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Fragmento de clase de Especialización en Currículum y Prácticas Escolares en Contexto

Clase 1: Sobre las formas de pensar y vivir


las infancias

Autor: Leandro Stagno.

1. Introducción

Al momento de iniciar una reflexión sobre la infancia se nos presentan preguntas de difícil
respuesta; sobre todo si consideramos que el siglo que acabamos de dejar ha sido caracterizado
como el “siglo de los niños”. En primer lugar: ¿quiénes son esos niños?, ¿cómo y por qué se
diferencian de los adolescentes y los adultos?, ¿desde cuándo han existido como un grupo social
diferenciado que los define como tales? En segundo lugar, interrogantes sobre sus condiciones de
vida: ¿han sido siempre pensados como personas que demandan del cuidado de los adultos?, ¿y
como ciudadanos que gozan de derechos?; frente a situaciones límites como la muerte de un niño,
¿han experimentado cambios los sentimientos de los adultos?; las condiciones de exclusión social
que afectan la vida infantil, ¿han tenido en el pasado las mismas consecuencias que en el contexto
actual? Algunas de estas preguntas han sido exploradas por la historia cultural, la historia de la
educación y la sociología de la infancia. En estas disciplinas se fundamenta la presente reflexión,
organizada en cuatro apartados que tematizan sobre las sensibilidades modernas de la infancia, los
lugares destinados a los niños, las nuevas formas de socialización y los vínculos entre la cultura
infantil y la cultura escolar.

3. Lugares de la infancia
La definición moderna de infancia supuso la exclusión de los niños de los lugares de trabajo,
ocio y sociabilidad adultos. Consecuentemente, fueron creados lugares de la infancia, espacios
públicos y privados especialmente construidos para los niños o modificados para que ellos los
habitaran. Desde mediados del siglo XIX, fueron corrientes las discusiones sobre las características
materiales de dichos espacios.

Entre las familias urbanas de los sectores económicos medios y altos comenzó a difundirse la
costumbre de proveer al niño un cuarto separado al de los padres. El cuarto infantil conllevó tanto a
la desaparición progresiva de la promiscuidad sexual, como a la instauración de un ambiente
destinado al entretenimiento entre los niños dentro del hogar. En un principio, el mobiliario de este
cuarto no difería del resto de la casa, la distinción estaba dada por su decoración. Las paredes eran
pintadas de colores claros o se las recubría con figuras de animales o secuencias de cuentos
infantiles, así como también se incluían ornamentos y juguetes para estimular la imaginación y la
actividad, de acuerdo con un criterio de simplificación, gracia e higiene.

La escuela no escapó a los nuevos preceptos vinculados a proveer un ambiente material adecuado al
desarrollo infantil. El mobiliario debió adaptarse a la talla y las necesidades educativas del niño. Al
respecto, en momentos de la constitución de los sistemas educativos nacionales, las discusiones
sobre el banco escolar ocuparon un lugar central en los escritos de burócratas e intelectuales. “El
banco debe adaptarse al niño y no el niño al banco”, máxima que podía leerse en el Diccionario de
Pedagogía editado en 1887 por Ferdinand Buisson para fundamentar esas discusiones. Más allá de
las divergencias (¿fijo o móvil?, ¿diferenciado para niños y niñas o igual para ambos sexos?,

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¿individual o de varias plazas?, ¿graduable o estándar?), las partes coincidían en la necesidad de
proveer un banco favorable al crecimiento y desarrollo infantil, diferente al usado por los adultos de
la institución.

La escolarización de las masas cumplió un papel importante en la consolidación del sentimiento


moderno de infancia. Mediante la organización de los tiempos y los espacios, las exigencias de
limpieza, los preceptos ligados a la salud física y a la moral, la construcción de jerarquías y la
separación entre espacio público y espacio privado, la escuela produjo una forma particular de vivir
la infancia que se difundió como un modelo a seguir.

A la par que fueron acondicionados los ambientes destinados al uso de los niños y que se extendió la
escolarización primaria obligatoria, fueron creados nuevos espacios de sociabilidad infantil. En el
marco de la urbanización e industrialización modernas, el trazado de algunas ciudades incluyó la
presencia de lugares públicos tales como parques, jardines zoológicos y las plazas que,
paulatinamente, se erigieron como espacios de recreación y de aprendizaje del ritual social del
encuentro. A estos espacios públicos se sumaron los clubes y las asociaciones deportivas que
remodelaron algunas de sus instalaciones para el desarrollo de actividades infantiles. Aquí, el control
de los adultos se tornaba más laxo y los niños desarrollaban juegos auto-organizados, reglados o de
rol, usando carretas, pelotas, baleros, autos a pedal, triciclos, monopatines, muñecas.

La calle, sobre todo en los grandes centros urbanos, fue otro de los escenarios por donde circuló la
infancia. Bajo la vigilancia y el control de los adultos, el camino de la casa a la escuela significaba
para algunos la posibilidad de llevar a cabo juegos, intercambiar objetos y realizar bromas. Para
otros, la calle era un lugar de trabajo o mendicidad y, consecuentemente, de desamparo y abandono.
Estos últimos niños despertaron preocupación y desconfianza entre los intelectuales de diferentes
posturas ideológicas. Admitían que su presencia en la calle fuera del control de su familia constituía
una fuente de “peligro moral” y de “mala vida”.

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“En el buen y en el mal camino”
Fuente: Pablo Pizzurno (1901) El libro del escolar. Segundo libro para niños de 8 a 10 años de
edad, Buenos Aires, Aquilino Fernández e Hijo Editores. Disponible en la Biblioteca Nacional de
Maestros.

Desde aquí debemos comprender una serie de medidas que tenían como objeto a la infancia, tales
como la regulación del trabajo infantil, la profusión de leyes protectoras de la maternidad, la difusión
de un modelo familiar asociado a la domesticidad de la mujer y las leyes de obligatoriedad escolar.
Como resultado, la escuela y la familia se erigieron como lugares propios de la infancia, cuya tarea
principal era cuidar, proteger y educar a los más pequeños. Se suponía entonces que la trayectoria de
vida durante los primeros años debía acontecer al amparo del núcleo familiar, quien delegaba en la
escuela las tareas de aprendizaje de los saberes socialmente valiosos. Raimundo Cuesta señala en
estas medidas el surgimiento de un nuevo estatuto de la infancia, en tanto “edad social de no trabajo,
como un período de la vida en el que los seres humanos aparecen bajo la tutela familiar o escolar”.
Vinculado a él, una serie de discursos médicos, jurídicos y pedagógicos “acotaron la infancia como
sujeto y objeto escolar y la inscribieron en la lógica de la familia patriarcal heredada del derecho
romano”.

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“La vida infantil. La escuela”
Fuente: François Bertin y Pascal Courault (1995) Vive la récré !..., Rennes, Éditions Ouest–France.

La lectura de algunos artículos escritos por intelectuales argentinos en las primeras décadas del siglo
XX, nos permite comprobar este núcleo de ideas en relación a la infancia proveniente de sectores
populares, cuyas trayectorias familiares y escolares contradecían un patrón que comenzaba a
definirse como el esperado:

“Las casas de vecindad (inquilinatos) ofrecen por el mayor contacto de las personas y la
promiscuidad consiguiente el mejor campo para la precocidad en la mala vida. En el patio común del
conventillo, mientras las viejas de la casa se dicen sus chismes, lavan su ropa o cuidan sus ollas, los
niños inician bajo la dirección del más fuerte una vida insolente y ‘patotera’ que corrompe y atrae.
Nada digamos de las equívocas promiscuidades dentro del común dormitorio familiar (…)

La acción del hogar se complementa dentro de las condiciones normales con la escuela. Sin
embargo, las exigencias crecientes de la vida en los centros populosos desvían con frecuencia las
actividades infantiles hacia determinadas aplicaciones inapropiadas de la edad, por no decir
desmoralizadoras del todo (…)

Para el desborde criminal de la actividad infantil, nada más propio que la vida incontrolada de
la calle”.

“En la calle aún puede verse desgraciadamente, aunque ha disminuido, el espectáculo desolador de
siempre. Niños de todas las edades vendiendo diarios y adquiriendo así la costumbre de jugar, de
pelear y de robar (…) y que han de ser, por la fuerza de una fatalidad inexorable, el ejército futuro
del delito: la horda de los degenerados, los delincuentes de oficio y los asesinos del mañana”

“El hogar es el núcleo social, es la tierra de esa semilla que llamamos niño. Es una maquinaria
delicada y cualquier falla repercute directamente en su producto: el niño. Agreguemos la acción

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nefanda de la promiscuidad y del abandono y tendremos un cuadro exacto de lo que llamamos
‘hogar ineficaz’ (…)

Mientras los padres trabajan, los niños caen en el abandono. El trabajo primordial de la madre es el
cuidado y la educación de sus hijos. Cuando el trabajo la arrebata del hogar, sobreviene la tragedia
del desamparo del niño (…)

La casa inadecuada, llena de niños, hace que el niño haga de la calle el centro de sus diversiones, de
sus travesuras, de sus fechorías, de su delincuencia y de sus vicios. Se ha dicho que el niño se educa
mientras juega. Pero la sociedad no hace nada o hace poco para controlar el juego del niño. Esa tarea
debe hacerla el hogar .

Las citas aluden a una serie de condiciones materiales y de dinámicas de los sectores populares
urbanos que, en su conjunto, propiciaban su desafiliación del entramado social. A comienzos del
siglo, momento en el cual estos intelectuales publican sus ideas, la presencia pública de los niños que
integraban dicho sector comenzaba a ser cada vez mayor. Los primeros censos de población
realizados en el país dan cuenta de un importante número de niños que trabajan en comercios e
industrias, a ellos se sumaban otros dedicados a ocupaciones de carácter informal que carecen de
registros, tales como los servicios domésticos o el trabajo en la vía pública. Aunque la Ley de
Educación 1420 estipulaba que esos niños se encontraban en “edad escolar”, como es de suponer, su
inclusión en el sistema educativo se vería dificultada por una jornada laboral que superaba
generalmente las ocho horas.

Las alusiones a un “hogar ineficaz” dan cuenta de un objetivo demandado y de la incapacidad de su


cumplimiento. Según estos escritos, la madre debía dedicarse a las tareas domésticas y controlar las
actividades de sus hijos, tanto las vinculadas a su inclusión en la escuela como al juego. Asimismo,
ellos debían disponer de espacios separados al de los adultos dentro de la casa. La pieza del
conventillo compartida por todos lo miembros de la familia contrasta con el cuarto del niños que,
como hacíamos notar más arriba, era costumbre entre los sectores económicos medios y altos.

Su presencia en la calle, la ausencia de un control familiar sobre sus actividades, su


participación en los lugares de sociabilidad adulta, eran marcas que les conferían un
futuro “inexorable” ligado al delito y la prostitución. En este hecho podemos notar una
operación que construyó dos ideas de infancia: el niño en peligro, a quien se intentó
prevenir de todo aquello que pudiese amenazarlos; y el niño peligroso, a quien se
sancionó por considerárselo amenazador. Para unos, la escuela y la familia serían las
instituciones que los verían crecer. Para otros, los discursos jurídicos de tutela y sanción
preveían los institutos de menores o colonias agrarias, donde se impartía una educación
de tipo elemental y, con mayor énfasis, otra ligada a la enseñanza de oficios y a la
producción de artículos para su comercialización y consumo. En un caso, niño era
sinónimo de alumno. En otro, la nominación como menor los asociaba a identidades
marcadas por el déficit.

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4. El niño como un actor social. Una socialización
basada en la autonomía
Émile Durkheim (1858–1917) concebía a la educación como la socialización metódica de
las nuevas generaciones. Desde su óptica, que sustentó el nacimiento y posterior desarrollo de la
sociología moderna, se caracterizaba a la infancia de manera homogénea y al niño como un sujeto
que aceptaba las exigencias de los adultos. Así podemos leerlo en Educación y Sociología, obra que
fuera publicada en 1922 luego de su muerte:

“El niño, al entrar en la vida, no aporta más que su naturaleza de individuo. La sociedad se
encuentra, por así decir, ante cada generación nueva, en presencia de una tabla casi rasa sobre la cual
hay que construir con nuevos costos. Es necesario que, por las vías más rápidas, ella agregue al ser
egoísta y asocial que acaba de nacer, otro ser capaz de llevar una vida social y moral. He aquí en qué
consiste la tarea de la educación (…)

La educación no es pues, para ella [la sociedad] sino el medio por el cual prepara en el corazón de
los niños las condiciones esenciales de su propia existencia. Vemos después cómo el individuo
mismo tiene interés en someterse a estas exigencias. Llegamos pues a la fórmula siguiente: la
educación es la acción ejercida por las generaciones adultas sobre las que no están todavía maduras
para la vida social. Tiene por objeto suscitar y desarrollar cierto número de estados físicos,
intelectuales y morales que reclaman de él la sociedad política en su conjunto y el medio especial al
que está particularmente destinado”

Esta definición enfatiza en la falta de adecuación, inmadurez e irracionalidad de los niños. En tanto
son seres “asociales”, “egoístas” e “inmaduros” para la vida social, no tienen ninguna participación
en el proceso que define su identidad. La socialización infantil supone, pues, a un adulto garante de
las condiciones esenciales de la existencia, así como a un niño que se somete a las reglas adultas
para su (futura) vida social.

Una línea de investigación, conocida como Sociología de la Infancia, ha comenzado a discutir estas
formas de caracterizar la socialización infantil. De incipiente y marcado desarrollo en universidades
de Brasil, Francia y Suiza, sus principales presupuestos podrían formularse a través de los siguientes
ítems:

– El niño es un participante activo del proceso que define su identidad: junto con el adulto, participa
de la constitución de su identidad social, aunque en diferentes posiciones de poder.

– El niño apropia, reinventa y reproduce. Por eso, no se deberían considerar sólo las adaptaciones e
internalizaciones de las reglas sociales que forman el proceso de socialización.

– El niño es capaz de crear y modificar pautas culturales. Es decir, no es una “tabla rasa” sobre la
cual los adultos imprimen su cultura.

– El niño construye estrategias que pueden producir cambios en las relaciones con sus padres. Esto
es: sus experiencias tienen efecto sobre las prácticas de los adultos.

Estos postulados, en crítica con la definición dukheimiana de socialización infantil, sustentan la


consideración de los niños en tanto actores sociales. Lejos de ser concebidos como objetos pasivos
de una socialización orientada por instituciones, reconocen su capacidad para crear y modificar una
cultura, así como también de reproducir y transformar valores de la sociedad adulta. Se admite, por
tanto, que los niños negocian, comparten y crean culturas con los adultos y sus pares. Los nuevos
trabajos coinciden en señalar que el proceso de socialización definido por Durkheim dialogaba con
un contexto social y económico muy diferente del actual. El debilitamiento de las instituciones, el
ingreso temprano de los niños en ellas, la creciente individualización de las personas, la

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precarización económica, el desempleo y la subocupación que demandan del trabajo de la mujer e,
incluso, de los niños, entre otros factores, han dado lugar a una complejización en los procesos de
socialización.

Las nuevas formas de concebir a los niños como actores sociales son indicios que permiten afirmar
que el proceso de descubrimiento de la infancia, tal como lo ha caracterizado Philippe Ariès, aún
continúa. Así lo sostiene el sociólogo alemán Norbert Elías en un ensayo sobre las modificaciones
del vínculo entre padres e hijos. Nos detendremos en sus observaciones a fin de comprender los
procesos contemporáneos de construcción social de la infancia.

Aunque los niños dependen del cuidado de los adultos, tanto de su familia como de otras
instituciones, las sociedades contemporáneas les reconocen una alta cuota de autonomía y legalidad
como miembros de esa sociedad. La relación misma con sus padres da cuenta de este
reconocimiento: frente al pasado caracterizado por una relación de dominación –entre unas personas
que mandan y otras que indefectiblemente obedecen–, Elías opone vínculos donde se concede una
participación más significativa en las decisiones. La renuncia cada vez más extendida a la
violencia física como forma de reprender a los niños también habla de las nuevas sensibilidades
adultas hacia la infancia. La misma conlleva a una informalización de la relación entre niños y
adultos, no sólo dentro de la familia, sino en instituciones tales como la escuela. Una educación libre
de violencia física se ha vuelto un derecho cuyo cumplimiento se reclama y se defiende. Esto no
implica afirmar que las prácticas educativas sean totalmente libres, sino que tiendan cada vez más a
demandar el autocontrol exigido por los actuales contextos sociales (Elías, 1980/1998).

En síntesis, una socialización basada en la obediencia, el respeto y la dependencia del mundo adulto
pareciera haber sido cambiada por otra caracterizada por la autonomía. En este proceso de cambio ha
contribuido el pensamiento pedagógico moderno. Alcanzar un equilibrio entre el exceso de sumisión
y el exceso de libertad fue una de las preocupaciones tanto de Jean–Jacques Rousseau (1712–1778)
como más tarde de Édouard Claparède (1873–1940), cuyos escritos nutrieron el movimiento de
renovación pedagógica conocido como Escuela Nueva o Escuela Activa. Precisamente, los
representantes del movimiento objetaban la acción impositiva y directivista de la pedagogía
tradicional, al tiempo que proclamaban la importancia de elaborar una propuesta educativa centrada
en los intereses y etapas psicológicas del niño. Espontaneidad y libertad debían ser, pues, principios
que estructurasen el currículum. Veamos de qué manera Rousseau y Claparède lo resolvían, a través
una sugerente interpretación de António Nóvoa:

“En el segundo libro de Émile ou de l’éducation, [Rousseau] aconseja al joven profesor a ‘gobernar
sin preceptos y hacer todo haciendo nada’ (…) ‘el maestro comanda y piensa que gobierna, cuando
en verdad quien gobierna es el niño”. En este juego, el niño emplea todas sus energías ‘para
resguardar su libertad natural de los grilletes del tirano’. Y, por regla general, sale vencedor. Esto
conduce a Rousseau a criticar dicha educación, que más tarde se llamará ‘tradicional’, sugiriendo a
los profesores que sigan el camino inverso: ‘dejen que su alumno crea siempre que él es el maestro,
cuando en verdad lo son ustedes’. ‘No hay dominación tan perfecta como aquella que mantiene la
apariencia de libertad, porque de esa forma se captura la propia voluntad’, continúa Rousseau y
concluye con una idea tan olvidada por la vulgata de pro y contra: ‘el niño sólo debe hacer aquello
que quiere, pero debe querer sólo aquello que ustedes quieren que él haga, no debe dar ningún paso
sin que ustedes lo tengan previsto, no debe abrir la boca sin que ustedes sepan lo que va a decir’ (…)

En su tiempo [el de Claparède], la escuela y los educadores eran muy criticados por la permisividad
que demostraban. Se decía que no había autoridad, que la sociedad estaba en un proceso de
decadencia, originado en parte por el hecho de que los niños hicieran sólo lo que querían, no
siéndoles exigido cualquier esfuerzo, cualquier obligación. Pacientemente, Claparède explica que, en
la escuela activa, los niños no hacen todo lo que quieren, pero quieren todo lo que hacen, algo bien
diferente. Para él, la educación funcional no abandona al niño a sus intereses espontáneos. Bien por
el contrario. La nueva didáctica ‘debe transformar los objetivos futuros de los programas escolares
en intereses presente del niño’ (…) Dicho de otro modo: podemos imponerle a un alumno clases y
trabajos, pero nunca conseguiremos enseñarle a quien no quiere aprender”

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En este texto cabe destacar el papel conferido a los adultos en el desarrollo autónomo de los niños.
Autonomía no era sinónimo de ausencia de regulación, así como esta última no era contraria a
libertad. Estos pensadores proclamaban una particular libertad regulada, a través de la cual la
autoridad adulta y los intereses y deseos infantiles podrían conciliarse. Sólo en apariencia la
autonomía infantil era plena autodeterminación y libertad. Esto no implicaba subestimar o engañar a
los niños, de hecho, contar con su deseo por aprender era condición necesaria para la consecución de
los objetivos escolares. Frente a una supuesta “crisis de autoridad”, Claparède no anteponía más
autoridad adulta, sino otra autoridad adulta, basada en los intereses del niño, sin por esto propiciar
una educación que fuese pleno deseo infantil.

¿Cómo podemos leer estos planteos a la luz de las actuales relaciones entre niños y adultos, dentro y
fuera de la escuela?, ¿cómo interpretarlos a la luz de los cambios señalados por Norbert Elías?,
¿cómo pensarlos frente a los discursos que afirman una “crisis educativa”?; concebir a los niños
como actores, ¿implica reconocerlo como sujetos de plena autonomía?; los niños de los diferentes
sectores sociales, ¿transitan de la misma forma la experiencia de la autonomía? Estas preguntas
exceden, por supuesto, los límites de esta clase, ya que cada una de ellas podría llevarnos a un nuevo
trabajo de reflexión. Pero nos interesa señalar ciertos resultados surgidos en una investigación
enmarcada en la Sociología de la Infancia que avanzan sobre algunas de los interrogantes
planteados.

Dirigida por Cléopâtre Montandon, dicha investigación enfocó su indagación sobre la experiencia
que los propios niños tenían de su autonomía, a través de cuestionarios y entrevistas administrados a
388 niños de once y doce años, provenientes de diferentes niveles socioeconómicos. La ciudad
seleccionada para el estudio fue Ginebra, heredera del pensamiento pedagógico de Rousseau y sus
seguidores que, como expresamos más arriba, pregonaba el desarrollo de la autonomía y condenaba
el autoritarismo. Los resultados muestran que los niños del estudio admiten que las reglas pueden ser
discutidas con los adultos y, de la misma manera, restan crédito a la exigencia de una sumisión
incondicional frente a las mismas. No obstante, el estudio muestra contradicciones y hiatos entre los
discursos y las intensiones de los adultos respecto a la autonomía infantil. Junto a la posibilidad de
negociación con los adultos, esos indicios señalan los artificios todavía presentes de una pedagogía
autoritaria. El análisis de las concepciones acerca de la autonomía y de las actividades concretas que
de ella se demandan registra variaciones según sexo, composición familiar y sector social de
pertenencia. Los niños provenientes de los hogares de menores recursos tienen una concepción
subjetiva de la autonomía más débil que la consignada por niños de los sectores medios y altos. En
términos de acciones revestidas de autonomía, la investigación pone como ejemplo el cuidado de
otros niños como actividad frecuente entre los sectores de menores recursos, así como ir a dormir a
la casa de un amigo para los de mayores recursos. La mayoría de los niños señala a los padres como
las figuras adultas que más colaboran en el desempeño de su autonomía. Cuatro de cada diez chicos
presenta a la escuela como fuente de oportunidades para el mismo proceso y, en igual proporción,
señalan diferentes dificultades de la vida. Dos de cada diez, por su parte, mencionan a los hermanos
y las hermanas mayores como personas que los ayudan a tornarse autónomos.

Aun teniendo en cuenta las variaciones nacionales, las conclusiones arribadas en este estudio nos
advierten sobre el papel desempeñado por los adultos en la socialización infantil. En particular,
muestran que cuestionar su definición clásica, donde las nuevas generaciones no tienen más que
aceptar las reglas impuestas por las generaciones que las anteceden, no implica negar la importancia
de la intervención adulta. Las discusiones sobre la autonomía infantil y el reconocimiento de su
agencia social no son excluyentes de los cuidados propiciados por las generaciones adultas, de
hecho, la asimetría consustancial al vínculo entre niños y adultos los tornan indispensables. Aunque
suene una verdad consabida cabe recordar: los niños son quienes más sufren las consecuencias
negativas de las políticas económicas, sociales y educativas definidas por los adultos, poco pueden
hacer si se los deja librados a su azar. Las viejas y las nuevas formas de trabajo infantil, con su faz
de explotación y abandono, demuestran de qué manera, en ausencia de estos cuidados, la autonomía
puede tornarse en desafiliación y exclusión.

Estanislao Antelo nos advierte sobre la presencia de discursos contrarios al cuidado, la asistencia o
el auxilio ajeno a partir de dos ideas. Una, la del otro como un obstáculo, un estorbo, una amenaza

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para la concreción de los propios logros. Otra, la asociación con el cuidado –debilidad– y déficit.
Uniendo a ambas ideas, autonomía se torna en sinónimo de autoestima y autosuficiencia.
Muy por el contrario, el camino hacia la autonomía infantil requiere del cuidado adulto, aunque, en
las palabras de Antelo, esto no debiera significar su transformación en una víctima: “hay que sujetar
al otro porque solo no se basta, porque requiere del cuidado, del aguante para que después haga con
eso lo que se le cante”. Los niños necesitan a los adultos para crear las condiciones a través de
las cuales puedan desarrollarse como actores sociales, capaces de construir y compartir una
consciencia política, de defender sus derechos e intercambiar ideas con su misma generación. La
redefinición de la autoridad adulta no debería conllevar a proclamar su desaparición ni a negar,
como lo vimos al comienzo, la presencia de los niños como productores de cultura. A esto nos
dedicaremos en el siguiente apartado.

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