En El Salvador se vive en la impunidad cotidiana. A cualquier hora del
día y en cualquier lugar la impunidad se hace presente no como algo excepcional, sino como algo permanente y sistemático. Hacen gala de esa impunidad buseros y microbuseros –que irrespetan abiertamente las normas de tránsito y violentan los derechos de quienes se interponen en su camino--, así como conductores de vehículos particulares que creen que en las calles lo que vale es la ley del más fuerte o del más temerario.
También hacen gala de esa impunidad quienes sin el menor reparo
roban cualquier cosa que sea robable: desde prendas y objetos personales, pasando por el despojo de vehículos y al asalto a casas, hasta tapaderas de alcantarillas. A esas prácticas que se realizan a la vista de todos, se suman otras muchas menos llamativas –como las amenazas verbales, los empujones, el maltrato, los desaires y los desprecios— que carcomen la convivencia cotidiana pública y privada.
La contracara de esa impunidad –su ambiente propicio— es, por un
lado, la liviandad de los mecanismos de coerción estatales, su debilitamiento y laxitud. Y, por otro, el poco (o nulo) arraigo de una cultura cívica, en la que se reivindique el respeto no sólo a las leyes, sino a la dignidad de los demás. Se trata de las caras de todo orden social: coerción y consenso, que no pueden existir la una sin la otra y que, cuando faltan o son extremadamente débiles, conducen a una guerra de todos contra todos y a una situación de “sálvese quien pueda”.
Es casi imposible no ver en El Salvador actual un país en el cual los
mecanismos estatales de coerción son sumamente laxos y en el cual en lo absoluto ha arraigado una cultura cívica. Asunto difícil es entender por qué ello es así y, más aún, cómo fue que se llegó a tal situación. La tentación de proponer conjeturas arriesgadas es mucha y eso es lo que se hace a continuación.
La conjetura es la siguiente: en El Salvador, en la transición de
postguerra se desarticularon importantes mecanismos de coerción estatal de procedencia autoritaria y se debilitó la matriz cultural que era coherente con ellos –la cultura autoritaria—, sin que otros mecanismos de eficaces de coerción –insertos en una lógica democrática— y un ethos cultural democrático llegaran como relevo. Es decir, se quebraron los ejes coercitivos y culturales del orden autoritario, pero no se instauraron unos nuevos ejes coercitivos y culturales que aseguraran el orden social. Y es precisamente la ausencia de esos ejes la que explicaría el “desorden social” prevaleciente en El Salvador a lo largo de toda la postguerra.
Conviene insistir en que un régimen autoritario descansa, entre otros
factores (como la arbitrariedad en el ejercicio del poder, la anulación de la crítica pública, el inexistencia de una competencia política pluralista, etc.) en mecanismos de represión eficientes –no destinados exclusivamente a la persecución política— y en una cultura en la cual, además de privilegiarse la sumisión y el respeto a la autoridad, se da un enorme valor al orden y a la estabilidad.
Idealmente, una sociedad que supera el autoritarismo y arriba a la
democracia debería ver disminuido el peso de los mecanismos de represión (suplantados por la institucionalidad del Estado democrático de derecho) en el mantenimiento del orden social y aumentado el peso de las prácticas sociales inspiradas en valores y creencias democráticas.
Pero ¿qué sucede cuando, en una situación de transición del
autoritarismo a la democracia: (a) los mecanismos de coerción, que reemplazan a los heredados del autoritarismo, son débiles; (b) la institucionalidad del Estado democrático de derecho no funciona o funciona mal; y (c) la cultura democrática brilla por ausencia, y lo que perviven son resabios culturales del autoritarismo, diluidos en el mar de una cultura consumista globalizada?
Es probable que lo resulte de ello sea el caos y la anomia. Y es que el
“vacío de poder” dejado por al autoritarismo debe ser llenado por un ejercicio de poder democrático. Es decir, un ejercicio de poder estatal y social basado en la ley y en las exigencias de justicia que son intrínsecas a la misma.
Cabe sospechar que en El Salvador de la postguerra ese vacío de
poder autoritario no fue llenado –no ha sido llenado— por un ejercicio de poder democrático. El poder autoritario se fue, pero el poder democrático no se instauró. En ese vacío de poder estatal-social dejado por el autoritarismo –y no llenado por la democracia— es que amplios sectores de la sociedad se han encontrado libres de constreñimientos, sin instancia alguna que ponga límites a lo que decidan hacer, de manera legal o ilegal, violenta o pacífica. Al soltarse las amarras autoritarias, se dejó en manos de los salvadoreños y salvadoreñas la responsabilidad de llevar una vida ordenada, respetuosa no sólo de la legalidad, sino de la dignidad de los demás. Demasiada responsabilidad para quienes históricamente se acostumbraron a cumplir la ley por la fuerza y no por el convencimiento. Sobre todo, cuando –sin un nuevo ethos cultural y con un débil entramado institucional— la precariedad socio- económica no cesó de golpear a amplios grupos de la sociedad que, además, estuvieron sometidos –y lo siguen estando— a una oleada de valores consumistas en los que se da un lugar privilegiado al éxito fácil y a la ostentación de bienes materiales.
Pareciera ser que los salvadoreños y salvadoreñas pedimos a gritos la
presencia de un policía en cada cuadra que con el garrote en la mano nos obligue a cumplir leyes que nos permitirían vivir mejor. Basta con mirar a quienes manejando a toda velocidad no dejan de hablar por celular o a los conductores de buses, microbuses y vehículos particulares que irrespetan sistemáticamente las leyes de tránsito, generando caos y violencia: claman a gritos por una policía dura y agresiva que los vigile y meta en cintura cuantas veces sea necesario hasta que entiendan que lo que hacen no está permitido.
No se trata de añorar el autoritarismo. Se trata de caer en la cuenta
de que el asunto no es sólo librarse del mismo, sino de crear los mecanismos políticos, sociales y culturales de relevo. Dicho de otro modo: no se trata sólo de deshacerse de algo malo, sino de reemplazarlo por algo mejor. Cuando un ciudadano o ciudadana camina por las calles de San Salvador (o por cualquier rincón del país) y se topa cara a cara –como víctima indefensa— con la impunidad, los abusos y la violencia es inevitable que se pregunte (no por intereses teóricos, sino de supervivencia cotidiana) si lo que hay ahora es mejor que lo que se dejó atrás.