Está en la página 1de 3

Lo Inexplorado

Desde la primera vez que Jorge tocó las llagas de Cristo repudió su cuerpo, porque tenía que
cargar con el mundo y el mundo se le antojaba ajeno e insoportable, lleno de imágenes que
no podía descifrar. Prefería quedarse a solas en su habitación, un territorio que ha recorrido
y que conoce bien. Allí los pájaros le avisaban fielmente el día que comienza y los sueños lo
transportaban al día que termina, pero Clemencia existe.
Clemencia se despertaba antes que los pájaros y su voz era más dulce. Ella soñaba, aunque
el día no hubiera terminado. De todos los niños del orfanato era la única que quería andar
con Jorge y solo a ella Jorge le sonreía. Por eso las monjas no se enojaban, a pesar de que
siempre volvieran cortados y sucios de sus caminatas matutinas. A Clemencia le gustaba
andar despacio, explorando siempre caminos nuevos. Soñaba que Jorge descubriera el mundo
y se esmeraba por describirle cada hoja que caía. -Todos somos como esas hojas -solía leerle-
hay una energía que nos mueve a abandonar los sitios comunes, a sembrar nuevos árboles en
nuevas tierras-. Pero Jorge temía ser tocado por lo desconocido. Incluso Clemencia lo
asustaba, sabía que ella también cargaba con un universo imposible para sus ojos, ella
también tenía un cuerpo.
Alguna vez un contacto impertinente lo hizo sentir profundamente desdichado. Mientras
como de costumbre buscaba una mano amiga, sus dedos desorientados palparon los pechos
recién maduros de Clemencia. Ella se alarmó, aunque no quiso demostrarlo mucho por esa
especie de compasión que Jorge le producía. Sin embargo, él había aprendido a ver a través
de la lástima y se repudió muchos días su casi nula orientación. No supo que para ella aquel
contacto fue extraño por placentero. Fue la primera vez que descubrió, entre todos los
cambios de su cuerpo, un placer especial que necesitaba de otra persona para completarse.
Jorge siempre le pareció el niño más especial del orfanato, pero en aquel momento vio tras
la compasión un sentimiento que se escondía.
Jorge solo confiaba en dos objetos del mundo exterior, el primero: sus gafas. Sus gafas eran
un escudo, una manera de enfrentarse al mundo, sabía que nadie podía ver a través de ellas.
Si alguien intentaba, aunque fuera por accidente, meterse con su alma, las gafas lo
protegerían. Jorge creía que así debía sentirse tener un padre. El segundo: la vela de su mesa
de noche. Antes de darle la bendición para dormir, las monjas siempre prenden a Dios la
llama de una vela que dejan en una mesa cerca de su cama. El fuego lo apaciguaba,
ahuyentaba los fantasmas nocturnos, el calor arrullaba sus sueños. Jorge creía que así debía
sentirse tener una madre.
La vergüenza lo había llevado a ocultarse de Clemencia por varios días, pero no pudo faltar
a la celebración de su cumpleaños. De regalo, Jorge le dio su vela para que la acompañara en
las noches. Al igual que la vela contenía la chispa de todos los fuegos del mundo, para Jorge,
Clemencia era todas las mujeres y la única mujer.
Al anochecer, Clemencia encendió la vela y sentía que Jorge la miraba a través del fuego. Se
desnudó, temerosa, presintiendo que la llama seguía mirándola. El alma era una cárcel para
su cuerpo. Soñaba que la vieran desnuda, que la liberaran del yugo de su intimidad. Le habían
enseñado que ciertas partes de su cuerpo estaban prohibidas para los ojos de otros, sonriendo
agradeció que Jorge fuera ciego.
II

Dentro de la oscuridad amanecía una vela. Y entre sueños, su llama constante exploraba la
intimidad de dos cuerpos inocentes y curiosos. La intuición del fuego les sugirió el deseo por
el otro. Las tinieblas los vestían de un luto nupcial, se casarían de negro. Clemencia creció lo
suficiente para que no le pareciera ridículo tener a la vela como padrino y a los juguetes del
orfanato como únicos testigos de su matrimonio.
La curiosidad del fuego calentaba el curso del tiempo, lo hacía a la vez más inestable y más
intenso. El pasado y el futuro se fundieron en la vela. Los hechos dejaron de existir, en el
tiempo que ardía solo había espacio para la imaginación. Abandonados en el regazo del
fuego, con los ojos cerrados, abrieron sus cuerpos.
Los apetitos que escondían emergieron febrilmente. La vela era su testigo silencioso, como
la antorcha que acompaña al aventurero, les confería a la vez curiosidad y protección. Para
Jorge la vela era un abrazo, para Clemencia era una lupa, pero para los dos la vela era una
llave con lo que fundieron los grilletes de sus celdas. Sometiéndose al imperio del fuego sus
cuerpos fueron libres.
Poseído por la energía, Jorge le propuso a Clemencia, no sin vacilar, que, así como lo había
ayudado a conocer el mundo exterior, lo llevara también a conocer el mundo imposible que
ella guardaba en la piel.
-Tu piel es el tejido de un cosmos extraño, sueño palpar los hilos que delatan tus
constelaciones.
-Tu nunca has visto una estrella.
-Por lo que dice la gente, me imagino que son como tú.

III

Guiados por la temeridad de una vela, se adentraron en el laberinto del otro. El fuego era un
cazador sigiloso, y ante su asedio se alebrestaban como criaturas salvajes. Lo primero que
ella descubrió fue una mancha rojiza que iba desde su humilde tetilla hasta donde empiezan
las costillas. Convencida de que el corazón debía estar en el lugar exacto donde se hospedaba
la mancha, Clemencia formuló hipótesis. Quizá, su corazón quería huir tras amotinarse contra
un cuerpo que le era indigno. O, quizá, era tan grande que inevitablemente empezaba a
desbordarse por el pecho, la espalda, el cuello y el estómago de Jorge.
-Ya no duelen, pero de vez en cuando arden bastante- le susurró él.
Clemencia palpó una de esas cicatrices, la más notoria, como quien busca herirse con dolores
que otro cuerpo ya olvidó. Entonces, tomó unos vinilos destinados para la reparación de los
juguetes y quiso consolar esa angustia perdida dibujando sobre las manchas de él, cicatrices
que le pertenecían a ella.
- ¿Qué haces? - le preguntó Jorge.
- Estoy dibujando sobre tu piel los tatuajes de mi alma, los seres que me usan de hogar, las
pequeñas magias que me habitan.
Jorge no preguntó cómo se veían los dibujos, porque ya su piel se sentía curada. Para terminar
la obra, Clemencia dejó que el fuego lamiera las yemas de sus dedos y los puso sobre el
pecho de Jorge, buscando que la ternura tranquilizara su corazón prófugo. Las manchas rojas
dejaron de arder. Con el tacto libertario de ella, él se independizó de sus cicatrices. Ahora su
piel era un lugar habitado por los símbolos que Clemencia había dibujado. Por primera vez
Jorge sintió cariño por su cuerpo, porque era un reposo para las llagas de ella. Recordó a
Cristo y creyó comprender el placer que tuvo Dios cuando se hizo hombre, porque él también
se había convertido en el ser que más amaba. “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has
abandonado?” fue lo que dijo en la cruz. - Pero si Él era Dios -pensó Jorge- Él mismo se
abandonó. Ese grito no podía ser un lamento, tuvo que ser una declaración de gozo, porque
al fin, en la cúspide del dolor, se sintió completamente humano. Pero entre tanta sangre nadie
pudo descifrar que ese aparente quejido, en el fondo era un canto a la dignidad del hombre.

IV

Le ofreció las pinturas pidiéndole que tatuara en ella su universo invisible y oscuro, que
dibujara con colores del mundo, los colores imposibles que solo un ciego puede ver. Jorge,
un pintor a oscuras, intentó dibujar sobre ella las cosas que él había visto con los dedos, cómo
creía que debían verse con los ojos. Con no poca inocencia preguntó: ¿Cómo se ven los
olores? ¿Cómo se ven los sonidos? Y ella, conmovida, le rogó acariciarla hasta que los
placeres del tacto se hicieran objetos visibles. Entonces, Jorge puso sus dedos pintados sobre
el ombligo de Clemencia y el fuego de la vela dio a luz sombras derretidas de árboles,
estrellas y noches que se posaron sobre su vientre para habitarlo por siempre.
Habían reemplazado la ropa por vinilos. Casi desnudos ya, de tanto ceder al incendio de la
curiosidad que todo quiere abarcarlo y consumirlo, con la bendición del fuego, estaban listos
para empezar a dibujar símbolos que les pertenecieran a los dos.
Clemencia tomó la mano de Jorge, como cuando solía guiarlo en las caminatas matutinas, y
la deslizó de a poco por su cuello. La mano fue sumergida entre dos jardines vecinos,
circulares, de tulipanes salvajes que se erizaban con el tacto, de botones que sin consumirse
florecían en el fuego. Esos senos y sus sueños ostentaban una curiosa similitud.
Clemencia alcanzó la desnudez total cuando se despojó de la vergüenza, cuando encontró en
su cuerpo un motivo de orgullo, un referente de deseo y admiración. Y estuvo más cerca de
Dios, al mostrarse como Dios la trajo al mundo.

Cual malvaviscos derretidos que compartían con besos, tomaron los recuerdos más dulces de
sus vidas y los iluminaron en la diminuta fogata que los acompañaba. Sin embargo, había
una parte especial en el cuerpo de Jorge que el pudor de Clemencia impedía desnudar. Pero
él, que había aprendido a mirar a través del pudor, se quitó las gafas. Fue entonces cuando
Clemencia, poniéndole la vela en el rostro, dio a luz a sus ojos.
La esperma ardiente de la vela se deslizó dentro de ella. Tras el deseo fue necesario que la
llama concluyera, pero la luz no muere, se transforma. Mientras la vela se apagaba, sus pieles
se iluminaban. El cuerpo no sería más un muro ni un escudo porque, en forma de fuego o en
forma de pasión, la energía siempre conecta. La llama de afuera se esfumó, porque se había
encendido dentro de ellos. En la oscuridad absoluta, Clemencia al fin exploró el mundo de
Jorge. Dos ciegos viendo por los mismos ojos, descubrieron una forma del fuego cuya virtud
no es iluminar, sino crear.

También podría gustarte