo
complejas, casi toda la izquierda inglesa ha tenido que aceptar al
régimen ruso como "socialista", mientras reconoce silenciosamente
que tanto su espíritu como su práctica son bien extraños a todo lo
que se entiende por "socialismo" en este país. De aquí ha surgido
una especie de manera de pensar esquizofrénica, en la que una
palabra como "democracia" puede tener dos significados
irreconciliables y cosas como campos de concentración y
deportaciones en masa pueden ser buenas o malas al mismo tiempo.
El golpe siguiente a la ideología izquierdista fue el surgimiento del
fascismo, que sacudió el pacifismo y el internacionalismo de la
izquierda sin traer un restablecimiento definido de la doctrina. La
experiencia de la ocupación alemana enseñó a los pueblos europeos
algo que los pueblos coloniales ya sabían, esto es, que los
antagonismos de clase no tienen mayor importancia y que existe
algo como el interés nacional. Después de Hitler, era difícil sostener
seriamente que "el enemigo está en tu propio país" y que la
independencia nacional no tiene valor. Pero aun cuando todos
sabemos esto y actuamos si es preciso cuando es necesario, todavía
nos parece que decirlo en voz alta sería una suerte de traición. Y
finalmente, la mayor dificultad de todas, está el hecho de que la
izquierda tiene ahora el poder y está obligada a asumir
responsabilidades y a tomar decisiones genuinas.
Los gobiernos de izquierda casi de forma invariable
decepcionan a sus partidarios porque, aun si la prosperidad que han
prometido fuera alcanzable, hay siempre necesidad de un incómodo
período de transición sobre el cual poco se había dicho antes. En este
momento vemos a nuestro propio gobierno, en sus desesperados
esfuerzos económicos, luchando en efecto contra su propia
propaganda pasada. La crisis en que estamos ahora no es una
calamidad repentina e inesperada, como un terremoto, ni fue
causada por la guerra, sino que meramente la apresuró. Hace
décadas se podría prever que algo de esta clase iba a pasar. Después
del siglo diecinueve nuestra renta nacional, dependiente en parte del
interés de las inversiones extranjeras, y sobre todo de mercados
seguros y materias primas baratas en las colonias, había sido
sumamente precaria. Era seguro que, tarde o temprano, algo saldría
mal y nos veríamos forzados a equilibrar las exportaciones con las
importaciones; y cuando eso ocurriera el nivel de vida en Gran
Bretaña, incluso el de la clase obrera, estaba destinado a caer, al
menos temporalmente. Y sin embargo los partidos de izquierda,
incluso cuando vociferaban contra el imperialismo, nunca dejaron
esto en claro. En ocasiones estaban dispuestos a reconocer que los
obreros británicos se habían beneficiado, en alguna medida, con el
saqueo de Asia y África, pero siempre parecían dar la impresión de
que podíamos renunciar al botín y no obstante arreglárnoslas para
permanecer prósperos. En gran medida, verdaderamente, los
obreros fueron ganados para el socialismo porque se les dijo que
eran explotados, cuando la dura verdad es que, en términos
mundiales, eran explotadores. Ahora, según todas las apariencias, se
ha llegado al punto en que el nivel de vida de la clase obrera no se
puede mantener, ni hablar de elevarlo. Incluso si exprimimos al rico
hasta que deje de existir, la masa del pueblo debe consumir menos o
bien producir más. ¿O estoy exagerando el lío en que estamos
metidos? Yo podría estarlo, y me contentaría saber que estoy
equivocado. Pero el punto que quiero destacar es que esta cuestión,
entre personas creyentes de la ideología de izquierda, no se puede
discutir auténticamente. La reducción de los salarios y el aumento
de las horas de trabajo son sentidas inherentemente como medidas
antisocialistas y por eso están descartadas de antemano, sea cual
fuere la situación económica. Sugerir que puedan ser inevitables es
meramente arriesgarse a verse embadurnado con aquellas etiquetas
que nos aterran a todos. Es mucho más seguro evadir el asunto y
pretender que podemos arreglarlo todo con la redistribución del
ingreso nacional existente.
Aceptar una ortodoxia inherentemente significa siempre
heredar contradicciones sin resolver. Tómese, por ejemplo, el hecho
de que a toda persona sensible le repugna el industrialismo y sus
productos, y sin embargo está consciente de que la conquista de la
pobreza y la emancipación de la clase trabajadora demandan no
menos industrialización, sino más y más. O tómese el hecho de que
algunos trabajos son absolutamente necesarios, pero nunca se hacen
salvo bajo alguna clase de coacción. O el hecho de que es imposible
tener una política exterior positiva sin tener fuerzas armadas
poderosas. Uno podría multiplicar los ejemplos. En cada uno de
dichos casos hay una conclusión que es perfectamente clara, pero
que sólo se puede sacar si uno es privadamente desleal a la ideología
oficial. La respuesta normal es la de poner la cuestión, sin resolver,
en un rincón de la mente de uno y entonces continuar repitiendo
frases hechas contradictorias. Uno no tiene que buscar mucho en las
reseñas y revistas para descubrir los efectos de esta clase de
pensamiento.
No quiero decir, por supuesto, que la deshonestidad mental es
propia de los socialistas y de los izquierdistas en general, o que sea
más común entre ellos. Es meramente que al parecer la aceptación
de cualquier disciplina política es incompatible con la integridad
literaria. Esto se aplica igualmente a los movimientos como el
pacifismo y el personalismo, que reclaman se ajenos a la lucha
política ordinaria. De hecho, el mero sonido de las palabras
terminadas en "ismo" parece traer consigo el olor de la propaganda.
Las lealtades de grupo son necesarias, y sin embargo son venenosas
para la literatura, mientras la literatura sea producto de los
individuos. Tan pronto como se les permite tener alguna influencia,
siquiera negativa, sobre la obra creativa, el resultado no es sólo una
falsificación, sino a menudo el verdadero agotamiento de las
facultades inventivas.
Bien, ¿y entonces qué? ¿Debemos concluir que es deber de
todo escritor "mantenerse lejos de la política"? ¡Ciertamente que no!
En cualquier caso, como lo he dicho ya, ninguna persona pensante
puede o se mantiene auténticamente fuera de la política, en una era
como la presente. Sólo sugiero que deberíamos hacer una distinción
más profunda que la que hacemos en el presente entre nuestras
lealtades políticas y literarias, y que deberíamos reconocer que la
disposición a realizar ciertas cosas ingratas pero necesarias no trae
consigo ninguna obligación de tragarse las creencias que
habitualmente vienen con ellas. Cuando un escritor se ocupa de
política debería hacerlo como ciudadano, como ser humano, pero no
como un escritor. No pienso que tenga el derecho, meramente en
aras de su sensibilidad, de esquivar el sucio trabajo corriente de la
política. Justo como cualquier otro, debería estar preparado para
pronunciar discursos en salas cruzadas por corrientes de aire, pintar
pavimentos con tiza, conseguir votantes, distribuir panfletos, e
incluso pelear en guerras civiles si parece necesario. Pero haga lo
que haga al servicio de su partido, jamás debería escribir por eso.
Debería dejar en claro que su escritura es una cosa aparte. Y debería
ser capaz de actuar en colaboración, mientras, si así lo elige, rechaza
por completo la ideología oficial. Nunca debería retroceder ante una
sucesión de pensamientos porque podría conducir a una herejía, y
no debería tener demasiado en mente si su falta de ortodoxia es
olfateada, como probablemente ocurrirá. Quizás incluso sea una
mala señal en un escritor que no se le sospeche hoy de tener
tendencias reaccionarias, justo como era mala señal que no se le
sospechara de tener tendencias comunistas hace veinte años.
Pero ¿significa todo esto que el escritor no sólo debería
rechazar que le dicten los jefes políticos, sino que debería abstenerse
de escribir sobre política? Otra vez, ¡ciertamente que no! No hay
ninguna razón por la cual no debería escribir de la manera más
crudamente política, si lo desea. Sólo que debería hacerlo como
individuo, como un “outsider”, y a lo máximo como un guerrillero
imprevisto en el flanco de un ejército regular. Esta actitud es bien
compatible con la utilidad política ordinaria. Es razonable, por
ejemplo, estar dispuesto a luchar en una guerra porque uno estima
que la guerra hay que ganarla, y al mismo tiempo rechazar escribir
propaganda de guerra. Algunas veces, si el escritor es honesto, sus
escritos y sus actividades políticas pueden actualmente
contradecirse unos a otros. Hay ocasiones cuando ello es claramente
indeseable; pero entonces el remedio no está en falsificar los propios
impulsos, sino en mantener silencio.
Sugerir que un escritor creativo, en un tiempo de conflicto,
debe partir su vida en dos compartimientos, puede parecer
derrotista o frívolo; no obstante, en la práctica no veo qué otra cosa
puede hacer. Encerrarse a sí mismo en una torre de marfil es
imposible e indeseable. Rendirse subjetivamente, no puramente a
una máquina partidista, sino incluso a una ideología de grupo, es
destruirse uno mismo como escritor. Sentimos que el dilema nos
parece doloroso porque vemos la necesidad de involucrarnos en
política y al mismo tiempo vemos el sucio, degradante negocio que
es. Y la mayoría de nosotros todavía conserva una persistente
creencia de que toda elección, incluso toda elección política, es entre
el bien y el mal, y que si una cosa es necesaria también es buena.
Deberíamos, pienso, deshacernos de esta creencia, que pertenece a
la niñez. En política, uno nunca puede hacer más que decidir cuál de
dos males es el menor, y hay situaciones en las cuales uno sólo puede
escapar por actuar como un demonio o un lunático. La guerra, por
ejemplo, puede ser necesaria, pero no es, por cierto, ni buena ni
cuerda. Incluso, una elección general no es precisamente un
espectáculo grato ni edificante. Si uno tiene que tomar parte en
cosas semejantes -y yo pienso que usted debe hacerlo, a menos que
usted esté protegido por la vejez, la estupidez o la hipocresía--
entonces usted también tiene que mantener parte de sí mismo
intacta. Para mucha gente, el problema no se presenta de la misma
manera, porque sus vidas están ya escindidas. Viven realmente sólo
en sus horas de ocio y no existe ninguna conexión emocional entre
su trabajo y sus actividades políticas. Tampoco generalmente se les
pide, en nombre de la lealtad política, que se rebajen a sí mismos a
ser trabajadores. El artista, en especial al escritor, es a quien se le
pide justamente eso –de hecho, eso es lo único que los políticos
siempre le piden. Si se niega, eso no quiere decir que esté condenado
a la inactividad. Una mitad de él, que en cierto sentido es todo él,
puede actuar tan resueltamente, incluso tan violentamente si es
necesario, como cualquier otro. Pero sus escritos, en la medida en
que tienen algún valor, serán siempre los productos de aquel ser más
cuerdo que permanece a un lado, registra las cosas que se hacen y
admite su necesidad, pero se niega a dejarse engañar acerca de su
verdadera naturaleza.

Politics and Letters Summer, 1948

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