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CAPPELLETTI, Ángel (2010).

La
ideología anarquista. Barcelona: Editorial El
Grillo Libertario.

El anarquismo como filosofía social. La «filosofía social del anarquismo»


nace en la primera mi-tad del siglo XIX. Al igual que el marxismo posee una larga
prehistoria, pero su formulación explícita y siste-matica comienza con la obra de
P.J. Proudhon. A partir de ahí las obras de Bakunin y Kropotkin profundi-zarían esa
sistematización introduciendo en el pensamiento anarquista una concepción
materialista y evolucio-nista de la sociedad y de la historia, así como una
concepción anti-teísta de la existencia y del universo. Otros como Malatesta,
Landahuer y Tolstoi ofrecieron algunas variaciones de la doctrina introduciendo así
impor-tantes debates en torno al cientificismo y al ateísmo. Por otra parte: en la
actualidad las ideas relativas a la «autoges-tión» y al «antimilitarismo» propuestas
por los pensadores anarquistas han sido la base de su reconocimiento por parte de
otras corrientes del pensamiento político moderno. No sólo en Europa sino
también en los EE.UU, las ideas anarquistas han inspirado buena parte de lo que
hoy se conoce como las «nuevas izquierdas» (feministas, antirracistas, ecologistas)
alimentando así el ideario político de los movimientos contestatarios.

El anarquismo como ideología. El carácter de la «ideología


anarquista» ha sido un moti-vo de debate para politólogos e historiadores.
Sin embargo, todos concuerdan en que el anarquismo ha sido una alter-
nativa ideológica de la clase obrera y del campesinado. Un claro ejemplo
histórico de esta composición de clase fue la experiencia española durante
el período que va de 1870 a 1940. La revolución proletaria en la península
ha llevado, mayoritariamente, el sello de la ideología anar-quista. En otras
partes del mundo han sido sobre todo los campesinos quienes han
reclamado para sí esta ideología. En todo caso: si bien reconoce a la clase
obrera como su principal protagonista, el anarquismo acepta el eventual
relevo de esa clase por cualquier otra clase oprimida. En efecto, la ideología
anarquista es, an-te todo, una ideología de las clases oprimidas, un
pensamiento asociado a la vida de aquellas clases que padecen los rigores
de la explotación capitalista y de la represión político-militar de sus regíme-
nes hegemónicamente configurados.

Anarquismo y subalternidad. “¿Quiere esto decir, entonces, que el


anarquismo es una ideología poli-clasista? Quiere decir que, aunque surge,
se desarrolla y alcanza su mayor fuerza dentro de la clase obrera, es una
ideología de todas las clases oprimidas y explotadas en cuanto tales,
mientras sean capaces de liberarse sin oprimir o explotar a otras clases,
quiere decir que, si bien halla ante la clase obrera su protagonista,
corresponde asimismo a otras clases sometidas e incluso puede extenderse a
minorías discriminadas. En esto se muestra el carácter amplio y no
dogmático del anarquismo: no tendría ninguna dificultad en aceptar que la
clase obrera puede, en determinadas circunstancias históricas, dejar de ser
la protagonista de la revolución y que su bandera puede ser recogida por
otra clase o por un sector de otra clase.” (Cappelletti, 2010, p. 12)

Sociedad y Estado. El anarquismo no supone una ausencia de orden o de


organización. Lo que pa-sa es que los anarquistas oponen el «orden inmanente» de
la sociedad -surgido del trabajo y de toda actividad humana- al «orden
trascendente» impuesto por la fuerza, la economía y la intelectualidad. Es en este
sentido en el que Proudhon aseguraba que “la libertad no es hija del orden sino su
madre”. Es por ello también que el anarquismo no niega la necesidad de una
organización. Lo que para él no es aceptable es la imposición de un orden artificial
y vertical de organización. La negación de todo poder permanente y de toda
autoridad instituida implica, como elemento esencial del anarquismo, la negación
del Estado. En efecto, la sociedad ideal para los anarquistas es aquella en la que
no existe una separación entre gobernantes y gobernados, en la que no existe una
forma de poder que trascienda al individuo. Es por ello que el Estado representa
una organización jerárquica y coactiva de la sociedad. Incluso, el Estado
representa para el pensamiento anarquista una evidencia de la división de la
sociedad en clases, de aquella escisión en la que tanto el poder político como el
poder económico se encuen-tran vinculados de acuerdo con una circularidad
dialéctica en la que lo Uno y lo Otro se engendran mutua-mente. En consecuencia,
la «revolución anarquista» no es posible si no se suprime, al mismo tiempo, la
preva-lencia o el dominio de estos poderes.

Estado y Gobierno. El principal blanco de ataque de los anarquistas


es el «Estado». En él hallan la causa objetiva de la división social, de la
alienación de la vida humana y de la concentración del poder. De acuerdo
con ello, la causa de esa concentración la encuentran en las formas de
«dele-gación» que hacen a los individuos y a las colectividades ceder su
propio poder. En la delegación se haya entonces una clara expresión de la
artificialidad que caracteriza a las formas de gobierno. Desde un punto de
vista ético esto revela la pobreza del espíritu humano, su carencia de
libertad. De acuerdo con ello, la institución militar y la institución
sacerdotal tienen su origen en esas cristalizaciones de la heterono-mía
como condición de individuos y colectividades en la sociedad. Así también
las clases sociales, la propiedad privada y los privilegios inherentes a la
distinción entre gobernantes y gobernados tienen su origen en la
abstracción que tiene por nombre «Estado».

Burocracia y Parlamentarismo. La crítica anarquista del Estado se


hace más concreta como crítica de la burocracia. Este es el punto en el que
las doctrinas anarquistas se identifican con el ciudada-no que es ajeno a
cualquier doctrina política y que habita en los grandes centros urbanos e
industria-les. Pero el punto aquí es, como bien lo señalaba Ángel Capelletti,
que “la burocracia nace del Esta-do y puede decirse que se desarrolla
dentro de él”; de ahí que toda «burocracia» solo pueda extender-se en el
cumplimiento de sus funciones en la medida en que el Estado vaya
consolidándose, es decir, en la medida en que se hace más “centralista y
autoritario”. Pero más allá de esta concepción de ba-se, el núcleo grueso de
la crítica ha consistido -para los anarquistas- en señalar la «burocracia»
como algo irracional, anti-económico y represivo; de acuerdo con ello, la
acracia denuncia que la conversión de la «burocracia» en clase privilegiada
que, si bien no monopoliza los medios de producción, termina pro-duciendo
una monopolización de los «medios de decisión». Tanto las burocracias
como los parla-mentos aparecen ante la acracia como aparatos de captura
suya encriptación en la matriz estatal del poder soberano les convierte en
instituciones inútiles para el cuidado de la vida común.

La revolución. En el anarquismo la «revolución» es concebida,


fundamentalmente, como abolición del Estado y, por esa razón, es
concebida como actividad social en cuya constitución inma-nente queda
abolido el poder político. Sin embargo, tanto Kropotkin como Malatesta
combatieron la idea de que el Estado debía ser abolido sin mediaciones,
abruptamente, como si sólo se tratase de abolir la realidad por decreto;
para el anarquismo el poder soberano, su cristalización en el Estado, debe
ser progresivamente desmontado. De igual manera, los y las militantes
anarquistas han comba-tido la idea de que la abolición de las sociedades de
clases y la abolición del Estado son procesos separados respecto de las
cuales la razón estratégica puede priorizar uno u otro; para el anarquismo,
no hay desmonte de las sociedades de clases y no hay, a su vez, un
desmonte del Estado y viceversa. En otras pala-bras, diríase que la
autenticidad de la «revolución» como proceso orgánico supone la
destrucción si-multánea de lo infraestructural objetivo y de las
superestructuras subjetivas que soportan a las socie-dades de clases y al
Estado. Ahora bien, para Bakunin o Kropotkin esta destrucción de las
estruc-turas de dominación y explotación humana se ha de producir
mediante la reapropiación proletaria y campesina (reapropiación que pude
incluso llegar a ser violenta) de los medios de producción o, a la manera de
Proudhon, a partir del mutualismo y de la efectiva autogestión de lo común
como modos de abolir directa-mente la propiedad privada y las jerarquías
estatales. La procesualidad de lo revolu-cionario está agenciado por una
recomposición de la subjetividad obrera. La revolución, de este mo-do,
vacila entre una máquina de des-territorialización fáctica cuyo despliegue
se produce como gue-rra o confrontación y entre una máquina de re-
territorialización del trabajo vivo cuyo despliegue se produce como cuidado
de la vida común.

Negación del poder y de la autoridad estatal. “(…) los anarquistas


aspiran a una sociedad no dividida entre gobernantes y gobernados, a una
sociedad sin autoridad fija y predeterminada, a una sociedad donde el poder
no sea trascendente al saber y a la capacidad moral e intelectual de cada
individuo (…) En una palabra, los anarquistas no niegan el poder sino ese
coagulo del poder que se denomina Estado: tratan de que el gobierno, como
poder político trascendente se haga inmanente, disolviéndose en la
sociedad.” (Cappelletti, 2010, p. 14)

Teoría de la revolución. “La existencia de una sociedad de clases está


irrescindiblemente vinculada, para el anarquismo, con la abolición del
Estado. Por tal razón, el criterio para discernir la autenticidad de una
revolución está dado por la real y efectiva liquidación de poder político y del
aparato estatal desde el mismo instante en que la revolución se produce.”
(Cappelletti, 2010, p. 23)

Los sistemas económicos. La reflexión sobre los sistemas económicos en


el campo anarquista as-pira a la sociedad sin clases pero no logra un consenso en
torno a las formas de propiedad que debe haber en una sociedad como esa. El
«mutualismo» proudhoniano, el «colectivismo» bakuninista y el «comunismo» kro-
potkiano son los tres paradigmas que han animado el pensamiento ácrata en torno
a los problemas de la eco-nomía. A juicio de Ericco Malatesta lo que predominó en
la tradición anarquista fue el concepto ideal del comunismo como sociedad sin
clases y sin Estado. En efecto, el mutualismo supone la negación de la propiedad
privada (lo que se define en latín como ius utendi et abutendi) pero no la
«posesión» individual de la tierra; esto a condición de que aquello que es objeto de
apropiación sea, estrictamente hablando, el resultado o el producto de su propio
trabajo. Si la propiedad privada es “el robo” es porque ella ha sido el producto de
una apropia-ción ilegítima bajo el amparo del despotismo estatal. De otra parte, la
perspectiva mutualista considera el co-munismo como un régimen de opresión y
servidumbre que va en contra del libre ejercicio de la individualidad la cual,
incluso contra toda positividad ética, inscribe al individuo en una colectividad de la
cual dependerá enteramente. El colectivismo asegura la propiedad colectiva de los
medios de producción al tiempo en que exige la distribución diferencial y
proporcional del producto de acuerdo con el trabajo aportado por cada uno de los
trabajadores y, por ello, asegura la necesidad de mantener la forma-salario. Por
último, el comunismo siguiere, por cuanto apuesta a la supresión de la forma
salario, tanto la propiedad colectiva de los medios de producción como también el
reparto equitativo del producto en función de las necesidades de cada individuo.

El mutualismo proudhoniano. En el pensamiento ácrata el


«mutualismo proudhoniano» propone siete cosas: 1) la negación de la
propiedad privada y la aceptación de la posesión individual; 2) el
reconocimiento común de que el derecho a ocupar la tierra es un derecho
del que cualquier ser humano debe disfrutar equitativamente; 3) en tanto el
trabajo humano existe gracias a la fuerza co-lectiva de lo común, el
producto de ese trabajo debe ser de propiedad colectiva y, en este sentido,
el trabajo mismo sería la negación de la propiedad privada; 4) en la medida
en que el valor del producto del trabajo se mide por el tiempo de trabajo
necesario para producirlo, la retribución salarial de los trabajadores debe
ser necesariamente equitativa; 5) si la justicia social supone la posesión
proletaria del producto del trabajo, no existe lugar alguno para la
apropiación inequitativa de los excedentes so-cialmente producidos; 6) la
libre asociación, que mantiene la propiedad colectiva de los medios de
producción y la equivalencia de los intercambios, es la única forma justa de
realizar económicamente la existencia social; 7) como consecuencia de los
puntos anteriores, la ruptura estructural de las so-ciedades humanas entre
gobernantes y gobernados debe desaparecer pues la máxima perfección de
lo so-cial-humano consistiría en asegurar la síntesis orgánica entre el
«orden» y la «anarquía», es decir, entre la asociación infraestructural
objetiva de los comunes y la liberación superestructural subjetiva de los
individuos.

El colectivismo bakuninista. En el pensamiento ácrata de las


corrientes antiautoritarias y federalistas el «colectivismo bakuninista»
rechaza el comunismo al considerarlo como un residuo de las huestes
jacobinas de la Revolución Francesa asociadas a los nombres de Babeuf,
Cabet y Blanqui. En este sentido, el «colectivismo» se basa en el principio
redistributivo según el cual: “de cada quien según sus capacidades y a cada
quien según sus méritos.” Esta norma de la distribución económica en el
campo de las prácticas sociales busca asegurar el reconocimiento de los
mejores trabajadores y, a través de ello, motivar en la asociación horizontal
del proletariado el incremento de la productivi-dad social. De acuerdo con
esta perspectiva de la justicia social, el colectivismo bakuninista comparte
con el mutualismo proudhoniano la premisa de que los medios de
producción deben ser de propie-dad colectiva pero, a diferencia del
segundo, el primero no es partidario de una distribución abstrac-ta del
producto que no retribuya diferencial y proporcionalmente en su reparto el
trabajo invertido por cada trabajador; de esta manera de concebir
económicamente el justo reparto del producto social se deriva la necesidad
ética de conservar la forma-salario.

El comunismo kropotkiano. El pensamiento ácrata, tras una


crítica severa a los modelos socioeconómicos pensados desde el mutualismo
proudhoniano y el colectivismo bakuninista, avanza hacia una concepción
socioeconómica que podría denominarse «comunismo kropotkiano» o, en
tér-minos más amplios: anarco-comunismo. Este modelo se fundamenta en
el postulado según el cual: “de cada uno según su capacidad y a cada uno
según sus necesidades”. De acuerdo con este postulado, el anarco-
comunismo suprime la forma-salario porque, al asegurar la propiedad
común de la tierra y de los medios de producción, dicha propiedad abarca
también al producto social. La forma ética de la distribución en este modelo
es la equidad del reparto en función de una solidaridad orgánica que se
sustenta especialmente en las necesidades humanas particularmente
reconocidas. En desacuerdo abierto con el colectivismo, el anarco-
comunismo señala la «cooperación» como el fundamento intersubjetivo de
la productividad social y, por ello, señala como innecesario diferenciar
proporcionalmente el reparto del producto en función de un reconocimiento
asentado sobre el esfuerzo individual de los trabaja-dores. En esta discusión
reconocidos intelectuales orgánicos como Errico Malatesta, Tárrida de
Mármol, Max Nettlau o Ricardo Mella, sin dejar de considerar el
«comunismo» como el modelo so-cioeconómico más adecuado a la idea de
una sociedad sin clases y sin Estado, abogaban por una inte-gración del
mutualismo, el colectivismo y el comunismo bajo formas experimentales
que no restringiesen el sentido de la anarquía a uno de sus adjetivos.
Sistemas económicos anarquistas. “Los tres sistemas señalados bien
podrían entenderse como momentos evolutivos de una misma doctrina que
intenta explicar la producción y distribución de los bienes de una sociedad
sin clases y sin Estado. El mutualismo corresponde al tránsito de una econo-
mía agrario artesanal hacia el industrialismo; el colectivismo se plantea en la
primera fase del desarro-llo industrial y con la inicial expansión del
capitalismo; el comunismo se impone ante el cenit de la burguesía, con el
auge del imperialismo y el colonialismo, con la internacionalización del
capital, en la era de los trust y de los monopolios.” (Cappelletti, 2010, p. 28)

La autogestión. En tanto concepto práctico y operativo, la autogestión


sintetiza el pensamiento social o filosofía del anarquismo. Diríase que la
«autogestión» designa el sustrato praxeológico de la acracia en tanto esta última
es concebida de acuerdo con la positividad ética que supone. Por supuesto, esta
cuestión se en-tiende así no más; ciertas líneas genealógicas nos habilitan para
sostener el origen ácrata de la autogestión co-mo configuración de la subjetividad
obrera cuya principal característica, fuera del campo socialista, fue el haber
comprendido que la autonomía era una condición indispensable para la gestión de
la vida común. Evidentemente, en la época actual la autogestión no es una
concepción exclusiva de las y los anarquistas sino que, muy por el contrario, ella se
ha diseminado en lo social y ha impregnado las prácticas y los discursos de otros
proyectos políticos o de otras subjetividades sociales. Ha sido tal la diseminación
del concepto que incluso se ha llegado a plantear su operatividad en campos
completamente antagónicos a un posicionamiento ácrata; nos referimos a la
“cogestión” propuesta por el neocapitalismo o a las formas estatales de la
“democracia popular” en la antigua Yugoslavia, en los kibutz de Israel o en algunas
zonas campesinas de la actual China. Ahora bien, lo que podríamos denominar
como una autogestión propiamente anarquista es una forma de articulación global
de la producción material de acuerdo con la positividad ética de un intercambio
coordinado y articulado en torno a la forma-federación y sus principios de
autonomía y de cooperación entre los comunes. De lo nacional a lo mundial,
pasando por el nivel regional de las articulaciones sociales, la autogestión
propiamente anarquista no se confunde con el “cooperativismo” pequeño-burgués
porque ella –la autogestión anarquista- es independi-ente del mercado capitalista y
de la forma-Estado; es más, podría decirse que, dada su articulación en torno a la
socialización de los medios de producción, la autogestión ácrata es mínimamente
socialista. En último análi-sis, la autogestión ácrata requiere de una subjetividad
compuesta por otras formas de relación social, es decir, por coordenadas vitales y
existenciales enteramente distintas a aquellas que caracterizan la materialidad
con-creta del mercado capitalista y de la forma-Estado.

El federalismo. Desde los tiempos de la Primera Internacional


aquellos y aquellas identifi-cados con las ideas propuestas por Mijaíl
Bakunin se hacían llamar «federalistas». Esta autodenomi-nación precisaba
las preferencias anarquistas por una organización de lo común más signada
por la descentralización que por la centralización en lo social y, por lo tanto,
más signada por al autiautori-tarismo que por el autoritarismo en lo político.
El debate en torno a la organización de la Internacio-nal Obrera estuvo, a su
vez, signada por estas distinciones organizativas. Sin embargo, antes que
los federalistas bakuninistas, Pierre-Joseph Proudhon desarrolló una teoría
de la federación cuyo objetivo era proponer los fundamentos para una
organización sociopolítica distinta de la forma-Estado y del mercado
burgués teorizado por la economía política clásica. A partir de las líneas
federalistas abiertas por la obra proudhoniana, Bakunin, Kropotkin y
Malatesta entenderán que el federalismo no se pue-de reducir una forma
puramente política de descentralización administrativa; por el contrario, el
fede-ralismo ácrata representa una organización social humana basada en
el «libre acuerdo» que se extiende desde lo nacional, pasando por lo
regional, hasta el ámbito mundial de las sociedades humanas; cada
individuo es libre de establecer acuerdos con sus semejantes para constituir
una «comuna» y, así, la asociación libre entre las comunas constituye una
«federación local»; de la misma manera, la asocia-ción libre entre
federaciones locales dan origen a la «federación nacional» y la asociación
entre fede-raciones nacionales pueden llegar a constituir «federaciones
regionales» cuya articulación última sería la federación universal. El
horizonte utópico del «federalismo» era, desde este punto de vista, la
humani-dad como sujeto universal y es esto a lo que Proudhon llamaba el
principio federativo. Podría decirse entonces que la «lógica democrática» de
articulación federalizada no era, en absoluto, la lógica estatal ya que en el
principio de la federación siempre está la comuna, es decir, la forma-
comunidad. De otra manera, podría decirse que la «autogestión» es la
articulación socioeconómica del principio federati-vo en la medida en que
supone, como correlato de la forma-comunidad, la socialización de los medi-
os de producción y, con ella, la participación directa de los comunes en las
decisiones colectivamente vinculantes: el principio federativo es, desde este
punto de vista, contrario a toda forma de autoridad política.

Internacionalismo y nacionalismo. Como bien se sabe, el


anarquismo es esencialmente inter-nacionalista. Esto no sólo porque la
acracia aspire a la transformación radical de la condición humana sino
también porque, consecuentemente con su posicionamiento anti-estatal, el
horizonte de sentido trasciende las fronteras artificiales del Estado-Nación.
Podría decirse incluso que el anarquismo goza de cierto «cosmopolitismo»
cuyos antecedentes nos remontan hacia el ethos de los estoicos y los cíni-
cos. Contrariamente al internacionalismo marxista que sólo trasciende las
fronteras nacionales en la medida en que asume –desde una perspectiva
histórica- al «proletariado» como sujeto universal, el internacionalismo
ácrata trasciende las fronteras nacionales porque asume –desde una
perspectiva biológica- a la humanidad como sujeto universal. De ahí
también que el anti-estatismo ácrata sea, a un mismo tiempo, un anti-
nacionalismo y un anti-militarismo; es más, la crítica ácrata al nacionalismo
moderno toma conciencia del origen burgués de las nacionalidades y, por
ello, reclama como identi-dad colectiva algo que rebase por completo el
cerco ontológico de la subjetividad burguesa. Por su-puesto y, como lo veía
Gustav Landauer, la nacionalidad no es incompatible con el internacionales-
mo ácrata.

Pacifismo y violencia. El rechazo ácrata del estatismo supone también un


rechazo ácrata de la guerra entre estados; en otras palabras, el despliegue
belicista de la soberanía no tiene para la acracia ningún otro sentido que no sea el
de una negatividad antropológica que es necesario superar. De hecho, Mijaíl Baku-
nin concebía la «guerra» como el proceso destructivo que caracterizaba la relación
entre las distintas facciones de la burguesía; un proceso cuyo objetivo principal era
la defensa de los capitales y del “derecho” de estos a expandirse y que, para
lograrlo, recurre a la fuerza combativa del proletariado y del campesinado. Ahora
bien, si la acracia es contrario a la guerra interestatal, ella es «antimilitarista» y,
por esa razón, crítica frente a las insti-tuciones marciales; y no sólo porque los
ejércitos son parte de aquello sobre los cual se soporta el dominio de la burguesía
y del Estado sino porque, en sí misma, la institución marcial es jerárquica y
verticalista. Sin em-bargo, el «pacifismo» de la acracia no es del todo indiferente
ante la «violencia» ya que la llamada acción directa ha sido concebida por algunos
anarquistas como la violencia terrorista que el movimiento ácrata debe ejercer
sobre la burguesía y el Estado; se ha llegado incluso a afirmar que una sociedad
sin clases y sin Estado sólo podrá ser alcanzada mediante la rebelión violenta.
Contrariamente a esta apología de la violencia como medio revolucionario, William
Godwin y Pierre-Joseph Proudhon se mostraron siempre en desacuerdo con ella
pues pensaban que la transformación positiva de lo social debía ser realizada
mediante la educación y la persuasión racional o mediante una nueva organización
de la producción. El pacifismo cristiano de Lev Tolstoi es otro ejemplo del rechazo
ácrata de la violencia basado en la idea de que no se pude combatir el mal
recurriendo a él. Otros intelectuales ácratas como Piotr Kropotkin y Errico
Malatesta no veían en la violencia una acción in-dispensable sino una «fatalidad»
que eventualmente puede ser necesaria. La lucha contra el poder despótico del
Estado no es en sí misma algo negativo, por lo cual, la positividad ético-política de
la violencia sólo puede ser comprendida y realizada ahí donde el ejercicio de la
violencia como contrapoder responde al despotismo estatal y al dominio de la clase
burguesa, es decir, ahí donde la violencia se ejerce como un acto de resistencia
que no busca asentarse permanentemente.

El delito y la pena. El pensamiento ácrata se caracteriza por


situarse en un lugar liminal en el que el orden social es puesto en cuestión
por las necesidades regulativas del control. Es cierto que la sociedad, para
ser estable, debe reprimir todo tipo de comportamiento que atente contra la
estaba-lidad del cuerpo social y, a razón de ello, se ve obligada a construir
instituciones destinadas al control y a la represión de los comportamientos
anormales. Los aparatos militares, los cuerpos de policía, los estrados
judiciales, la custodia carcelaria y los verdugos a sueldo son expresiones del
control social y de la deriva perversa asumida por el poder del Estado y de
las clases dominantes: todas estas expresiones basan la legitimidad de sus
operaciones en la existencia de un enemigo que amenaza con destruir la
sociedad. He ahí por qué se considera que el «castigo del delito» es una
necesidad vital para sociedad. Sin embargo, el pensamiento ácrata señala el
hecho paradójico de que las instituciones que tienen como objetivo esta-
blecer un control de la criminalidad son, a la larga, los organismos más
criminales de todos. Resulta entonces absurdo que, para el control del
delito, se recurra a los más poderosos delincuentes. Pero, ¿en qué sentido
podemos decir que las instituciones de control son instituciones criminales?
En el sentido que señala la función del control como preservación del status
quo. En efecto, la preservación del orden social establecido, caracterizado
por la desigualdad entre los seres humanos, es decir, por la separación
estructural entre opresores y oprimidos, se realiza en procura de los
privilegios que osten-tan quienes están en la cúspide de la pirámide social y
en detrimento de quienes están abajo. A pro-pósito de esto, Piotr Kropotkin
y William Morris pensaban que el problema del delito no se entendía bien si
no se indagaban las causas de la conducta delictiva; siendo así y, a partir de
una conciencia sobre la primacía de los delitos contra la propiedad (robos,
hurtos, estafas, etc.), la acracia como for-ma-de-vida –y su forma-social
caracterizada por la ausencia de la propiedad privada- debía ser capaz de
reducir la delincuencia a su expresión más mínima o casi inexistente. En
cuanto a los delitos más graves (los homicidios, las lesiones personales, los
secuestros, etc.) no debía olvidarse que tales deli-tos no podían ser
entendidos al margen de los conflictos de intereses y de la relación de estos
conflictos con la circulación del dinero y con la institución de la propiedad.
Por otra parte y, tratándose de los crímenes pasionales, el pensamiento
ácrata debe indagar por la constitución patológica de la subjeti-vidad
humana en todos los niveles de la eticidad. En cualquier caso, el
pensamiento ácrata asume una posición que excluye la creencia de que el
castigo es la solución más sensata en lo que respecta al tra-tamiento de las
conductas punibles; de manera distinta cree que la cuestión de la
criminalidad debe ser tratada mediante la resocialización de las y los
infractores y no mediante su condena a ser castiga-dos(as).

La educación. William Godwin pensaba que la «educación» cumplía


un papel fundamental en la transformación de lo social y que, sin ella, la
idea de una sociedad sin clases y sin Estado no po-día ser más que una
aspiración sin contenido. En parte, esta idea sobre la educación es una
herencia del pensamiento ilustrado (que para el caso de la anarquía
debemos hablar de la influencia decisiva de Helvetius, Owen, Fourier, etc.).
Sin embargo, pensadores como Mijaíl Bakunin pensaban que la sola
educación era algo absolutamente insuficiente y que, por esa razón, lo
social-humano debía garanti-zar, antes que la educación, la alimentación y
la vivienda de los comunes; esto no quiere decir que el mismísimo Bakunin
no reconociera la necesidad de la educación para la formación de una
concien-cia revolucionaria sino que esta –la educación- debía ser articulada
a la solución de todos los proble-mas vitales de la coexistencia humana. La
pedagogía libertaria constituye una apuesta de la acracia por la
emancipación del individuo desde la infancia; en este sentido, el niño-niña
no es propiedad de nadie –ni siquiera de sus padres- y sólo se debe a su
libertad futura. La coacción de la libertad en el indivi-duo es, para la
pedagogía libertaria, el peor de los males y, por ello, la educación ácrata
debe garanti-zar la horizontalidad de las relaciones entre educandos y
educadores. Lev Tolstoi pensaba que la educación de los individuos debía
rebasar el horizonte reproductivo de la tradición y su autoritaris-mo. Ahora
bien, el principio de la no coacción en la pedagogía libertaria no resolvía el
problema de cuáles debían ser los contenidos de la educación ácrata. En
principio, el consenso mínimo parece gra-vitar en torno a la idea de una
educación ateísta fuertemente fundamentada en el materialismo cien-tífico.
La enseñanza de la historia y de las ciencias sociales debe estar orientada
hacia la crítica de la forma-Estado, es decir, hacia la crítica de la figura
teológica del poder soberano. La crítica de las ins-titución eclesial y de la
institución familiar se derivan de la crítica a la autoridad estatal y obtiene
su fundamentación en la conciencia crítica a propósito de la lucha de clases.
Por el contrario, Ricardo Mella pensaba que la pedagogía libertaria y la
educación ácrata debían desprenderse de cualquier tipo de “ismo” porque
no debía ser ni “materialista” ni “espiritualista”, ni “ateísta” ni “teísta”
porque su misión fundamental era la formación de personas independientes
y con espíritu crítico y, pues, personalidades como esas no necesitaban de
ninguna tutela filosófica.

Arte y literatura. La estética anarquista se desarrolla a partir de


dos principios fundamentales, a saber: 1) una concepción del «arte» como
libertar de creación y; 2) la idea de que el «arte» es siem-pre una expresión
de nuestra vida común. La anarquía reconoce en la máquina antropológica a
un ser capaz de auto-realizarse como ser creador de algo; si la esencia del
trabajo es la autocreación humana entonces lo esencial de la humanidad es
el trabajo como creación de sí. El arrancar el trabajo huma-no a los
mecanismos de alienación es, desde este punto de vista, recuperar la
esencia creadora de lo humano mediante la «acción intelectual-manual» y
mediante la «riqueza espiritual» de mujeres y hom-bres; siendo así, el
propósito de una sociedad sin clases y sin Estado es recuperar la esencia
artística del trabajo como potencia de creación. Entre los estetas de la
acracia se cuentan a Oscar Wilde y a William Mo-rris porque ellos criticaban
el arte producido por la sociedad industrial y rechazaban los condiciona-
mientos capitalistas de la labor artística; asimismo rechazaban los cánones
artísticos por considerar-los cadenas o cercos creados para limitar y
disciplinar el gusto estético. El surgimiento de nuevas formas del arte
aparecía ante sus ojos como el propósito de la liberación estética. Si, por
otra parte, denuncia-ban la decadencia del arte en Occidente era porque
veían en él un reflejo pútrido de la subjetividad burguesa y del nacionalismo
estatal. Si, como pensaba Piotr Kropotkin, el arte debía ser la expresión
viviente de la comunidad humana, la creación estética no podía ser pensada
como la actividad solipsista de un individuo sino como manifestación
transindividual de la vida común. La autenticidad del arte emanci-pado es y
debe ser el reflejo de la autenticidad del orden social liberado. Sin embargo,
para la anar-quía la libertad de la creación estática toma distancia de
cualquier tutela teológica comenzando por la tutela del poder soberano y,
por lo tanto, se revela como actitud que no es indiferente ante el sufri-
miento o el padecimiento de aquellos y aquellas que son oprimidos porque
la inmanencia constituti-va de su inspiración proviene de la «humanidad»
como condición y naturaleza.
Autogestión anarquista. “(…) la autogestión de la que hablan los
anarquistas es la autogestión integral, que supone no sólo la toma de
posesión de la tierra sino y los instrumentos de trabajo, sino también la
coordinación y, más todavía la federación de las empresas (industrial,
agraria y de servicio, etc.) entre sí, primero a nivel regional y nacional y,
finalmente, como meta última, a nivel mundial.” (Cappelletti, 2010, p. 32)

Anarquía y nacionalidad. “Si por nacionalismo se entiende la


consideración de la nación y del Esta-do como un valor supremo, podría
verse al anarquismo como su más clara antítesis, esto es, como un
antinacionalismo radical. Pero si, prescindiendo de lo ideológico, nos
atenemos al plano de los sentí-mientos y los vínculos afectivos, ningún
anarquista negará, por lo menos en la práctica, que el amor hacia la tierra
que nos vio nacer (a su paisaje, a su lengua, a sus tradiciones, etc.) es, por lo
menos, tan natural como el amor que sentimos por nuestros padres,
hermanos e hijos. El nacionalismo, en este sentido, como bien lo vio
Landauer, no es sin duda incompatible con el internacionalismo y con el
repudio del Estado y de la guerra.” (Cappelletti, 2010, p. 37)

Sobre la guerra. “El hombre puede y debe sacrificarse por los altos valores
que lo hacen hombre, morir y aún matar por la libertad y la justicia; no tiene
por qué morir y matar en defensa de quien es un natural negador de tales
valores es decir, del Estado (y de las clases dominantes). La revolución y
hasta el terrorismo pueden parecer así derechos y obligaciones; la guerra,
por el contrario, no será si-no una criminal aberración.” (Cappelletti, 2010,
39)

Pedagogía libertaria. “(…) toda pedagogía anarquista considera


indispensable la integración del tra-bajo intelectual con el trabajo manual;
insiste en el valor de la experimentación personal y directa; considera el
juego (aunque no el deporte puramente competitivo) como excelente medio
educativo, tiende a suprimir los exámenes, las calificaciones, las
competencias académicas, lso premios y los castigos al mismo tiempo que
fomenta la solidaridad, al curiosidad desinteresada, el ansia de saber, la
libertad para pensar, escribir y construir, etc.” (Cappelletti, 2010, p. 47)

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