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Los derechos contra sí mismos

Rights against themselves

Edgar Straehle Porras


Universidad de Barcelona
edgarstraehle@gmail.com

Resumen:

La historia de los derechos nos muestra que éstos no pueden ser aceptados de manera
ingenua y acrítica por culpa de todas las contradicciones y problemas que ello genera. Por eso, en
vez de aceptarlos o rechazarlos, se propone una crítica constructiva de los derechos al concebirlos
como una confrontación entre ellos que tendría su legitimidad desde justamente el artículo 29.1 de
la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el cual se revela en verdad más como un deber
que como un derecho.

Palabras clave: Derechos, Estado, libertad, propiedad.

Abstract:

The history of rights shows us that rights can't be accepted in a naïve and uncritical way,
because of the contradictions and problems that it would motivate. Therefore, instead of accepting
or rejecting them, we propose a constructive critique, which conceive rights through an internal
confrontation that would receive its legitimation by the article 29.1 of the Universal Declaration of
Human Rights, which in fact is more a duty than a right.

Keywords: Rights, State, liberty, property.

Los derechos se han convertido para muchos en una institución tan imprescindible como
problemática. Eso se vislumbró ya en la gestación de la Declaración Universal de Derechos
Humanos (DUDH), cuando se intentaron conciliar, o ensamblar de manera un tanto artificial, tres
concepciones de los derechos procedentes de marcos distintos y que, a pesar de los continuos
intentos llevados a cabo, eran difícilmente compatibles: simultáneamente se quisieron encajar unos
derechos civiles y políticos asociados al mundo capitalista occidental con unos derechos
económicos vinculados al entonces bloque comunista y asimismo con unos derechos colectivos
ligados a los territorios colonizados. El resultado fue que la DUDH apareció como una unión
forzosamente ficticia, harto difícil de aceptar o de cumplir por numerosos países, tal como se
manifestó desde el principio. La DUDH, a pesar de considerarse universal, jamás pudo serlo y
muchos Estados se negaron a apoyarla el mismo día de su aprobación.
Probablemente se era consciente en cierto modo de las dificultades y en el mismo
Preámbulo se expuso de manera sintomática que únicamente conviene promoverlos, pues una
verdadera instauración sería tan seguramente inviable como probablemente injusta. Se ha
recriminado habitualmente a los derechos que no hayan sido capaces de trascender la cosmovisión
occidental y que, en consecuencia, se defienda una concepción preponderantemente liberal que
conceptualiza el ser humano como un ser dominado por las esferas individual, racional y autónoma.
O quizá deberíamos señalar que más que una descripción, eso parece ser en verdad una
prescripción, la forja del hombre soñado de la Ilustración, un deseo no obstante recusado
reiteradamente por los hechos y también por la misma política. La concepción racional del hombre
consiste en una construcción ficticia que la misma política no se cree, que a veces invoca para
justificar determinadas políticas (la racionalidad del libre mercado no sería más que una
consecuencia de la actitud racional y estratégica del Homo Economicus) a pesar de que se comporte
de una manera absolutamente contradictoria para captar su atención y voto.1
Detrás de la DUDH se esconde una naturaleza soñada o deseada del hombre que no
comparten muchas otras culturas, muchas de las cuales abogan por planteamientos sensiblemente
distintos que, por lo general, enfatizan los lazos del ser humano con la naturaleza, la religión, la
tradición o también los otros hombres.2 Además, ese sueño depende del cumplimiento de unos
factores que vienen expresados por los derechos económicos, en virtud de los cuales se debería
garantizar la seguridad social, unos sueldos razonables, las vacaciones pagadas, etcétera; en suma,
las bases del Estado de Bienestar (aludido en el artículo 25.1), tan creíble entonces para algunos
como actualmente imposible y utópico. Es decir, los derechos serían únicamente universales en el
caso de que se cumplieran una serie de requisitos, como sucede con los económicos, nada fáciles de
proveer. La dependencia a estos factores contingentes ha sido resaltada críticamente por el pensador
Raymond Geuss cuando escribe lo siguiente:
1
Vid. Lakoff, George. No pienses en un elefante. Complutense. Madrid, 2007.
2
Para profundizar esta cuestión tan compleja y ver una propuesta programática de los derechos se recomienda la obra
de Boaventura Sousa Santos. Como introducción resulta de gran utilidad el artículo Hacia una concepción
multicultural de los derechos. Revista El otro derecho. Número 28. Julio 2002. Bogotá. Pág 59-83. Accesible a
través de Internet. http://webiigg.sociales.uba.ar/grassi/textos/Sousa_DDHH.pdf
El hecho de que un sistema de derechos sea un constructo insustancial y claramente derivado, cuya existencia
continuada depende de un marco social y político más amplio – idealmente uno de prosperidad económica, paz nacional
e internacional, y estabilidad – es una razón excelente para no intentar expresar nuestra filosofía política final en
términos de una doctrina de derechos.3

La universalidad teórica de los derechos choca con su parcial o reducida aplicación. La


crítica más inmediata consiste, por consiguiente, en que los derechos humanos lamentablemente no
son cumplidos o seguidos en la realidad. Por eso, la habitual afirmación que sostiene la
incondicionalidad de lo expresado en la DUDH colisiona con la necesaria apelación a determinadas
condiciones fácticas que posibilitasen y realizasen los derechos enunciados. Es decir, la presunta
incondicionalidad de los derechos dependería de las contingencias de la historia, su postulada
universalidad dependería a su vez de que haya determinados actores políticos que la hagan valer en
cada caso concreto. En consecuencia, los derechos humanos no serían en ningún caso una cuestión
prepolítica, como muchos sostienen, sino una tarea necesariamente política, dado que su
cumplimiento quedaría al arbitrio y criterio de los dirigentes. Como ha señalado Martha Nussbaum,
“los derechos fundamentales no son más que palabras hasta que la acción del Estado los convierte
en reales”.4 La incondicionalidad, por eso, sería justamente una de las características que nunca
podrían tener los derechos, que nunca se pueden arrogar de ningún modo, dado que en todo
momento se sustentan sobre condiciones que no se pueden dar por descontadas, que conviene
cultivar y vigilar permanentemente y que, según parece, cada vez van a ser más difíciles de cumplir.
En resumen, una politics de los derechos se subordina a la hora de la verdad, se quiera reconocer o
no, a la policy. Y de ahí se deriva la lógica pregunta, ¿es siempre capaz la política (policy) real de
realizar la política (politics) de los derechos? Y si no lo es, ¿qué derechos son más sacrificables que
otros, a pesar de que continuamente se haya intentado rechazar que haya una jerarquía y que todos
son absolutamente incondicionales?
La dificultad de aplicación de los derechos es un elemento esencial para su problematización
teórica, dado que ellos plantean una exigencia que no es tan sencilla de satisfacer. Y no siempre por
falta de recursos, a veces basta la ausencia de voluntad. El problema de la distribución de la riqueza
es cada vez más acuciante, la distancia entre ricos y pobres no para de ensancharse y cuenta con la
connivencia de los gobiernos de los países que se consideran como los guardianes de los Derechos
Humanos. No debería extrañar que Estados Unidos haya tenido una embajadora en la ONU como
Jeane Kirkpatrick, nombrada por Ronald Reagan, quien señaló en su momento que los derechos
económicos, sociales y culturales expresados en la DUDH a la hora de la verdad no eran más que

3
Geuss, Raymond. Historia e ilusión en política. Barcelona. Tusquets, 2004. Pág 226.
4
Nussbaum, Martha. Crear capacidades. Pág 87.
una carta a Papa Noël.5 Asimismo, otro representante norteamericano en la ONU, Morris Abram,
aseguró que el desarrollo no constituía, a pesar de lo que muchos creen o proclaman, un derecho. 6
Los mismos representantes de los gobiernos en la ONU han expresado el exceso de optimismo de la
DUDH y son ellos los que, más allá de una crítica cultural, coadyuvan en su no aplicación. Los
derechos humanos serían, de acuerdo con estas opiniones, la mayor utopía de nuestros tiempos.
Por eso, la correcta aplicación de los derechos humanos depende de una institución política
caracterizada de manera contradictoria. El Estado aparece en la DUDH como un garante, aunque se
trata de un garante extraño y complicado, un poco paradójico, dado que puede negarse a realizarlos.
La DUDH se fraguó para proteger a la humanidad de los Estados totalitarios, aunque hoy en día son
los gobiernos liberales los que se oponen, sea con sus palabras o con sus decisiones, al
cumplimiento de muchos de esos derechos. La actual tendencia a desmantelar las competencias del
derecho menoscaba todavía más las competencias y capacidades del Estado, por lo que puede verse
esas corrientes como intrínsecamente enfrentadas a la DUDH, al menos en lo que se refiere a los
derechos económicos. Los primeros que atentan conscientemente contra los derechos son
justamente una serie de Estados que en muchas ocasiones tildan a otros de Estados Canallas (Rogue
states) a la vez que impulsan programas que chocan abiertamente con los mismos derechos que
ufanamente dicen defender y cumplir.
Podemos caracterizar, por tanto, la DUDH como un fallido intento performativo, a pesar de
que numerosos Estados se consideran a sí mismos como Estados de Derecho únicamente por la
promulgación de Constituciones o leyes que se acercan a lo expresado por la Declaración y que
luego son incumplidas sin cesar. En muchos casos, la Constitución de un país no consiste más que
en un acto de hipocresía, o de ingenua esperanza, que basta a la opinión pública y a los organismos
internacionales, una declaración de intenciones análogamente inútil al Preámbulo señalado a la hora
de orientar la acción de los Estados. O incluso peor, dado que una mínima aceptación oficial de los
derechos puede bastar para desviar la atención internacional y ser todavía más duro con los
ciudadanos indeseados.
Lo que queremos apuntar, empero, es la existencia de lo que consideramos una dificultad
mayor y más difícil de discutir, harto más complicado de resolver, y deriva justamente de la
presencia de los derechos. Sí, la presencia de los derechos, su correcta aplicación, puede ser
compatible, e incluso frecuentemente cómplice, de un amplio cúmulo de injusticias. La presencia de
los derechos, por ejemplo, no puede evitar la existencia de la dominación que Philip Pettit tanto
denuncia en su obra Republicanismo.7 Para él, al contrario de lo que es inherente a la concepción de
los derechos, la libertad no se debe identificar con la libertad negativa, tan célebremente expuesta

5
Citado por Chomsky, Noam. Actos de agresión. Barcelona. Crítica, 2004. Pág 63.
6
Ibídem.
7
Pettit, Philip. Republicanismo. Paidós. Barcelona, 1999.
por Isaiah Berlin y definible como un espacio libre (léase privado) de la intervención de los demás,
sino que prefiere concebirla como un territorio que no sufre la dominación ajena. Philip Pettit critica
la sacralización del principio de no intervención y señala que pueden darse intervenciones positivas
o también otras que sean legítimas.
Lo que nos interesa ahora mismo es el reverso de este planteamiento y consiste en el hecho
de que una “no intervención aparente” también desemboca potencialmente en una forma real de
dominación. Efectivamente, por ejemplo, se vive ahora bajo una dominación del capital, por usar el
término marxista, que ha sido sintetizada por la economista Joan Robinson cuando señaló que “lo
único peor que ser explotado por el capital, es no estar dominado por el capital”. Efectivamente, las
condiciones laborales no paran de empeorar, aunque eso no elimina el miedo al paro. Numerosos
ciudadanos, que conforman lo que actualmente ha sido denominado precariado8, padecen una
angustia constante por culpa de un mercado laboral cada vez más duro, ingrato e inseguro. Por ello,
uno debe aceptar frecuentemente trabajos en malas condiciones o escasamente remunerados, a
veces escondidos bajo otros nombres, que vulnerarían el artículo 23.3 de los Derechos Humanos
aunque se sostienen en contratos suscritos libremente por ambas partes.
Nos encontramos con que aparentemente es uno mismo quien suscribe la falta de respeto de
unos derechos que se le atribuyen de manera incondicional, en tanto que ínsitos a su naturaleza, si
bien no lo hace libremente en verdad, porque uno se halla en una situación que le conmina a aceptar
empleos y salarios que, en otras condiciones, no hubiera estado dispuesto a aceptar. Se produce una
suerte de renuncia a los derechos bajo una presión extrema. La coacción no viene del empleador
sino de una situación laboral adversa que coloca al empleado en una angustia constante. Hoy en día
se padece una creciente violencia amparada en la misma ley, una violencia legal donde uno es
víctima de un contexto o una coyuntura que desemboca en la ausencia de culpables; lo que se
conoce como violencia sistémica o violencia estructural. Sin embargo, no se puede incriminar a
nadie por culpa de la existencia y firma de un contrato que se asemeja más a la explotación o la
servidumbre (prohibida “en todas sus formas” según el artículo 4), que a un trabajo verdadero. Por
eso queremos recordar las palabras de John Galbraith cuando el prestigioso economista dijo que:

no hay mayor espejismo en la actualidad, mayor fraude incluso, que el uso del mismo término trabajo para
designar lo que para algunos es monótono, doloroso y socialmente degradante, para otros placentero, socialmente
prestigioso y económicamente provechoso.9

Hannah Arendt señaló que el primer elemento del totalitarismo, como sucedió cuando el
nazismo promulgó las leyes de Nuremberg, consiste en anular al individuo en tanto que sujeto de
8
Vid. Wacquant, Loïc. Parias urbanos: marginalidad en la ciudad a comienzos del milenio. Manantial. Buenos Aires,
2001.
9
Galbraith, John K. La cultura de la satisfacción. Ariel. Barcelona, 1992. Pág 47.
derecho y en eliminar de este modo su personalidad jurídica. Por eso, la pensadora alemana señaló
que el primer derecho debería ser el derecho a tener derechos, algo que ella, como paria judía, no
pudo disfrutar. Ahora, en cambio, sucede exactamente al contrario. Todos somos sujetos de derecho
y a la hora de la verdad estamos sujetos a él. A veces parece que únicamente seamos ciudadanos de
derecho, de un derecho inane que no resuelve los problemas de antaño y que únicamente sirve para
convertir en legal una violencia que antes se consideraba arbitraria. Hannah Arendt también señaló,
y eso no ha cambiado en absoluto con el régimen actual de gobierno, que el totalitarismo se
caracterizaba por hacer del hombre un ser superfluo. Los masivos recortes en sanidad llevados a
cabo en numerosos países lo atestiguan sin ningún asomo de duda.
Por eso, no es ocioso señalar que el discurso de los derechos, en caso de cumplirse, es
incompatible con la esclavitud,10 aunque lo más flagrante consiste en que actualmente se padece una
violencia legal, que genera una violencia estructural constante, además de creciente, que deriva en
el incumplimiento sostenido de la mayoría de los derechos económicos y que, por añadidura,
supone una forma de mutilar la libertad de las personas. Lo que ha sucedido en los últimos siglos, y
algo que la DUDH no ha logrado evitar, ha consistido en una transformación por la que se ha
pasado, tal como apuntó Hannah Arendt, de la esclavitud de un propietario o de un amo a una
esclavitud de la miseria o de la necesidad. La miseria que muchos padecen o intuyen, queriéndola
evitar, consiste en el miedo o el agobio que conduce a que sean las personas mismas quienes a la
hora de la verdad abjuren de sus propios derechos o permitan que no se cumplan, razón por la cual
se cae en nuevas formas de servidumbre. Y ello sucede a causa de un mercado que premia o
favorece justamente a las personas que en muchas ocasiones no cumplen el artículo 1, según el cual
los hombres “deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. Hacerlo, derivaría
seguramente a la larga en la renuncia de muchos de los otros.
Por tanto, el cumplimiento de los derechos desembocaría precisamente en su
incumplimiento. Existe una violencia legal, y por ello prácticamente imposible de denunciar y
consecuentemente de erradicar, que se sustenta en una serie de derechos aparentemente mucho más
importantes, mostrando que en realidad sí existe una jerarquía dentro de ellos, una jerarquía fáctica,
una jerarquía impuesta, a pesar de que constantemente se afirme lo contrario. El primer derecho al
que se apela consiste obviamente en el derecho de propiedad, recogido en el artículo 17.1. Éste
indica literalmente que “toda persona tiene derecho a la propiedad, individual y colectivamente”. La
coletilla fue añadida por la presión del bloque comunista, sin la cual los países del este de Europa
no hubieran votado a favor de la Declaración, cosa que igualmente no hicieron, si bien tampoco se
atrevieron a rechazarla en público. Con el tiempo la última palabra del artículo 17.1 se ha ido
olvidando, con lo que se defiende salvo rara excepción es la propiedad privada. Y la propiedad
10
Kevin Bales ha mostrado que la esclavitud sigue estando muy presente y difundida en la actualidad. Cf. Bales,
Kevin. La nueva esclavitud en la economía global. Siglo Veintiuno. Madrid, 2000.
privada se suele entender, a nuestro parecer de manera abusiva, como los derechos de explotación
que un propietario tiene sobre una propiedad que legalmente le pertenece. Uno es absolutamente
libre a la hora de tomar decisiones sobre lo que posee, e incluso si no lo usa durante largo tiempo
puede reclamar para sí el monopolio de uso de lo que le pertenece y denunciar a los gorrones (free-
riders) que intentan aprovecharse de lo que es suyo.
Aunque, como es obvio, el problema no consiste únicamente en la extensión del derecho de
propiedad privada y la interpretación abusiva que hemos señalado. En muchos casos se logra
modular (léase modificar) su significado a fin de acomodarlo a determinados intereses. Vamos a
referir un par de conocidos casos que sucedieron en Estados Unidos – cuya jurisprudencia suele
tener repercusiones en todo el mundo, como ha sucedido también con estos ejemplos – y que
muestran determinados peligros que acompañan al derecho de propiedad y que evidencian el uso
pernicioso, y a todas luces injusto, que se puede hacer de él.
Primero queremos traer a colación el caso Diamond versus Chakrabarty. En 1979 el
investigador Ananda Mohan Chakrabarty desarrolló una bacteria (llamada Pseudomonas genus) que
quiso patentar pero que inicialmente se le denegó porque las leyes dictaban que no se podía patentar
la vida, la cual sería patrimonio exclusivo de la naturaleza. Sin embargo, el ingeniero genético
recurrió la sentencia y se le dio la razón porque había desarrollado determinados cambios por los
cuales se le aceptaba como el autor de dicha obra y, por ende, su legítimo propietario. De golpe, esa
vida pasó a ser considerada como un artefacto o una manufactura y desde ese momento cualquier
descubrimiento en el campo de la biología podría ser patentado y pasar a pertenecer a una persona o
una corporación.
El segundo episodio que queremos mencionar brevemente es el caso Moore versus la
Universidad de California (UCLA). En 1976 John Moore, un ciudadano estadounidense, fue a la
universidad de UCLA para tratarse de leucemia y fue curado satisfactoriamente. Posteriormente, el
laboratorio de la universidad descubrió que él poseía una serie de células que eran especialmente
eficaces a nivel médico y años después se le entregó un formulario para que firmara la cesión de su
material biológico a la universidad. Entonces John Moore, que se negó, descubrió que se habían
patentado sus células sin su consentimiento y llevó a juicio a los investigadores, aunque el tribunal
rechazó su demanda y señaló que él no tenía propiedad sobre esas células. Éstas le pertenecían
originalmente pero el descubrimiento no era suyo, así que todo el mérito y la propiedad debían ser
transferidos al descubridor. Éste pasó a poseer el monopolio de uso legal de una propiedad que en
un principio no era suya. Su mérito, indudable, fue el descubrimiento, pero no la invención o la
autoría.
El primer hecho histórico nos informa de que incluso la vida natural puede ser patentada,
por lo que los derechos de su explotación mundial pertenecen, en cada caso, a una sola persona. La
vida de la naturaleza sería, por tanto, propiedad del hombre. El segundo ejemplo nos muestra que el
origen de la propiedad, incluyendo las partes del cuerpo humano, puede no contar tanto como una
intervención, juzgada como decisiva, que anule las pretensiones del propietario original. Una
intervención, por cierto, únicamente realizable por personas con una capacidad tecnológica, y
riqueza, notable. Ambos ejemplos son extremadamente peligrosos por culpa de los abusos que
puede ocasionar, como efectivamente ha sucedido últimamente, especialmente con prácticas como
la biopiratería que tanto ha denunciado Vandana Shiva en los últimos tiempos, 11 una práctica
inmune a la DUDH porque se legitima en el derecho de propiedad sobre una cosa, como las
semillas constantemente convertidas en patentes por culpa de multinacionales sobradamente
conocidas, a pesar de que muchas veces no son más que copias de productos culturales concretos
que no habían sido registrados por no habérseles ocurrido. La intervención, en este caso mínima, no
habría sido más que aprovecharse de unas leyes que muchos no conocen ni comparten, con lo que
dichas multinacionales se dedicaron a apoderarse de tales saberes como si fuera la terra nullius de
unos cuantos siglos antes.
Más grave todavía fue el intento de la polémica multinacional Monsanto de crear una
tecnología terminator que impedía la reutilización de las semillas por los mismos compradores. Este
tipo de medida encuentra un parecido alarmante en un campo completamente distinto, como es el de
la Gestión Digital de Derechos (Digital rights management), los cuales limitan el uso que hacen las
personas de los productos que uno compra, por ejemplo la cantidad de veces que uno puede ver su
propio DVD, lo cual choca con la misma concepción de la propiedad que las mismas compañías
defienden, a la vez que también transgreden otros derechos como el de la privacidad. De nuevo nos
topamos con la jerarquía de los derechos antes mencionada, una jerarquía estructurada desde las
organizaciones que ostentan más poder.
Por culpa de cuestiones semejantes fallecen muchísimas personas. Vandana Shiva ha
denunciado que decenas de miles de agricultores indios se han suicidado por culpa de la
globalización,12 ellos perdieron sus cultivos y sus medios de vida debido a las prácticas llevadas a
cabo por determinadas empresas como la citada anteriormente. Aunque estas muertes son muertes
que no revelan un culpable concreto, que no son fácilmente denunciables, por lo que no se suelen
tomar medidas para resolver o paliar las injusticias que las provocan. No hay un homicida claro,
solamente una serie de prácticas justificadas en un derecho de propiedad que en muchas ocasiones
se convierte en un arma letal. Los derechos de propiedad han servido en muchos casos para
expropiar injustamente a otras personas y reducirlas a la miseria y la podredumbre. Y eso se hace
con la ley en la mano y con un organismo, la OMC, que exige el cumplimiento de estos reglamentos

11
Vid Shiva, Vandana. Biopiratería: el saqueo de la naturaleza y del conocimiento. Icaria. Barcelona, 2001.
12
Shiva, Vandana. Manifiesto para una democracia de la tierra: justicia, sostenibilidad y paz. Paidós. Barcelona,
2006. Pág 145.
bajo la amenaza de sanciones. Países como la India o Brasil, gracias a su poder y peso político, han
logrado luchar contra este organismo y conseguir éxitos parciales, aunque muchos otros no han
tenido tanta suerte.
Por eso consideramos que es necesario que los derechos deberían aprender a no tener miedo
a luchar contra los otros derechos, puesto que un exceso de reverencia hacia alguno de ellos puede
degenerar, y habitualmente degenera, en un cúmulo de prácticas abusivas e impunes. El discurso de
los derechos puede ser totalmente insuficiente y asimismo cómplice de muchos males, porque se ve
incapaz de enfrentarse a un gran número de injusticias actuales. Y ello sucede, en parte, por culpa
de la preponderancia del derecho de propiedad, cuya presencia no se restringe al artículo 17, sino
que debería ser extendido sobre todo al artículo 3, que hace referencia a la libertad. Efectivamente,
se ha tendido a defender una concepción de la libertad, de raigambre hobbesiana, que la concibe
como un espacio propio libre de la intervención de los demás, es decir, un territorio disponible a la
explotación que desee cada uno. La acción de cada uno es libre y no debería verse interferida por
los demás (el artículo 12 sería afín a esta postura). Se sacraliza el espacio personal - como se capta
en hechos tales como el secretismo del voto de cada ciudadano - y cualquier tipo de actuación viene
justificada por esta libertad proclamada. De hecho, se trata de una libertad absoluta, sin
restricciones dentro de las capacidades de cada uno y de los límites de la ley, que se plasma
asimismo en la práctica ausencia de deberes en la DUDH, lo que justifica el salvaje comportamiento
de numerosos especuladores en la actualidad. Concebir la libertad como un sucedáneo de la
propiedad moderna, como un terreno de explotación libre de uno mismo, donde uno se encuentra
liberado de los vínculos con los demás, coadyuva en el incremento de numerosas desgracias
actuales y promueve la vulneración de muchos otros derechos.
Por último, y esto es lo que puede resultar más polémico, queremos hacer hincapié en que
existe otro derecho al que se apela frecuentemente en caso de injusticia. El artículo 11.1 proclama la
presunción de inocencia de todas las personas. La proclamación de dicho derecho constituyó un
logro indudable en la historia del derecho aunque en la actualidad ha acabado por desempeñar un
rol muy perjudicial en numerosos casos. La presunción de inocencia es lo que esgrimen
constantemente numerosas personas o corporaciones para conseguir salir impunes de innumerables
desgracias escudándose en la involuntariedad o en la ignorancia. Cualquier tipo de tragedia, desde
las ecológicas a las económicas, son susceptibles de esta forma habitual de abuso. Muchos políticos,
empresarios y banqueros achacan a otros factores los desfalcos, negligencias y componendas que se
perpetran sin cesar, se exculpan apelando a cualquier pirueta jurídica, y en una mayoría de
ocasiones quedan absueltos o mínimamente castigados. La presunción de inocencia se ha revelado
débil con el poderoso – que a lo sumo suele tener que pagar una sanción asequible – y poderosa con
el débil – que en muchos casos ni siquiera puede pagar la fianza que supone una prisión
condicional. El crecimiento de la desigualdad que ha habido en el mundo en las últimas décadas ha
producido una mayor desigualdad en el trato jurídico que reciben las personas. Algo semejante se
podría señalar en relación a la política exterior, cuando determinados países han pasado por encima
de la presunción de inocencia del otro, no han tenido reparos en atacar países únicamente
amparados en una campaña de desprestigio orquestada mediáticamente y luego, una vez que se ha
demostrado la falsedad de las razones esgrimidas, se han excusado apelando justamente a la
presunción de inocencia, reclamando para sí lo ignorado en el otro y calificando la invasión como
un simple error.13
Por eso, la presunción de inocencia, en sí loable, en sí uno de los bastiones de la justicia y de
los menos criticables en teoría, puede degenerar y degenera últimamente en su contrario. Eso nos
avisa acerca de la problematicidad de los derechos, cómo la intención que se esconde tras ellos
puede desembocar en una práctica absolutamente injusta, por lo que su crítica debe ir más allá de
una crítica cultural, tal como la que modélicamente ha expuesto Boaventura Sousa Santos. Hay que
aprender y acostumbrarse a sospechar de los derechos. Hacerlo desde una crítica cultural pero
también desde otros puntos de vista; o no solamente advertir su falta de performatividad, sino
también las numerosas injusticias que abundan cuando alguien se cobija en ellos. Hay una retórica
falaz, injusta, de los derechos de la que muchos se sirven. En muchos casos una ley justa puede
derivar en acciones injustas, incluso terribles. Numerosas injusticias, probablemente su gran
mayoría, se resguardan en las mismas leyes, por lo que es necesario cuestionarse el contenido de
todos los derechos y divisar las rendijas que dejan y que permiten la propagación de la injusticia.
Por eso defendemos que existe un principio superior a los derechos y curiosamente se
encuentra escrito, si bien muchas veces olvidado u omitido, en la misma DUDH. Nos referimos a
un derecho que se encuentra al final, el 29.1, el cual afirma que “toda persona tiene deberes respecto
a la comunidad puesto que sólo en ella puede desarrollar libre y plenamente su personalidad”. En el
artículo 1 se había afirmado que los seres humanos “deben comportarse fraternalmente los unos con
los otros” pero posteriormente la palabra <<deber>> desaparece de todos los artículos salvo el
penúltimo. Los derechos, al contrario que en muchas otras culturas o en otras Declaraciones
actuales, como la Declaración de Responsabilidades y Deberes Humanos (Valencia, 1998) o la
Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, ocupan una clara preponderancia,
probablemente excesiva, que ensombrece el rol del deber. Por eso creemos que es importante
reivindicar el rol del deber, de un deber limitado y formal, sobre todo inespecífico - algo que hemos
desarrollado en otra parte14 - pero que no olvide ni menoscabe la naturaleza eminentemente social
13
Obviamente nos estamos refiriendo al caso de las armas biológicas que legitimaron la guerra de Irak y que no ha
tenido consecuencias jurídicas para los que la promovieron. De hecho, como es obvio, y esta obviedad es justamente
el problema, la ONU jamás se planteó sancionar a las naciones agresoras.
14
Straehle, Edgar. Por una fundamentación política de los derechos: el artículo 29.1 como motor de los derechos. Por
publicar.
del ser humano.
Un discurso que olvida la importancia o el cultivo de los deberes es un discurso que acaba
por menoscabar el respeto al prójimo. Si se quiere que la DUDH sea realmente valiosa y útil para
erradicar, o al menos aminorar, la injusticia del mundo debe aceptar cuanto menos dos cosas:
primero, que los derechos no son ni deben ser estáticos o intocables, que no tiene sentido fijarlos de
una vez por todas, y que consecuentemente exigen un replanteamiento constante, muchas veces a
través de un uso responsable de la desobediencia civil, con el fin de hacer que la Declaración no
quede obsoleta, desconectada de la realidad, como ya lo está en relación a campos en constante
ebullición como la genética o la informática; segundo, que esa renovación pasa sobre todo por la
acción ciudadana, por la defensa y cultivo del artículo 29.1, por un deber que puede ser provechoso
precisamente por su falta de concreción, pues nos exhorta a algo sin saber exactamente a qué. Ahí
late una incertidumbre que debe ser respondida en cada época atendiendo a las preocupaciones
correspondientes. La historicidad de la DUDH no refleja a la hora de la verdad más que la
historicidad del ser humano, cuya contingencia no solamente constituye un defecto, sino que es uno
de sus principales valores.
En todo momento hay que destacar que la DUDH debería permanecer abierta a la diferencia
y a los imprevistos: a la diferencia que las otras culturas pueden proporcionar y a los imprevistos
que continuamente reserva el futuro, un futuro que ya vivimos en cada momento, y que motivan la
matización constante de lo pretérito. Los derechos requieren la capacidad de ser enmendados o
supervisados posteriormente. De ahí que se vuelva a una de las principales preocupaciones cuando
se aprobó la DUDH en 1948, la cual atañe al rol que debe jugar el Estado. La DUDH lo situó como
su garante pero también como el principal sospechoso de quebrantar los derechos. La mayoría de
ellos, especialmente los iniciales, fueron pensados como una resistencia frente a la arbitrariedad de
las acciones que el Estado pudiera emprender, aunque luego se lo colocó de manera alternativa (y
presuntamente compatible) como el benefactor de las personas. Primero se le atribuyeron unos
deberes negativos (como no interferir arbitraria o ilegítimamente en las acciones de las personas)
que luego fueron complementados por otros de cariz positivo, en los que se le exige una serie de
políticas bienhechoras con su población. El artículo 29.1, de alguna manera, prosigue con este
planteamiento y reivindica una lealtad crítica respecto al Estado, la cual se moviliza y protesta
cuando éste actúa de manera inaceptable.
El artículo 29.1, además, complementa lo afirmado en el preámbulo, cuando éste indica que
los Estados solamente deben promover los derechos expuestos. Esta promoción debe verse
acompañada de una acción ciudadana para que se pueda dar la realización deseada, pues un mero
legalismo o procedimentalismo no deberían bastar. Por eso consideramos que la primacía en los
derechos recae en verdad en la ciudadanía, puesto que ella es la que debe controlar no solamente la
aplicación de los derechos, sino también la legitimidad de éstos o las lagunas legales que pueden
dejar y que permiten la difusión de prácticas injustas. Aunque su rol no se reduciría solamente a la
promoción y a la corrección de los derechos, ya que también debe ser el motor para la proposición
de otros nuevos, y es aquí donde se evidencia verdaderamente la primacía que detenta o debiera
detentar.

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