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Caracas, 28 de mayo de 2018

Parcial I. Civilización Contemporánea.


Alfredo Cabrera. C.I. 26.411.552 Carnét: 20171110280

1. Desarrolle el concepto de la libertad desde la Revolución Industrial


hasta el ascenso de los fascismos. Tenga en cuenta el tránsito por el
siglo XIX. Dé ejemplos históricos de su evolución, su interpretación a lo
largo de la historia, los peligros a que ha sido sometida, las ideologías
que la han exaltado o negado y llegue a conclusiones en cuanto a su
relación con la civilización contemporánea.
Advertencias: El presente ensayo es una aproximación personal al desarrollo
del concepto de libertad y está basado en lo aprendido en clase más el conocimiento
previo adquirido a lo largo de la carrera. El concepto de libertad que se maneja gira
en torno esencialmente a la libertad política, o libertad frente al Estado, alejándose
del debate filosófico sobre la idea de libertad. Por razones argumentales, el discurso
del ensayo está escrito de manera afirmativa, sin embargo, queremos aclarar que
todo el desarrollo se basa en una interpretación y no pretende exponerse como
verdad universalmente comprobada.

Parece adecuado afirmar que la edad contemporánea nace de la búsqueda
de libertad. Sea que inicie con el motín del té en Boston o con el juramento del
frontón de la Francia borbónica, los hombres invocaban a la dama libertad como a
la partera de un nuevo mundo. Rousseau escribiría, al inicio del Contrato Social,
que los hombres nacemos libres pese a que en el mundo vivimos encadenados.
El debate por la libertad es la impronta de nuestro tiempo, pero cabe
preguntarse ¿Qué entendemos por libertad? O, algo menos comprometedor, ¿Qué
entendían aquellos hombres, que elevamos a padres de la contemporaneidad, por
libertad? Ellos eran, como dirían los romanos, hombres nuevos. Distaban de ser,
por ende, los actores que durante siglos anteriores marcaron el devenir de
occidente. Y como hombres nuevos, su libertad también era nueva.
Sería Constant quien, en la segunda década del siglo XIX, aportaría la base
conceptual de esa nueva libertad. Era la libertad de los modernos, la libertad frente
al Estado, frente al poder, que difería del antiguo paradigma en que sus
reclamaciones trascendían la mera independencia. Un hombre libre, por tanto, no
era exclusivamente aquel que no era sometido por pueblos extraños, sino aquel que
mantenía una esfera privada íntegra frente a la pública.
Y bajo esta premisa se circunscribirán los movimientos que, contemporáneos
a los albores de la revolución industrial (para no olvidarnos de la premisa),
convulsionaron el final del siglo XVIII. Libertad frente al rey y su parlamento distante
pedirían los colonos ingleses; libertad frente al absolutismo exigirían los franceses.
La libertad del individuo, la disolución de los estamentos que aprisionaban la
movilidad social y la reivindicación de una libertad natural que se remontaba a los
tiempos en que los humanos nos agrupamos voluntariamente para sobrevivir.
Posteriormente, algunos ideólogos cuestionarían la honestidad de estos
reclamos. Dirán que esa libertad era solo parcial, aparente, orientada para satisfacer
los deseos de aquellos que posteriormente remplazarían al estamento dominante,
olvidándose del grueso de los nuevos ciudadanos. Independientemente de si
hacemos eco, o no, a estos reclamos, el hecho que parece innegable es que
rompieron las cadenas que por ley divina ataban a los hombres.
Con la revolución industrial, que transformó radicalmente la constitución de
la sociedad, este proceso pareció afirmarse. La aparición de la mecanización barría
con cualquier objeción en pro de mantener el sistema feudal, la necesidad de anclar
al hombre a la tierra para la supervivencia de la comunidad era ahogada por el
chirrido del acero.
A partir de este momento fundacional, la lucha por la consecución de esa
libertad frente al Estado en occidente puede dividirse en varias etapas, en las cuales
el mismo concepto de libertad se irá transformando para responder a las
necesidades de cada estadio. La primera fase, que inicia con los episodios que
hemos descrito, es la libertad como respuesta inmediata al absolutismo.
De esta respuesta nacerán los primeros estados representativos, en un largo
proceso que, esencialmente en la primera mitad del siglo XIX, derivará en un
constante tira y afloja entre el antiguo régimen y la revolución. De esta manera,
Francia vería una restauración del absolutismo borbónico entre 1815 y 1830, para
luego recuperar por unos años sus emblemas republicanos (puesto que desde
1793, no concebían ningún tipo de libertad bajo la monarquía) y volverlos a perder
hasta 1871.
España haría otro tanto. Si bien el reclamo de libertad hispánico respondía
en sus inicios al concepto antiguo, puesto que era motivado por la invasión francesa,
no dudarían en hacerle jurar a su rey reinstaurado una constitución en 1812.
Constitución que Fernando VII no tardaría mucho en olvidar, generando más de un
siglo de inestabilidad en el país.
Su hija, Isabel, sería forzada a abdicar en 1868 para formar una monarquía
constitucional bajo la dirección de Amadeo de Saboya. Este, a su vez, abdica ante
una república que se desmoronaría al cabo de un año y que permitiría el retorno de
la monarquía en la figura de un príncipe que prometía respetar la constitucionalidad.
Alfonso XII moriría de tuberculosis y Alfonso XIII sería depuesto para instaurar la
república.
Italia y Alemania, enfrascadas en los procesos que posteriormente llevarían
a su unificación, estaban en el paso anterior a la discusión sobre la libertad frente al
Estado: la conformación misma de este último. Sin embargo, Italia adelantaría
camino al constituirse directamente como una monarquía constitucional en 1868,
demostrando que la libertad de los modernos había calado en el ideario de sus
fundadores.
La segunda etapa inicia cuando se logra constituir el estado representativo,
una vez vencido el absolutismo, y se aboca esencialmente al perfeccionamiento del
sistema para consagrara efectivamente esa libertad frente al poder. Cabe acotar,
sin embargo, que pese a que hemos divido en etapas distintas la lucha por la libertad
en aras de mantener el orden argumental, ambas fases se desarrollarán
simultáneamente en muchos casos. En Francia, por ejemplo, el espíritu de reforma
estará presente desde mucho antes de 1871 o, en el caso de Inglaterra, el
perfeccionamiento del sistema se enmarca en una evolución constante desde 1688.
Este tipo de esfuerzos basados en la perfectibilidad empieza a observarse
allende los mares. Desde 1786, los norteamericanos buscaban plasmar en una
constitución un sistema que garantizara que el nuevo Estado que formarían
respetaría esa libertad, para ellos inalienable, del individuo frente al poder. Los
papeles federalistas son testimonio de esta intención.
A partir de las primeras revoluciones, el ideal de los primeros estados
representativos eran repúblicas de propietarios, en las cuales no existían
estamentos ni clases, pero en las que el poder político y la capacidad de decisión
estaba restringida en función de la tierra y las rentas. Los sistemas censitarios,
producto inevitable de la clase (usando el término marxista) que promovió la
revolución política, pronto se hicieron insuficientes para satisfacer la necesidad de
libertad.
Las bases de este cuestionamiento se remontan a esa transformación
convulsa que representó la revolución industrial. Cuando un oficial tejedor aparecía
en su taller para encontrarse que una máquina lo había dejado sin trabajo, la noción
de libertad fue cuestionada. Casi como la libertad de los modernos, la esclavitud de
los modernos era planteada como una sumisión no constitucional, no estamental,
pero efectiva. ¿Era realmente libre un hombre que tiene que vive condenado a la
miseria de operar los trastos de las fábricas?
La libertad política, sobre la que hemos venido exponiendo, se enfrentaría a
los reclamos de aquellos que decían que esta era una farsa cuando los hombres
seguían encadenados, pero con amos diferentes. Esto se presentaría en
planteamientos para transformar al sistema en uno que favoreciera una libertad más
auténtica. El debate en torno a la libertad empezará entonces a girar en torno a la
consecución de esa libertad más auténtica. La pregunta que guía la causa es
¿pueden ser los hombres realmente libres si no son iguales?
El debate en el seno de los estados representativos empezaría a movilizarse
para responder, en algunos casos cuestionando la necesidad misma de la libertad.
La asfixiante pobreza y la virtual inmovilidad social que parecía estar creando el
capitalismo primitivo empezaba a dar a ciertos sectores razones para añorar la vida
ordenada del pasado. En cierta manera, aquellos que se sentían perjudicados en
una sociedad donde no existían estamentos o clases protegidas empezaban a
clamar por el retorno a las viejas maneras.
Otros grupos, dentro del espíritu de reforma permanente, proponían una
solución cuya base conceptual reivindicaría no solo la libertad sino la igualdad entre
los hombres, no querían volver al feudalismo, pero si un nuevo mundo donde no
eran esclavos ni del rey ni del dinero. Este pensamiento, que luego derivaría en la
doctrina socialista primordial, clamaba que la verdadera libertad solo llegaría tras un
proceso de transformación mucho más profunda.
Para ellos, frente a un Estado que no era más que instrumento de la clase
que lo dominaba no se podía ser verdaderamente libre. Pero los métodos que
plantearon entonces, especialmente a partir de la publicación del Manifiesto
Comunista en 1848, daban por tierra con la conquista de los liberales. Era menester,
afirmaban, que la esfera pública absorbiera completamente la privada, en un Estado
dirigido por las clases menos favorecidas, para que luego pudiera disolverse por
completo el Estado y dar paso a una sociedad donde cada hombre sería libre de las
ataduras políticas y económicas.
Esta postura no prevaleció a lo largo del siglo XIX (que si en el XX),
llegándose a aplicar de manera sui generis exclusivamente durante el experimento
que supuso la comuna de París. Pese a esto, la base sobre la que trabajan estas
ideas seguía vigente: el sistema liberal representativo excluía a una parte importante
de la población de sus beneficios.
Por ello, el reclamo de libertad se amplía. Solo se podrá ser verdaderamente
libre frente al Estado cuando todos seamos iguales ante la ley, concepto
evidentemente ausente en un sistema censitario puesto que, si todos somos iguales
ante la ley ¿Por qué la mayoría es excluida del proceso de toma de decisiones? De
esta manera, esta segunda fase del proceso por la consecución de la libertad, que
hemos identificado como móvil principal de la contemporaneidad, consideraba
indispensable la igualdad política, que no económica, para la realización del
objetivo.
El debate, entonces, cambia su enfoque. Si entendemos la igualdad ante la
ley como requisito sine qua non para la libertad, ¿Qué transformación debe llevar a
cabo el sistema para lograrla? La respuesta que se dio a esta cuestión en la mayoría
de los Estados representativos occidentales fue la gradual introducción de
elementos democráticos en el sistema político.
Este desarrollo podemos ubicarlo principalmente en el último cuarto del siglo
XIX y hasta la II Guerra mundial, cuando los sistemas electorales censitarios y
escalonados fueron evolucionando hacia el sufragio universal, directo y secreto
(esencialmente en Estados Unidos y Reino Unido); cuando surgen los primeros
partidos políticos y la idea de la representación empezó a abarcar sectores cada
vez más amplios de la población.
Sin embargo, no todos los estados de occidente estaban a la par en cuanto
a sus niveles de libertad. Mientras Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos, España
e Italia mantenían, a finales del Siglo XIX, sistemas en mayor o menor medida
representativos, otros, como Alemania, Rusia o Austria Hungría reafirmaban el
carácter absoluto de sus gobiernos. A eso debemos sumarle que ni siquiera los
estados más liberales habían abandonado sus concepciones imperiales (excepto,
tal vez, Estados Unidos) y se desenvolvían en torno a su política exterior de la
misma manera que los dos siglos anteriores.
Paralelamente, las reformas políticas, si bien habían satisfecho parte de los
reclamos por la inclusión, no habían hecho grandes avances en paliar la pobreza y
la inconformidad que el sistema generaba en lo económico. Sin embargo, por esa
misma constitución imperial, eran estados generalmente ricos y que lograban exhibir
un cierto nivel de prosperidad. El cuestionamiento que había sobre la relación entre
la libertad y la pobreza no había sido agotado, sino pospuesto.
Por eso, al estallar la Gran Guerra en 1914, el equilibrio del sistema se
quebraría. El colapso de las estructuras políticas y militares de los estados absolutos
que quedaban en Europa llevaría a una segunda oleada de revoluciones que
clamarían, igual que sus antecesoras decimonónicas, por libertad. La catástrofe no
dejaría indemne a los vencedores, cuyos estados se tambalearían por el drenaje de
las arcas y la pérdida de sus accesorios coloniales. Al igual que el cristianismo se
extendió como la pólvora en un mundo convulsionado por el derrumbamiento del
Imperio Romano, las ideologías se convertirían en los salvavidas en un escenario
marcado por la revolución y el cambio.
A partir de entonces, el concepto de libertad enfrentaría una especie de cisma
masivo en materia de interpretación. Ninguna de las ideologías, que surgen como
alternativa frente a lo que parece el desmoronamiento del sistema liberal del siglo
XIX, se abanderará abiertamente en contra de la idea, difusa si se quiere, de
libertad, pero lo que entendían por libertad era tan radicalmente diferente entre ellas
que no podían evitar presentarse como conceptos antagónicos.
Hasta ahora, la libertad que perseguía la civilización occidental era la
limitación del poder del Estado sobre el individuo y un gradual avance hacia la
igualdad ante la ley. Sin embargo, aquellos reclamos de insuficiencia que se hicieren
en el siglo anterior ya no podían ser acallados por el sistema.
Aquellos que mantenían que la libertad era impensable sin igualdad
económica cobraban fuerza, sobre todo en entornos sumamente empobrecidos por
la guerra y previamente dominados por el absolutismo. De esa manera, por la fuerza
de las armas, el comunismo se instaura en Rusia en seria contraposición al ideal
liberal.
Lo mismo sucederá de manera focalizada en Alemania, cuando los
comunistas tomen Múnich y establezcan un gobierno popular de corta duración. En
Francia e Italia, si bien la insurrección no será abierta, las economías devastadas
daban pie para que la opinión pública empezara a inclinarse en pro de alternativas
más igualitarias. Pero no serían las únicas opciones.
También en respuesta al declive del sistema liberal decimonónico, pero con
una aversión existencial por el comunismo, se empieza a desarrollar una segunda
ideología que privilegiaría un sentido más limitado de la libertad, guiado por
principios más conservadores. Es la libertad para nosotros por encima de los otros,
el fascismo. Esta sería la alternativa que triunfaría posteriormente en Italia,
Alemania, España y Portugal, que desarrollarían cada uno una variante sui generis
de las mismas ideas (nacionalsocialismo, falangismo, etc.)
Sin embargo, y pese a su natural antagonismo, ambas ideologías lesionarían
de igual manera el concepto de libertad que manejaba occidente: la libertad frente
al Estado desaparecería en nombre de una supuesta libertad superior, ideal y futura.
Tanto los estados comunistas como fascistas formarían estructuras totalitarias, es
decir, donde la esfera pública es la única que existe. Desde el Estado se regiría
cada aspecto de la vida de los ciudadanos, persiguiendo y castigando cualquier tipo
de disidencia.
Finalmente, estados como Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos seguirían
defendiendo la libertad como esencialmente la libertad frente al Estado, ampliando
la progresiva evolución hacia la igualdad política. Así continuaría Europa hasta que
el choque armado entre los tres modelos ocurra en 1945. Desde una perspectiva
personal, consideramos que el único concepto efectivo de libertad es aquel que
responde a esa evolución del ideal liberal occidental. Toda otra invocación a la
libertad ya sea fascista, comunista o anarquista, es más una amenaza directa a esta
libertad que sacrifica al individuo en los altares del estatismo que una alternativa
viable para la interpretación del concepto.

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