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Cara a cara
Tobias Wolff
—Vámonos, Robert.
—¿Qué te pasa?
—Quiero irme.
Se levantó y se dirigió a la salida. Le esperó en el vestíbulo.
Robert compró otro paquete de palomitas al salir y le ofreció a ella.
Virginia negó con la cabeza. Caminaron por la calle en dirección a un
museo forestal.
Esa noche, durante la cena, Virginia le preguntó acerca de su
matrimonio. Ella le había contado más cosas sobre su marido en el
viaje y él se había reído de la idea que su marido tenía del estilo, la
buena vida y sus propias posibilidades. Virginia había descubierto por
qué le desagradaba la risa de Robert. Era una risa de superioridad. Su
marido era ridículo, pero no mucho más que la mayoría de la gente.
El caso era que Robert se había permitido ciertas libertades con su
pasado y ella quería algo a cambio.
Pero Robert no paraba de hablar de sus antiguas novias.
—Espero que no te moleste —dijo—. Es agua pasada.
Le contó que todas estaban locas por él, pero había tenido que
romper porque no le parecían la persona adecuada. La mayoría de
ellas eran de familias ricas y distinguidas, hijas de coroneles y de
fiscales.
—Uno no puede venderse barato —dijo—. Hay que esperar a que
llegue la señorita Indicada. O el señor Indicado —sonrió—. Según sea
el caso.
—Háblame de tu mujer —dijo Virginia.
Robert puso mala cara y miró fijamente su vaso.
—Florence era una puta.
—¿Qué quieres decir, Robert?
—Ya me entiendes.
—No, no te entiendo. ¿Se iba a la calle y se vendía a los hombres?
¿Por dinero?
Robert se encogió de hombros.
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besarla. Parecía triste. Tal vez su mujer había sido una puta. Virginia
deseaba creerlo. Se echó ligeramente hacia delante, dispuesta a recibir
un beso, pero de repente él miró al suelo y se puso a revolver en el
bolsillo.
—Toma la llave —dijo.
Ella notó el rubor en sus mejillas. Cogió la llave.
—Hasta luego —dijo él y se dirigió hacia el bar, balanceando los
brazos.
Virginia estaba durmiendo cuando Robert entró. Sólo notó su
presencia cuando él se puso encima de ella. Por un momento no supo
dónde estaba ni qué sucedía. Luego se sentó y le empujó. No
recordaba haber gritado, pero es posible que lo hiciera, porque Robert
se levantó de la cama de un salto y se puso a mirar a su alrededor.
—Jesús —dijo— ¿qué pasa?
—Oh, Robert —se frotó los ojos, tratando de no llorar—. Por
favor no hagas eso.
—Que no haga ¿qué?
—Oh, Dios —ella se tapó la cara con las manos.
Robert se sentó en la cama.
—No te gusto, ¿verdad?
—Claro que sí. Estoy aquí, ¿no?
—No me refiero a eso. Quiero decir en la cama.
Ella le miró, encogido por el frío de la noche.
—No. No de esa forma. No cuando estoy durmiendo.
Él asintió sombríamente.
—Lo que tú digas —murmuró.
Ninguno de los dos durmió bien. Virginia era consciente de lo
desgraciado que se sentía Robert. Se ablandó. Por la mañana se volvió
hacia él y empezó a frotarle la espalda. Tenía que hacerlo. Le dio
masaje en la espalda, en el cuello, en los hombros. Cuando le tocó las
piernas, él se puso rígido. Luego apartó las manos de ella y se dio la
vuelta.
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