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El arte moderno y sus fronteras

Claudio Guerrero Urquiza

El arte moderno nació en la ciudad como un subproducto de la cultura urbana. La rapidez con que éste
se transforma sumada a su carácter contestatario e irrespetuoso de los valores tradicionales parecen
confirmar este lugar común: el arte contemporáneo nació y vive en las ciudades. Necesita de las masas,
las aglomeraciones y el ajetreo urbano. Esa, al menos, es la versión oficial.

Sin necesidad de desmentirla, debemos tener en cuenta que diversas figuras y acontecimientos podrían
relativizar aquella versión. Primero, la importancia sostenida en el arte moderno del género y concepto
de paisaje, especialmente del paisaje no urbano. Desde el realismo de Gustave Courbet hasta el land art
contemporáneo, el paisaje ha sido un objeto de trabajo para los artistas tanto como un escenario en el
cual replantear el carácter y valor de una serie de motivos antropológicos: el arte como modo de
conocimiento de lo real, la relación del hombre con la naturaleza y los límites de la sociabilidad humana.
Segundo, diversos artistas han abandonado las ciudades como un paso clave en sus carreras, hasta
transformarlo en un gesto histórico. El ejemplo clásico es esa tríada de pintores franceses que a fines del
siglo XIX renunció París —la capital del arte occidental hacía casi dos siglos— para buscar nuevas fuentes
desde las cuales renovar y reencauzar el arte moderno. Paul Cézanne, Vincent Van Gogh y Paul Gauguin
decidieron ir hacia los límites o aún traspasar los límites de la cultura urbana como un modo de
encontrar, cada uno a su manera, una nueva imagen, un nuevo modo de construir la mirada en el arte
moderno. Y, tercero, en diversos momentos el arte moderno se ha visto influenciado por expresiones
artísticas provenientes de otros contextos, extraurbanos. Desde la llamada “escultura africana”, en el
Cubismo, hasta esplendor del “arte aborigen” (maorí, balinés, entre otros) en la década de 1980, el arte
ha sido permeado por técnicas, materiales y conceptos imprevistos.

La versión oficial nos dirá que aquellos contactos no alcanzan siquiera a contaminar la historia heroica
del arte en la ciudad. Que los artistas salieron sólo a proyectar lo que en la ciudad habían aprendido, y
que las expresiones extra-urbanas que llegaron a la metrópolis lo hicieron sólo para satisfacer las
expectativas propiamente urbanas de exotismo. Que la “civilización” desea, de vez en cuando, una dosis
de barbarie. Y hace lo necesario para satisfacer tal demanda.

Pero pensemos por un momento que no es así. Que las lecciones que se aprendieron en el campo, en la
naturaleza, en los márgenes de la ciudad, en lejanas culturas ancestrales, que todas ellas han realizado
un aporte significativo a la conciencia de occidente. Si toda comunicación es un precario equilibrio entre
lo que me dicen y lo que yo creo que me dicen; si todo conocimiento no puede despegarse de sus
propios prejuicios, ¿por qué vamos a negar que el arte moderno se ha construido en un diálogo entre la
urbe y lo que está más allá de sus fronteras? Y esto no sólo aplica a tal distinción. Todas las dicotomías
que fundan al arte moderno pueden ser repensadas si desplazamos el punto de vista. Así,
descubriríamos que en el aparente antagonismo entre arte y artesanía, artes decorativas y aplicadas o
arte disciplinar y arte expandido se esconden complicidades innegables, aunque más difíciles de
detectar.
La muestra Fronteras nos muestra una selección de obras que juega con esas complicidades. Naturaleza
y cultura, bellas artes y artesanía, tradición y técnica. Las fotografías análogas de Rosario Ateaga
(Naturaleza y Patrimonio) capturan paisajes no urbanos introduciendo el tiempo de la historia en la
naturaleza: la pulsión humana de memoria y conservación llevada más allá de los límites de la cultura.
María Elena Cárdenas, por otra parte, nos ilustra las posibilidades de la pintura como modo de
conocimiento en una sociedad que parece abarrotada de conocimientos. Investigar las pátinas de la
memoria y la paradoja inagotable de la objetualidad de las imágenes siguen siendo dominios de una
tradición que puede ser anacrónica y vigente a la vez, y tal vez ahí está su potencia. En otro extremo,
Aarón Ortega (Todo en todo) trabaja con un material que ha simbolizado el desafío contemporáneo al
lenguaje tradicional de las bellas artes: el neón. Un producto industrial que entró en la historia del arte
para confirmar el carácter literal del objeto artístico (con Gyula Kosice y Dan Flavin), pero al que el
contexto posmoderno ha diluido su función específica. De hecho, el trabajo de Ortega es una curiosa
conjunción de sentidos antropológicos (la fe y las simbologías de la luz y lo vertical) con materiales
sentimentalmente opacos (acrílico y neón).

En contrapunto, el trabajo de Ángela Cura (Columna Blanda) se nutre de materiales cargados de


sentimentalismo, pero para desdoblarlos en una poética que los recompone y resignifica. La técnica de
tradición rural de tejido con crin es la base de una columna formada por colas de caballo, que se
comporta ante nuestros juegos de referencias como el amuleto de una ciencia oculta de la que no
participamos. No estamos seguros de qué clase de conceptos invoca este artilugio, pero sí sabemos de
su magnética extrañeza. También resulta en un extrañamiento la obra de María Jesús Seguel (Huésped).
Forma y contenido invierten sus papeles cuando recorremos de vuelta el camino que va del objeto
preexistente a un molde retrospectivo; pero ¿no es así como funciona el lenguaje? ¿Las cosas provienen
de los conceptos o los conceptos de las cosas? Por último, Francisca Martínez (Verdea) traduce la
exuberancia de un imaginario mítico de lo natural y rural a un dispositivo prosaico y obsesivo: la
ilustración en gran formato con tintas y marcadores en pizarra de formalita. El uso excéntrico de estos
materiales actúa como la metáfora de una descontextualización productiva que activa una cadena de
otras metáforas de acuerdo a lo representado. La gráfica obsesiva puede ser una analogía del horror
atávico a la disolución del sujeto (o la cultura) en la vorágine de la naturaleza, pero las posibles alusiones
de este tipo son cientos, y ninguna es excluyente. En el fondo, eso es Fronteras: una serie de
contradicciones y polaridades que, con la licencia del espectador, juegan a confundirse y distinguirse, a
identificarse y subvertirse.

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