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Y dónde están los partidos.

¿Democratización o
descomposición política?
A partir de la constatación de la fragmentación política
existente en México, que ha llevado de un sistema de partido
hegemónico al prisma de partidos y candidatos que hoy
conocemos, el autor de este texto analiza las relaciones entre
democracia y pluralidad política como factores que, a fin de
cuentas, deben garantizar legitimidad democrática y una
gobernabilidad más eficiente e incluyente.

–WILLIBALD SONNLEITNER* –

El fantasma de la fragmentación política


Un fantasma recorre México: el fantasma de la fragmentación
partidista. Todas las fuerzas del Antiguo Régimen se han unido
para conjurarlo. Al mismo tiempo, muchos siguen pensando que
los partidos son el problema, que éstos han secuestrado la
democracia y que la única salvación es su sustitución por personas
“honestas” e “independientes”. Carentes de liderazgos y de
programas atractivos, de militantes y de electores convencidos,
son acusados de todos los males y se han convertido en los
villanos favoritos de la política. Sin embargo, estas percepciones
pudieran estar sesgadas con un sistema de partidos al borde del
colapso. ¿Cuán arraigados e institucionalizados —o cuán
fragmentados y debilitados— están actualmente los partidos
mexicanos?
La fragmentación partidista se deriva del declive estructural de las
identificaciones políticas tradicionales —particularmente aquellas
que se forjaron durante el nacionalismo revolucionario—, así
como de la descomposición del sistema de partidos que surgió
durante la transición. México nunca tuvo realmente un régimen
de partido único. Desde la fundación del Partido Nacional
Revolucionario (PNR) en 1929, el órgano hegemónico que gobernó
se formó con base en coaliciones que agrupaban a centenas de
organizaciones cuyos caudillos detentaban el poder local y
regional. Incluso durante el apogeo del régimen
posrevolucionario, siguieron sobreviviendo decenas de pequeñas
fuerzas políticas que participaron regularmente en los comicios
federales y locales.
Lo nuevo no es ni la cantidad ni la volatilidad del número de
partidos con registro legal. Lo inédito es que ahora las fuerzas
“menores” han dejado de jugar un papel marginal para
posicionarse como actores estratégicos en el juego político-
electoral. Durante el régimen hegemónico, la participación de los
partidos “satélite” legitimaba y reproducía las estructuras del
poder autoritario. Ahora, los pequeños organismos políticos no
solamente ganan centenas de escaños en los cabildos y en los
Congresos locales; también gobiernan a centenas de miles de
ciudadanos en el ámbito municipal, han conquistado
gubernaturas y están incidiendo en la mismísima contienda
presidencial.

Las dinámicas de la fragmentación partidista


Para captar las dinámicas de la creciente fragmentación partidista,
analicemos un indicador sintético que capta la profundidad del
cambio. A diferencia del número real de partidos registrados
legalmente, que puede incluir un sinnúmero de minúsculas
organizaciones sin importancia, el Número Efectivo de Partidos
Electorales (NEPEL) permite aproximarse al número de fuerzas
relevantes. Su cálculo resulta abstracto, pero su interpretación es
simple e intuitiva: al ponderar cada fuerza por su propio peso
electoral, este índice mide el número (teórico) de partidos que
captan una parte significativa del voto en una circunscripción
dada. Por ejemplo, un NEPEL de 1.0 indica que un solo partido
capta 100% de los votos, mientras que un NEPEL de 4.5 indica que
el voto se fragmenta entre cuatro y cinco fuerzas relevantes.1
En las últimas décadas, México transitó de un régimen de partido
hegemónico (con 1.3 partidos efectivos en los sesenta) a un
sistema multipartidista competitivo: en los noventa, éste contaba
con tres organizaciones nacionales suficientemente arraigados
para liderar alianzas con otros grupos de menor importancia. Sin
embargo, con la proliferación de coaliciones desordenadas y
volátiles, dicho sistema no ha dejado de fragmentarse para
alcanzar 5.6 partidos en 2015. Las gráficas 1 y 2 ilustran el declive
de las tres fuerzas que predominaron durante la apertura
democrática. Tras haber pasado de 91% a 61.5% de los votos
válidos entre 1961 y 1991, el pri acusó una fuerte caída desde 1994
y tocó fondo en 2006 y 2015, con 30% de los sufragios. A su vez,
el PAN y el PRD alcanzaron promedios de 30.7% y 20.2% entre 1994
y 2012, antes de regresar a porcentajes similares a los obtenidos
en 1991. Así, mientras que en los noventa estos tres partidos
sumaron hasta 92% del voto válido, apenas recibieron 64% de los
sufragios en 2015 (véase la gráfica 1).

Gráfica 1: Tendencias del voto en elecciones federales (por partidos y


alianzas, 1991-2015)
Paralelamente, se observa un crecimiento de los partidos políticos
“minoritarios”. En los noventa, éstos sumaban 6.5% de los
electores, pero su promedio se incrementó a partir de 2003 para
sumar 20% en 2012 y rebasar al mismo Revolucionario
Institucional en 2015, con 36% de los votos válidos. Durante dicho
periodo, el promedio efectivo de partidos en México pasó de 2.3 a
5.6, es decir, de alrededor de dos a alrededor de seis fuerzas
políticas relevantes (véase la gráfica 2).
Gráfica 2: Promedio nacional del Número Efectivo de Partidos
Electorales (1991-2015)

La descomposición del sistema de partidos no es un fenómeno


coyuntural y puede rastrearse desde las legislativas intermedias de
1997. La fragmentación permea todos los niveles de la geografía
electoral: de las 148 mil casillas que se instalaron en 2015, sólo
37% conservaron formatos mono (1.3%), bi (10%) o tripartidistas
(26.2%), mientras que el resto pasó a formatos de cuatro (26.5%),
cinco (20.5%), seis (11.1%) o más (4.4%) partidos electoralmente
relevantes. Hasta el 2000, 10% de los 300 distritos federales
tenían más de 3.5 partidos; a partir de 2012, 75% se sitúa por
encima del mismo umbral y 25% cuenta con cinco o más fuerzas
políticas relevantes.2
En una perspectiva territorial, sólo 22 de los 300 distritos
legislativos registraron menos de tres partidos relevantes en 2015,
con 49 distritos que se situaron por debajo del umbral de 3.5.
Éstos se encuentran en los estados norteños y en Yucatán, donde
la competencia se estructuró en torno a un clivaje PRI–PAN y
el PRD nunca echó raíces. En contraste, la fragmentación es
máxima en el centro del país, en Michoacán, Veracruz, Oaxaca y
Baja California (donde se ubican los 51 distritos con más de 5.5
partidos relevantes). Pero ahora la fragmentación se extiende
hacia el Bajío, Monterrey, Sinaloa y Chihuahua, hacia Campeche y
Quintana Roo, donde 94 distritos han rebasado el umbral de 4.5 y
están transitando hacia configuraciones con cinco fuerzas
importantes. En suma, 76% de los distritos ha dejado de funcionar
en formatos bi o tripartidistas (véase el mapa 1).

Mapa 1: La fragmentación partidista en los 300 distritos uninominales


(2015)
Ante la contundencia de estos datos, cabe revisar la concepción
dominante que reduce la política mexicana a tres partidos e
interesarse en la expansión territorial de fuerzas como Morena,
el PVEM y el Movimiento Ciudadano, sin hablar de la proliferación
de las candidaturas supuestamente “independientes”.
Los desafíos de la fragmentación para la gobernabilidad
democrática
Las dinámicas de la fragmentación partidista, que se remontan a
1997, se relacionan con otras variables socio-demográficas y
político-electorales. Más que ser un fenómeno “urbano”, ésta se
incrementa en los distritos con poblaciones más dinámicas y en
edades productivas (18-64 años), con mayor cobertura del ISSSTE y
con mayores tasas de ocupantes por vivienda, con menores tasas
de masculinidad y de hablantes de lenguas indígenas. La
descomposición del sistema de partidos mexicano también se
asocia positivamente con el incremento de la volatilidad, la
competitividad, la proporción de votos nulos y las candidaturas
independientes. Estas variables remiten a cambios socio-políticos
estructurales que, en su conjunto, explican 75% de la varianza
registrada en los 300 distritos (Sonnleitner, 2017).
Sus efectos pueden sintetizarse de una forma contundente: de
mantenerse este nivel de fragmentación, muchos candidatos
pudieran ser electos con menos de una quinta parte de votos
válidos en 2018. Si en 2015 todos los partidos “minoritarios” se
hubiesen coaligado, sin incluir ni al PRI, ni al PAN ni al PRD,
hubiesen ganado 160 de los 300 escaños uninominales y contarían
ahora con una mayoría legislativa, por vez primera desde 1994
(véase el mapa 2).
Mapa 2: Coaliciones potencialmente ganadoras sin el apoyo
del PRI, PAN o PRD (2015)
¿Qué implicaciones tiene esta fragmentación para la estabilidad
política y para la gobernabilidad del país? ¿Se trata de un
desarrollo positivo —de creciente pluralismo— o de una crisis de
la representación política? Lo relevante no es la coherencia de las
fuerzas emergentes: es el declive de los tres partidos que
encabezaron la transición desde el régimen posrevolucionario. En
el contexto actual, la descomposición partidista complica la
gobernabilidad y tiene costos tangibles para su legitimidad
democrática.

En la literatura, no hay consenso sobre el número óptimo de


partidos. En teoría, el bipartidismo genera mayor estabilidad
porque propicia gobiernos mayoritarios con alternancias
regulares. Sin embargo, el número de partidos interactúa con
otras variables que inciden en la concentración/dispersión del
poder (particularmente los tipos y niveles de polarización
ideológica). Por ello algunos multipartidismos moderados pueden
ser igualmente gobernables. Tampoco se verifican correlaciones
robustas entre la fragmentación y la estabilidad gubernamental,
sino una miríada de configuraciones de casos estables con
pocos/muchos partidos, más o menos volátiles/estables.

En un régimen presidencialista que elige al Ejecutivo por mayoría


simple en una sola vuelta, simultánea pero independientemente
de las elecciones legislativas, se requiere de incentivos para la
cooperación entre el gobierno y los legisladores. En algunos
sistemas presidencialistas mayoritarios (Estados Unidos) y
parlamentarios mayoritarios de tipo Westminster, esto se logra
gracias a la dinámica bipolar de bipartidismos arraigados de larga
fecha. En otros sistemas parlamentarios proporcionales, la
conformación de gobiernos requiere de la negociación de
mayorías legislativas multipartidistas que garantizan la
cooperación, independientemente del número efectivo de
partidos.
En otros sistemas híbridos, se han tenido que ingeniar soluciones
mixtas con segundas vueltas y calendarios desfasados para
incentivar la elección democrática de gobiernos mayoritarios. En
Francia, tanto las presidenciales como las legislativas
incluyen ballotages cuando nadie alcanza la mayoría absoluta en
primera vuelta; sobre todo, las dos vueltas de cada elección se
organizan consecutivamente a lo largo de varias semanas, lo que
permite agregar los votos en una perspectiva estratégica,
“eligiendo” la opción más deseable en la primera y “eliminando” la
menos deseable en la segunda vuelta. Así, las elecciones funcionan
como fábricas de gobernabilidad y legitimidad democrática.
Junto con otros países latinoamericanos, México enfrenta un
escenario adverso: su sistema político se forjó en una lógica
mayoritaria y autoritaria, que consiguió la gobernabilidad
mediante la subordinación del Congreso a los poderes
“metaconstitucionales” del presidente. Desde 1977, las reformas
han ido incrementando la pluralidad de los órganos legislativos,
pero, a diferencia de Estados Unidos, México no cuenta con un
bipartidismo estable y su multipartidismo tampoco se organiza en
una lógica bipolar, como sucede en Francia. Los poderes públicos
mexicanos se eligen de forma simultánea pero independiente,
conforme a una separación rígida entre el Ejecutivo y el
Legislativo. Por ende, la inconsistencia de las coaliciones en los
distintos niveles de elección y la creciente fragmentación
partidista dificultan la construcción de mayorías legislativas para
gobernar y de oposiciones coordinadas para exigir cuentas
democráticas. Ello contribuye a erosionar la legitimidad de la
democracia electoral, que fabrica Ejecutivos débiles sin
contrapesos institucionales, frente a partidos desacreditados sin
bases programáticas y alianzas efímeras que desdibujan las
diferencias ideológicas, alimentan la confusión y diluyen las
identidades partidistas.

De ahí el rechazo creciente a los partidos, alimentado por la


personalización excesiva de la política, por una idealización de la
sociedad civil y de la supuesta honestidad de nuevos empresarios
políticos que se presentan como candidatos “independientes”. De
ahí, también, la urgencia de re-construir una gobernabilidad más
eficiente e incluyente. Porque, a final de cuentas, las elecciones
democráticas no sólo deben servir para competir por cargos
públicos, para designar y empoderar, para evaluar y sancionar a
los gobernantes; tienen que contribuir a moderarlos y a
controlarlos, a exigirles resultados y rendición de cuentas y, por
ende, a legitimarlos ante las minorías mayoritarias que conforman
el pueblo soberano.◊

1 Dicho índice se calcula como el inverso de la suma de los


cuadrados de los porcentajes de votos obtenidos por cada
partido: NEPEL = 1/∑Pn². A su vez, el inverso del NEPEL indica el
umbral efectivo que permite ganar una mayoría relativa de votos:
cuando es igual a 2.0, su inverso resulta ser igual a 1/2.0 (= 50%
de los sufragios); cuando alcanza 5.6 (su promedio actual), su
inverso equivale a 1/5.6 (=17.9% de los votos) (Laakso y
Taagepera, 1979).
2 Cálculos propios, con base en los resultados oficiales publicados
por el ine en su página web: <http://siceef.ine.mx/> (última
consulta, el 15 de febrero de 2017).

Referencias citadas
Laakso, Markku y Rein Taagepera (1979), “Effective Number of
Parties: A Measure with Application to West
Europe”, Comparative Political Studies, vol. 12, núm. 1, abril, pp.
3-27.
Sonnleitner, Willibald (2017), “Rastreando las dinámicas
territoriales de la fragmentación partidista en México (1991-
2015)”, América Latina Hoy, Revista de Ciencias Sociales, vol. 75,
abril.

* WILLIBALD SONNLEITNER
Es profesor-investigador en el Centro de Estudios Sociológicos de
El Colegio de México.

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