Está en la página 1de 5

SOCIOLOGÍA DE LA COMIDA

Georg Simmel

P ertenece a las fatalidades de la existencia social el que los elementos esenciales, que siem-
pre moran en todos los individuos de un círculo cualquiera, casi nunca se manifiesten
como los impulsos e intereses más elevados de estos individuos, sino a menudo como
los más bajos. Pues no sólo el hecho de que en el marco de una especie orgánica se dejen en
herencia aquellas formas y funciones más seguras que han sido adquiridas por ella en los tiem-
pos más tempranos, así pues, los tiempos primitivos, todavía no refinados, ligados con lo me-
ramente necesario para vivir; sino también que aquello que cada uno posee, puede, evidente-
mente, ser sólo la posesión del que menos posee; y, sin darle más vueltas, puesto que el destino
de la humanidad es que lo más alto pueda decrecer hasta lo más bajo, pero no tan fácilmente
que esto pueda crecer hasta aquello, por todo esto, entonces, en general, el nivel en el que todos
se encuentran, deberá estar muy cerca del nivel del que está situado abajo del todo. Todo lo más
elevado, espiritualizado, significativo, no sólo se desarrolla en individuos superiores, sino que
también allí donde uno de estos individuos porta tales valores, están en cada uno de ellos en
una dirección de algún modo peculiar y se ramifican por encima de la común.
Así pues, de todo lo que es común a los hombres, lo más común es que tienen que
comer y beber. Y precisamente esto es, de una forma peculiar, lo más egoísta, lo limitado al
individuo de la forma más incondicionada y más inmediata: lo que yo pienso puedo hacérselo
saber a otro, lo que yo veo puedo dejárselo ver, lo que yo hablo pueden escucharlo cientos de
hombres; pero lo que el individuo particular come, no puede comerlo otro bajo ninguna cir-
cunstancia. En ninguno de los ámbitos más elevados tiene lugar esto, que aquello que el uno
debe tener, a ello deben los otros renunciar incondicionalmente. Pero en la medida en que este
primitivo rasgo fisiológico es un rasgo humano general absoluto, se convierte precisamente en
contenido de acciones comunes, y surge la figura sociológica de la comida que precisamente
anuda al exclusivo egoísmo del comer una frecuencia del estar-juntos, una costumbre en el
estar-unidos, como sólo muy raramente es alcanzable por medio de ocasiones más elevadas y
espirituales Personas que no comparten ningún interés específico, puede encontrarse en las
comidas comunes; en esta posibilidad, ligada a la primitividad y, por tanto, universalidad de este
interés material, reside la inconmensurable significación sociológica de la comida.
Los cultos de la Antigüedad, que a diferencia de las religiones mundiales acostumbra-
ban a dirigirse sólo a círculos limitados y homogéneos localmente, pueden por esto compen-
diarse en la comida sacrificial. En especial en la antigüedad semítica esto significa la relación
fraternal en virtud de la admisión común a la mesa de Dios. El comer y beber común, que para
los árabes incluso convertía al enemigo poco antes mortal en un amigo, suscita una enorme
fuerza socializadora, que permite pasar por alto que en modo alguno se come y se bebe real-
mente “la misma” porción, sino porciones completamente exclusivas, y que produce la repre-
sentación primitiva de que con esto se elabora carne y sangre común. La cena pascual cristiana,
sobre todo, que identifica el pan con el cuerpo de Cristo, crea a partir del suelo de esta mística
la identidad real también del consumo y, con ello, un modo de ligazón completamente único
entre los participantes. Pues aquí, donde cada uno no toma para sí un trozo no concedido al
otro, sino cada uno el todo en su individualidad plena de misterio, la cual le cae en suerte a cada
uno uniformemente, aquí, se supera de la forma más completa la exclusión egoísta de todo
160
comer.
Precisamente porque la comida común es un acontecimiento de primitivismo fisiológi-
co e inevitable generalidad en la esfera de la interacción social y, por esto, pone de relieve una
significación suprapersonal, adquirió en algunas épocas tempranas un enorme valor social, cuya
manifestación más clara son las prohibiciones de compartir mesa. Así, el Cambridge Guild en el siglo
XI ordena una elevada multa para aquel que coma y beba con el asesino de un miembro de un
gremio; así, el Concilio de Viena del 1267, en su tendencia fuertemente orientada contra los
judíos, dispone específicamente que los cristianos no debían tener con éstos ninguna comuni-
dad de mesa; así, en la India la mancha debida a comer con alguien de casta inferior tiene en
ocasiones consecuencias mortales. El hindú come a menudo solo para estar completamente seguro
de que no tiene ningún compañero de mesa prohibido. En toda la estructura gremial medieval
el comer y beber común es un punto de una importancia tan vital como apenas podemos hoy
en día seguir sintiéndolo. Se podría creer que en la inseguridad y fluctuación de la existencia
medieval éste era un punto, por así decirlo, visiblemente fijo, un símbolo en el que se orientaba
siempre de nuevo la seguridad de pertenecer al mismo grupo.
Y con esto se constituye la conexión que la mera externalidad física de la alimentación
permite alcanzar, sin embargo, con el principio de un orden situado infinitamente más alto: en
la medida en que la comida se convierte en un asunto sociológico, se configura sometida a esti-
lo, estética, regulada supraindividualmente. Surgen, pues, todas las prescripciones sobre el co-
mer y el beber, y ciertamente no en la aquí inesencial perspectiva de la comida como materia,
sino relativas a la forma de su consumición.
En primer lugar, hace aquí su aparición la regularidad de las comidas. De pueblos muy
primitivos, sabemos a determinadas horas, sino anárquicamente, precisamente cuando cada uno
tiene hambre. Pero la comunidad de la comida acarrea inmediatamente la regularidad temporal,
pues un círculo sólo puede reunirse a horas predeterminadas: la primera superación del natura-
lismo del comer.
En la misma dirección está aquello que podría denominarse la jerarquía de la comida:
no atacar arbitrariamente y sin reglas la bandeja, sino atenerse a un determinado orden a la hora
de servirse. En los Trade Clubs intereses, los precursores de los actuales sindicatos, se ordenaba
en ocasiones una multa para el hecho de que alguien bebiera fuera de turno.
Con todo esto se impone una norma formal por encima de las fluctuantes necesidades
del individuo articular a socialización de la comida las eleva a una estilización estética que retro-
actúa de nuevo sobre aquél; pues allí donde el comer exige además del fin de saciar el apetito
también una satisfacción estética, es indispensable un gasto que no sólo una comunidad de
varios puede efectuar antes que el individuo particular, sino que también interiormente tiene
como portador legítimo antes a aquélla que a éste.
Finalmente, la regulación de los modales, su sometimiento a normas según principios
estéticos, es una consecuencia de la socialización de la comida. En las capas más bajas, donde la
comida se centra esencialmente en el comer su materia, no se configuran preceptos regulativos
típicos de los modales. En las más elevadas, en las que el estímulo de estar-juntos llega hasta su
(por lo menos supuesta) culminación en la “sociedad” y domina a la mera materia de la comida,
surge para este determinado comportamiento un código de reglas que va desde la forma correc-
ta de coger cuchillo y tenedor, hasta los temas adecuados para la conversación en la mesa. Fren-
te a la imagen de un comensal en una casa de campo o en una fiesta de trabajadores, una comi-
da en círculos educados aparece totalmente esquematizada y regulada supraindividualmente en
161
los movimientos de las personas. Este estricto sometimiento a normas y equiparamiento no
tiene ningún fin externo, significa exclusivamente la superación o transformación que experi-
menta el egoísmo individual materialista en virtud del tránsito a la forma social de la comida. Ya
el comer con un utensilio tiene como base su estilo más estético. El comer con las manos tiene
algo decididamente más individualista que el comer con cuchillo y tenedor, liga a los individuos
más inmediatamente con la materia y es la exteriorización de la avidez menos reservada. En la
medida en que los modales empujan a esta última a una cierta distancia, se estampa sobre el
proceso una forma común que favorece más la unión, cosa que en modo alguno existe en el
comer con las manos. En la maniobra sometida a modales se acrecienta este motivo en tanto
que aquí la forma general sometida a normas se manifiesta al mismo tiempo como la más libre.
Es desagradable rodear cuchillo y tenedor con toda la mano cerrada, porque esto estorba la
libertad de movimiento. Los modales de la persona no educada son rígidos y torpes, pero sin
regularidad suprapersonal; los de la persona educada poseen este precepto regulativo en tanto
que actúan móvil y libremente (como un símbolo del hecho de que el sometimiento social a
normas alcanza su auténtica vida ante todo en la libertad del individuo, lo cual se muestra de
este modo como lo contrario del individualismo naturalista).
Y esta síntesis se documenta de nuevo aquí: frente a la fuente, de la que en las épocas
primitivas cada cual, sencillamente, cogía, el plato es una figura individualista. Muestra que esta
porción de comida está partida exclusivamente para esta única persona. La forma circular del
plato lo remarca; la línea circular es la que más separa, la que concentra en sí su contenido de la
forma más decidida; contra lo cual la bandeja dispuesta para todos es angular u ovalada, así
pues, puede estar cerrada menos celosamente. El plato simboliza el orden que da a la necesidad
del individuo particular lo que le corresponde como una parte del todo dividido, pero que tam-
poco le deja salir de sus fronteras. Pero el plato supera de nuevo este individualismo simbólico
en una comunidad formal más elevada; los platos de una mesa deben ser en sí completamente
iguales, no toleran ninguna individualidad; distintos platos o vasos para distintas personas serían
absolutamente improcedentes y desagradables.
Cada paso que eleva a la comida a la expresión inmediata y simbólica de valores socia-
les más elevados, más sintéticos, permite alcanzar precisamente en esta medida un valor estético
más elevado. Por esto, el espíritu de reconciliación estético desaparece del hecho físico del co-
mer en el instante en el que, incluso cuando se conservan externamente las buenas formas,
desaparece el momento de la socialización; lo cual se manifiesta en el contratiempo de la table
d'hôte. Aquí se encuentra uno de forma patente sólo a causa del comer, el juntos no es buscado
como valor propio, sino que es por el contrario la presuposición de que a pesar del estar senta-
do junto a todas estas gentes no por ello se entra en ninguna relación con ellas. Todo adorno de
la mesa y todo buen comportamiento no puede aquí consolar de la principalidad materialista del
fin del comer; la aversión de toda sensibilidad refinada a la table d'hôte demuestra que exclusiva-
mente la socialización puede guiar este fin a un orden estético más elevado; a los estímulos de
este orden les falta, allí donde el estar-juntos como tal no tiene ningún sentido autosuficiente,
en cierto modo el alma, y ya no pueden seguir ofreciendo ningún encubrimiento al contratiem-
po, es más, a la fealdad, del proceso físico del comer.
La estética de la comida no puede olvidar nunca qué es lo que realmente tiene que esti-
lizar: una satisfacción de necesidades situada en las profundidades de la vida orgánica y, por
tanto, absolutamente universal. Por tanto, si tiene como objeto lo material individualista, no
puede entonces, precisamente por esto mismo, elevarse hasta la diferenciabilidad individual,
sino sólo embellecer y refinar una nivelación anímica hasta el límite que ésta permite. La apa-
162
riencia individual de un alimento no se avendría con su fin de ser comido: esto sería como
antropofagia. Por esto, tampoco pertenecen a la mesa de comer los modernos colores quebra-
dizos, matizados, sino los amplios, brillantes, que enlazan con estimulaciones completamente
primarias: blanco y plata. En el mobiliario del comedor se evitan, por lo general, formas y colo-
res muy llamativos, móviles, provocativos, y se buscan tranquilos, oscuros, graves. De cuadros
se prefieren los retratos familiares, a los cuales no conviene ninguna atención excitada, sino el
sentimiento de lo habitual, de lo seguro, lo que alcanza la amplitud del fundamento de la vida.
La estética en el arreglo y adorno de las viandas se guía, incluso en las comidas más refinadas,
por principios hace ya mucho tiempo superados: simetría, estímulos cromáticos sumamente
infantiles, configuraciones y símbolos sumamente primitivos. Tampoco la mesa ya preparada
puede aparecer como una obra de arte cerrada en sí, de modo que no se quisiera osar destruir
su forma. Mientras que la belleza de la obra de arte tiene su esencia en la intangibilidad que nos
mantiene a distancia, el refinamiento de la mesa consiste en que su belleza nos invite a sentar-
nos a ella.
Aquella estricta fijación general de los modales de mesa es tanto más necesaria para las
capas más elevadas, a partir de la ordenación jerárquica del ámbito, cuanto que en éstas la tenta-
ción del individualismo es especialmente próxima. Ser individual en el comer, como se quiere
serlo en el andar y en la vestimenta, en la forma de hablar y en todos los demás ademanes, esta-
ría completamente fuera de lugar; no sólo sería una contradicción interna, sino lo impropio
axiológicamente de que algo superior se dirija a algo inferior, a algo situado en una dimensión
completamente diferente, en la que no encuentra ningún punto de partida, sino que debe extra-
viarse en el vacío. Tampoco la conversación en la mesa, quiere permanecer en el estilo, puede
dirigirse mediante profundidades individuales a los objetos y modos de tratamiento generales,
típicos. Ciertamente, todo esto es también explicable a partir de la utilidad fisiológica, pues ésta
exige en el comer que la atención no se desvíe y no se altere. Pero esto sólo expresa en el len-
guaje del cuerpo la más profunda conexión socio-psicológica de que una realización social ha
provisto aquí a una necesidad muy primitiva de su más seguro estar-generalizada, por medio de
la cual se ha elevado a las esferas de los estímulos más elevados y espirituales, pero que sin em-
bargo no se ha separado totalmente de su base. Quejarse de la trivialidad de las conversaciones
habituales en la mesa es por ello completamente equívoco. La conversación airosa en la mesa,
pero que siempre se mantiene en una cierta generalidad y falta de intimidad, nunca debe hacer a
aquel fundamento completamente imperceptible, porque ante todo en su carácter prefijado se
manifiesta toda la disolvente ligereza y encanto de su juego superficial.
Aquí puede recordarse el hecho de que en toda una serie de ámbitos vitales los fenó-
menos más inferiores, es más, los valores negativos, no son sólo los puntos de paso para el
desarrollo del más elevado, no son sólo los trasfondos a partir de los que éste se desprende,
sino que su inferioridad es precisamente como tal el fundamento de que surja lo más elevado.
De este modo, observa Darwin que la debilidad corporal del hombre en comparación, por
ejemplo, con los animales del mismo tamaño, probablemente ha sido el motivo que le ha con-
ducido de la existencia aislada a la social; pero ésta habría conducido al desarrollo de todas las
capacidades del intelecto y de la voluntad, por medio de las cuales no sólo completa su inferio-
ridad física, sino que (así pues, precisamente sobre la base de ésta) habría elevado sus fuerzas
totales hasta la superioridad sobre todos sus adversarios.
Entre los elementos de la moralidad personal cabe encontrar la misma forma. La se-
ducción y el engaño, el pecado y la culpa, están ciertamente en un polo de la escala moral que
quizá ni siquiera enlaza por medio de transiciones resbaladizas con lo bueno y puro; y, sin em-
163
bargo, la altura moral más extrema está condicionada inmediatamente por aquellas oscuri-
dades y estadios más inferiores de nuestra existencia. ¿Quién hablaría de mérito moral, si no
necesitara de la lucha contra la tentación (que la tradición tampoco ahorra al Salvador), del ven-
cer a la debilidad, a lo sensorial, a lo egoísta? Que haya más alegría en el cielo por el pecador
arrepentido que por diez justos, sólo expresa esta construcción interna en la que lo negativo no
es ninguna mera sombra sobre nuestros valores, ninguna contradicción que, según su sentido,
aparte de aquéllos; sino que a partir de lo negativo mismo se desarrolla, como a partir de una
energía positiva, su contrario. Sólo lo oscuro y malo puede, por así decirlo, mudándose en sí
mismo, producir lo más luminoso y más pleno de valor que nos es alcanzable.
La indiferencia y trivialidad del ámbito del que tratan estas líneas no deben confundir
sobre el hecho de que también en él vive la paradójica profundidad de este tipo. Que tengamos
que comer es un hecho situado tan primitiva y tan bajamente en el desarrollo de nuestros valo-
res vitales que sin duda es común a todo individuo. Precisamente esto posibilita el reunirse para
la comida común, y en la socialización mediada de este modo se desarrolla la superación del
mero naturalismo del comer. Si no fuera algo tan bajo, no habría encontrado, pues, este puente,
atravesando el cual asciende hacia la significatividad de la comida sacrificial, hacia la estilización
y estetificación de sus últimas formas. Si la esencia de lo trágico es que lo elevado se rompe en
sí mismo, si sus figuras más conmovedoras hacen luchar a los valores ideales precisamente con-
tra valores ideales y por ello se hunden en lo bajo y fútil, entonces el desarrollo aquí perseguido
es el exacto contrario de este destino. Pues aquí lo bajo y fútil ha crecido por sí mismo sobre sí
mismo; la profundidad, porque es profundidad, se ha alzado a la altura de lo más espiritual y
más pleno de sentido. Aquí como en ninguna otra parte, la significatividad del tipo vital se pone
de relieve en el hecho de que tampoco rechaza configurarse según lo insignificante.

También podría gustarte