Hola. Mi nombre es Cabra y tengo un problema con el café.
Un problema que empezó hace
mucho tiempo, quizá demasiado, seguro más del que me gustaría reconocer. Desde el primer momento, quiero decir, en ese preciso instante en el que el café y yo nos encontramos, tuve una certeza: mi vida había cambiado de una manera radical y definitiva. Para ser completamente honesta, antes de nuestro encuentro no tenía una vida. Mis días transcurrían en la sobria quietud de quien no desea, en la comodidad que brinda una cuidada rutina. Cuando nuestro pastor Kaldi abrió la puerta del corral con las primeras luces del alba, nos precipitamos para salir dando saltos, exaltadas y a los gritos, esperanzadas con el inicio de la jornada de pastoreo. Ninguna imaginó, mientras atravesábamos el viento húmedo de la mañana, lo que ocurriría esa tarde. En el centro de las verdes montañas de Abisinia, se estaba empezando a escribir otra historia, una historia que yo aún desconocía. Como era habitual recorrimos el valle antes de alcanzar la zona montañosa. Nos detuvimos en el arroyo que divide al valle en dos. Kaldi se enjuagó la cara y se mojó el pelo, por un momento, su rostro grave y ajeado se suavizó descubriendo los rasgos indelebles de su niñez. Yo tomaba agua como una posesa cuando un destello rojo que provenía desde las montañas impactó en mi retina. Incrédula, pestañeé varias veces hasta que el brillo desapareció. Mientras nos acercábamos a la base de la montaña más cercana, me repetía que lo que había percibido era producto de las elevadas temperaturas de la hora sin sombras en el valle. Kaldi decidió, cuando alcanzamos el verdor de las montañas, echarse bajo un árbol para dormir una siesta; mientras tanto, nosotras podríamos perdernos en los senderos de la montaña en búsqueda de algo para pastar. Siempre tan glotona y ansiosa, salí a las corridas hacia la profundidad de la montaña para asegurarme una zona de pastoreo exclusiva. Pronto me encontré cubierta de árboles y sola. Encontré un arbusto tentador y comencé a masticar sus ramas. Fue entonces, sumida en pleno trance alimenticio, que apareció nuevamente el destello rojo que me había impactado, horas antes, mientras bebía el agua del arroyo. Implementé la estrategia que me había funcionado con anterioridad, pestañear varias veces seguidas, pero no generó ningún efecto: esta vez el brillo rojo no desaparecía. En cualquier otra situación, hubiese corrido despavorida en la dirección contraria a la luz roja, pero en este caso, y aún me asombra la determinación de mi acto, me dirigí hacia el furioso rojo. Primero con un andar sereno que pronto dejó lugar a un galope frenético, decidido, no entendía hacia dónde iban mis pasos, mi corazón latía descontrolado, me daba envión con las patas traseras y con las patas delanteras tomaba impulso y saltaba ramas, arbustos y árboles caídos, respiraba con agitación, estaba toda transpirada, pero no me importaba, ¡nunca me había sentido así de viva! Mi andar enloquecido me condujo hasta un claro donde me detuvo una luz hipnótica. Me encontré maravillada frente a un grupo de arbustos con bayas rojizas y brillantes, tal era su belleza que se me escaparon unas lágrimas de emoción, no voy a mentir; y una vez que me recompuse, me abalancé sobre el fruto rojo. Mientras mis muelas trituraban la pulpa de esa baya ignota, un vigor renovado, desconocido hasta entonces, se apoderó de mí. Mis pupilas se dilataban mientras mi corazón bombeaba energía a cada rincón de mi cuerpo. ¡Una delicia! Bailaba en círculos, gritaba de la emoción, saltaba como una maniática y comía una baya tras otra. Pronto llegaron mis compañeras, guiadas por mis chillidos agudos, que al verme en semejante estado, y habiendo superado un primer momento de estupor, no pudieron evitar llevarse a la boca esa baya rojiza y mágica; entonces todas nos pusimos a bailar como dementes, como si fuera la primera vez que lo hacíamos, locas por las bayas rojas, locas por hablar, locas por vivir, estallábamos como fuegos artificiales en la noche oscura de fin de año. ¡Cómo explicar el gesto desencajado de Kalbi cuando nos encontró en ese estado! Asustado pero severo nos arrió a todas cuesta abajo, no sin antes tomar un puñado de esas bayas y guardarlas en el bolsillo de su pantalón. De vuelta en el corral, no podíamos dejar de hablar de ese fruto sorprendente, está claro que esa noche ninguna de nosotras pudo pegar un ojo consumidas por el sueño de por fin estar vivas. Hola. Mi nombre es Cabra y tengo un problema con el café. Desde entonces, desde ese primer encuentro, incansable, recorro el mundo buscando las mejores bayas de café. Este es mi problema, esta también es mi salvación, porque, después de todo, ¿no es el deseo una forma de incomodidad?