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Clasicos John Stuart Mill: Sobre la libertad Prélogo de Isaiah Berlin ‘Traduccién de Pablo de Azcérate E] Libro de Bolsillo Alianza Editorial Madrid El objeto de este ensayo no es ef llamado libre arbi- trio, sino la libertad social o civil, es decir, Ia naturale- za y Jos limites del poder que puede ejercer legitima- mente la sociedad sobre el individuo, cuestién que rara vex ha sido planteada y casi nunca ha sido discutide en términos generales, pero que influye profundamente en las controversias practicas del siglo por su presencia Ia- tente, y que, segin todas las probabilidades, muy pronto se hard reconocer como Ia cuestién vital del potvenir. Esté tan lejos de ser nueva esta cuestidn, que en cierto sentido ha dividido a la humanidad, casi’ desde las més remotas edades, pero en el estado de progreso en que Tos grupos més civilizados de la especie humana han entrado ahora, se presenta bajo nuevas condiciones y requiere set ttatada de manera diferente y mds funds- mental. La lucha entre Ia libertad y la autoridad cs el rasg0 més saliente de esas partes de Ia Historia con las cuales Hegamos antes a familinrizarnos, especialmente en las historias de Grecia, Roma e Inglaterra, Pero en la an- tigiiedad esta disputa tenfa lugar entre los sibditos 0 55 56 John Stuart Mill algunas clases de sibditos y el Gobierno. Se entendia por libertad Ia proteccién contra Ja tirana de los g biernos politicos. Se consideraba que éstos (salvo en al- gunos gobiernos democréticos de Grecia), se encontra- an necesariamente en una posicién antagénica a la del pueblo que gobernaban, El Gobierno estaba ejerci- do por un hombre, una tribu o una casta que derivaba su autoridad del derecho de sucesién o de conquista, que en ningtin caso contaba con el asentimiento de los gobernados y cuya supremacia los hombres no osaban, ni acaso tampoco deseaban, discutit, cualesquiera que fuesen las precauciones que tomaran contra su opresivo ejetcici. Se consideraba el poder de los gobernantes como necesario, peto también como altamente peligro- so; como un arma que intentarian emplear tanto contra sus stibditos como contra los enemigos exteriores. Para impedir que los miembros més débiles de la comunidad fuesen devorados por los buitres, era indispensable que tun animal de presa, més fuerte que los demés, estuviera encargado de contener a estos voraces animales. Pero como el rey de los buitres no estaria menos dispuesto que cualquiera de las arpfas menotes a devorar el re- bafio, hacia falta estar constantemente a la defensiva contta su pico y sus gatas. Por esto, el fin de los pa- triotas era fijar los limites del poder que al gobernante Ie estaba consentido cjercer sobre la comunidad, y esta limitacién era lo que entendfan por libertad. Se’inten- taba de dos maneras: primera, obteniendo el reconoci- miento de ciertas inmunidades lamadas libertades 0 derechos politicos, que el Gobierno no podia infringi sin quebrantar sus deberes, y cuya infraccin, de reali- zatse, Hegaba a justificar una resistencia individual y hhasta una rebelién general. Un segundo posterior expe- diente fue el establecimiento de frenos constitucionales, ‘mediante los cuales el consentimiento de la comunidad © de un cierto cuerpo que se suponia el representante de sus intereses, era condicién necesatia para algunos de los actos mds importantes del poder gobernante. En la mayoria de los paises de Buropa, el Gobierno ha estado Sobre Ja libertad 7 més 0 menos ligado a someterse a la primera de estas restricciones. No ocurrié lo mismo con Ja segunda; y el Iegar a ella, 0 cuando se Ia habia logtado ya hasta’ un cietto punto, el lograrla completamente fue en todos los paises el principal objetivo de los amantes de la libertad. Y mientras In Humanidad estuvo satisfecha con comba tir a un enemigo por otro y set gobernada por un sefior a condicién de estar mas o menos eficazmente garantizada contra su tirania, las aspiraciones de los liberales pasaron mds adelante, leg6 un momento, sin embargo, en el progreso de los negocios humanos en el que los hombres cesaron de considerar como una necesidad natural cl que sus gobernantes fuesen un poder independiente, con an in terés opuesto al suyo. Les parecié mucho mejor que los diversos magistrados del Estado fuesen sus lugartenien- tes 0 delegados revocables a su gusto. Pensaron que sélo ast podrfan tener completa seguridad de que no se abusarfa_jamés en su perjuicio de los poderes de go. bierno, Gradualmente esta nueva necesidad de gobernan. tes clectivos y temporales se hizo el objeto principal de Jas reclamaciones del partido popular, en. dondequiera que tal partido existi; y vino a reemplavar, en una considerable extensién, los esfuerzos precedentes para limitar el poder de los gobernantes. Como en esta lucha se trataba de hacer cmanar el poder gobemante de la eleccién petiddica de los gobernados, algunas personas comenzaton a pensar que se habia atribuido una excesiva importancia a Ia. idea de limitar el poder mismo. Esto (al parecer) fue un recurso contra los gobernantes cuyos inteteses etan habitualmente opucstos «los del pueblo. Lo que ahora se exigla exa que les gobemnantes estavie. sen identificados con el pueblo, que su interés y su vo- luntad fueran el interés y la voluntad de Ja nacién, La nacién no tendrfa necesidad de ser protegida contra su propia voluntad. No habrfa temor de que se tiranizase a sf misma. Desde el momento en que los gobernantes de una nacién etan eficazmente responsables ante ella y ficilmente revocables a su gusto, podta confiatles ‘on 38 John Stuart Mill poder cuyo uso a ella misma cottespondia dictar. Su der eta el propio poder de la nacién concentrado y bajo tuna forma cdmoda para su ejercicio, Esta manera de pensar, 0 acaso més bien de sentir, eta cortiente en Ia ‘itima generacién del liberalismo eutopeo, y, al parecer, prevalece todavia en su rama continental. Aquellos que admiten algunos Kimites a lo que un Gobierno puede hacer (excepto si se trata de gobietnos tales que, segiin ellos, no deberian existir), se distinguen como brillantes excepciones, entre los pensadores politicos del continen- te. Una tal manera de sentir podrfa prevalecer actualmen- te en nuestro pafs, sino hubieran cambiado las circuns- tancias que en su tiempo la fortalecieron. Pero en las teorfas politicas y filoséficas, como en las personas, el éxito saca a la luz defectos 'y debilidades gue el fracaso nunca hubiera mostrado a Ia observacién. La idea de que los pueblos no tienen necesidad de limi- tar su poder sobre s{ mismo podfa parecer un axioma cuando el gobierno popular era una cosa acerca de la cual no se hacia més que sofiar o cuya existencia se Jefa tan sdlo en Ia historia de alguna época remota, Ni hhubo de ser turbada esta nocién por abetraciones tem- porales tales como las de Ia Revolucién francesa, de Iss cuales les peores fueron obra de una minorfa usurpado- ra y que, en todo caso, no se debieron a Ja accién per- manente de las instituciones populares, sino a una explo- sign repentina y convulsiva contra el despotismo monét- quico y atistocrético, Llegé, sin embargo, un momento fen que una reptiblica democrética ocupé tina gran parte de la superficie de la tierra y se mostté como uno de los miembros mis poderosos de la comunidad de las nacio- nes; y el gobietno electivo y responsable se hizo blanco de esas obsetvaciones y exfticas que se dirigen a todo gran hecho existente. Se vio entonces que frases como el «poder sobre st mismo» y el «poder de los pueblos sobre sf mismos», no expresaban la verdadera situacién de las cosas; el pueblo que ejerce el poder no es siempre el mismo pueblo sobre cl cual es ejercido; y el «go- bietno de sf mismo» de que se habla, no es el gobierno Sobre Ja libertad 59 de cada uno por sf, sino el gobierno de cada uno por todos Jos demés. Ademés la voluntad del pueblo sig- nifica, précticamente, Ia voluntad de la porcidn més numetosa o més activa del pueblo; de Ja mayorfa o de aquellos que logran hacerse aceptar como tal; el pueblo, por consiguiente, puede desear oprimir a una parte de sf mismo, y las precauciones son tan titiles contra esto como contra cualquier otro abuso del Poder. Pot consi- guiente, Ia limitacién del poder de gobierno sobre los individuos no pierde nada de su importancia aun cuando fos titulates del Poder scan regularmente tesponsables hacia la comunidad, es decir, hacia el partido més fuerte de Ia comunidad. Esta visién de las cosas, adapténdose por igual a Ia inteligencia de los pensadores que a la in- clinacién de esas clases importantes de la sociedad eu- ropea a cuyos intereses, reales o supuestos, es adversa la democracia, no ha encontrado dificultad para hacerse acep- tar; y en la especulacién politica se inclaye ya la «tirania de la mayoriay entre 1os males, contra los cuales debe ponerse en guardia la sociedad. Como las demés titanfas, esta de Ja mayoria fue al principio temida, y lo es todavia vulgarmente, cuando obra, sobte todo, por medio de actos de las autotidades piiblicas. Pero las personas reflexivas se dieron cuenta de que cuando es la sociedad misma el tirano —la so- ciedad colectivamente, respecto de los individuos aisla- dos que la componen-— sus medios de tiranizat no estén limitados a los actos que puede realizar por medio de sus funcionarios polfticos. La sociedad puede ejecutar, y ejecuta, sus propios decretos; y si dicta malos decre- tos, en vez de buenos, o si los dicta a propésito de cosas cen las que no deberfa mezclarse, ejerce una tiranfa so- cial més formidable que muchas’ de las opresiones polt- ticas, ya que si bien, de otdinario, no tiene a su servi- cio penas tan graves, deja menos medios de escapar a ella, pues penetra muicho més en los detalles de la vide y Ilega a encadenar ef alma, Por esto no basta la pro- tecci6n contra Ja tiranfa del magistrado. Se necesita también proteccién.contra la tiranfa de la opinién y sen- 60. John Stuart Mill timiento prevalecientes; contra Je tendencia de ta socie- dad a imponer, por medios distintos de las penas civiles, sus propias ideas y pricticas como reglas de conducta & aquellos que disientan de ellas; a ahogar el desenvolvi- miento y, si posible fuera, a impedir la formacién de in- dividualidades originales y a obligar a todos los carac- teres a moldearse sobre el suyo propio. Hay un limite a Ja intetvencién legitima de la opi- nién colectiva en la independencia individual: encon- trarle y defenderle contra toda invasién es tan indispen- sable 2 una buena condicién de Jos asuntos humanos, como Ia proteccién contra el despotismo politico. Pero si esta proposicidn, en términos generales, es casi incontestable, Ia cuestiGn préctica de colocar el It mite —como hacer el ajuste exacto entre la independen- cia individual y Ia intervencién social— es un asunto en el que casi todo esté por hacer. Todo Jo que da algiin valor a nuestra existencia, depende de la restviecién im- puesta a las acciones de Jos demés. Algunas reglas de conducta debe, pues, imponer, en primer lugar, la ley, y Ia opinién, después, para muchas cosas a las cuales no puede alcanzar In accién de la ley. En determinar lo que deben ser estas reglas consiste Ja principal cuestién en los negocios humanos; pero si exceptuamos algunos de fos casos més salientes, es aquella hacia cuya solucién menos se ha progresado. No hay dos siglos, ni escasamente dos paises, que ha yan Ilegado, respecto de esto, a Ia misma conclusién; y la conclusién de un siglo o de un pafs es causa de ad- miracién para oto. Sin embargo, Jas gentes de un siglo © pafs dado no sospechan que la cuestién sea més com- plicada de lo que serfa si se tratase de un asunto sobre el cual Ia especie humana hubiera estado siempre de acuerdo. Las reglas que entre ellos prevalecen les pare- cen evidentes y justificadas por si mismas, : Esta completa y universal ilusién es uno de los ejem- plos de 1a migica influencia de Ia costumbre, que no es sélo, como dice el proverbio, una segunda’ naturaleza, sino que continuamente esté usurpando el lugar de la Sobre la ibertad 6 primera, El efecto de la costumbre, impidiendo que se promueva duda alguna respecto a las reglas de conducta impuestas pot Ja humanidad a cada uno, es tanto més ipleto cuanto que sobre este asunto no se cree nece sario dar tazones nia los demés ni a uno mismo. La gente acostumba a cteer, y algunos que aspiran al titulo de filésofos la animan en esa creencia, que sus senti- mientos sobre asuntos de tal naturaleza valen més que las razones, y las hacen innecesarias. El principio préc- tico que Ia’ gufa en sus opiniones sobre Ia regulacién de Ja conducta humana es Ja idea existente en el espisitu de cada uno, de que deberfa obligarse a los demés obrar segtin el gusto suyo y de aquellos con quienes él simpatiza, En realidad nadie conficsa que el regulador de su juicio es su propio gusto; pero toda opinién sobre un punto de conducta que no esté sostenida por taz0- nes s6lo puede ser mirada como una preferencia perso: nal; y si las rezones, cuando se alegan, consisten en la meta apelacién a una proferencia semejante experimen- tada por ottas personas, no pasa todo de ser una inclina- cién de varios, en vez de ser la de uno solo, Para un hombte ordinatio, sin embargo, su propia inclinacién asf sostenida no es s6lo una razén perfectamente satisfac- toria, sino la vinica que, en general, tiene para cualquiera de sus nociones de moralidad, gusto o conveniencias, que no estén expresamente insctitas en su ctedo religioso; y hasta su gufa principal en Ja interpretacién de éste. Por tanto, las opiniones de los hombres sobte lo que es dig- no de alabanza 0 merecedor de condena estén afectadas por todas las diversas causas que influyen sobre sus de- seos respecto a Ja condueta de fos demés, causas tan mu- metoses como Ins que determinan sus deseos sobte cual- quiet otro asunto. Algunas veces su razénj en otros tiempos sus ptejuicios o sus supersticiones; con frecuen- cia sus afecciones sociales; no pocas veces sus tendencias anti-sociales, su envidia 0 sus celos, su artogancia 0 su desprecio; peto lo mds frecuentemente sus propios deseo" y temores, su legitimo o ilegitimo interés, En dondequi ta que hay una clase dominante, una gran parte de la @ John Stuart Mill moralidad del pais emana de sus intereses y de sus senti- mientos de clase superior. La moral, entre los espartanos y los ilotas, entre los plantadores y los negtos, entre los principes y los sibdites, entre los nobles y los plebeyos, entre fos hombres y Ins mujeres, ha sido en su mayor patte criatura de esos intereses y sentimientos de clase: y las opiniones as{ engendradas reobran a su vez, sobre los sentimientos morales de sus miembtos de Ia clase domi- ante en sus reefproces relaciones, Por otra parte, donde una clase, en otto tiempo dominante, ha perdido su pre~ dominio, 0 bien donde este predominio se ha hecho im- popular, los sentimientos morales que prevalecen estén impregnados de un impaciente disgusto contra Ia supe rioridad. Otro gran principio determinante de las reglas de conducta impuestas por las leyes 0 por Ja opinidn, tanto respecto a los actos como respecto a las opiniones, ha sido ef servilismo de Ja especie humana hacia las su- puestas preferencias o aversiones de sus sefiores tempo- rales o de sus dioses. Este servilismo, aunque esencial- mente egofsta, no es hipécrita, y ha hecho nacer genuinos sentimientos de horror; él ha Slevado a los hombtes a quemat nigromantes y herejes. Entre tantas viles influen- cias, los intereses evidentes y generales de la sociedad han tenido, naturalmente, una parte, y una parte importante en Ia diteccién de los sentimientos morales: menos, sin embargo, por su propio valor que como una consecuencia de las simpatias 0 antipatfas que ctecieron a su alrededor; simpatfas y antipatfas que, teniendo poco o nada que ver con Jos intereses de la sociedad, han dejado sentit sur fuerza en el establecimiento de Jos principios morales. ‘Asi los gustos o disgustos de Ia sociedad 0 de alguna poderosa porcién de ella, son los que principal y précti- camente han determinado Ins reglas impuestas a la ge- neral obsetvancia con la sancién de la ley o de 1a opinién. Y, en general, aquellos que en ideas y sentimientos estaban més adelantados que 1a sociedad, han dejado subsistit en principio, intacto, este estado de cosas, aun- que se hayan podido encontrar en conflicto con ella en algunos de sus detalles. Se han preocupado més de saber Sobre ta libertad “6 qué es lo que a la sociedad debia agtadar 0 no que de averiguar si sus preferencias 0 repugnancias debian 0 n0 set ley pata los individuos. Han prefetido procurar el cambio de Jos sentimientos de Ja humanidad en aquello en que ellos mismos eran hetejes, a hacer causa comtin con los herejes, en general, para la defensa de la liber- tad, El caso de la fe religiosa es el vinico en que por to- dos, aparte de individualidades aisladas, se ha adoptado premeditadamente un ctiterio elevado y se le ha mante- nido con constancia: un caso instructivo en muchos as- pectos, y no en el que menos en aquel en que representa uno de los més notables ejemplos de la falibilidad de lo que sc llama cl sentido moral, pues el odinm theologicum en un devoto sincero es uno de Jos casos més inequivocos de sentimiento moral. Los que primero se libertaron del yugo de lo que se lamé Iglesia Universal estuvieron, en general, tan poco dispucstos como la misma Iglesia a permitir la diferencia de opiniones religiosas. Pero cuan- do el fuego ‘de la lucha se apagé, sin dar victoria com- pleta a ninguna de las partes, y cada iglesia o secta se vio obligada a limitar sus esperanzas y a retencr la posesiéa del terreno ya ocupado, las minotfas, viendo que no te- rian probabilidades de convertirse en mayorfas, se vieron forzadas a solicitar antorizacién para disentir de aquellos a quienes no podfan convertir. Segiin esto, los derechos del individuo contra Ja sociedad fueron afirmados sobre sélidos fundamentos de principio, casi exclusivamente en este campo de batalla, y en él fue abiertamente contro- vertida la pretensién de Ja sociedad de ejercer autoridad sobre los disidentes, Los grandes escritores a los cuales debe ef mundo la libertad religiosa que posee, han afir- mado Ja libertad de conciencia como un derecho inviola- ble y han negado, absolutamente, que un ser humano pueda ser responsable ante ottos por su cteencia religio- sa. Es tan natural, sin embargo, a Ja humanidad Ia into- Terancia en aquello que realmente la interesa, que la li- bertad religiosa no ha tenido realizacién préctica en casi ningtin sitio, excepto donde la indiferencia que no quic- re ver turbada su paz por querellas teolégicas ha echado os John Stuart Mill su peso en la balanza, En las mentes de casi todas Jas personas religiosas, aun en los paises més tolerantes, no ts admitido sin reservas el deber de le tolerancia, Una persona transigité con un disidente en materia de gobier- no eclesiéstico, pero no en materia de dogma; otra, pue- de tolerar a todo el mundo, menos a un papista ‘oun unitatio; otta, a todo el que crea en una religién revela- da unos cuentos, extenderin un poco més su catidad, pero se detendén en In creencia en Dios y en la vida fatura. Allt donde el sentimiento de 1a mayoria es sin- ceto ¢ intenso se encuentra poco abatida su pretei a set obedecido. . En Inglaterra, debido a las peculiares circunstancias de nuestra historia politica, aunque el yupo de la opinién fs acaso mas pesado, el de Ia ley es mis ligero que en la mayorfa de Jos pafses de Europa; y hay un gtan fecelo contra la directa intervencién del legislativo, 0 el eject tivo, en la conducta privada, no tanto pot una justificada considetacidn hacia In independencia individual como por Ia costumbre, subsistente todavia, de ver en el Gobierno cl representante de un interés opuesto al puiblico. La ma- yorla no acierta todavia a considerar el poder del Gobier- no como su propio poder, ni sus opiniones como las suyas propias. Cuando Tleguen’a eso, la libertad individual se encontraré tan expuesta a invasiones del Gobierno como ya Jo esta hoy a invasiones de la opinién piiblica. Mas, ‘sin embargo, como existe un fuerte sentimiento siempre dispuesto a salit al paso de todo intento de control legal de los indivicuos, en cosas en Jas que hasta entonces no hhabfan estado sujetas a él, y esto lo hace con muy poco discernimiento en cuanto a si ln materia est4 0 no dentro de la esfera del legitimo control legal, resulta que ese sentimiento, altamente laudable en conjunto, es con fre- cuencia tan’ inoportunsmente aplicado como bien funda- mentado en Jos casos particulares de su aplicacién. Realmente no hay un principio gencralmente acepta- do que petmita determinar de un modo normal y ordi- natio la propiedad 0 impropiedad de la intervencién del Gobierno, Cada uno decide segin sus preferencias per- Sobte la libertad Po sonales. Unos, en cuanto ven un bien que hacer o un mal que temediar instigarfan voluntariamente al Gobierno para que emprendiese In tarea; otros, prefieren soportar casi todos los males sociales antes que aumentar la lista de los intereses humanos susceptibles de control gubet- namental. Y¥ los hombres se colocan de un lado ‘o del otro, segtin la direccién general de sus sentimientos, el grs- do de interés que sienten por la cosa especial que’el Go. bierno habrfa de hacer, o la fe que tengan en que el Gobietno Ja harfa como ellos prefitiesen, pero muy rara vea en vista de una opinién permanente en ellos, en cuanto a qué cosas son propias para set hechas por un Gobierno. Y en mi opinién, la consecuencia de esta falta de regla © principio es que tan pronto es un pattido el que yerra como el otz0; con la misma frecuencia y con igual impropiedad se invoca y se condena la intervencién del Gobierno. El objeto de este ensayo es afirmar un sencillo. prin- cipio destinado a regir absolutamente las relaciones de Ja sociedad con el individuo en lo que tengan de compul- sign o control, ya sean los medios empleados la fuerza fisica en forma de penalidades legales o la coaccién mo- tal de la opinién pablica, Este principio consiste en fit mar que el tinico fin por el cual es justifiable que la he- manidad, individual © colectivamente, se entremeta en Ja libertad de accién de uno cualquiera de sus miembros, ¢s la propia proteccién, Que Ia tinica finalidad por la cual el poder puede, con pleno derecho, ser ejercido sobre un miembro de una comunidad civilizada contra su volun- tad, es evitar que perjudigue a los demés. Su propio bien, fisico 0 moral nove justiicacign sufiiente, Medes puede set obligado justificadamente a realizat 0 no tealizar de- terminados actos, porque eso fuera mejor para él, por. que le hatia feliz, porque, en opinién de los demés, ha- cerlo seria més acertado més justo. Estas son buenas razones para discutir, razonar y persuadirle, pero no para obligaile 0 causarle algin perjuicio si obra de manera diferente, Para justificar esto seria preciso pensar que la conducta’ de In que se trata de disuaditle producia un Stuart Mi, 5 6 John Stuart Mill perjuicio a algdn otto, La tinica parte de Ia conducta de Eada uno pot la que él es responsable ante Ia sociedad 3 la que se tefiere a los demés. En la patte que le con- ierne meramente a ¢l, su independencia es, de derecho, absoluta, Sobre sf mismo, sobre su propio cuerpo y es- piritu, el individuo es soberano. ‘Casi es innecesatio decir que esta doctrina es sélo apli- cable a seres humanos en Ia madurez de sus facultades. No hablamos de los nifios ni de los jévenes que no hayan Hegado a la edad que la ley fije como la de la plena masculinidad o femincidad. Los que estén todavia en una situacién que exige sean cuidados pot ottos, deben ser protegidos contra sus propios actos, tanto como contra fos dafios exteriores. Por Ia misma taz6n podemos pres- cindit de considerar aquellos estados atrasados de Ja so- ciedad en los que la misma raza puede ser considerada como en su minorfa de edad. Las primeras dificultades en el progreso esponténeo son tan grandes que es dificil poder escoger los medios para vencetlas; y un gobernan- te leno de espfrita de mejoramiento est autorizado para empleat todos los recursos mediante los cuales pueda al- canzat un fin, quizé inaccesible de otra maneta, EL despo- tismo es un modo legitimo de gobictno traténdose de batbaros, siempte que su fin sea su mejoramiento, y que Jos medios se justifiquen por estar actualmente encami- nados a ese fin. La libertad, como un principio, no tiene aplicacién a un estado de cosas anterior al momento en que la humanidad se hizo capaz de mejorar por la libre y pacifica discusién, Hesta entonces, no hubo para ella més que la obediencia implicita a un Akbar o un Catlo- magno, si tuvo Ja fortuna de encontrar alguno, Peto tan pronto como Ia humanidad alcanzé la capacidad de sex. guiada hacia su propio imiejoramiento por la conviccién o Tn persiiasién (largo perfodo desde que fre conseguida en todas las naciones, del cual debemos preocuparnos aqui), Ia compulsién, bien sea en la forma directa, bien en la de penalidades por inobservancia, no es ya admisible como un medio para conseguir su propio bien, y sdlo es jus- tificable para la seguridad de los demés. Sobre ta libertad 6 Debe hacerse constar que prescindo de toda ventaja que pudiera derivarse para mi argumento de Ja idea abs- tracta de lo justo como de cosa independiente de Ja uti- Jidad. Considero Ia utilidad como Ja suprema apelacién cn Jas cuestiones éticas; pero Ta utilidad, en si més am- plio sentido, fundada en los intereses permanentes del ‘hombre como un ser progresivo. Estos intereses autorizan, en mi opi el control externo de la espontaneidad individual s6lo’ respecto a aquellas acciones de cada uno que hacen referencia a los demés. Si un hombre ejecuta tn acto perjedicial a Jos demés, hay un motivo para cas- tigarle, sea por la ley, sea, donde las penalidades legales no puedan ser aplicadas, por la general desaprobacién, Hay también muchos actos beneficiosos pata los demés a cuya realizacién puede un hombre ser justamente ol gado, tales como atestiguar ante un tribunal de justici tomar Ja parte que le corresponda en Ia defensa comin © en cualquier otra obra general necesaria al interés de a sociedad de cuya proteccién goza; asf como también Ja de ciettos actos de beneficencia individual como salvar la vida de un semejante o proteger al indefenso contra los malos tratos, cosas cuya realizacién constituye en todo momento ef deber de todo hombre, y por cuya in- ejecucién puede hacérsele, muy justamente, responsable ante la sociedad. Una persona puede causar dafio a otras no sdlo por su accién, sino por su omisién, y en ambos casos debe responder ante ella del perjuicio. Es verdad que el caso dltimo exige un esfuerzo de compulsién mu- cho més prudente que el primero. Hacer a uno respon- sable del mal que haya causado a otto es la regla general; hacerle responsable por no haber prevenido el mal, es, comparativamente, Ia excepcién. Sin embargo, hay mu- chos casos bastante claros y bastante graves para justi- ficar la excepcién, En todas las cosas que se referen a las relaciones externas del individuo, éste es, de jure, responsable ante aquellos cuyos inteteses fucton ataca- dos, y si necesario fuera, ante la sociedad, como su pro- tectora. Hay, con frecuencia, buenas razones pata no exigirle esta responsabilidad; pero tales razones deben 68 John Stuart Mi surgir de Jas especiales circunstancias del caso, bien sea pot tratarse de uno en el cual haya probabilidades de pe el individuo proceda mejor abandonado a su propia iscrecién que sometido a una cualquiera de las formas de control que la sociedad pueda ejercer sobre él, bien sea porque el intento de ejercer este control produzca otros males més grandes que aquellos que trata de pre- venir. Cuando razones tales impidan que la responsabi- lidad sea exigida, la conciencia del mismo agente debe ocupar el lugar vacante del juez y proteger los intereses de fos demas que carecen de una proteccién externa, ju gindose con la mayor tigidez, precisamente porque el ‘caso no admite ser sometido al juicio de sus semejantes. Pero hay una esfera de accién en la cual la sociedad, como distinta del individuo, no tiene, si acaso, mds que tun interés inditecto, comprensiva de toda aquella parte de la vida y conducta del individuo que no afecta més que a él mismo, o que si afecta también a los demés, es s6lo por una participacién libre, voluntaria y_reflexiva- mente consentida por ellos. Cuando digo a él mismo quicto significar directamente y en primer lugar; pues todo lo que afecta a uno puede afectar a ottos a través de él, y ya seté ulteriormente tomada en consideracién la objecién que en esto puede apoyatse. Esta cs, pues, la razén ptopia de Ja libertad humana, Comprende, pri- meto, el dominio interno de Ia conciencia; exigiendo la libertad de conciencia en el més comprensivo de sus sen- idos; Ia libertad de pensar y sentir; la més absoluta libertad de pensamiento y sentimiento sobre todas las matetias, prfcticas o especulativas, cientificas, morales 0 teoldgicas. La libertad de expresar y publicar las opinio- nes puede parecer que cae bajo un principio diferente pot pettenecer a esa parte de la conducta de un indivi- duo que se relaciona con los demés; pero teniendo casi tanta importancia como la misma libertad de pensamiento y descansando en gran parte sobre las mismas razones, ‘es prdcticamente inseparable de ella, En segundo lugar, a libertad humana exige libertad en nuestros gustos y en la determinacién de nuestros propios fines; libertad Sobre 1a libertad 6 para trazar el plan de nuestra vida segin nuestro propio cardcter para obrar como queramos, sujetos a las conse. cuencias de nuestros actos, sin que nos Jo impidan nues- tros semejantes en tanto no les perjudiquemos, aun cuan- do ellos puedan pensar que auestra conducta es loca, per. versa 0 equivocada. En tercer lugar, de esta libertad de de cada individuo se desprende Ia libertad, dentro de los mismos limites, de asociacién entre individuos: libertad de reunirse pata todos los fines que no sean perjudicar a fos demas; y en el supuesto de que las personas que se asocian sean mayotes de edad y no vayan forzadas ni engefiedas, No es libre ninguna sociedad, cualquiera que sea su forma de gobierno, en In cual estas libertades no estén respetadss en su totalidad; y ninguna es libre por com. pleto si no estén en ella absoluta y plenamente garanti- zadas, La nica libertad que metece este nombie es la de buscar nuestro propio bien, por nuestto camino pro. pio, en tanto no ptivemos a los demés del suyo o les itm. pidamos esforzarse por conseguitlo. Cada uno es el guar. didn natural de su propia salud, sea fisica, mental o es. piritual, La hhumanidad sale més gananciosa consintiendo a cada cual vivir a su manera que obligéndole a vivir a Ja manera de los demés. Aunque esta doctzina no es nueva, y a alguien puede patecerle evidente por sf misma, no existe ninguna otta que mis ditectamente se oponga a Ia tendencia general de la opinién y la préctica reinantes. La sociedad ha em- pleado tanto esfuerzo en tratar (segtin sus Iuces) de obli gar a las gentes a seguir sus nociones respecto de perfec cién individual, como en obligarles a seguir las relativas a la perfeccién social. Las antiguas republicas se consi, deraban con titulo bastante para reglamentar, por media de a autoridad pablica, toda la conducta prisacar fee dindose en que el Estado tenfa profundo interés en Ie dlisciplina corporal y mental de cada uno de los ciucada. nos, y los filésofos apoyaban esta pretensién; modo de pensar que pudo ser admisible en pequefias repiblicas rodeadas de podetosos enemigos, en peligro constante de 70 John Stuart Mill ser subvertidas por ataques exteriores 0 conmaciones in- ternas, y a las cuales podta fécilmente ser fatal un corto perfodo de relajacién en Ja enetgia y propia dominacién, fo que no las permitia esperar los saludables y permanen- tes efectos de la libertad, En el mundo moderno, Ja ma- yor extensién de las comunidades politicas y, sobre todo, Ja separacién entre la autoridad temporal y la espititual (que puso Ja direccién de la conciencia de los hombres fen manos distintes de aguellas que inspeccionaban sus asuntos terrenos), impidié una intervencién tan fuerte de Ia ley en los detalles de la vida privada; pero el mecanis- mo de Ia represién moral fue manejado més vigorosa- mente contra las discrepancias de la opinién reinante en Jo que afectaba a la conciencia individual que en materias sociales; la religién, el elemento més podetoso de los que han intervenido en’ Ja formacién del sentimiento moral, hha estado casi siempre gobernada, sea por Ia ambicién de una jerarqufa que aspitaba al control sobre todas las manifestaciones de la conducta humana, sea por el espi- ritu del puritanismo. Y algunos de estos. reformadores que se han colocado en Ia més irreductible oposicién a Tas religiones del pasado, no se han quedado atrés, ni de Ins iglesias, ni de las sectas, al afirmar el derecho de do- minacién espiritual: especialmente M. Comte, en cuyo sistema social, tal como se expone en su Traité de Politi- que Positive, se tiende (aunque més bien por medios mo- Tales que legales) a un despotismo de la sociedad sobre el individuo, que supera todo lo que puede contemplarse en los ideales politicos de los més rigidos ordenancistas, entre los filésofos antiguos. Aparte de las opiniones peculiares de los pensadores individuales, hay también en el mundo una grande y cre- ciente inclinacién a extender indebidamente los poderes de la sociedad sobre el individuo, no s6lo por Ia fuerza de a opinidn, sino también por Ia de In legislacién; y como Ia tendencia de todos tos cambios que tienen lugar en el mundo es a fortalecer la sociedad y disminuir ef poder del individuo, esta intromisién no ¢s uno de los males que tiendan a desaparecer esponténeamente, sino Sobre Ia libertad n que, por el contratio, se hard mas y més formidable cada dia Esta disposicin del hombe, sea como goberante © como ciudadano, a imponer sus’ propias opiniones ¢ in- clinaciones como regla de conducta para los demés, esta tan enérgicamente sostenida por algunos de los mejores y algunos de los peores sentimientos inherentes a la na- turaleza humana que casi nunca se contiene si no es por falta de poder; y como el poder no declina, sino que cre- ce, debemos esperar, a menos que se levante contra el mal una fuerte barrera de conviccién moral, que en las presentes circunstancias del mundo hemos de verle au- mentar, Seré conveniente para el argumento que en vez de entrar, desde luego, en Ia tesis general, nos limitemos en cl primer momento a una sola rama de ella, respecto de Ja cual el principio aqui establecido es, si no completa. mente, por lo menos hasta un cierto punto, admitido por Jas opiniones cozrientes. Esta rama es Ja libertad de pensamiento, de 1a cual es imposible separar la libertad conexa de hablar y escr bir. Aunque estas libertades, en una considerable parte, integran la moralidad politica de todos los paises que profesan la tolerancia religiosa y las instituciones libres, Jos principios, tanto filoséficos como pricticos, en los cuales se apoyan, no son tan familiares a la opinién gene- ral ni tan completamente apreciados aiin por muchos de Jos conductores de Ia opinién como podria espetarse, Es- tos principios, rectamente entendidos, son aplicables con mucha mayor amplitud de la que exige un solo aspecto de Ia materia, y una consideracidn total de esta parte de la cuestién sera la mejor introduccién para lo que ha de seguir. Espeto me petdonen aquellos que nada nuevo en- cuentren en lo que voy a decir, por aventurarme a discu- tir una ver més un asunto que con tanta frecuencia ha sido discutido desde hace tres siglos.

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