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Departamento Energías Renovables Proyecto Anual de Lectura

Muere lentamente
Por Marta Medeiros
Muere lentamente quien no cambia de ideas, no cambia el discurso y evita sus propias contradicciones
Muere lentamente quien se transforma en esclavo del hábito, repitiendo todos los días los mismos
trayectos y las mismas compras en el supermercado. Quien no cambia de marca, no arriesga vestir un color
nuevo y no le habla a quien no conoce
Muere lentamente quien hace de la televisión su gurú y su compañero diario. Muchos no pueden comprar
un libro o una entrada al cine, pero muchos pueden aun así alienarse delante de un tubo de imágenes que
trae información y entretenimiento, pero que no debería, con apenas 14 pulgadas, ocupar tanto espacio
en sus vidas.
Muere lentamente quien evita una pasión, quien prefiere el negro sobre blanco y los puntos sobre las “íes”
a un remolino de emociones, justamente las que rescatan el brillo de los ojos, sonrisas de los bostezos,
corazones a los tropiezos y sentimientos.
Muere lentamente quien no voltea la mesa cuando está infeliz en el trabajo, quien no arriesga lo cierto por
lo incierto para ir detrás de un sueño, quien no se permite por lo menos una vez en la vida, huir de los
consejos sensatos.
Muere lentamente quien no viaja, quien no lee, quien no oye música, quien no encuentra gracia en sí
mismo.
Muere lentamente quien destruye su amor propio. Puede estar deprimido, que es una enfermedad seria
que requiere de ayuda profesional. Entonces fallece cada día quien no se deja ayudar.
Muere lentamente quien no trabaja y quien no estudia. La mayoría de las veces eso no es una opción, es sí
un destino. Entonces un gobierno omiso puede matar lentamente una buena parte de la población
Muere lentamente quién deja escapar un posible amor, con tal de no hacer el esfuerzo de hacer que éste
crezca.
Muere lentamente, quien pasa los días quejándose de su mala suerte o de la lluvia incesante.
Muere lentamente, quien abandonando un proyecto antes de empezarlo, el que no pregunta acerca de un
asunto que desconoce o no responde cuando le indagan sobre algo que sabe.
Muere mucha gente lentamente, y esta es la muerte más ingrata y traicionera, porque cuando ella se
aproxima de verdad, ya estamos bastantes desentrenados para recorrer el poco tiempo restante. Que
mañana por lo tanto demore mucho en ser nuestro día. Ya que no podemos evitar un final repentino, al
menos evitemos una muerte en pequeñas porciones, recordando siempre que estar vivo exige un esfuerzo
mucho mayor que el simple hecho de respirar.

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Por qué todavía no me compré un DVD


Por: Eduardo Galeano

Lo que me pasa es que no consigo andar por el mundo tirando cosas y cambiándolas por el modelo
siguiente sólo porque a alguien se le ocurre agregarle una función o achicarlo un poco.

No hace tanto con mi mujer lavábamos los pañales de los críos. Los colgábamos en la cuerda junto
a otra ropita; los planchábamos, los doblábamos y los preparábamos para que los volvieran a ensuciar. Y
ellos, nuestros nenes, apenas crecieron y tuvieron sus propios hijos se encargaron de tirar todo por la
borda (incluyendo los pañales). ¡Se entregaron inescrupulosamente a los desechables!

Si, ya lo sé. A nuestra generación siempre le costó tirar. ¡Ni los desechos nos resultaron muy
desechables! Y así anduvimos por las calles guardando los mocos en el bolsillo y las grasas en los
repasadores. Y nuestras hermanas y novias se las arreglaban como podían con algodones para enfrentar
mes a mes su fertilidad.

Nooo! Yo no digo que eso era mejor. Lo que digo es que en algún momento me distraje, me caí del
mundo y ahora no sé por dónde se entra. Lo más probable es que lo de ahora esté bien, eso no lo discuto.

Lo que pasa es que no consigo cambiar el equipo de música una vez por año, el celular cada tres
meses o el monitor de la computadora todas las navidades.

¡Guardo los vasos desechables! ¡Lavo los guantes de látex que eran para usar una sola vez! ¡Apilo
como un viejo ridículo las bandejitas de espuma plástica de los pollos! ¡Los cubiertos de plástico conviven
con los de acero inoxidable en el cajón de los cubiertos!

Es que vengo de un tiempo en el que las cosas se compraban para toda la vida. ¡Es más! ¡Se
compraban para la vida de los que venían después! La gente heredaba relojes de pared, juegos de copas,
fiambreras de tejido y hasta palanganas y escupideras de loza. Y resulta que en nuestro no tan largo
matrimonio, hemos tenido más cocinas que las que había en todo el barrio en mi infancia y hemos
cambiado de heladera tres veces.

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¡Nos están fastidiando! ¡¡Yo los descubrí. Lo hacen adrede!! Todo se rompe, se gasta, se oxida, se
quiebra o se consume al poco tiempo para que tengamos que cambiarlo. Nada se repara. Lo obsoleto es de
fábrica.

¿Dónde están los zapateros arreglando las medias suelas de las Nike?
¿Alguien ha visto a algún colchonero escardando sommiers casa por casa?
¿Quién arregla los cuchillos eléctricos? ¿El afilador o el electricista? ¿Habrá teflón para los
hojalateros o asientos de aviones para los talabarteros?

Todo se tira, todo se desecha y mientras tanto producimos más y más basura. El otro día leí que se
produjo más basura en los últimos 40 años que en toda la historia de la humanidad. El que tenga menos de
40 años no va a creer esto: ¡¡Cuando yo era niño por mi casa no pasaba el basurero!! ¡¡Lo juro!! ¡Y tengo
menos de........... años! Todos los desechos eran orgánicos e iban a parar al gallinero, a los patos o a los
conejos (y no estoy hablando del siglo XVII). No existía el plástico ni el nylon.

La goma sólo la veíamos en las ruedas de los autos y las que no estaban rodando las quemábamos
en San Juan. Los pocos desechos que no se comían los animales, servían de abono o se quemaban.

De por ahí vengo yo. Y no es que haya sido mejor. Es que no es fácil para un pobre tipo al que
educaron en el 'guarde y guarde que alguna vez puede servir para algo' pasarse al 'compre y tire que ya se
viene el modelo nuevo'.

Mi cabeza no resiste tanto. Ahora mis parientes y los hijos de mis amigos no sólo cambian de
celular una vez por semana, sino que además cambian el número, la dirección electrónica y hasta la
dirección real. Y a mí me
prepararon para vivir con el mismo número, la misma mujer, la misma casa y el mismo nombre (y vaya si
era un nombre como para cambiarlo)

Me educaron para guardar todo. ¡¡¡Toooodo!!! Lo que servía y lo que no. Porque algún día las
cosas podían volver a servir. Le dábamos crédito a todo.

Si, ya lo sé, tuvimos un gran problema: nunca nos explicaron qué cosas nos podían servir y qué
cosas no. Y en el afán de guarda r(porque éramos de hacer caso) guardamos hasta el ombligo de nuestro
primer hijo, el diente del segundo, las carpetas del jardín de infantes y no sé cómo no guardamos la
primera caquita.

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¡Cómo quieren que entienda a esa gente que se desprende de su celular a los pocos meses de
comprarlo?

En casa teníamos un mueble con cuatro cajones. El primer cajón era para los manteles y los
repasadores, el segundo para los cubiertos y el tercero y el cuarto para todo lo que no fuera mantel ni
cubierto.

Y guardábamos. ¡¡Como guardábamos!! ¡¡Tooooodo lo guardábamos!! ¡Guardábamos las chapitas


de los refrescos! ¡¿Cómo para qué?! Hacíamos limpia-calzados para poner delante de la puerta para
quitarnos el barro. Dobladas y enganchadas a una piola se convertían en cortinas para los bares. Al
terminar las clases le sacábamos el corcho, las martillábamos y las clavábamos en una tablita para hacer
los instrumentos para la fiesta de fin de año de la escuela. ¡Tooodo guardábamos!

Las cosas que usábamos: mantillas de faroles, ruleros, ondulines y agujas de primus. Y las cosas que
nunca usaríamos. Botones que perdían a sus camisas y carreteles que se quedaban sin hilo se iban
amontonando en el tercer y en el cuarto cajón.

Partes de lapiceras que algún día podíamos volver a precisar. Tubitos de plástico sin la tinta, tubitos
de tinta sin el plástico, capuchones sin la lapicera, lapiceras sin el capuchón.

Encendedores sin gas o encendedores que perdían el resorte. Resortes que perdían a su
encendedor. Cuando el mundo se exprimía el cerebro para inventar encendedores que se tiraban al
terminar su ciclo, inventábamos la recarga de los encendedores descartables.

Y las Gillette -hasta partidas a la mitad- se convertían en sacapuntas por todo el ciclo escolar. Y
nuestros cajones guardaban las llavecitas de las latas de sardinas o del corned beef, por las dudas que
alguna lata viniera sin su llave.

¡Y las pilas! Las pilas de las primeras Spica pasaban del congelador al techo de la casa. Porque no
sabíamos bien si había que darles calor o frío para que vivieran un poco más. No nos resignábamos a que
se terminara su vida útil, no podíamos creer que algo viviera menos que un jazmín.

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Las cosas no eran desechables. Eran guardables. ¡¡Los diarios!! Servían para todo: para hacer
plantillas para las botas de goma, para poner en el piso los días de lluvia y por sobre todas las cosas para
envolver!!. ¡Las veces que nos enterábamos de algún resultado leyendo el diario pegado al trozo de carne!

Y guardábamos el papel plateado de los chocolates y de los cigarros para hacer guías de pinitos de
navidad y las páginas del almanaque para hacer cuadros y los cuentagotas de los remedios por si algún
medicamento no traía el cuentagotas y los fósforos usados porque podíamos prender una hornalla de la
Volcán desde la otra que estaba prendida y las cajas de zapatos que se convirtieron en los primeros
álbumes de fotos. Y las cajas de cigarros Richmond se volvían cinturones y posa-mates y los frasquitos de
las inyecciones con tapitas de goma se amontonaban vaya a saber con qué intención, y los mazos de
naipes se reutilizaban aunque faltara alguna, con la inscripción a mano en una sota de espada que decía
'este es un 4 de bastos'.

Los cajones guardaban pedazos izquierdos de palillos de ropa (broches) y el ganchito de metal. Al
tiempo albergaban sólo pedazos derechos que esperaban a su otra mitad para convertirse otra vez en un
palillo.

Yo sé lo que nos pasaba: nos costaba mucho declarar la muerte de nuestros objetos. Así como hoy
las nuevas generaciones deciden 'matarlos' apenas aparentan dejar de servir, aquellos tiempos eran de no
declarar muerto a nada. Ni a Walt Disney.

Y cuando nos vendieron helados en copitas cuya tapa se convertía en base y nos dijeron: 'Cómase
el helado y después tire la copita', nosotros dijimos que sí, pero, ¡minga que la íbamos a tirar! Las pusimos
a vivir en el estante de los vasos y de las copas. Las latas de arvejas y de duraznos se volvieron macetas y
hasta teléfonos. Las primeras botellas de plástico se transformaron en adornos de dudosa belleza. Las
hueveras se convirtieron en depósitos de acuarelas, las tapas de bollones en ceniceros, las primeras latas
de cerveza en portalápices y los corchos esperaron encontrarse con una botella.

Y me muerdo para no hacer un paralelo entre los valores que se desechan y los que preservábamos.
Ah¡ No lo voy a hacer! Me muero por decir que hoy no sólo los electrodomésticos son desechables; que
también el matrimonio y hasta la amistad es descartable.

Pero no cometeré la imprudencia de comparar objetos con personas. Me muerdo para no hablar
de la identidad que se va perdiendo, de la memoria colectiva que se va tirando, del pasado efímero. No lo
voy a hacer.

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No voy a mezclar los temas, no voy a decir que a lo perenne lo han vuelto caduco y a lo caduco lo
hicieron perenne. No voy a decir que a los ancianos se les declara la muerte apenas empiezan a fallar en
sus funciones, que los cónyuges se cambian por modelos más nuevos, que a las personas que les falta
alguna función se les discrimina o que valoran más a los lindos, con brillo y glamour.

Esto sólo es una crónica que habla de pañales y de celulares. De lo contrario, si mezcláramos las
cosas, tendría que plantearme seriamente entregar a la bruja como parte de pago de una señora con
menos kilómetros y alguna función nueva. Pero yo soy lento para transitar este mundo de la reposición y
corro el riesgo de que la bruja me gane de mano y sea yo el entregado.

Hasta aquí.

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El imperio del consumo


Por: Eduardo Galeano

La explosión del consumo en el mundo actual mete más ruido que todas las guerras y arma más
alboroto que todos los carnavales. Como dice un viejo proverbio turco, quien bebe a cuenta, se
emborracha el doble. La parranda aturde y nubla la mirada; esta gran borrachera universal parece no tener
límites en el tiempo ni en el espacio. Pero la cultura de consumo suena mucho, como el tambor, porque
está vacía; y a la hora de la verdad, cuando el estrépito cesa y se acaba la fiesta, el borracho despierta, solo,
acompañado por su sombra y por los platos rotos que debe pagar. La expansión de la demanda choca con
las fronteras que le impone el mismo sistema que la genera. El sistema necesita mercados cada vez más
abiertos y más amplios, como los pulmones necesitan el aire, y a la vez necesita que anden por los suelos,
como andan, los precios de las materias primas y de la fuerza humana de trabajo. El sistema habla en
nombre de todos, a todos dirige sus imperiosas órdenes de consumo, entre todos difunde la fiebre
compradora; pero ni modo: para casi todos esta aventura comienza y termina en la pantalla del televisor.
La mayoría, que se endeuda para tener cosas, termina teniendo nada más que deudas para pagar deudas
que generan nuevas deudas, y acaba consumiendo fantasías que a veces materializa delinquiendo.

El derecho al derroche, privilegio de pocos, dice ser la libertad de todos. Dime cuánto consumes y
te diré cuánto vales. Esta civilización no deja dormir a las flores, ni a las gallinas, ni a la gente. En los
invernaderos, las flores están sometidas a luz continua, para que crezcan más rápido. En la fábricas de
huevos, las gallinas también tienen prohibida la noche. Y la gente está condenada al insomnio, por la
ansiedad de comprar y la angustia de pagar. Este modo de vida no es muy bueno para la gente, pero es
muy bueno para la industria farmacéutica. EEUU consume la mitad de los sedantes, ansiolíticos y demás
drogas químicas que se venden legalmente en el mundo, y más de la mitad de las drogas prohibidas que se
venden ilegalmente, lo que no es moco de pavo si se tiene en cuenta que EEUU apenas suma el cinco por
ciento de la población mundial.

«Gente infeliz, la que vive comparándose», lamenta una mujer en el barrio del Buceo, en
Montevideo. El dolor de ya no ser, que otrora cantara el tango, ha dejado paso a la vergüenza de no tener.
Un hombre pobre es un pobre hombre. «Cuando no tenés nada, pensás que no valés nada», dice un
muchacho en el barrio Villa Fiorito, de Buenos Aires. Y otro comprueba, en la ciudad dominicana de San
Francisco de Macorís: «Mis hermanos trabajan para las marcas. Viven comprando etiquetas, y viven
sudando la gota gorda para pagar las cuotas».

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Invisible violencia del mercado: la diversidad es enemiga de la rentabilidad, y la uniformidad


manda. La producción en serie, en escala gigantesca, impone en todas partes sus obligatorias pautas de
consumo. Esta dictadura de la uniformización obligatoria es más devastadora que cualquier dictadura del
partido único: impone, en el mundo entero, un modo de vida que reproduce a los seres humanos como
fotocopias del consumidor ejemplar.

El consumidor ejemplar es el hombre quieto. Esta civilización, que confunde la cantidad con la
calidad, confunde la gordura con la buena alimentación. Según la revista científica The Lancet, en la última
década la «obesidad severa» ha crecido casi un 30 % entre la población joven de los países más
desarrollados. Entre los niños norteamericanos, la obesidad aumentó en un 40% en los últimos dieciséis
años, según la investigación reciente del Centro de Ciencias de la Salud de la Universidad de Colorado. El
país que inventó las comidas y bebidas light, los diet food y los alimentos fat free, tiene la mayor cantidad
de gordos del mundo. El consumidor ejemplar sólo se baja del automóvil para trabajar y para mirar
televisión. Sentado ante la pantalla chica, pasa cuatro horas diarias devorando comida de plástico.

Triunfa la basura disfrazada de comida: esta industria está conquistando los paladares del mundo y
está haciendo trizas las tradiciones de la cocina local. Las costumbres del buen comer, que vienen de lejos,
tienen, en algunos países, miles de años de refinamiento y diversidad, y son un patrimonio colectivo que
de alguna manera está en los fogones de todos y no sólo en la mesa de los ricos. Esas tradiciones, esas
señas de identidad cultural, esas fiestas de la vida, están siendo apabulladas, de manera fulminante, por la
imposición del saber químico y único: la globalización de la hamburguesa, la dictadura de la fast food. La
plastificación de la comida en escala mundial, obra de McDonald’s, Burger King y otras fábricas, viola
exitosamente el derecho a la autodeterminación de la cocina: sagrado derecho, porque en la boca tiene el
alma una de sus puertas.

El campeonato mundial de fútbol del 98 nos confirmó, entre otras cosas, que la tarjeta MasterCard
tonifica los músculos, que la Coca-Cola brinda eterna juventud y que el menú de McDonald’s no puede
faltar en la barriga de un buen atleta. El inmenso ejército de McDonald’s dispara hamburguesas a las bocas
de los niños y de los adultos en el planeta entero. El doble arco de esa M sirvió de estandarte, durante la
reciente conquista de los países del Este de Europa. Las colas ante el McDonald’s de Moscú, inaugurado en
1990 con bombos y platillos, simbolizaron la victoria de Occidente con tanta elocuencia como el
desmoronamiento del Muro de Berlín.

Un signo de los tiempos: esta empresa, que encarna las virtudes del mundo libre, niega a sus
empleados la libertad de afiliarse a ningún sindicato. McDonald’s viola, así, un derecho legalmente

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consagrado en los muchos países donde opera. En 1997, algunos trabajadores, miembros de eso que la
empresa llama la Macfamilia, intentaron sindicalizarse en un restorán de Montreal en Canadá: el restorán
cerró. Pero en el 98, otros empleados e McDonald’s, en una pequeña ciudad cercana a Vancouver,
lograron esa conquista, digna de la Guía Guinness.

Las masas consumidoras reciben órdenes en un idioma universal: la publicidad ha logrado lo que el
esperanto quiso y no pudo. Cualquiera entiende, en cualquier lugar, los mensajes que el televisor
transmite. En el último cuarto de siglo, los gastos de publicidad se han duplicado en el mundo. Gracias a
ellos, los niños pobres toman cada vez más Coca-Cola y cada vez menos leche, y el tiempo de ocio se va
haciendo tiempo de consumo obligatorio. Tiempo libre, tiempo prisionero: las casas muy pobres no tienen
cama, pero tienen televisor, y el televisor tiene la palabra. Comprado a plazos, ese animalito prueba la
vocación democrática del progreso: a nadie escucha, pero habla para todos. Pobres y ricos conocen, así, las
virtudes de los automóviles último modelo, y pobres y ricos se enteran de las ventajosas tasas de interés
que tal o cual banco ofrece.

Los expertos saben convertir a las mercancías en mágicos conjuntos contra la soledad. Las cosas
tienen atributos humanos: acarician, acompañan, comprenden, ayudan, el perfume te besa y el auto es el
amigo que nunca falla. La cultura del consumo ha hecho de la soledad el más lucrativo de los mercados.
Los agujeros del pecho se llenan atiborrándolos de cosas, o soñando con hacerlo. Y las cosas no solamente
pueden abrazar: ellas también pueden ser símbolos de ascenso social, salvoconductos para atravesar las
aduanas de la sociedad de clases, llaves que abren las puertas prohibidas. Cuanto más exclusivas, mejor:
las cosas te eligen y te salvan del anonimato multitudinario. La publicidad no informa sobre el producto
que vende, o rara vez lo hace. Eso es lo de menos. Su función primordial consiste en compensar
frustraciones y alimentar fantasías: ¿En quién quiere usted convertirse comprando esta loción de afeitar?

El criminólogo Anthony Platt ha observado que los delitos de la calle no son solamente fruto de la
pobreza extrema. También son fruto de la ética individualista. La obsesión social del éxito, dice Platt, incide
decisivamente sobre la apropiación ilegal de las cosas. Yo siempre he escuchado decir que el dinero no
produce la felicidad; pero cualquier televidente pobre tiene motivos de sobra para creer que el dinero
produce algo tan parecido, que la diferencia es asunto de especialistas.

Según el historiador Eric Hobsbawm, el siglo XX puso fin a siete mil años de vida humana centrada
en la agricultura desde que aparecieron los primeros cultivos, a fines del paleolítico. La población mundial
se urbaniza, los campesinos se hacen ciudadanos. En América Latina tenemos campos sin nadie y enormes
hormigueros urbanos: las mayores ciudades del mundo, y las más injustas. Expulsados por la agricultura

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moderna de exportación, y por la erosión de sus tierras, los campesinos invaden los suburbios. Ellos creen
que Dios está en todas partes, pero por experiencia saben que atiene den las grandes urbes. Las ciudades
prometen trabajo, prosperidad, un porvenir para los hijos. En los campos, los esperadores miran pasar la
vida, y mueren bostezando; en las ciudades, la vida ocurre, y llama. Hacinados en tugurios, lo primero que
descubren los recién llegados es que el trabajo falta y los brazos sobran, que nada es gratis y que los más
caros artículos de lujo son el aire y el silencio.

Mientras nacía el siglo XIV, fray Giordano da Rivalto pronunció en Florencia un elogio de las
ciudades. Dijo que las ciudades crecían «porque la gente tiene el gusto de juntarse». Juntarse, encontrarse.
Ahora, ¿quién se encuentra con quién? ¿Se encuentra la esperanza con la realidad? El deseo, ¿se
encuentra con el mundo? Y la gente, ¿se encuentra con la gente? Si las relaciones humanas han sido
reducidas a relaciones entre cosas, ¿cuánta gente se encuentra con las cosas?

El mundo entero tiende a convertirse en una gran pantalla de televisión, donde las cosas se miran
pero no se tocan. Las mercancías en oferta invaden y privatizan los espacios públicos. Las estaciones de
autobuses y de trenes, que hasta hace poco eran espacios de encuentro entre personas, se están
convirtiendo ahora en espacios de exhibición comercial.

El shopping center, o shopping mall, vidriera de todas las vidrieras, impone su presencia
avasallante. Las multitudes acuden, en peregrinación, a este templo mayor de las misas del consumo. La
mayoría de los devotos contempla, en éxtasis, las cosas que sus bolsillos no pueden pagar, mientras la
minoría compradora se somete al bombardeo de la oferta incesante y extenuante. El gentío, que sube y
baja por las escaleras mecánicas, viaja por el mundo: los maniquíes visten como en Milán o París y las
máquinas suenan como en Chicago, y para ver y oír no es preciso pagar pasaje. Los turistas venidos de los
pueblos del interior, o de las ciudades que aún no han merecido estas bendiciones de la felicidad moderna,
posan para la foto, al pie de las marcas internacionales más famosas, como antes posaban al pie de la
estatua del prócer en la plaza. Beatriz Solano ha observado que los habitantes de los barrios suburbanos
acuden al center, al shopping center, como antes acudían al centro. El tradicional paseo del fin de semana
al centro de la ciudad, tiende a ser sustituido por la excursión a estos centros urbanos. Lavados y
planchados y peinados, vestidos con sus mejores galas, los visitantes vienen a una fiesta donde no son
convidados, pero pueden ser mirones. Familias enteras emprenden el viaje en la cápsula espacial que
recorre el universo del consumo, donde la estética del mercado ha diseñado un paisaje alucinante de
modelos, marcas y etiquetas.

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La cultura del consumo, cultura de lo efímero, condena todo al desuso mediático. Todo cambia al
ritmo vertiginoso de la moda, puesta al servicio de la necesidad de vender. Las cosas envejecen en un
parpadeo, para ser reemplazadas por otras cosas de vida fugaz. Hoy que lo único que permanece es la
inseguridad, las mercancías, fabricadas para no durar, resultan tan volátiles como el capital que las financia
y el trabajo que las genera. El dinero vuela a la velocidad de la luz: ayer estaba allá, hoy está aquí, mañana
quién sabe, y todo trabajador es un desempleado en potencia. Paradójicamente, los shoppings centers,
reinos de la fugacidad, ofrecen la más exitosa ilusión de seguridad. Ellos resisten fuera del tiempo, sin edad
y sin raíz, sin noche y sin día y sin memoria, y existen fuera del espacio, más allá de las turbulencias de la
peligrosa realidad del mundo.

Los dueños del mundo usan al mundo como si fuera descartable: una mercancía de vida efímera,
que se agota como se agotan, a poco de nacer, las imágenes que dispara la ametralladora de la televisión y
las modas y los ídolos que la publicidad lanza, sin tregua, al mercado. Pero, ¿a qué otro mundo vamos a
mudarnos? ¿Estamos todos obligados a creernos el cuento de que Dios ha vendido el planeta unas cuantas
empresas, porque estando de mal humor decidió privatizar el universo? La sociedad de consumo es una
trampa cazabobos. Los que tienen la manija simulan ignorarlo, pero cualquiera que tenga ojos en la cara
puede ver que la gran mayoría de la gente consume poco, poquito y nada necesariamente, para garantizar
la existencia de la poca naturaleza que nos queda. La injusticia social no es un error a corregir, ni un
defecto a superar: es una necesidad esencial. No hay naturaleza capaz de alimentar a un shopping center
del tamaño del planeta.

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Leo y comparto
Por: Eduardo Galeano

Los huérfanos de la tragedia de Ayotzinapa no están solos en la porfiada búsqueda de sus queridos
perdidos en el caos de los basurales incendiados y las fosas cargadas de restos humanos.

Los acompañan las voces solidarias y su cálida presencia en todo el mapa de México y más allá,
incluyendo las canchas de fútbol donde hay jugadores que festejan sus goles dibujando con los dedos, en
el aire, la cifra 43,que rinde homenaje a los desaparecidos.

Mientras tanto, el presidente Peña Nieto, recién regresado de China, advertía que esperaba no
tener que hacer uso de la fuerza, en tono de amenaza. Además, el presidente condenó "la violencia y otros
actos abominables cometidos por los que no respetan la ley ni el orden", aunque no aclaró que esos
maleducados podrían ser útiles en la fabricación de discursos amenazantes.

El presidente y su esposa, la Gaviota por su nombre artístico, practican la sordera de lo que no les
gusta escuchar y disfrutan la soledad del poder.

Muy certera ha sido la sentencia del Tribunal Permanente de los Pueblos, pronunciada al cabo de
tres años de sesiones y miles de testimonios: "En este reino de la impunidad hay homicidios sin asesinos,
torturas sin torturadores y violencia sexual sin abusadores".

En el mismo sentido, se pronunció el manifiesto de los representantes de la cultura mexicana, que


advirtieron "Los gobernantes han perdido el control del miedo; a furia que han desencadenado se está
volviendo contra ellos". Desde San Cristóbal de las Casas, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, dice
lo suyo: "Es terrible y maravilloso que los pobres que aspiran a ser maestros se hayan convertido en los
mejores profesores, con la fuerza de su dolor convertido en rabia digna, para que México y el mundo
despierten y pregunten y cuestionen".

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Lo peor que podemos hacer en un país es entregar nuestra


autonomía
Por Humberto Maturana

“Pienso que lo peor que podemos hacer en un país es entregar nuestra autonomía a cualquier
organismo, institución o empresa extrajera que inevitablemente operará buscando su propio beneficio a
costa de nuestra dignidad, haciéndonos, ya sea de manera declarada o subrepticia, dependientes de ella.
Lo más grave es que nos engañamos a nosotros mismos pensando en las posibles ventajas que una
asociación de esa naturaleza podría entregarnos. Cuando perdemos la capacidad de producir nuestros
alimentos, nuestros conocimientos, nuestra educación, nuestra capacidad de trabajo, perdemos la libertad
de elegir lo que queremos y nos hacemos dependientes de la voluntad y deseos de otros. Yo no quiero
esto. Frecuentemente decimos que los seres humanos somos seres racionales y que la razón debe guiar
nuestras acciones. Pero no es así. Somos seres emocionales que usamos la racionalidad para justificar o
negar nuestros deseos. Todo argumento racional, todo sistema racional se funda en premisas básicas no
racionales aceptadas desde nuestros deseos, gustos, ganas o preferencias.

No debemos aceptar ninguna circunstancia que restrinja nuestra autonomía alimenticia


haciéndonos de manera directa o indirecta dependientes de algún monopolio productivo empresarial
cualquiera”.

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