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Lagubia PDF
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La gubia
1.
La última providencia le conminaba a cesar en su labor, por perjudicial para el interés del
Colectivo y por inapropiada según los estándares que la Comisión había apuntado en su
última recomendación, la del 24 de febrero. Su pareja, alarmado por la repercusión que el
caso estaba teniendo en el entorno, había decidido tomarse un tiempo:
Los medios locales ya no hablaban de él: los nuevos tiempos no requerían ya personas así.
El Departamento de Educación de la Entidad había evaluado a sus colaboradores y la
última evaluación acababa de producirse. Ni metodológica ni éticamente estaba dentro de
los parámetros que habilitaban para continuar con la única asignatura que le quedaba por
impartir en tercero: Fundamentos de las Técnicas de Talla. Había hecho demasiado ruido y
al Departamento le había decepcionado su falta de oportunidad: no era un buen momento
para andar con exabruptos y su caso había durado ya demasiado. Era su madre –que apenas
entendía ya nada de lo que pasaba- la única que se había mantenido a su lado todo este
tiempo. Ni quiso saber en su momento, con lo de roberto, ni quiere saber ahora. Contenta
porque lo tiene de vuelta en casa, parece incluso más animada que antes: cuidarlo y
cocinarlo plenifica su corazón y ella no se mete en asuntos que no se le dan.
Desde la incapacidad permanente dedica sus días a perfeccionar lo que ha hecho durante
décadas; ahora tiene mucho tiempo libre.
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Se levanta con el día mediado, casi para comer; ya antes del último arreón de medicación
las mañanas le eran insoportables (dicen los médicos que algo tiene que ver el exceso de
cortisol). La tarde y su café –el único hábito que queda de antes- dan inicio al día, a su día,
que acaba entrada la madrugada. Las figuras le esperan en el taller –a doscientos treinta y
seis pasos de casa de su madre-, con el cierre echado desde la sentencia. Él ya no puede
ejercer. Todos los días llega más o menos a la misma hora, con la taza que quema en una
mano y con las llaves, frías, en la otra.
La tarde, sobre un suelo cada día más alfombrado, trabaja: repasa las figuras, dedicándose al
detalle inacabado del día anterior: una arista, una base, una nariz, una uña. Siempre hay
algún escondido rincón, algún punto que perfilar. Desde hace unos meses se fija menos en
las figuras: va cobrando más importancia lo pequeño. Cuando nota que del escoplo puede atentar
contra la figura, cambia a herramienta más fina; si el peligro continúa, abandona el lugar y
centra su atención en una zona más robusta, dos milímetros más a la derecha o a la
izquierda: teme hacer daño, teme hacer daño. Le ha quedado ese temor desde que estuvo en
internamiento: debe tener cuidado con lo que hace a otros. Así, moralmente, los metálicos golpes
de las mazas suenan contra los raspines, amortiguados por el tapiz de serrín; y va cayendo
en murmullo entrecortado la húmeda tarde, a las afueras neblinosas del taller; mientras, en
los adentros, la madera se va despojando de su mena: lo hace al compás de los goterones de
lluvia que golpean, cayendo por la limahoya, la acera horadada, cada dos segundos o un
poco más. La lluvia se deja ver últimamente cada tarde por la zona de la ría, y hay días que
está frondosa: compañera... Pasan la tarde trabajando, sin prisa:
Él-la-madera-el-tiempo-las-horas-y-la-lluvia-las-aceras.
Hace años las tardes que él no tenía universidad les interrumpía la algazara que escapaba de
los colegios. Ya no: la política de horarios saludables determina que los niños ocupen la
tarde, no en casa, sino en las Superficies de Bienestar, a las afueras. Así que el barrio está
silencioso hasta que cae la noche y llegan los transportes a las Residencias de Formación,
haciendo algún que otro ruido al doblar las esquinas de los accesos del casco viejo. Silencio
hasta ese momento de la noche, y desde ese momento hasta el alba, caminando a casa de la
madre.
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Así han transcurrido los meses previos. Su dedicación a las tallas está ahora en otra
dimensión y hay tardes, las de las últimas semanas, en que un destello de la luz del foco,
cimbreada por la brisa del reuma, le ha descubierto relieves que él no conocía; nuevas
tonalidades que nunca antes había visto fuera de las fotografías de los manuales. Un
engarce ayer de vetas que no ha podido olvidar. Las clases, la presidencia de la comunidad
o los viajes con Roberto… los ojos y las manos ven y tocan de modo diferente, y se dejan cosas si no
hay la calma apropiada. La evolución de la porosidad con el transcurso de la tarde… ya no era
materia tratada en los peipers, sino que ahora, precisamente cuando su desconexión era
total, se le hacían carne las teorías que había explicado durante tantos años en la Escuela.
2.
Con él iban a empezar, otra vez, a personalizar el trato: una entrevista personal con el coordinador
general de su caso, y cuya finalidad era la reflexión conjunta sobre lo sucedido y la
aportación de los datos necesarios para que, en futuras ocasiones, hechos similares no
volvieran a suceder. Era por el bien del Colectivo.
en los procedimientos era lo único que, en su situación, le quedaba por aportar. Podía
finalmente optar por el Bien.
3.
Los suelos del edificio del Departamento son silenciosos, no como los del taller; la
moqueta lo cubre todo: extensión azul que anula miles de pasos de los Gestores sobre la
tarima. ¿A qué sonarían?
Recuerda que las veces que estuvo allí eso fue lo que más llamó su atención: el silencio
absoluto.
El serrín no es uniforme: contiene trazas de madera de distintas texturas y tamaños que se
compactan en capas irregulares a medida que transcurren los años, sin dejar de hacer de
mar a quien lo pisa.
El suelo del taller está vivo.
Como una piel que va ganando grosor según las figuras se van desvistiendo de materia
sobrante: es un trasvase sosegado y continuo.
La moqueta no tenía esta virtualidad, aunque necesitaba pensar que algún proceso
simbiótico podía acontecer también allí, en el Departamento. ¿En qué configuración?
Crecía su congoja al seguir los pasos decididos del gestor por entre las mesas hacia la Sala:
el que la moqueta siempre fuera siempre la misma y que nadie hubiera establecido vínculo
con ella se le hacía insoportable (el Servicio de Desinfección Pública se esforzaba
especialmente en los edificios públicos, que eran la mayoría). Miraba las sombras que los
zapatos del gestor imprimían fugazmente sobre la moqueta, y nada. No, allí no quedaba
rastro nunca de nadie. La materia de la moqueta, suficientemente ensayada en laboratorio, y
con un grosor de apenas cuatro milímetros, era refractaria a la presión.
Así llegó al despacho-sala ubicado en la esquina norte del edificio, el mayor de la planta
séptima, ocupado por el coordinador general.
de su responsabilidad individual en los sucesos: algunos manifestaban emociones que seguían siendo
inadecuadas. Sobre todo, los varones.
Siendo la piel un material que al pequeño roce de los tejidos de la ropa tiende a
degradarse... Toda la sala, amplia y luminosa, parecía extraordinariamente nueva. La mesa
de visitas aún desprendía un ligero olor a cola para madera –mucho más refinado que el
que usaba en el taller. Las maderas eran de importación: ellos no conocen las de la tierra.
Los muebles tenían el diseño de la empresa local, la oficial.
Las instrucciones eran claras: comenzar a hablar sólo cuando la luz roja sobre el marco de la puerta se
ilumine. Lo que hable con el coordinador quedará sin registrar si la luz no está encendida; y
no podrá ser utilizado para las encuestas de mejora. En consecuencia, que se trate sólo de
detalles menores, no relevantes. Asimismo, y en aras de la conciliación, no habrá cámaras ni
mecanismos de vigilancia dentro de la sala-despacho, aunque se le advertía que las salas
estaban dotadas de un mecanismo de aviso inmediato. La activación del mecanismo y lo
consiguiente no es materia sujeta ni a Legislación ni a Jurisdicción. El cuerpo de celadores
estaba habilitado para realizar su función sin reportar a ninguna autoridad.
Se palpó quedamente el mango de la gubia –la más resistente- en el bolsillo del pantalón.
Era el pantalón del taller, del que casi no se había desprendido ninguna tarde en los últimos
años: la pana ofrece un tipo compostura óptima para tareas manuales en sitios poco
confortables: talleres, cobertizos, lugares de restauración… Tiene una fibra que la hace
especialmente adecuada para que las humedades de la ría no se lleven el calor de los
tuétanos; los huesos están siempre fríos alrededor.
Si bien tenía muy ensayado el movimiento de las gafas y la gubia, no tuvo necesidad de
ponerlo en práctica. Se equivocaba de nuevo la Entidad (y ya eran muchas veces) no
instalando cámaras en la sala-despacho y permitiendo alguien como él se armase en el
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tiempo de espera. Sabía que los sensores no iban a detectar el filo de la gubia si venía
protegido con capuchón, pero no esperaba tantas facilidades. Al final, todo el
entrenamiento en el taller…
Su ánimo se fue conmoviendo, durante los ciento cuarenta y seis minutos que estuvo
esperando en la silla: paso de la euforia a la angustia. Con la gubia armada en el bolsillo
observó el despacho en todos sus detalles; y concluyó que aquel no era un despacho.
Ni la mesa de visitas tenía restos de uso, ni los sofás habían soportado peso, ni las
alfombras habían sido pisadas, jamás. Bajo su mirada este tipo de situaciones se hacían muy
explícitas.
La mesa ante la que se sentaba tampoco era la mesa de nadie; y en la silla probablemente
nunca se había sentado nadie. No había teléfonos, ni ninguna máquina de las que suelen
utilizar; sólo los muebles y la luz roja sobre la puerta, apagada.
Desde el interior de la sala no se podían ver las oficinas: sólo era visible el paisaje de la ría,
ahí,
fuera.
Esperó a la llegada del coordinador y al encendido de la luz roja durante mucho tiempo.
Se puso en marcha. Comprobó fugazmente que ni la puerta de acceso ni las ventanas –de
entre veinte y treinta centímetros- tenían apertura posible. Por la posición de la luz sobre la
ría y por el tráfico estimó que serían ya las diez –noche avanzada. Intuyó, entre la
indeterminación temporal y la angustia, que ningún coordinador general iba a acudir a la
reunión y que no saldría vivo de allí. La luz roja seguía apagada.
4.
Los técnicos habían previsto un proceso pausado: los incapacitados suelen terminar de
acuerdo a la secuencia prevista por los médicos que los tratan en su incapacitación. En el
caso de nº 763 la previsión era que la ausencia de la medicación durante un tiempo superior
a cien horas (contando con la no ingesta de bebida y comida en un plazo previo mínimo de
unas veinte horas) desencadenaría epilepsia e infarto; no antes de esas cien horas, pero no
después de ciento ochenta. El margen que se dieron para entrar fue adecuado.
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Doscientas treinta y seis horas después dos numerarios del cuerpo de celadores acudieron a
la Sala de Conciliación a recoger al primer incapacitado del Nuevo Plan de Desarrollo, y no
encontraron nada de lo que el procedimiento marcaba.
Sí encontraron una figura de madera idéntica, hasta en los mínimos detalles, al cuerpo de nº
763, y de unos dos metros de altura por medio metro de anchura. Se sostenía en pie en el
lugar en el que antes había estado la mesa, que ya no estaba.
Sobre la alfombra, y depositadas muy cerca de los ventanales que dan a la ría, estaban
cuidadosamente dobladas las ropas de nº 673: un par de zapatos de piel, unos calcetines de
lana oscuros y viejos, una camisa de cuadros, un jersey, una camiseta interior desgastada y,
por último, un pantalón de pana, con restos de serrín adheridos a las perneras. Un mango
ensangrentado de gubia de carpintero asomaba en uno de los zapatos.
5.
6.
Lo extrajo con cuidado y lo depositó en el cubo de desechos; sin dar aviso a nadie, para no
complicarse la tarde.
Me moriré,
se perderá mi alma,
se perderá mi prole,
pero la casa de mi padre
seguirá
en pie.”