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Henao Pérez, Jorge. Historia de la Iglesia I. 11 de mayo.

Capítulo segundo.
El renacimiento carolingio.
En el año 751, Pipino el grande se hizo coronar rey con el consentimiento del papa, fundando de ese
modo la dinastía carolingia. Al morir, Pipino entregó el reino a uno de sus hijos, Carlomán, quien lo
pasó, por fallecimiento prematuro a su hermano Carlomagno.
Carlomagno fue un gran gobernante, que supo atraerse a los intelectuales más destacados del
momento. De esta forma reunió en su corte, los mejores pensadores de su tiempo, con un nivel
destacable para lo que en ese entonces se producía. La corte de Carlomagno no se hallaba en un lugar
determinado, era de condición más bien itinerante. Esta academia produjo grandes frutos intelectuales
en la época para el resto de la europa occidental, incluso estableció lazos de relación importantes con
Bizancio.
Por otro lado, el orden social sufre cambios de fondo debido a la misma transformación de la
crsitandad, es decir, una consolidación completamente distinta aparece ante el medioevo, la relación
señor y pueblo tendrá un matiz distinto, la formas sociales dependerán por entero del dirigente
monárquico. La teología por su parte, tuvo un papel importante dentro de estas transformaciones,
“Sociedad y cristianismo formaban una real hipóstasis dialéctica. El rex y el sacerdos se unieron con
una renovada indisolubilidad”. Por ende, este desarrollo trajo consigo perspectivas distintas y viviones
particulares, las cuales será importante mencionarlas en tanto fenómenos y características que surgieron
durante el apogeo de la teología carolingia.
El arzobispo de Toledo Elipando, que se decía primado de España, presentó una teoría trinitaria
poco ortodoxa, que se denominó adopcionismo, según la cual Cristo, según su naturaleza humana, era
hijo adoptivo de Dios. Puede ser que Elipando quisiera encontrar un punto de relación con los
musulmanes centrados en la unicidad de Dios o estuviese influenciado por los nestorianos venidos a
España con los ejércitos musulmanes. En Asturias, Eterio, futuro obispo de Osma, y el monje Beato de
Liébana le contestaron con una carta en forma de tratado.
El adopcionismo. Cuando Carlomagno conquistó Cataluña entre los años 785 y 790, se dirigió al
obispo Félix de Urgel, quien también había predicado el adopcionismo. Félix fue convocado a
Ratisbona y combatido por Paulino de Aquilea. Su doctrina se convirtió en una herejía. El papa Adriano
recuerda la doctrina ortodoxa, y en concilio, en Francfort (794) Paulino de Aquilea y Alcuino
prepararon el dossier que fue enviado a los obispos españoles. Félix, que había regresado a Urgel,
mantenía sus ideas, y Paulino debió escribir entre 798 y 800 un Contra Felicem; después Alcuino, hacia
802, escribió dos tratados, uno sobre la fe en relación con la Santísima Trinidad, y otro contra las ideas
de Félix que envió a España por medio de Benito de Aniane. Félix, invitado a venir a Aquisgrán, fue
encarcelado en Lyón, donde murió en 818. En cuanto a Elipando, continuó hasta la edad de 84 años
manteniendo su posición, tratando de heréticos a los que le combatían, particularmente a Alcuino.
Como los adopcionistas eran aún numerosos en España y en concreto en Cataluña, Alcuino publicó Los
cuatro libros contra Elipando, en los que refutaba las alegaciones del arzobispo de Toledo y establecía,
a partir de los escritos de los Padres de la Iglesia, lo que era necesario creer en torno a la Trinidad. El
asunto del adopcionismo dio lugar a diferentes obras teológicas, pero no a fuertes controversias.
Iconoclastia. Otro fenómeno particular fue el problema de la iconoclastia, si bien este fenómeno
puede enmarcarse en tres fases importantes, el hecho referenciado se da en torno a Claudio de Turín.
Entre el episcopado carolingio del siglo IX surge un único gran iconoclasta militante: este personaje,
Español y adopcionista en su formación, ingresa en las filas de la ortodoxia como consecuencia de la
campaña de extirpación de la herejía llevada a cabo por clérigos carolingios. Se convirtió en un exegeta
de importancia en la corte de Ludovico Pío, quien le confió la diócesis del Piamonte con sede en Turín,
probablemente en 816. Allí realizó una campaña única dentro del Imperio carolingio de destrucción de
imágenes y escribió un texto iconoclasta, el Apologeticum adversus Theutmirum, del que solo quedan
fragmentos copiados por sus acusadores. A pesar de haber sido acusado de herejía por distintos
teólogos del entorno imperial, Jonás de Orleáns en particular, sin embargo fue mantenido en su sede
episcopal por Ludovico Pío hasta su muerte aproximadamente en 828. Según Pascal Boulhol el apoyo
imperial que recibió se debía a que era un fiel aliado contra Bernardo de Italia, un contrapeso al poder
pontificio en Italia, un eventual punto de referencia entre Aquisgrán y Bizancio, y un defensor de la
Liguria contra los árabes. Su muerte terminó con la breve historia del iconoclasmo militante en el
episcopado carolingio, si bien Jonás de Orleans retomó su ataque contra el obispo en un tratado,
dedicado a Carlos el Calvo, más de diez años después de su muerte alegando un supuesto renacimiento
de sus ideas en torno a 840. Aunque Claudio representa un caso extremo, sin embargo, la posición
intermedia a la que hemos hecho referencia— del episcopado carolingio frente a las imágenes estaba
más cerca de sospechar de ellas que de aceptar su culto.
En medio de su interés por la formación intelectual, Carlomagno asumió la tarea de enseñanza
religiosa y prescribió que se predicara regularmente y que se enseñara a los fieles el Padrenuestro y el
Credo. En 812 envió a todo el Imperio una encuesta sobre las condiciones necesarias para recibir el
bautismo. Más allá de esta pedagogía elemental, su soberanía sobre la jerarquía eclesiástica, su
intromisión en la promulgación dogmática de los concilios, no pretendía ser una oposición al
magisterio docente del papa. En efecto, Carlomagno reconoció como evidente la total y absoluta
primacía de la Iglesia romana en el plano doctrinal. No obstante, tante, se ocupó de la defensa precisa
del contenido de la fe, y asumió en este dominio las responsabilidades tomadas por Constantino,
Teodosio y sus sucesores orientales; hizo condenar y perseguir el adopcionismo; intervino en la lucha
iconoclasta contra los bizantinos. El papa Adriano envió al príncipe las actas del concilio ecuménico
celebrado en Nicea en 787, que condenaban a los iconoclastas y distinguían entre la veneración de las
imágenes y la adoración de Dios, definida como un culto de latría. La traducción latina enviada al rey
de los francos era considerada mediocre. Carlomagno la mandó anotar por sus clérigos, que
descubrieron en ella numerosos errores. Su consejero Alcuino redactó o hizo redactar bajo la
inspiración directa de Carlomagno un memorial, Los libros carolinos (Libri carolini), que condenaban
a la vez el iconoclasmo y los errores del episcopado griego en Nicea. En 794, el concilio de Francfort
condenó a los iconoclastas sin suscribir las definiciones nicenas.
Juan Escoto Eriúgena. Un personaje importante a mencoonar dentro del renacimiento de la
teología carolingia es Juan Escoto Eriúgena; había nacido en Irlanda, como indica su apodo, y allí
realizó sus primeros estudios. Dirigió los trabajos de la Schola palatii de Carlos el Calvo. En 850-851,
a petición de Hincmaro, para contrapesar las enseñanzas de un monje heterodoxo, Gotescalco, escribió
un tratado sobre la Predestinación. En 860, comienza una serie de traducciones griegas, especialmente
de Dionisio el Areopagita, discípulo cristiano del filósofo neoplatónico Proclo, a finales del siglo VI.
Publicó en latín el tratado Sobre los nombres divinos, Teología Mística, La jerarquía celeste. Tradujo
también el tratado Sobre las imágenes de Gregorio de Nisa. Entre 862 y 866 escribió De la Naturaleza
Periphyseon o De divisiones naturae.
De la Naturaleza, no se trata de divisiones gramaticales o retóricas, sino de divisiones reales, las
que diferencian a los seres y a las cosas unos de otros y que forman un mundo unido y creado por Dios.
Juan Escoto intenta explicar las relaciones de la criatura con Dios con la ayuda de las teorías platónicas
sobre lo uno y lo múltiple, y después la diferencia entre las cosas por la multiplicidad de las ideas
divinas. El mundo es un conjunto jerarquizado cada vez menos noble a medida que se aleja de la
perfección divina. El hombre se describe, a la manera de los platónicos, como un espíritu dueño de un
cuerpo. La redención cristiana se consigue por un retorno a Dios y a las ideas eternas, a través de toda
la jerarquía de los seres. La teoría platónica de la emanación del mundo a partir del Uno y su retorno
sirve aquí para describir la idea cristiana de la creación y del fin del mundo. La empresa era nueva en
Occidente. Este primer intento de concepción general del universo resulta rápidamente sospechoso;
tardíamente, en 1225, es condenado por el papa Honorio III.
Henao Pérez, Jorge. Historia de la Iglesia I. 11 de mayo.
Capítulo tercero.
El método de la teología en la época carolingia.
Uno de los aspectos notorios de la teología carolingia, de no poca dependencia con la teología
patrística, es la vuelta constante a la Sagrada Escritura. La principal condición del trabajo exegético es
tener un texto transmitido por manuscritos legibles y un texto auténtico. Carlomagno al tener un gran
interés por la formación intelectual, el nivel de la cultura religiosa de los clérigos, monjes y laicos, se
da cuenta de que hay que comenzar por tener manuscritos bien construidos.
La decadencia cultural en el siglo VIII era peor en los francos que en el resto de los pueblos
europeos, pero desde Carlos Martel y más aún desde la coronación de Pipino (751) comienza a notarse
la hegemonía franca en la cultura, que con Carlomagno alcanza el culmen al restaurar el imperio
romano también en lo cultural, apoyándose en la Iglesia, portadora de cultura, y llamando a sabios
extranjeros de Italia, España e Inglaterra para realizar esta restauración cultural.
La base de este renacimiento fue la Gramática, apoyada en el trivium y quadrivium, con una gran
influencia de la exégesis bíblica e instrucción litúrgica, pues el movimiento es eclesiástico y la cultura
florece en las escuelas monásticas y episcopales.
La Biblia es el texto central de la cultura carolingia. Una de las primeras preocupaciones de
Carlomagno fue el establecimiento de un texto bíblico confiable. El elegido fue la Vulgata de Jerónimo,
que se había impuesto como el texto bíblico latino por excelencia en la muy Alta Edad Media, dejando
de lado otras tradiciones escriturarias latinas. El trabajo de ‘edición’ de las Sagradas Escrituras lo
llevaron adelante varios eruditos. Entre estos es importante mencionar a Alcuino t¿y Teodulfo, quienes
produjeron los resultados más perdurables. No obstante, además de obtener un texto más o menos
fiable o más o menos El problema pasaba no sólo por la necesidad de crear instituciones capaces de
enseñar una cultura de base bíblica sino también por asegurarse de que esa enseñanza fuera correcta,
desde un punto de vista dogmático, es decir que no se cayera en la herejía o llevara a otros a caer en
ella. Los textos patrísticos fueron considerados la mejor protección contra la heterodoxia, por lo tanto,
los letrados carolingios recurrieron a los Padres de la Iglesia con el objetivo de preparar textos
exegéticos que permitieran el acceso de los lectores a la Biblia sin caer en el error dogmático.
Uno de los principales objetivos de la exégesis de esa época era, precisamente, pedagógica: se trataba
de enseñar la Biblia a quienes no podían acceder a ella por sus propios medios. Esto es, a los laicos
educados, eclesiásticos ocupados con cuestiones administrativas o de gobierno y estudiantes de diverso
tipo. Esto era muy importante porque la audiencia de los exegetas influiría en la forma en la cual los
textos exegéticos habrían de ser construidos.
Los exégetas carolingios heredaron el sistema de interpretación de los Padres. En un comicnzo los
exegetas apelan a los tres sentidos de la Escritura que Beda el venerable y los irlandeses habían
propuesto: Sentidos histórico, alegórico y topológico, al grupo anteriormente mencionado, se le añadirá
un cuarto sentido, el anagógico.
Respecto a la organización jerárquica de la Iglesia en esta época, Carlomagno actuó con la
convocación de concilios mixtos, fuentes de legislación eclesiástica en el reino franco, en los que
participaban tanto obispos como nobles y que él mismo presidía los más importantes. Las decisiones
conciliares se convertían en leyes cuando eran promulgadas por el soberano.
En el campo administrativo se puede decir que Carlomagno era el rector de la Iglesia del imperio.
Esto se manifiesta claramente en sus Capitularia, que abarcan desde la administración de los bienes
eclesiásticos a la cura pastoral, exigiendo a todo cristiano el conocimiento del credo y del padrenuestro,
la observancia del Decálogo y los mandamientos de la Iglesia, el descanso dominical y la asistencia a
las funciones litúrgicas en los días de precepto; se ocupa también de que se predique en lengua vulgar;
de que los sacerdotes, además de saber leer y escribir, estudien y se confeccionen para ellos libros de
homilías; de que se combata la superstición; de que los obispos visiten regularmente sus diócesis; de
que en los monasterios se observe la disciplina.
Carlomagno se sentía responsable personal de todo lo que se refería a la Iglesia. Se consideraba el
Defensor de la Iglesia tanto externa (mediante las armas) como internamente (leyes). Del mismo modo
se siente obligado a la propagación de la fe cristiana, por lo que cuida las misiones bien sea mandando
misioneros o forzando a la conversión (a los sajones) por las armas.
Carlomagno intervino también en cuestiones doctrinales como el adopcionismo, convocando y
tomando parte activa en las discusiones doctrinales de un sínodo (Franckfurt 794) que condena tal
doctrina. También terció en la cuestión iconoclasta, aunque este conflicto sólo se solucionó dejando que
se perdiera en el olvido, y en la interpretación del Filioque, convocando un sínodo en Aquisgrán (809)
pidiendo al papa que lo incluya oficialmente en el símbolo niceno.
Para el hombre medieval la sociedad está regida por el sacerdote y por el rey, y la vida ha de ser un
servicio a Cristo, que es el Jefe de la Iglesia, y todos han de combatir por la extensión del reino: -Los
monjes luchando contra el demonio con su ascesis. -Los sacerdotes mediante la palabra y los
sacramentos, que dan la fuerza, con el fin de defender la cristiandad de sus enemigos. -Los laicos y el
rey, mediante la lucha personal y mediante la guerra, con el fin de defender la cristiandad contra el
enemigo. Sólo una persona mantiene el carácter sacerdotal, más aún, lo aumenta. Se trata del rey. Con
ello se desarrolla la idea teocrática que une el poder temporal directamente al de Cristo-Rey. Y esto lo
vemos reflejado en los títulos que empiezan a acumular los reyes francos: Rex gratia Dei; Sacerdos et
Rex; Nuevo David y Moisés.
Henao Pérez, Jorge. Historia de la Iglesia I. 11 de mayo.
Capítulo cuarto.
La controversias doctrinales del siglo IX.
La controversia adopcionista tuvo tres protagonistas principales. El arzobispo Elipando de Toledo y
el obispo Félix de Urgel, y como defensor de la doctrina católica Alcuino de York. Tal disputa tuvo su
comienzo cuando el arzobispo descubrió errores trinitarios en la predicación de Magencio, legado de
Carlomagno, y, al disputar con él y exponer la Fe católica, Elipando cayó en errores cristológicos.
Sostenía que Jesús en cuanto hombre no es hijo natural de Dios, sino solamente hijo adoptivo.
Potsriormente, tuvo algunos seguidores en la España musulmana y además, el obispo de Asturias,
Ascario fue adepto suyo.
Elipando se puso en contacto con Félix de Urgel, a quien convenció también de sus tendencias
adopcionistas. Viendo tales circunstancias, Carlomagno convocó un síndo en Ratisbona (792); ante el
concilio, Félix de Urgel abjuró de sus doctrinas y tuvo su primera condena. La herejía parecía
extenderse por el sur de Francia y Carlomagnó otro sínodo aconsejado por Alcuino en Frankfurt en
794. Félix nos e presentó y fue nuevamente condenado, continuando así propagando sus erróneas
doctrinas.
El asunto del Filioque tuvo repercusiones mucho más importantes y lejanas, pues aún en la
actualidad es causa de diferencias entre la Iglesia romana y las Iglesias ortodoxas. En el año 381 el
concilio de Constantinopla había completado el símbolo de Nicea con un artículo sobre el Espíritu
Santo: “Creemos en el Espíritu Santo, Señor y Vivificador, que procede del Padre, que con el Padre y el
Hijo es adorado y glorificado, y que habló por los profetas”. Para luchar, especialmente contra los
arrianos, los teólogos visigodos en el concilio III de Toledo, 586, modificaron la fórmula y le
añadieron: “Confesamos al Espíritu Santo, de quien afirmamos que procede del Padre y del Hijo, que
es una sola sustancia con el Padre y el Hijo”.
Los clérigos carolingios, probablemente para afirmar su independencia de los bizantinos y señalar un
defecto en los griegos, utilizaron la fórmula en la redacción de Los libros carolinos, pero el papa
Adriano rehusó esta interpretación. Paulino, metropolitano de Aquilea, demostró en el concilio de
Cividale de 796 lo bien fundada que estaba la fórmula Filioque. Finalmente, en 806, en pleno conflicto
con Bizancio, Carlomagno hizo cantar en la capilla de Aquisgrán el Credo con el añadido. Los monjes
francos introdujeron este Credo en Jerusalén, lo que provocó un conflicto entre latinos y griegos.
Carlomagno hizo justificar su interpretación por sus amigos teólogos, Teodulfo de Orleáns y Smaragdo
de San Miguel. En el concilio de Aquisgrán de 809, hizo aprobar la fórmula de la doble procesión del
Espíritu Santo. Fue enviada a Roma una misión dirige da por Smaragdo, pero el papa León III rehusó
recibirla; más aún, mandó grabar cerca de la confesión de San Pedro los dos textos del símbolo de
Nicea, en latín y en griego, y propuso suprimir en la celebración litúrgica el canto del Credo, intentando
así resolver el problema.
El asunto del Filioque volvió a ponerse de actualidad en 867, cuando el patriarca Focio denunció las
innovaciones dogmáticas y disciplinares de los latinos. El papa Nicolás I pidió al clero de Occidente
que refutara las objeciones de los griegos. Durante el reinado de Carlos el Calvo, Hincmaro de Reims
encargó a Éneo, obispo de París, en nombre de la provincia de Sens, y Odón, obispo de Beauvais, por
la de Reims, y pidió a Ratramno, monje de Corbie, ya célebre por otros tratados teológicos, componer
un libro «contra las objeciones de los griegos». Focio, después de su segunda deposición en 886,
redactó un tratado sobre el Espíritu Santo para responder a las objeciones de los latinos, recordando que
el papa jamás había admitido esta innovación. A comienzos del siglo XI, ante la petición del emperador
Enrique II, el papa hizo insertar el Filioque en la recitación del Credo.
Las discusiones en torno a la Eucaristía y a la predestinación provocaron discusiones entre los
clérigos a mediados del siglo IX. Esta vez la dialéctica nutrió las discusiones; a la auctoritas de los
Padres se opuso la razón, que Dios ha dado a los hombres para profundizar y resolver los problemas de
la Sagrada Escritura, como afirma San Agustín.
El debate sobre la Eucaristía se abrió cuando en el año 820 Amalado de Metz habló en su libro sobre
los Oficios eclesiásticos del triple cuerpo de Cristo, cuerpo nacido de la Virgen, representado por el
fragmento mezclado con el vino; cuerpo místico figurado por el pan distribuido, y la tercera parte que
simboliza la hostia conservada sobre el altar y destinada a morir. Floro, diácono de Lyón, denuncia las
interpretaciones de Amalario en el concilio de Quierzy (838). Por su parte, Pascasio Radberto, abad de
Corbie, había escrito un tratado Sobre el cuerpo y la sangre de Cristo, donde definía la Eucaristía
apoyándose en los Padres de la Iglesia pero haciendo uso, igualmente, de la razón cuando se encontraba
con una dificultad de interpretación, y afirmaba la doctrina de la presencia real. Carlos el Calvo,
preocupado por las especulaciones teológicas, preguntó al monje de Corbie, Ratramno, «si el cuerpo y
la sangre de Cristo que recibe la Iglesia y los fieles en la boca están presentes en misterio o en verdad ».
Ratramno le respondió con un tratado donde distinguía entre lo que se deja ver, el cuerpo real, la
veritas, y lo que no es sino un misterio, la figura. Rábano Mauro y Gotescalco defendieron a Ratramno
contra Pascasio, que completó su tratado en 850. Ratramno de Corbie escribió otros tratados teológicos
sobre la naturaleza del alma, el nacimiento de Cristo. Participó, también, en la controversia sobre la
doble predestinación. Hincmaro se enfrenta contra Escoto Eriúgena, quien sostenía las tesis más
excesivas de Ratramno sobre la Eucaristía. Escoto venía a hacer de la Eucaristía un gesto simbólico,
descartando la presencia real. El arzobispo organizó contra el teólogo un procedimiento canónico, que
terminó en 867 con la condena por parte de Nicolás I del simbolismo eucarístico.
Fue Gotescalco, antiguo oblato de Fulda convertido en monje en Orbais, quien lanzó el debate,
llevando al extremo las ideas de San Agustín de la doble predestinación: para Gotescalco los hombres
desde su nacimiento estaban predestinados por voluntad divina, los buenos a la salvación y los malos a
la muerte eterna. En este caso, la redención de Cristo no era universal, sino limitada a aquellos que
Dios «por su gracia gratuita había predestinado a la vida eterna». Rábano Mauro, convertido en
arzobispo de Maguncia, condenó a Gotescalco y lo expulsó a la provincia de Reims. Hincmaro reinició
el debate e hizo condenar al teólogo en los dos concilios de Quierzy de 849 y de 853. Gotescalco fue
encerrado en el monasterio de Hautvillers, donde continuó trabajando, sostenido por sus amigos
Ratramno y Lupo de Ferriéres. Murió en el año 866, sin reconciliarse con la Iglesia.
Hincmaro pidió entonces ayuda a Juan Escoto Eriúgena. Hábil dialéctico, Juan escribió un tratado en
el que demostró que la razón se podía utilizar para combatir las ideas de la doble predestinación, que él
negó demostrando que en Dios, que es simple, no se puede basar una doble predestinación. Dios no
puede prever los pecados ni preparar de antemano sus castigos, porque pecado y pena no son nada: el
infierno es puramente interior y consiste en los remordimientos. El tratado de Juan Escoto fue muy mal
recibido por los adversarios de Hincmaro y en particular por Floro de Lyón. El asunto se transformó en
un conflicto entre Hincmaro, de una parte, y los teólogos lioneses, de la otra, entre la Iglesia del Norte
y la del Sur. Carlos el Calvo, que protegía a Juan Escoto, se sintió feliz cuando el asunto encontró un
compromiso en el concilio de Savonniéres (859) y en el de Douzy (860).
La controversia duró veinte años y durante ella se desataron las pasiones de una y otra parte. Con
esta discusión, la especulación teológica salió de sus primeros balbuceos y se introdujo en los
comienzos de la teología medieval. Juan Escoto se hizo célebre escribiendo la primera gran obra
teológica. Conocedor del griego, había traducido la obra de Dionisio el Areopagita y algunos extractos
de Máximo el Confesor, y presentó en cinco libros una síntesis, el Periphyseon o De divisione naturae
entre 864 y 865. Fue en este gran libro, esta «inmensa epopeya metafísica», como la denominó Étienne
Gilson, donde Juan Escoto definió, mucho antes que San Anselmo, los derechos y el papel de la razón
frente a la auctoritas. Dios, que es el principio de todo lo creado, es también el fin de todo, lo que
podemos conocer por la estrecha unión del ser divino con la naturaleza humana en el Verbo encarnado.
Sin embargo, Esta obra le valió más tarde la acusación de panteísta.
Henao Pérez, Jorge. Historia de la Iglesia I. 11 de mayo.
Capítulo quinto.
La reforma del siglo XI.
El período que comprende los siglos X y XI se caracterizó por ser una época con bastantes
particularidades, entre otras cosas porque se manifestaron dos tendencias completamente contrarias. La
primera se dirigía hacia la decadencia, anarquía, abuso de poder, abuso del clero, en efecto, aquel
modelo forjado en época carolingia había entrado en un estado de lenta evolución. La segunda
tendencia se caracterizó por una clara necesidad de reforma, precisamente por la decadencia de los
sistemas anteriormente impuestos tanto políticos como religiosos.
De forma paralela a los movimientos heréticos de la época carolingia y años posteriores, y
probablemente siendo causa de estos, las reformas más relevantes comienzan con la adhesión de las
órdenes monásticas a la regla de San Benito. Comenzando por Cluny en el siglo X, seguida por la
reforma de la orden del Cister en el siglo XI, podemos identificar una intención constante por lograr
una transformación institucional de la Iglesia medieval.
En el contexto de dicha institucionalización tuvieron lugar las reformas de Gregorio VII (1073-
1085), que trajeron como resultado la reducción radical en la participación de los laicos en la vida
eclesiástica, la centralización del poder, la adopción del sistema feudal por parte de la Iglesia y la
posterior consolidación del poder papal con Inocencio III (1160-1216), con quien la jerarquía
eclesiástica se instala como poder universal, tuvieron lugar algunos movimientos que destacaron el
ideal de pobreza de la vida apostólica. Entre estos destaca la figura del lionés Pedro Valdo (1140-1205),
un comerciante rico, para muchos un precursor de Francisco de Asis, y sus seguidores, posteriormente
conocidos como valdenses.
Con el título de «reforma gregoriana» se estudia habitualmente la reforma de la Iglesia realizada
bajo la dirección de los pontífices romanos. Gregorio VII (1073-1085) fue un ardiente propagador de la
reforma y ha terminado por darle el nombre. La aspiración a la reforma religiosa fue un movimiento
profundo que se manifestó en lugares, grupos y corrientes muy diversos: la pataria milanesa con sus
tendencias revolucionarias, los diferentes monjes según se mostraran o no conciliadores con los reyes y
los príncipes, los reformadores intransigentes y los espíritus más moderados.
La reforma gregoriana se acompañó de una enérgica afirmación de la primacía romana, que era al
mismo tiempo una convicción fundamental y el principio de una auténtica reordenación de la Iglesia.
Las ideas político-eclesiales le hacían ver en la Iglesia una institución político-religiosa que
comprendía la entera exigencia del pueblo cristiano. La Ecclesia universalis es dirigida a la vez por el
poder del reino y del sacerdocio, que se distinguen por sus diversas funciones, pero que colaboran en el
enriquecimiento de esa Ecclesia universalis: los obispos entraban en el régimen feudal y los reyes
participaban del régimen sacral.
Gregorio VII estimaba mucho el papel del rey en la Iglesia y deseaba su colaboración. No negaba
que el poder regio fuese de institución divina, sin embargo la inferioridad del reino sobre el sacerdocio
se basaba en que la acción del rey debía someterse al juicio del sacerdote y, en especial, al del papa. Y
si se oponía a esto los sacerdotes debían luchar, como medios eclesiásticos (excomunión) contra él por
alzarse como perturbador del orden. A todo esto Gregorio VII añade que si un rey se revelaba-rebelaba
como un elemento de la civitas diaboli, ya no tenía derecho ninguno a reinar sobre un pueblo cristiano,
por lo que el papa tenía el derecho de deponerlo.
El pensamiento de Gregorio VII era de tendencia hierocrática y, según él, todas las acciones de los
cristianos debían estar determinadas por una finalidad sobrenatural, y por esta finalidad era él el
competente y no el rey. Esta exageración unilateral acabó, por necesidad, en una mayor diferenciación
en tiempos posteriores. Sin quererlo llevó a distinguir en la Ecclesia universalis dos finalidades:
político-espiritual (derecho eclesiástico) y político-temporal (derecho civil). Por esto Gregorio VII
cambió profundamente el mundo cristiano de su tiempo y las discusiones sacerdocio-reino continuaron
por siglos.
En cuanto a los legados y pontificios, hasta ahora a los legados sólo se les confiaba, por breve
tiempo y fines muy particulares, misiones especiales o visitas a países de misión. La novedad
introducida por Gregorio VII es la creación de legados estables, generalmente del mismo país, que
convocaban sínodos y concilios que encarecían la ejecución de los decretos de reforma. Por otra parte,
su política feudal se basa, principalmente, en la mística petrina vivida por Gregorio VII. Este exigía la
obediencia de los laicos a la persona de Pedro, representada en el papa. Con esto Gregorio VII intentó
crear lazos jurídicos con los príncipes para que, basados en este concepto de obediencia, acudiesen a
defender los intereses eclesiásticos: la fidelidad se apoya en un lazo religioso a la persona de Pedro.
En lo referente a las cruzadas, Gregorio VII, si bien nunca tuvo fortuna en sus empresas bélicas, no
encontró dificultad en considerar la guerra santa como un medio legítimo para alcanzar sus fines
políticos y religiosos. Al inicio de su pontificado escribió al rey Sven de Dinamarca para que enviase a
su hijo con un ejército para conquistar una provincia cristiana. Diversas ocasiones de guerra santa se
presentan en España: el Islam y la urgencia a príncipes franceses. Luego se le ocurrió la idea de la
cruzada de los cristianos del occidente en ayuda de los cristianos del oriente (1074) y conseguir así la
unidad y reconciliación. Escribió cartas a los reyes y príncipes occidentales, pero no se logró nada.
La libertad de la Iglesia sólo se podía conseguir si la provisión de sacerdotes y obispos se liberaba
del opresor influjo de los reyes y patronos de iglesias y se hacía de acuerdo con las disposiciones
canónicas que dejaran lugar a la acción divina.
Sobre el problema de las iglesias propias Gregorio VII no se preocupó demasiado, aunque sí inició
la lucha. Se contentó con llevar adelante la reforma del episcopado pensando que estos siguiesen la
reforma y alcanzasen la abolición de la iglesia propia. No obstante en el sínodo de 1078 declaró o
exhortó a los obispos para que instruyesen a sus fieles sobre el grave peligro que entrañaba para su
salvación la posesión de una iglesia propia... El mismo año un concilio gerundense declaraba ilícita la
posesión de una iglesia propia por parte de los laicos.
Sobre la elección hay que decir que la práctica antigua fue perdiendo vigor durante el régimen
carolingio hasta que a finales del siglo IX dependían prácticamente de la voluntad del rey o príncipes
(régimen otoniano), a la vez que se iba perdiendo el control sobre los bienes eclesiásticos y se pide el
homenaje y juramento de fidelidad, de tal manera que ahora el acto decisivo parece ser la investidura,
pasando el acto sacramental de la consagración a ser un acto complementario. Todo esto hace ver a los
reformadores que una reforma moral a secas no basta, sino que se necesita una reforma moral y una
reforma institucional para eliminar todas las instituciones creadas en el Alto Medioevo, porque sería la
única manera de atacar el mal de raíz. Así encaminan su voluntad hacia una meta más grande y amplia,
fundada en la libertad de la Iglesia, del clero y de sus lazos con las instituciones. No surgió
inmediatamente esta lucha, sino que experimentó un lento desarrollo.
Gregorio VII, siguiendo los pasos de sus predecesores, en los primeros días de su pontificado no
atacó a la investidura, sino que se contentó con luchar contra la simonía; pero pronto en el sínodo de
1075 prohibió, bajo pena de excomunión, la investidura laical. Y en 1076 entró en conflicto con
Enrique IV, a quien excomulga y declara depuesto por oponerse a sus decretos sobre la investidura. El
papa tomó una actitud dura, severa e inexorable no sólo para Alemania, sino para toda la cristiandad.

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