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El vacío del autoritarismo

Luis Armado González

En El Salvador se vive en la impunidad cotidiana. A cualquier hora del


día y en cualquier lugar la impunidad se hace presente no como algo
excepcional, sino como algo permanente y sistemático. Hacen gala de
esa impunidad buseros y microbuseros –que irrespetan abiertamente
las normas de tránsito y violentan los derechos de quienes se
interponen en su camino--, así como conductores de vehículos
particulares que creen que en las calles lo que vale es la ley del más
fuerte o del más temerario.

También hacen gala de esa impunidad quienes sin el menor reparo


roban cualquier cosa que sea robable: desde prendas y objetos
personales, pasando por el despojo de vehículos y al asalto a casas,
hasta tapaderas de alcantarillas. A esas prácticas que se realizan a la
vista de todos, se suman otras muchas menos llamativas –como las
amenazas verbales, los empujones, el maltrato, los desaires y los
desprecios— que carcomen la convivencia cotidiana pública y
privada.

La contracara de esa impunidad –su ambiente propicio— es, por un


lado, la liviandad de los mecanismos de coerción estatales, su
debilitamiento y laxitud. Y, por otro, el poco (o nulo) arraigo de una
cultura cívica, en la que se reivindique el respeto no sólo a las leyes,
sino a la dignidad de los demás. Se trata de las caras de todo orden
social: coerción y consenso, que no pueden existir la una sin la otra y
que, cuando faltan o son extremadamente débiles, conducen a una
guerra de todos contra todos y a una situación de “sálvese quien
pueda”.

Es casi imposible no ver en El Salvador actual un país en el cual los


mecanismos estatales de coerción son sumamente laxos y en el cual
en lo absoluto ha arraigado una cultura cívica. Asunto difícil es
entender por qué ello es así y, más aún, cómo fue que se llegó a tal
situación. La tentación de proponer conjeturas arriesgadas es mucha
y eso es lo que se hace a continuación.

La conjetura es la siguiente: en El Salvador, en la transición de


postguerra se desarticularon importantes mecanismos de coerción
estatal de procedencia autoritaria y se debilitó la matriz cultural que
era coherente con ellos –la cultura autoritaria—, sin que otros
mecanismos de eficaces de coerción –insertos en una lógica
democrática— y un ethos cultural democrático llegaran como relevo.
Es decir, se quebraron los ejes coercitivos y culturales del orden
autoritario, pero no se instauraron unos nuevos ejes coercitivos y
culturales que aseguraran el orden social. Y es precisamente la
ausencia de esos ejes la que explicaría el “desorden social”
prevaleciente en El Salvador a lo largo de toda la postguerra.

Conviene insistir en que un régimen autoritario descansa, entre otros


factores (como la arbitrariedad en el ejercicio del poder, la anulación
de la crítica pública, el inexistencia de una competencia política
pluralista, etc.) en mecanismos de represión eficientes –no destinados
exclusivamente a la persecución política— y en una cultura en la cual,
además de privilegiarse la sumisión y el respeto a la autoridad, se da
un enorme valor al orden y a la estabilidad.

Idealmente, una sociedad que supera el autoritarismo y arriba a la


democracia debería ver disminuido el peso de los mecanismos de
represión (suplantados por la institucionalidad del Estado democrático
de derecho) en el mantenimiento del orden social y aumentado el
peso de las prácticas sociales inspiradas en valores y creencias
democráticas.

Pero ¿qué sucede cuando, en una situación de transición del


autoritarismo a la democracia: (a) los mecanismos de coerción, que
reemplazan a los heredados del autoritarismo, son débiles; (b) la
institucionalidad del Estado democrático de derecho no funciona o
funciona mal; y (c) la cultura democrática brilla por ausencia, y lo que
perviven son resabios culturales del autoritarismo, diluidos en el mar
de una cultura consumista globalizada?

Es probable que lo resulte de ello sea el caos y la anomia. Y es que el


“vacío de poder” dejado por al autoritarismo debe ser llenado por un
ejercicio de poder democrático. Es decir, un ejercicio de poder estatal
y social basado en la ley y en las exigencias de justicia que son
intrínsecas a la misma.

Cabe sospechar que en El Salvador de la postguerra ese vacío de


poder autoritario no fue llenado –no ha sido llenado— por un ejercicio
de poder democrático. El poder autoritario se fue, pero el poder
democrático no se instauró. En ese vacío de poder estatal-social
dejado por el autoritarismo –y no llenado por la democracia— es que
amplios sectores de la sociedad se han encontrado libres de
constreñimientos, sin instancia alguna que ponga límites a lo que
decidan hacer, de manera legal o ilegal, violenta o pacífica.
Al soltarse las amarras autoritarias, se dejó en manos de los
salvadoreños y salvadoreñas la responsabilidad de llevar una vida
ordenada, respetuosa no sólo de la legalidad, sino de la dignidad de
los demás. Demasiada responsabilidad para quienes históricamente
se acostumbraron a cumplir la ley por la fuerza y no por el
convencimiento. Sobre todo, cuando –sin un nuevo ethos cultural y
con un débil entramado institucional— la precariedad socio-
económica no cesó de golpear a amplios grupos de la sociedad que,
además, estuvieron sometidos –y lo siguen estando— a una oleada de
valores consumistas en los que se da un lugar privilegiado al éxito
fácil y a la ostentación de bienes materiales.

Pareciera ser que los salvadoreños y salvadoreñas pedimos a gritos la


presencia de un policía en cada cuadra que con el garrote en la mano
nos obligue a cumplir leyes que nos permitirían vivir mejor. Basta con
mirar a quienes manejando a toda velocidad no dejan de hablar por
celular o a los conductores de buses, microbuses y vehículos
particulares que irrespetan sistemáticamente las leyes de tránsito,
generando caos y violencia: claman a gritos por una policía dura y
agresiva que los vigile y meta en cintura cuantas veces sea necesario
hasta que entiendan que lo que hacen no está permitido.

No se trata de añorar el autoritarismo. Se trata de caer en la cuenta


de que el asunto no es sólo librarse del mismo, sino de crear los
mecanismos políticos, sociales y culturales de relevo. Dicho de otro
modo: no se trata sólo de deshacerse de algo malo, sino de
reemplazarlo por algo mejor. Cuando un ciudadano o ciudadana
camina por las calles de San Salvador (o por cualquier rincón del país)
y se topa cara a cara –como víctima indefensa— con la impunidad, los
abusos y la violencia es inevitable que se pregunte (no por intereses
teóricos, sino de supervivencia cotidiana) si lo que hay ahora es mejor
que lo que se dejó atrás.

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