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“Para mis amigos, todo; para mis enemigos, la ley” (Kurt Weyland, 2013)
Por lo mismo, tampoco la mayoría percibe como persecución política el proceso judicial contra
el alcalde José María Leyes de Cochabamba; el caso del sobreprecio en las “mochilas
escolares” huele fuertemente a corrupción institucionalizada como para que la ciudadanía
menos informada cuestione la legitimidad de la detención primero preventiva y luego
domiciliaria del alcalde Leyes quien, con tal motivo, dejó de serlo. Lo que no percibe es que se
trata de una naturalización de la detención preventiva en todo el funcionamiento del sistema
judicial (según las estadísticas oficiales, más del 80% de los detenidos en las cárceles del país lo
son preventivamente y no porque hayan sido encontrado culpables de los delitos cometidos)
que para los casos de autoridades electas como son los alcaldes y gobernadores resulta
totalmente inapropiada pues atenta contra la continuidad de las gestiones municipales o
departamentales, es generalmente injustificada pues se trata de personas con trayectoria
política, carrera profesional y patrimonio económico, y hasta políticamente aberrante toda vez
que mediante la simple imputación de un fiscal a quien nadie eligió se puede impedir la
continuidad de una autoridad que está ejerciendo legítimamente el cargo para el que fue
elegida.
Es cada vez más evidente que el acoso político del oficialismo contra políticos de la oposición
recrudecerá frente a la coyuntura electoral que se avecina en esta etapa terminal del “proceso
de cambio”, particularmente contra aquellos opositores que tienen alguna posibilidad de
hacerle frente o proyectar alguna sombra que amenace al caudillo único. Si bien los
innumerables procesos contra Samuel Doria Medina, Rubén Costas, Ernesto Suarez y Luis
Revilla han hecho noticia en varios momentos del acontecer político nacional, estos políticos
no llegan a quitarles el sueño a los masistas toda vez que las encuestas preelectorales no
muestran ningún favoritismo a sus potenciales candidaturas opositoras.
Por lo visto, el único político “tradicional” que parece quitarles el sueño es el ex presidente
Carlos Mesa. Sólo así puede entenderse los casos de acoso político judicial a los que ha sido
sometido últimamente, primero por el caso de supuestos sobornos en un contrato vial con la
empresa brasileña Camargo Correa iniciado durante su gestión y que investiga una comisión
parlamentaria, y segundo por un decreto de nacionalización de concesiones mineras otorgadas
a la empresa Non Metallic Minerals y su socia local Quiborax emitido por el gobierno de Carlos
Mesa, aunque derogado por el gobierno de Eduardo Rodríguez Veltzé. Nada menos que la
Procuradoría General pretende acusar a Mesa por haber actuado ilegalmente y causado daño
económico al Estado con ese decreto tempranamente nacionalizador de 2004, aparentemente
para ocultar su propia y desastrosa defensa del caso ante la CIADI. No obstante, lo principal
sigue siendo la inhabilitación de Mesa como potencial candidato de una hipotética coalición
opositora unificada.
Según testigos de las audiencias que ya llevan más de 8 años, la presentación por parte de los
fiscales del régimen de los supuestos indicios e hipótesis conspirativas fue aberrante por la
contaminación, suplantación y siembra de pruebas falsas. Entre otras razones, porque este
juicio fue abierto en La Paz, se trasladó a Cochabamba y otros departamentos y recién en su
última fase fue devuelto a Santa Cruz; nunca tomaron en cuenta el debido proceso, es decir el
lugar de los hechos y su juez natural que debía instalar y presidir el juicio.
¿Qué mayor prueba de la perversión política de la justicia boliviana que esa declaración del
fiscal del Estado plurinacional? Con estas premisas perversas, el gobierno de Evo Morales lleva
adelante desde hace más de una década una estrategia de manipulación política del derecho
contra cualquier sombra opositora, real o ficticia, que amenace su proyecto populista de
perpetuación indefinida en el poder a cualquier costo.
Las garantías del debido proceso y la presunción de inocencia posiblemente sean los aspectos
más frágiles de los códigos penales en los países occidentales; por lo mismo, son fácilmente
corrompibles hasta terminar siendo sustituidos en los hechos por sus pares opuestos: la
presunción de culpabilidad de los acusados (particularmente si son enemigos políticos) hace
que los procesos judiciales atenten desde un inicio contra las garantías constitucionales, una
de las cuales es que no se puede detener preventivamente a los procesados salvo por ciertos
delitos y en circunstancias justificadas.
Es evidente que el costo humano en separación, aislamiento, desánimo es enorme. Tal vez no
llega a destruir la autoestima de los imputados si perciben que buena parte de la sociedad
condena el abuso político judicial del que son objeto a menudo en forma arbitraria y
aberrante, pero es seguro que los afecta profundamente en sus vidas, al verse abruptamente
separados de sus hijos, padres y demás seres queridos, y en muchos casos afecta su salud al
verse aquejados por enfermedades relacionadas con la privación de libertad para moverse y
salir al exterior, además del agravamiento de dolencias y malestares previos.
El derecho positivo tal como lo conocemos en el presente surgió hace un milenio en la Europa
medieval para ser luego adoptado por los Estados modernos; por lo mismo, tiene una
impronta cultural muy fuerte de las sociedades europeas donde se fue desarrollando a lo largo
de los siglos, hasta ser también adoptado por los regímenes coloniales tributarios de los
imperios europeos y luego por las nacientes repúblicas del nuevo continente en los siglos XVIII
y XIX. De esta tradición occidental del derecho nacieron concepciones garantistas singulares
tales como la presunción de inocencia y el debido proceso, aunque estas concepciones sean
flores demasiado exóticas como para dar por sentada su aplicación juiciosa en los procesos
judiciales administrados por los Estados latinoamericanos, incluido el Estado plurinacional de
Bolivia. La distancia entre la codificación de la presunción iuris tantum en nuestro sistema
jurídico penal y la aplicación de la misma en situaciones concretas siempre ha sido grande,
pero podría argumentarse que se ha agrandado mucho más últimamente, incluso desde los
períodos llamados “neoliberales”.
A la tradición jurídica occidental que incluye la presunción de inocencia y otras flores exóticas
del derecho se les podría aplicar el dicho de Francisco Iraizós a propósito del Modernismo:
“Empresa tan descabellada como cultivar orquídeas en la helada meseta de Los Andes”.
Sin embargo, cuando estas presunciones garantistas son violadas sistemáticamente por la
perversión del derecho en instrumento de persecución política, el mal ocasionado a la
sociedad es abismal, pues el sistema judicial se convierte en lo contrario de su pretendida
función de impartir justicia, se vuelve un mecanismo perverso de profundización de la
iniquidad –ausencia total de justicia– en la sociedad.
El sistema judicial obsecuente con el gobierno autocrático emula en los hechos a la Santa
Inquisición del feudalismo medieval decadente que perseguía a los herejes y brujas que se
resistían a acatar los dogmas de la Iglesia Católica; hoy en nuestro país las brujas y herejes no
son únicamente los políticos opositores sino todos aquellos que nos oponemos al
desconocimiento de la constitución y las leyes por parte del Evocrata convertido en usurpador
de la voluntad popular.