Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
6 Cuentos Morales Parte Vi Segunda Parte
6 Cuentos Morales Parte Vi Segunda Parte
Pasado un tiempo, el humor de Chloé empeora. Sus recursos están en las últimas. No
encuentra trabajo. Un día que caminamos por la calle, el ruido y la multitud la ponen
nerviosa y pretende que está perdiendo el tiempo y que me hace perder el mío. La
invito a tomar una copa. Se niega. Quiere volver a casa, llama a un taxi, corre por el
centro de la calle. Voy tras ella y la detengo, en medio de coches que nos rozan.
Finalmente, suelta las lágrimas y me sigue sin oponer resistencia hasta un jardín
público.
Ahí, sentados en un banco, Chloé se acurruca contra mí. Sus ojos siguen húmedos:
—Ves —dice al cabo de un silencio—, eres la sola y única razón por la que soporto
la vida. Sin ti, me habría suicidado mil veces.
—¡No digas eso!
—¡Pero sí es verdad! ¿Por qué todas las personas no son como tú? Todos son
unos canallas.
—Soy bueno contigo porque nuestras relaciones son totalmente desinteresadas.
Pero en los negocios soy durísimo.
Levanta la cabeza, suelta una carcajada, me coge el pelo con ambas manos y me
cubre la cara de besos. Luego se aparta un poco, me rodea el cuello con los brazos y
me ofrece sus labios. Apoyo los míos un poco prolongadamente, luego me separo.
Acaricio su cabello:
—Oye, Chloé…
Pero apenas he abierto la boca, se levanta y me tiende la mano:
—Paseemos, y, por favor, no hablemos.
En la oficina, mientras Fabienne está telefoneando, oigo una frase que me llama la
atención. Se trata de una boutique de moda que busca una dependienta:
—Discúlpeme —le digo—, por haberla escuchado, pero ¿no cree que Chloé
serviría?
El lunes la tienda está cerrada. Pero Chloé ha ido a arreglar cosas y me ha pedido que
la acompañe. La veo desplegar un celo que se apresura a justificar:
—La dueña se va a Saint-Jean-de-Luz donde tiene otra boutique. Así que conviene
que haga méritos, para que me confíe la mayor responsabilidad posible durante su
ausencia. Ya verás, pronto seré la encargada.
Desembala un montón de vestidos nuevos:
—Este es fantástico, verás, me lo voy a poner.
Se saca el vestido, debajo del cual lleva un «body-stocking» negro, y se pone el
otro:
—No está mal, ¿verdad? ¿Qué te parece?
—Sabes —digo—, nunca he conseguido entusiasmarme por un vestido. No creo
que un vestido sea bonito o feo en sí mismo. Pero debo decir que éste te sienta muy
bien: no es el vestido lo que admiro, sino a ti.
En silencio, se saca el vestido y lo deja caer. Adelanta un paso y se detiene en
posición de bailarina, con la pierna en flexión, y los codos ligeramente separados.
Después extiende los brazos, hasta la altura de los hombros. Yo me acerco y me deslizo
entre ellos hasta tocar su cuerpo. Pongo las manos en sus caderas y sigo
minuciosamente su contorno, como para comprobar su perfección.
—Sí —digo—, tienes una figura muy bonita.
Levanta amorosamente la cabeza hacia mí. Yo me inclino y acerco mis labios a
los suyos, sin decidirme a besarla. Pasan unos segundos, siento que se ha roto el
encanto: sus rasgos se endurecen, su sonrisa se fija, intento decir algo:
—¡Oye, Chloé!
—¡No! No te oigo —dice separándose y vistiendo su traje—. Sé perfectamente lo
que me dirás, me hablarás de tu mujer.
—No —digo—, no precisamente. No pienso en mi mujer, pienso en ti y en
nuestra amistad, que estamos a punto de estropear.
Se ríe:
—Yo no creo en la amistad. No existe la amistad, ni por tu parte, ni por la mía…
Después, al cabo de un silencio:
—Sabes, hace una temporada que me estoy dando cuenta de una cosa, que te
quiero. Estoy enamorada, estoy enamorada de ti.
Me encojo de hombros:
—Espero que no. Si estuvieras enamorada, no volvería a verte: ¡querrías tenerme
para ti sola, hacerme abandonar a mi mujer!
—No necesariamente. Soy feliz así. Me basta con saber que te quiero y decírtelo.
Tengo mucha imaginación, sabes. Incluso puedo llegar a imaginar que hago el amor
contigo, cuando lo hago con los otros.
—¡Estás loca!
—No, la locura está en pretender amar a alguien con quien se vive. Yo no puedo
amar a alguien que se ha instalado en una cama y que se cree con derecho a seguir en
ella. Incluso, y sobre todo, si fuera el padre de mi hijo. ¿Sabes que tengo muchas ganas
de tener un hijo?
—Sí, ya me lo has dicho.
—Pues bien, ya he encontrado el padre.
—¿Sí?
—Sí, tú.
Se me acerca, mirándome en los ojos:
—No te rías, es serio. Tengo la firme intención de tener un hijo tuyo, y ya sabes
que siempre consigo mis fines. Lo he pensado bien. No encuentro a nadie más que
me guste como padre. Mientras que tú reúnes todas las condiciones. Ya estás casado,
eres guapo, eres alto, no eres demasiado estúpido y tienes los ojos azules: yo quiero
un niño con los ojos azules. Como razonamiento, es impecable. ¿Qué respondes?
—¿Y qué dirá mi mujer?
—No tiene necesidad de saberlo. Y tampoco tú, tú tampoco acabarás de saber si
eres el padre.
—¿Qué interés puedo tener, entonces?
—Ninguno. Sólo considero el mío. ¿Crees que estoy bromeando? No. Soy
perfectamente lógica conmigo misma. ¡Eres tú el que no es lógico!
Hemos invitado a cenar en casa a unos amigos, entre los cuales los M… Antes de
sentarnos a la mesa, vamos a admirar al bebé, a quien la nurse acaba de dar su papilla
nocturna. Risitas. Intentan descubrir parecidos con el padre o con la madre. Hélène
está muy favorecida con su nuevo traje: como observa una de sus invitadas, parece
que el bebé la haya rejuvenecido. Esta noche está muy alegre, y rivaliza en ingenio
con M… La exuberancia general me pone taciturno. Mi mujer acaba por notar mi aire
lejano y mi mirada vacía, y su cara se preocupa un instante.
Temo que, pese a mis precauciones, Chloé se haya apercibido de mi fuga y me llame.
Me precipito hacia la escalera, que desciendo corriendo, y aparezco jadeante en la
calle. Mi confusión es tan grande que sigo corriendo y atropello a una o dos personas.
www.lectulandia.com - Página
150150150
—Sí.
—Quisiera decirte algo.
—¡Ah!
—¿Por qué «Ah»?
—Creía que no tenías nada especial que decirme.
—Se me acaba de ocurrir ahora mismo. Además, es una cosa totalmente
estúpida, y creo que sería mejor que me callara. Mira: estoy sentado a tu
lado y me intimidas. Me intimidas porque eres hermosa. Nunca has sido
tan hermosa. Pero también me intimidas, y eso es menos comprensible,
porque te quiero. Es completamente estúpido, ¿no?
—No, en absoluto, te entiendo muy bien.
—Lo digo porque siempre temo que confundas mi timidez con la
frialdad.
—¡Soy yo quien es fría! ¡Mucho más que tú! Tú eres perfecto. No me
gustaría un hombre que me tratara con familiaridad y que escuadriñara
incesantemente en mis pensamientos, aunque fuera con las mejores
intenciones del mundo.
—Sí, pero a veces siento remordimientos de no hablarte mucho, de no
confiarme a ti, mientras que charlo durante horas con personas que no me
interesan nada, personas con las que tengo relaciones superficiales… o, al
menos, pasajeras.
No me contesta. Ha hundido la cabeza.
—¿Hélène?
Me inclino hacia su cara que intenta ocultar:
—¿Estás llorando?
—Claro que no —dice levantando la cara y mirándome con sus ojos
húmedos—, río, ¡ya ves!
Y hundiendo su cabeza en el hueco de mi hombro, suelta una risa
nerviosa que acaba en sollozos.
Acaricio sus hombros desnudos, cubro de besos su nuca, mientras se va
calmando poco a poco. Desabrocho la parte posterior de su escote, deslizo
mi mano bajo la tela y acaricio su espalda. Le murmuro al oído:
—¿No hay nadie?
—No, hasta las cinco, pero vayamos a la habitación