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César Antoine Feghali Restrepo

NARRACIÓN

De niños, cuando se nos preguntaba o queríamos dar cuenta de algo o de alguien (ya fuera objeto de lo
real o lo ficcional), había cierta tartamudez, una especie de intermitencia y discontinuidad en el habla la
cual, quizá, nunca pusimos en cuestión. El habla estaba ciertamente poblada por muchos surcos que los
lográbamos recubrir de ciertas formas (es decir, con inventivas, con gesticulaciones, con monosílabos,
etc.). En suma, el acto mismo de narrar -o, lo que es también, de articular una secuencia de historias
(de imágenes), ya sea visual o verbalmente- no era del todo recto; por lo anterior no se entienda una
suerte de imposibilidad en el habla o una afasia de algún modo, no. Lo que se debe quedar en claro es
que el acto de narrar algo era una praxis que, apenas, estaba emergiendo.

Lo que se libera en el ejercicio de narrar es precisamente un acontecimiento y, asimismo, una impronta


que alguna experiencia ha dejado (de ahí la figura del «anciano sabio», el que tiene la plena capacidad
de narrar). Ya Baudelaire construyó toda una moral alrededor del juguete: el primer acercamiento del
niño al mundo del arte, al mundo de lo imaginario y lo simbólico. Dichos mundos no son más que el
combustible para el ejercicio del narrar, el de poder enunciar algo con alguien, el verse interpelado por
un objeto, recrearse –y claro, constituirse- como un interlocutor. Entonces, a lo que se refiere la niñez
aquí, es la de ser una etapa que es justamente la condición de posibilidad de la constitución plena de la
narración.

Cuando se narra se cuentan -y se intercambian- historias, imágenes, sucesos y percepciones. Es así,


que, la narración, no es un acto plenamente transparente, está cargado de cierta experiencia vital y que,
como facultad, nos puede parecer inalienable. Desafortunadamente no es así. El dictum adorniano
anunciaba una imposibilidad de la poesía (y entiéndase poesía como una forma de narración) después
de Auschwitz, pero Benjamin constata que ya –hace algún rato- estábamos en Auschwitz antes de
Auschwitz, y no por una imposibilidad, sino porque ya no se puede narrar (por falta de la tal
experiencia vital). Esa falta de experiencia vital está rodeada por una multiplicidad de causalidades en
donde una de ellas es el apabullamiento de los nuevos medios técnicos masivos de reproducción (el
cine, la radio, la publicidad y, lo que ellos implican, la pura información y la no- experiencia vital).

En definitiva, cuando se narra no se narra información –como algunos deslenguados pretenden,


aquellos que no disciernen entre una experiencia vital y un dato climático, a lo que todo llaman
«comprensible»-, lo que se narra es una ilación de imágenes y percepciones vitales, una facultad que se
debe ejercer y practicar bien, si lo que se quiere es transferir ese corpus vital de experiencias. O, desde
otra perspectiva, el narrador es la máquina que percola la experiencia, que re-construye el sedimento
de donde las imágenes y percepciones se encuentran, tal como lo hace el niño. Y, lamentablemente,
cuando ya no hay nada que narrar –cuando ya no hay historias que contar- se extingue el gusto de la
vida, el momento en el cual la vida es insabora y no hay nada que paladear.

De niños, cuando contábamos (y narrábamos) una historia (a lo mejor, nueva), en ese momento, la vida
sí que era gustosa.

Quién sabe, en nuestros tiempos, si el arte de narrar se piensa todavía como un arte.

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