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Sakichi Toyoda (no Toyota, eso vino después) fue el hijo de un honrado carpintero japonés
que vivió en los años inmediatamente posteriores a la revolución meijí. Aficionado a las
máquinas, desarrolló un ingenioso procedimiento que perfeccionaba el sistema de tejer y, bajo
la protección del zaibatsu de los Fuji, se estableció como fabricante en 1891. En un viaje a los
Estados Unidos quedó impactado por su industria automovilística y decidió dedicarse a esta
nueva tarea, pero murió y fue su hijo Kiichiro Toyoda quien, en 1933, puso en marcha la
empresa. No hay mucho que reseñar de esta primera etapa, ya que, con el estallido de la
guerra, la empresa tuvo que dedicarse a fabricar vehículos militares.
Al terminar la guerra, Toyoda fue una de las 82 compañías en las que se descompuso el
zaitbatsu Fuji. Al reconstruirse éste, en 1949, Toyoda Textil se reincorporó al mismo, mientras
que Toyoda Automóviles prefirió mantenerse independiente con el nombre de Toyota. En la
etapa de reconstrucción económica, las empresas automovilísticas, consideradas empresas
de futuro, gozaron de la protección del MITI y consiguieron levantar cabeza adaptando la
tecnología americana, que copiaban descaradamente, a las limitaciones del mercado interno.
Coches de gama media y bajo consumo, sólidos y baratos. Los intentos de penetrar en los
mercados americano y europeo con estos modelos tuvieron escaso éxito. Pero la situación
cambió por completo cuando, en 1973, se produjo la crisis del petróleo. Los coches japoneses
habían mejorado su calidad, eran más baratos y consumían menos. En un estudio que causó
gran revuelo, realizado por el MIT, de Harvard, y publicado con el título La máquina que
cambió el mundo, se mostraba que la productividad de las fábricas de Toyota doblaba la de
las fábricas americanas.
El engranaje toyotista se amplió y mejoró con la aportación de las nuevas tecnologías que
permiten recoger, procesar y transmitir la información con suma rapidez. Los ordenadores
periféricos recogen las demandas de los clientes y las transmiten a un ordenador central que,
de acuerdo con ellas, realiza los pedidos a los proveedores. Se produce, de este manera,
justo lo que se demanda con justo lo que se necesita, ni un tornillo de más o de menos. Estos
elementos han conformado un modelo productivo que los estudiosos llaman paradigma
toyotista, por oposición al paradigma fordista y que podría sintetizarse en los siguientes
puntos: externalización de partes del proceso productivo versus integración, variabilidad del
producto versus estandarización, series cortas versus series largas, trabajador polivalente
versus trabajador descualificado.
Japón ostenta el sexto puesto en el Índice Competitividad elaborado anualmente por el Foro
Económico Mundial que lo sitúa como una nación económicamente próspera y con una
alta productividad laboral.
De este modo, puede resultar interesante hacer un esbozo del modelo de empresa japonés, que
puede resultar hasta exótico a ojos de un occidental dadas las asombrosas peculiaridades de la
gestión empresarial nipona.
Antecedentes históricos
Japón durante los siglos XVI y XVII se cerró en banda al comercio internacional reduciéndolo al
mínimo. La excepción en este periodo autárquico fue el pequeño asentamiento holandés en la isla
artifical de Dejima a través del cual la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales tenía el
permiso del emperador para atracar un número limitado de barcos comerciantes (que osciló entre
uno y 17) en dicho puerto. En esta línea en Japón se conservó un peculiar sistema feudal en el
campo y una extensa red gremial en las ciudades.
Sin embargo, las políticas proteccionistas de Japón llegan su fin en la segunda mitad del siglo XIX
tras la amenaza del comodoro norteamericano Mathew Perry en 1853. Este episodio supuso que los
japoneses tendrían que aceptar integrarse en el comercio internacional y en el capitalismo de una
forma u otra, iniciando reformas o doblegándose ante fuerzas militares extranjeras; ya no tenían
elección.
Así, poniendo fin al Período de Edo (1603-1868), el país nipón entra en una nueva etapa: la
Revolución Meiji. En este período se dan profundos cambios en la estructura económica, política y
social del país; un ejemplo claro de este cambio es la abolición de los privilegios de los samuráis. Se
trata de una tardía transición entre el feudalismo y el capitalismo en la que se introducen cambios
tecnológicos de la Primera Revolución Industrial y, por fin, de una vez por todas, Japón se abre
definitivamente al comercio exterior. Sin embargo, la Revolución Meiji no supondrá en ningún
momento una occidentalización del país en un sentido estricto, si bien se moderniza la economía
japonesa, en ningún momento se pretenden instaurar los valores y la cultura occidental. De esta
forma el lema de este proceso de cambio fue: “Modernización occidental, tradición japonesa”. En
efecto, se consideró la cultura japonesa totalmente compatible con la modernización económica
repercutiendo esta postura sustancialmente en el actual modelo empresarial japonés, muy
diferenciado del occidental debido a su peculiar filosofía y ética empresarial.