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En los días posteriores al 10 de agosto de 1809, una rápida respuesta española y errores

tácticos impiden que Cuenca se sume al movimiento quiteño, y habrá que esperar al
paulatino avance victorioso de Bolívar para que en 1820 se declare, mediante un cabildo
ampliado, la independencia y se proclame, como respuesta a una situación inesperada,
la ‘República de Cuenca’, cuyas aspiraciones se plasman en una constitución inédita. El
héroe cuencano de las luchas independentistas, el mariscal La Mar, es derrotado en
Tarqui en 1829, lo que trastoca los planes de la población. Poco después se inaugura el
Ecuador asumiendo Cuenca un papel comprometido y, a veces, protagónico, pese a los
afanes permanentes de minimizar sus capacidades. Hombres y mujeres se empeñan en
reconstruir una sociedad quebrada por la guerra y la sobreexplotación armada. Fray
Vicente Solano, siempre provocador, discute con las autoridades de la Iglesia al
entender que el hombre no es libre... polemiza e investiga. En el camino hacia el siglo
XX: la difícil modernidad El sombrero se vuelve una tarea diaria y común en las manos
de tejedoras que se multiplican. Los bosques de cascarilla son un tesoro que se explota
sin misericordia, hasta acabar con ellos para beneficio de los distantes colonialistas
británicos que se han apropiado de la India y requieren la apreciada corteza para
enfrentar la malaria. A partir de este trabajo de miles empiezan las primeras fortunas de
unos cuantos, modestas en casi todos los casos, mayores en unos pocos, y la ciudad
cambiará con enorme rapidez. En 1867 se funda la Corporación Universitaria del Azuay
y se empieza a soñar en la cultura. Cada calle, cada esquina, son escenarios en donde se
levantan enormes andamios y se vive un febril momento constructivo que dejará
algunas joyas y un estilo reconocible. Sigue Cuenca, sin embargo, como una ciudad de
tierra, de adobe, bajareque y teja, solo más tarde dominará el ladrillo de la mano del
ambicioso proyecto de la catedral nueva. La Revolución Liberal se enfrenta a los
poderes locales en una cruenta guerra. Se pone sitio a Cuenca y la imposición de la
fuerza muestra la incapacidad de negociar de ambas partes, una nueva tragedia marca a
mucha gente. Esto no es un obstáculo para que el pensamiento del cuencano José
Peralta defina la ideología de los triunfadores. Grupos de indígenas portadores traerán
para el capricho de las élites locales desde el puerto de Guayaquil los símbolos del
nuevo poder económico y de una naciente, añorada, modernidad; la ropa, a la moda de
París, se acomoda en los intersticios que dejan los automóviles, los pianos, los muebles
de Viena en su lenta marcha desde Naranjal hasta las calles empedradas de Cuenca. En
la misma forma llegarán las turbinas para la primera planta eléctrica y las tuberías para
la de agua potable. Cuenca es la primera ciudad con iluminación pública y una de las
primeras con teléfonos, aunque estos nuevos tiempos chocan de frente con la revolución
indígena de la sal, que pone sitio a la ciudad y recuerda a todos que subsiste otro tiempo
y otras condiciones en el campo al que se mira, a veces, con romántica
condescendencia, sin entender que allí también subiste la explotación. Una nueva
misión francesa llega a la ciudad y otro francés se enamora de una cuencana, pero esta
vez el prestigioso etnógrafo Paul Rivet huye a tiempo, con ella, evitando que se repita lo
que pasó un siglo y medio antes. La bohemia cuencana atraviesa como un cometa la
vida local, fotógrafos, dibujantes, poetas, que construyen un mundo propio que pretende
ser moderno y que, como pasó en otros lugares, termina casi siempre en tragedia y en
olvido. La vida sigue, y no es fácil Llegan las guerras a Cuenca, la una de la mano de la
invasión peruana que trae aparejada la presencia de refugiados de Loja y El Oro; la otra,
distante, obliga a muchos a emigrar forzadamente y así por las calles de adoquín se
escuchan los extraños dialectos germánicos de los judíos expulsados de su tierra, y los
portales del parque son escenario de salones como El Húngaro y El Toledo,
improbables hijos de la guerra europea en los Andes. Parece que nunca llega el tren
soñado, siempre en construcción, y la historia se acelera ante el crecimiento de una
ciudad en plena crisis económica que impulsa a los primeros emigrantes fuera de las
fronteras. El carácter, sin embargo, se mantiene y ser cuencano significa algo en
especial, aunque no siempre se sepa qué es. Las artesanías retroceden ante el mercado y
los cambios culturales; se pierden en el campo para siempre las huellas de la Mama
Huaca y se abandonan los pendones, las arpas y violines, los redoblantes y los
pingullos, ante la emigración, ahora masiva, también de las mujeres. En 1999, al borde
del siglo XXI, y casi sin quererlo, el centro histórico de Cuenca es reconocido como
patrimonio mundial, aunque antes, en 1996, fue el atleta Jefferson Pérez quien mostró al
mundo de qué madera están hechos los cuencanos. Nuestras calles esconden cosas e
historias que queremos compartir en las próximas publicaciones…

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historia-al-paso-de-los-siglos-xix-y-xx
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