El despertar, aquel mítico rincón otrora visitado por soñadores y arquitectos de
mundos imposibles, hoy en día por simples mortales que buscan en sus rústicas cuatro paredes la libertad que el exterior les niega. Me encuentro a un par de metros, de pie bajo la intensa lluvia invernal, observando a la chica sentada junto a la ventana de la esquina, concentrada resolviendo los misterios y entresijos de alguna ciudad de cristal. Me veo abriendo la puerta, dando un par de timoratos pasos al interior, y buscando el punto exacto donde la chica está sentada. La encuentro y noto que me observa, y su penetrante mirada me invita a acercarme a su refugio. Afuera sigue lloviendo; por la ventana fluyen gotas de lluvia que apenas se notan, y nosotros nos seguimos mirando, en reconfortante silencio. Abro los ojos. La ventana ofrece un sorprendente escenario estival, pero lo que más estremece cada centímetro de mi cuerpo es que los palpitantes labios de Marina están sobre los míos. El beso acaba. Ella sonríe y vuelve a leer su libro sobre una juventud perdida. Yo bebo un poco de café y continúo escribiendo aquella lejana primera vez que nos conocimos en El despertar.