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Una lengua en la contrarrevolución

María Pia López1

Hay escritores que parecen narrar con un inocente despojo, que producen en el lector
una suerte de provocación a la interpretación. En otros casos, el autor produce,
alrededor del texto, su propia hermenéutica, colocando la obra en el marco de un
conjunto de ideas que dialogan con ella. Es el caso de Fogwill y de la obra que me
interesa tratar aquí. La pertenencia del escritor a distintos mundos como la sociología, la
literatura, la poesía, la narrativa, la publicidad, la experiencia política con la cual él
siempre tuvo una relación tensa, lo convirtieron a su narrativa en una obra de
autoconciencia cínica respecto de las lógicas de su propia constitución. Sus libros están
surcados por una interpretación, no siempre implícita, sobre los mecanismos y lógicas
de funcionamiento del mercado literario: qué significa escribir en un medio, la aparición
pública, la reseña, la tapa, el comentario. El saber sobre esas lógicas se evidencia en las
interpretaciones que procura sobre su obra. El autor que sabe, cual sociólogo del campo
literario, acerca de las lógicas de constitución de las valoraciones y las posiciones,
puede constituir su narrativa como constatación –ejemplo propicio para el ejercicio de la
crítica- o extremar la visibilidad de un juego cínico. Este es el estilo Fogwill: llevar el
saber a un punto de incomodidad profunda, aquel en el que la literatura se revela no
como lo otro del poder, de los poderes, sino como su emergencia velada, su presencia de
mala fe. Cínico fue Fogwill porque el cinismo es el nombre de esa incomodidad, del
escepticismo que resulta de ver tras lo bello lo sórdido y tras lo prístino lo corrupto.
Difícil resulta desprender las obras literarias de ese movimiento general de su
pensamiento. No sólo difícil, quizás irrelevante. Por eso, no evitamos volver a las
lecturas que el propio autor propuso sobre sus textos.

Como las que postulo sobre el libro que me interesa tratar aquí. Se trata de Los
pichiciegos escrito entre abril y junio de 1982. Fogwill dice que ese libro fue
mimeografiado en San Pablo, en junio, antes de la rendición de la Argentina en la guerra
de Malvinas. No sólo las fechas, también el hilo argumental: se narran acontecimientos
1
María Pia López. Socióloga y escritora. Doctora en Ciencias sociales (UBA). Tiene varios libros de
ensayo, entre ellos Lugones. Entre la aventura y la cruzada y Hacia la vida intensa. Una historia de la
sensibilidad vitalista. Sus últimos libros son novelas: Teatro de operaciones y Miss Once. Dirigió el
Museo del libro y de la lengua de la Biblioteca Nacional.
ocurridos en las islas de la confrontación del 82. En alguna entrevista Fogwill contó que
ese libro surgió de la necesidad de conjurar cierto estado de la palabra: un día fue a
visitar a su madre, que estaba mirando la televisión como tantos argentinos en esos días
de abril y la escuchó decir “hoy hundimos dos acorazados”. La frase es inquietante, lo
fue para su hijo, en boca de una mujer que dispuesta frente al televisor podía pensarse
como parte de un colectivo beligerante: hundió dos acorazados. Después sabríamos que
no habría tales acorazados, que lo que se hundía era más bien la ilusión de una potencia
guerrera y de una empresa soberana. Pero esa lengua estaba instalada, había permeado
la cotidianeidad argentina y se podían escuchar bravatas de toda índole: que venga el
principito que lo agarramos. Todos esperando lidiar con el principito. En ese contexto,
que es una textura lingüística, mediática y política se escribe Los pichiciegos y su
temporalidad es la misma que la de la guerra de Malvinas. Se escribe sobre trasfondos
de televisores que narraban una épica que no tenía, que no correspondía a los hechos
que efectivamente se estaban desarrollando en el territorio del sur. Fogwill va a decir
que este libro no es sobre la guerra y sin embargo sólo es comprensible en el marco de
esa contienda, narra una historia que pertenece a las Malvinas. Un libro que no es sobre
Malvinas aunque la narración transcurra en esas islas.

Me parece que hay que aceptar y a la vez discutir esta propuesta interpretativa de
Fogwill, que revela el conocimiento de los mecanismos narrativos, una consideración de
la épica y del peso de los conocimientos históricos como el fondo de una reflexión que
los trasciende. Esa interpretación va de la historia a la no historia con la condición
prehistórica que hace posible la historia, de la política a lo prepolítico que hace posible a
lo político. El mecanismo de Fogwill consiste en ese desplazamiento –paciencia,
explicar esto llevará el resto del texto, hasta ahondar en qué sentido el problema de esta
y otras narraciones es lo prepolítico, así que dejamos momentáneamente esa piedra
arrojada para ir hacia el frío malvinense. Para decir que Los pichiciegos puede ser leída,
en tanto texto sobre la guerra, junto con otras ficciones e intervenciones: un escrito de
Néstor Perlongher, “La ilusión de unas islas”, el libro de León Rozitchner escrito a
propósito de la discusión con el Grupo de Discusión Socialista en México, y un cuento
de Osvaldo Lamborghini que se llamó La causa justa. Éstas son, creo, las cuatro
grandes intervenciones que se pueden hallar alrededor del 82.

Son escritos de urgencia, palabras en cuyo seno se libran combates, fundamentalmente


la confrontación con una ilusión colectiva. Lo ilusorio no remite al plano de la soberanía
argentina sobre las islas, no es eso lo que está bajo crítica y sospecha en estas
intervenciones. No llaman a la renuncia de la soberanía, sino que consideran ilusoria
una supuesta victoria en esa guerra, con esas jefaturas amasadas en la guerra interna e
impotentes para la guerra exterior. Confrontan con una ficción que no es una fábula que
abre mundos sino un cuento en el que habla el terror represivo, con el tono de la
promesa y el arrullo: vamos a ganar y allí estará tu alegría y tu compensación. Una
declaración del grupo de socialistas exiliados en México, tentado por ese movimiento de
restitución, parece una parodia o un texto ficcional. Rozitchner dirá que ese escrito
exhibe una posición ilusoria, en la que las víctimas comparten con la Junta militar la
fantasía de la recuperación de las islas, pero para compartir eso deben olvidar las
condiciones reales del régimen. Por ese procedimiento, Osvaldo Lamborghini nombra
Malvinas como la “causa justa”, entre la fantasía y el mal chiste. En esta urgencia y en
este campo dominado por un lenguaje constituido por una poderosa máquina mediática
que forja un nosotros no menos ilusorio –el que dice: hoy hundimos dos acorazados- se
escribe Los pichiciegos. Fogwill, como Rozitchner, parte del saber sobre la continuidad
entre el poder concentracionario y la guerra. Esto es, que no hay guerra limpia.

Fogwill toma el acontecimiento histórico como oportunidad para pensar otra situación:
la de construcción de comunidad. En ese sentido es que va hacia lo prepolítico y a lo
ahistórico, a la pregunta por la fundación y el origen de un modo de sociabilidad y junto
con ella de un modo de subjetivación de los hombres. Por eso, años después podría
pensar a Runa como una reescritura de la novela escrita en el trágico estertor de la
dictadura militar. Ambas narraban la existencia una tribu conocida a través de registros.
La de los pichis es reconstruida a través del testimonio del único de sus integrantes que
volvió de Malvinas. Ese movimiento que realiza Fogwill es posible porque advierte que
esa guerra limpia, la guerra transcurrida en la superficie y en la blancura de la nieve,
tiene la precedencia de un tipo de experimentación sobre los sujetos, sobre los cuerpos y
sobre la vida social, que fue la experiencia de los campos de concentración. Entonces,
frente a esos acontecimientos históricos que transcurren en el extremo sur, se pregunta
cómo se produce el hombre y cómo se produce el no-hombre. Es la interrogación de
Primo Levi -¿esto es un hombre?- la que resuena en la idea de que ser pichi no es ser
gente verdadera. La cuestión del gran libro de Levi es la de la producción de lo humano
cuando se suspenden las lógicas habituales de la vida social, en situaciones extremas
como la guerra o el campo de concentración. La pregunta ¿qué es un hombre? revela un
abismo cuando se formula en el campo de los semi-vivos, de los condenados a muerte.
¿Qué es un hombre?, ¿cuál es el límite de lo humano?, ¿cuándo se deja de ser hombre?
En Los pichiciegos la pregunta sobre qué es un pichi es un escalpelo que no deja de
hundirse en la conciencia del narrador y en la sensibilidad del lector. No es vivo ni
muerto, tampoco son hombres, son otra cosa. Instrumentos, agentes, de la más
impiadosa lucha por la sobrevivencia.

Los personajes de Los pichiciegos son desertores que aparecen, que son considerados
muertos pero están vivos, escondidos. De este modo, invierten la figura de los
desaparecidos: ya muertos mientras se los espera vivos. Los pichis son los que han
logrado desertar. Perlongher, pensando en Malvinas, escribía que era difícil desertar de
un desierto y que esa guerra era una confrontación, precisamente, por unos desiertos.
Los pichis hacen de la deserción la vía para la constitución de un tipo de sociabilidad
autónoma y distinta que no pertenece a ninguna patria. No pertenece a la legalidad de
ninguna de las naciones en juego. Reinventan allí un sistema de jerarquías, una lógica
de intercambios, vínculos de utilidad mutua, pautas para la acción, reglas de admisión y
de exclusión -formas de admisión hacia la vida o de exclusión hacia la muerte-, lógicas
de circulación de la información. Lo central, como ha señalado Beatriz Sarlo, es el
despliegue de un conjunto de estrategias para la supervivencia, que se estructuran
extremando la racionalidad instrumental en una comunidad que está regida por la
escasez y la amenaza. La primacía de la lógica de la supervivencia exige reformular o
poner en suspenso también la idea de nación. Si se quiere sobrevivir hay que olvidar el
origen nacional que lleva a esos hombres al frío.

La novela sitúa la narración en plano de la lógica del intercambio de cosas y palabras,


porque también –y esta idea la tomo de un interesante análisis de Horacio González- se
trata de una reflexión sobre el lenguaje. Los pichiciegos construye un léxico propio que
se pone en juego como sospecha contra el recibido. Atrás del ruido de las teclas de la
máquina de escribir podemos escuchar la voz de la madre hundiendo acorazados. El
centro de la construcción de la comunidad pichi es una reflexión sobre la lengua, sobre
los modos de hablar, sobre qué es decir y cómo construir un nuevo léxico que refunde
la comunidad misma. La novela empieza diciendo “Que no era así, le pareció. No
amarilla, como crema; más pegajosa que la crema”. La nieve está asociada a lo blanco a
lo limpio, a lo puro, a lo frío. En esa primera parte de la novela es barro pegajoso,
maloliente, sucio. Una primera advertencia, eso que no era así es otra cosa: “se hacía
marrón, se volvía barro. Y a eso llamaban nieve…”. Inadecuación del nombre, lo que se
imagina alrededor de ese nombre, y la cosa. La palabra nieve portadora de una blancura
fría y limpia se distancia tanto del barro pegajoso como la idea de patria portadora de
una idea de comunidad y un reclamo de soberanía se distancia de la realidad de una
guerra que era más bien un lodo sangriento.

Pero la reflexión sobre el lenguaje también se efectúa pensando en su inscripción y


realización social. Cómo se habla, quiénes hablan, de qué modos hablan. La lengua
expresa diferencias sociales y jerarquías. Los tonos son, lo sabe el sociólogo Fogwill,
expresión de la materialidad más profunda de la pertenencia de clase. Los militares,
cuando llegan a oficiales –leemos en Los pichiciegos- cambian el modo de hablar:
“Como oficiales, ese modo de hablar. Los tipos llegan a oficiales y cambian la manera.
Son algunas palabras que cambian: quieren decir lo mismo -significan lo mismo- pero
parecen más, como si el que las dice pensara más o fuese más”.

El “estudiante boludo” no decía volver sino regresar. Hablaba así como los oficiales:
empleo en lugar de laburo, madre sustituyendo al vieja de los colimbas. Un estudiante
boludo es el que no sabe que se dice vieja y no se dice madre, que se dice laburo y no se
dice empleo. Al intentar hablar como los oficiales, mostrarse como los oficiales y no
obedecer la lógica de mandos, genera internas en la pichicera. Es decir, la disidencia en
la lengua es una intervención en el mundo de las jerarquías y una disputa por el poder.
Por eso, lo que constituye la vida en el refugio de los desertores es un nuevo modo de
nombrar. Hay cosas que se nombran y otras cuyo nombre se elude: llamaban helados a
los muertos para ausentar de la lengua la mayor amenaza. Helados los muertos. Fríos
eran los que se habían herido o fracturado un hueso y casi siempre se les congelaba una
mano o un pie. A la vez se interroga la lengua como un campo en el que se expresan las
diferencias sociales y las pertenencias simbólicas y se la trata como superficie de una
experiencia inédita, la de una neo-lengua en la que se van inscribiendo los momentos de
esa comunidad soterrada y clandestina.

Este doble movimiento de reflexión sobre la lengua se articula con la gran invención de
la novela: el narrador es un pichi sobreviviente que deviene escritor, que domina las
reglas del arte, opina sobre el significado de la escritura y sobre las implicancias de ser
escritor. En la ficción es el único que no muere en la pichicera y narra la historia ante
alguien que lo interroga ante un grabador. El narrador-sobreviviente, a medida que va
hilando el relato va produciendo la decodificación del significado de la escritura,
preguntándose sobre el interés del lector y poniendo las condiciones bajo las cuales ese
relato de lo transcurrido puede convertirse en novela. Si ese tránsito es posible es
porque narrar es sopesar y explorar los matices internos de la lengua. Y esta
constatación, que es a la vez exploración antropológica, juicio socio-lingüístico e
invención literaria es central, también, en otras grandes novelas de Fogwill, como En
otro orden de cosas y Vivir afuera.

Son tres novelas en las que se va dando cuenta de la modificación de los usos
lingüísticos argentinos a partir de la emergencia de ciertas jergas profesionales,
provenientes de la psicología, la psicología social, la gestión cultural, el marketing
empresarial. De esos afluentes proviene no sólo un léxico sino también una
transformación de la percepción y de los modos de comprensión de la vida social.
Fogwill, autor de esas novelas, se revela como un etnógrafo de la lengua, que convierte
su propio cuerpo en instancia de registro de esas mutaciones que vivimos, en muchos
momentos, inadvertidamente. Pero también estas tres novelas pueden reunirse porque
comparten algo muy central en la narrativa del autor: la reflexión acerca del pasaje de la
revolución a la contrarrevolución.

Lo que Fogwill nombra con esa idea de pasaje es la transformación histórica


producida por la cruenta derrota de las insurgencias de los años sesenta y setenta. Es el
camino que va de la derrota de esas voluntades transformadoras hasta la instauración de
la dictadura y la reposición de una democracia que para sostenerse intentaba liquidar la
memoria, el recuerdo, la herencia respecto de esos años insurgentes anteriores. Fogwill
intenta escribir esa situación, ese pasaje. Quizá la novela más dura, porque hunde el
escalpelo en la tristeza de esa conclusión, es En otro orden de cosas, narración que se
presenta con la contundencia de las cronologías que, en ese caso, vienen a señalar el
modo profundo en que los hombres se revelan agentes de fuerzas que son más las de la
época que las de sus voluntades.

Las memorias y análisis de los momentos de ebullición, de insurgencia y de


radicalización política y social han proliferado en las últimas décadas. Porque no ha
desaparecido la pregunta sobre cómo se producen transformaciones en la realidad y en
las formas de vida social. Pero hay muy poca interrogación respecto de cómo se da el
proceso inverso. Es decir, cómo se fabrica sociedad y cómo se fabrican sujetos en
condiciones de contrarrevolución. Cuando Fogwill va hacia ese momento prepolítico de
la fundación de comunidad, del encuentro de los hombres y de la constitución de una
lengua y de la construcción de un cierto tipo de afectividad, lo está haciendo con esta
pregunta: ¿Cómo comprendemos esta nueva máquina que es la máquina de la
contrarrevolución? ¿Cómo nos fabrica? ¿Qué fabrica? Lo que fabrica, ¿son hombres,
son vivos? ¿Con qué lengua somos artífices de esa máquina y con qué lengua somos
juzgados por esa máquina? Ése es su gran tema, el modo en que el fracaso de la
revolución supuso una contrarrevolución capaz de rehacer la subjetividad, la lengua y la
experiencia colectiva.

La discusión que plantea Américo Cristófalo respecto de la condición irritante,


provocativa de las intervenciones políticas de Fogwill, me parece que puede ligarse a
este punto, o a esta hipótesis que el escritor cultivaba respecto del curso de la historia.
Fogwill había pensado que la contrarrevolución en Argentina era inevitable y que los
efectos de la contrarrevolución eran absolutamente ineluctables, porque nosotros y cada
generación posterior a esa contrarrevolución somos productos suyos. Aún
reconociéndonos memoriosos hijos de la revolución derrotada seríamos más bien
resultado de una contrarrevolución triunfante. Por lo tanto, todo lo que aparezca como
intento de generar un hiato, una transformación o una memoria de otros momentos,
puede comprenderse como una nueva ilusión. En este sentido me parece que las
conclusiones políticas a las que Fogwill había llegado no sólo explican la feroz potencia
narrativa que extrañaremos, sino también los muchos y persistentes errores políticos,
esos que nos alejaban de sus intervenciones de coyuntura. Frente al novelista y al ácido
cronista, que constataban una y otra vez ese pasaje, siempre fue difícil omitir una
fascinación amarga. Y ahora, una tristeza por la ausencia de esa cínica lucidez.

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