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LA NOVIA

DEL
FRASCO AZUL
Novela

de

Miguel Ángel de Bernardi

1
La ciudad de Oaxaca es un lugar de misterios. ¿Cuántas despedidas se
han dado en las salas y pasillos de su vieja estación de autobuses? Lo de
menos es quien se va o quien se queda. Una despedida es una
convocatoria del destino.

Cuando todo en las calles está tranquilo y las campanas de la iglesia de la


Soledad reposan su sonido narcótico, la estación de autobuses se
convierte en un rincón donde se ahoga una lágrima o donde nace una
nueva ensoñación. Aunque nadie lo note, ahí, en ese sitio donde todos
esperan irse o que alguien llegue, ni un minuto transcurre insignificante.

Linda estaba más emocionada que nunca y eso que apenas era el segundo
acontecimiento de la próxima boda. El primero fue un mes antes, cuando
los padres de Gabino pidieron la mano de la muchacha. ¿Cuántas cosas se
aproximaban? El vestido blanco, la ceremonia religiosa en la iglesia de la
Soledad, la fiesta, el mole, los regalos, la música, el viaje de luna de miel a
Huatulco, la primera noche; sin duda el embarazo, poco después el
nacimiento del primogénito, el placer de ser respetada como señora y sin
duda al final, una muerte tranquila.

Gabino quería que el día de la boda, Linda luciera preciosa, así como la
muchacha merecía. Para eso había ahorrado lo suficiente y ahora no se iba
a detener ante el precio de un ajuar. Es un día que sólo una vez ocurre en
la vida, bien vale la pena que se haga en grande, que se tire la casa por la
ventana, pensaba.

Linda vendría sola a la ciudad de México. Aquí compraría todo lo


necesario. Eran una pareja de jóvenes y ciertas costumbres ya les parecían
cantaletas pasadas de moda. Por fortuna Linda fue una muchacha de
acción. Ella sola iría por su vestido de novia. Sola hasta la ciudad de
México. Por algo se consideraba una muchacha independiente y honesta.

Rita, su madre, quiso acompañarla, pero Linda no aceptó la propuesta.


Nunca antes había viajado sola y suponía que después de casada, ya no
se le cumpliría el antojo. Por encima de la pretensión, en ella se

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evidenciaba un capricho infantil, sin ninguna intención mayor que la de ser
capaz de presumirle a sus primas y amigas que ella se había atrevido a
viajar sola hasta la ciudad de México.

Era una chiquilla seria, siempre lo fue; nadie tenía por qué ver con malos
ojos su viaje o su capricho, si alguien quiere pensar así. Más bien, podía
interpretarse como seña de que la muchacha no se iba a conformar con ser
un ama de casa preocupada sólo por las labores domésticas, sino una
mujer de trabajo, de esas que se fajan los pantalones y producen a la par
de sus maridos.

- Es peligroso que vayas sola, Linda.

Tres días pasan cuanto antes, le dijo a Gabino al momento de despedirse.


Es un abrir y cerrar de ojos. Ya después tendremos todo el tiempo del
mundo para estar juntos, para dedicarnos a nosotros. Como dicen los
curas: “hasta que la muerte nos separe”.

El muchacho sonreía emocionado. Desde que terminó su carrera de


Administrador, su gran ilusión fue casarse. Linda antes resultaba
inalcanzable, pero ya con un título universitario en la mano y un futuro
prometedor, las cosas cambian.

A manera de despedida la besó en la frente y luego con los labios le rozó la


boca. Claro que a solas se habían besado con más pasión, pero no tenían
por qué repetirlo en lugares públicos. Ya en el viaje de bodas tendrían
mucho de “eso”.

Que nadie piense que Gabino no era un muchacho audaz. A Linda la


respetaba porque desde que la conoció supo que ella sería la madre de
sus hijos. Él era un hombre de trabajo, que gracias a la ilusión, la ayuda del
tiempo, el ahorro y el esfuerzo llegaría a ser dueño de una cadena de
farmacias y papelerías que cubrirían todo el Istmo.

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Resultaba necesario buscar una esposa respetable, no una joven propensa
a las pasiones y arrebatos. Linda era linda: cuerpo de espiga y formas
discretas. Además con su decencia llegaba a más, aunque más es una
palabra que siempre resulta peligrosa, quizá por eso el destino la usa como
aliada.

El chofer del autobús puso en marcha el motor a las nueve en punto de la


mañana. Linda se deshizo despidiéndose de Gabino. Incluso llegó hasta la
exageración, como si se estuviese despidiendo para siempre. Quizá sólo
era lo que marcaba la costumbre, pero para muchos eso es vivir. A ella no
le importaba si algún mirón los veía. Que el chismoso entendiera que eran
dos jóvenes a punto de casarse...

El autobús iba casi repleto. La de las nueve era una de las corridas
predilectas. Se llegaba a muy buena hora a la ciudad de México. Resultaba
extraño que Linda fuera la única viajera que no iba acompañada. Mejor. Así
podría estirarse en el asiento y hasta dormir en ambas plazas.

Cuando el autobús salió de la terminal. Linda suspiró por Gabino, por


Oaxaca, por su juventud, quizá hasta por su felicidad. El camión de pronto
se detuvo al llegar a la esquina de Alcalá e Hidalgo.

Linda alcanzó a ver que un taxista le gritaba al chofer pidiéndole que se


detuviera. Sonrió pensando en lo “especial” de las costumbres de su
pueblo.

El autobús detuvo su marcha. Del taxi bajó un hombre vestido con traje
caqui. Traía un boleto en la mano. Era un pasajero atrasado que alcanzaba
al autobús. La idea de Linda de estirarse y dormir en los dos asientos se
vino abajo. Sin duda el lugar libre pertenecía al nuevo pasajero.

Así fue. No habría porque darle importancia al incidente. La adquirió


cuando se dio el primer encuentro de miradas entre Linda y el recién
llegado.

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Ella era una muchacha seria y jamás se había ruborizado ante los ojos de
un extraño y mucho menos sentido que su corazón latía tan de prisa. Una
vez una tía solterona le dijo que todos en el mundo tenemos una media
naranja, que el secreto de la felicidad radica en hallarla. “El dinero, el
poder, son simples pretextos para soportar la ausencia de esa media
naranja”. Y pensar que la tía Chole le parecía una solterona loca que en las
fiestas bebía más mezcal de lo bien visto.

Linda se acomodó en el asiento mientras observaba en la ventanilla el


reflejo de su rostro. Al ver que los árboles corrían, percibió el olor a
desinfectante de los asientos. Varias veces corrigió su posición, sintiendo
que el desconocido la calificaba. Quiso aventar los zapatos y después
colocarse en una de aquellas posiciones que acostumbraba cuando estaba
a solas. En el fondo ansiaba que el hombre de caqui la aprobara. El
porqué, era un misterio. Él sólo dijo: buenos días y en seguida de
acomodar su valija en el compartimiento superior, se sentó.

La contestación de Linda fue una réplica artificiosa, después de todo ella


era una muchacha educada. El autobús no había recorrido más de diez
cuadras, aun no transcurrían cinco minutos de su puesta en marcha, de
ese momento en que Gabino agitó su mano despidiéndose y... el mundo ya
era otro.

Ya nada era igual, ni podría serlo. Linda, el desconocido, Gabino, lo que


vendrá, lo que se desea, aquello que se teme... todo había cambiado.

Su prometido, su boda e ilusiones posteriores, ya eran retratos viejos,


fotografías con tinte sepia, compromisos adquiridos sólo por costumbre
familiar. Linda se dio cuenta que dentro de ella existían muchas Lindas,
incluso algunas feroces capaces de correr junto a las fieras.

Aún el autobús recorría las calles de la ciudad. Pudo pedirle al chofer que
la bajara argumentando cualquier excusa, eso resultaba lo de menos. Su
equipaje era mínimo: una maleta de mano, así como la del desconocido...

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En menos de un minuto podría estar en una calle céntrica, tomar un taxi,
regresar a su casa aduciendo cualquier excusa, casarse con un vestido
común y corriente comprado en cualquier almacén de Oaxaca...

¡No! Sería negarse a continuar inmersa en la más grande excitación hasta


ese momento sentida. Antes sus emociones fueron producto de la
acumulación de planes domésticos y económicos que de pronto fueron
posibles y pasaron a formar parte de lo que la gente de "bien" llama:
ilusiones, logros, éxitos, emociones profundas... esperanzas.

Linda ya había probado otra cosa. La erección de sus pezones y un tic tac
en su sexo lo confirmaban. Cerró los ojos reconociéndose en esa nueva
naturaleza: un animal vive en mí, pensaba. Un animal vive en todos y algún
día despierta.

Para qué tanto alboroto. El desconocido ni siquiera la había tomado en


cuenta. Él desde que se sentó se puso a leer el periódico. ¿Por qué la
ignoraba? ¿La quería hacer sentir menos?

Ella también en su casa leía el periódico. Ella desde niña leyó. No era
tonta. Su familia estaba suscrita a Excélsior. ¿Cuál será el animal del
desconocido?

Bien podría decirle al señor “anónimo” que le prestara la página cultural y


leerla mostrando experiencia. ¿Pero si él lo tomaba como un acto de
coquetería o de petulancia? Quizá para ese señor la Cultura resultaba cosa
de pedantes o lo que es peor: de holgazanes.

No fue necesario pedir nada. El desconocido le ofreció un caramelo de


miel. Linda lo rechazó con el “no gracias” acostumbrado ante los
desconocidos. No obstante, sin pensarlo ya había dicho: ¿Puede prestarme
la sección de Cultura? Quiero ver si aparece algo sobre Francisco Toledo.
La semana pasada le hicieron un homenaje. Sus paisanos estamos muy
orgullosos de él.

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A Linda el periódico le temblaba entre los dedos. Apoyó sus brazos en los
costados para que el movimiento no fuera notorio. Como si poseyeran
voluntad propia, sus labios dijeron casi en secreto: Tú condúceme. El
desconocido de inmediato volteó a verla y dijo: ¿perdón?

¿La escuchó o no la escuchó? ¡Imposible! Sus labios más que palabras


susurraron pensamientos. Todavía ella tenía una oportunidad. El autobús
iba a detenerse en Huajuapan de León, ahí vivía su madrina Purísima.

Traía dinero suficiente. Todo era cosa de bajarse del camión, caminar unas
cuadras, refrescar su “desvarío” con una nieve de mango, después saludar
a su madrina, respirar el olor a “conocido” que se da en toda casa decente;
incluso pedirle la bendición a la madrina y después tranquila tomar otro
autobús pensando que el hombre de caqui nunca existió. ¿Tranquila? ¿Y el
animal?

- ¿Va al D. F., en plan de paseo o por asuntos de trabajo?


- Voy a comprar... mi ajuar de novia. Me caso en quince días: el nueve de
noviembre.

Cuando el desconocido la felicitó, Linda ya estaba convencida de que la


magia había concluido.

Por unos minutos ella se dedicó a mirar a través de la ventanilla, a intuir


una forma de sentirse bien. Quizá le serviría pensar en la magnitud de la
decencia.

La boca se le secó. Quiso pedirle al desconocido una pastilla de miel, pero


tuvo miedo. Miedo de decir: “quiero saber algo de usted. Pregunte mi
nombre, así yo podré preguntarle el suyo, dígame que es soltero, que no
tiene novia, que aunque muchas lo pretenden no ama a nadie. Dígame que
soy mujer, que soy muy mujer. Dígame que le despierto algo. Dígame lo
que quiera. Dígame cuáles temas le interesan, sin duda conoceré alguno...
dígame cuál es su animal y por qué despertó al mío. Aún faltan cinco horas
para llegar a la ciudad de México, bien podríamos vivir una historia

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maravillosa, porque yo sé que usted es un hombre decente que de ninguna
manera me insinuará algo ofensivo. Usted no sería capaz de hacerme
sentir avergonzada... ¡Avergüénceme si quiere!, también el rubor trae
destino y placeres”.

- ¿En qué piensa?


- En que sí voy a aceptarle el dulce. ¿Y a qué se dedica?
- A mí y a lo que amo...

No era un jovencito. Quizá ya andaba en los cuarenta. Se llamaba


Bernardo. Estudió botánica en Chapingo y gracias a una beca, después
tomó un posgrado en Alemania. Desde un año atrás trabaja para una
compañía alemana dedicada a la elaboración de medicamentos naturistas.
Es por eso que constantemente viaja por toda la república en busca de
plantas y esencias básicas. Sus ratos libres los dedica a la investigación de
la herbolaria antigua. Estudia las solanáceas usadas durante la Edad
Media, sobre todo aquellas que contienen estramonio, esa droga que hace
más de cuatrocientos años le indujo la licantropía al mítico Giles Garnie y
antes al rey Nabucodonosor.

Linda se sintió ridícula cuando le contó que ella y su prometido abrirían una
farmacia y si las cosas iban bien, una papelería. Ya en el largo plazo, quizá
cuando los niños hubieran crecido lo suficiente, pensarían en la apertura de
algunas sucursales en Salina Cruz, después planes para la vejez. ¿Qué es
la vida?, se preguntó Linda.

Y ella que siempre supuso que la farmacéutica y la papelería eran los más
bellos negocios. Ella que aseguraba que la capacidad de planear la vida
evidenciaba una noble aptitud de la gente decente, ella que no reparaba en
afirmar que lo respetable siempre fue mejor que lo aventurado.

Ya Gabino, aparecía ante sus ojos como un pobre boticario aburrido,


mientras que Bernardo le resultaba un hombre de hazañas, un ser cargado
de sensibilidad que en medio de la selva era capaz de identificar cualquier
planta medicinal o venenosa, un hombre que no necesitaba planear nada,

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pues incluso el más insignificante de sus movimientos resultaba
maravilloso; un animal afín. Lo supo cuando vio los músculos de sus
manos. Cuando sintió que los dedos del desconocido eran transmisores de
virilidad. Sus ojos miraban directo, pero de ningún modo caían en la
fanfarronada. ¿Qué animal eres, desconocido? No se atrevió. Era más fácil
usar el camino conocido, las frases que preludian una charla insulsa:

- ¿Qué le pareció Oaxaca?

Linda se dio cuenta lo tonta que resulta la conversación vacía. Ese decir
“algo” con la sola idea de no permanecer callado, de parecer sociable. A
ella en ese momento le interesaba concebir algo más que un hilo de frases
y temas que siempre culminan con un: “hasta luego”, fue un placer”.

- ¿Visitó el ex convento de Santo Domingo?


- En mi viaje anterior.
- ¿Vino con su familia?

La pregunta era con intención. El “vivo solo” salido de la boca de Bernardo


fue un regalo de Dios.

Es divorciado, con un hijo de ocho años que vive con la madre en los
Estados Unidos. Linda se lo repetía mil veces en cada segundo.

- Ahora Santo Domingo es otra cosa.


- Lo sé.
- Quizá sea una de las más grandes joyas arquitectónicas de América. Su
restauración se la debemos a Toledo.

Que ganas de una mañana de sábado pasear por los pasillos y salas del ex
convento y relatarle mil anécdotas. De caminar del brazo sintiendo la
protección de un hombre maduro cuyo único plan de vida es ser feliz,
realizarse como hombre sin importarle mucho las finanzas, quizá sólo lo
necesario para seguir siendo libre, dueño de cada una de sus acciones.

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Por la noche besarle el pecho. Dejarlo... dejarlo... dejar que lo que nazca
perdure hasta el amanecer.

Se sintió ridícula cuando lo único que pasaba por su mente era hablar de
las tlayudas y el mole. Que ganas de “existir” junto a Bernardo durante un
atardecer. Sentarse en una hamaca a beber agua de coco con limón,
acaso él una cerveza fría.

- Mire, Linda, ahí ya se alcanza a ver la ciudad de México.


- ¿Dónde?
- Entre aquellos árboles. ¿La ve?
- Que rápido llegamos. El tiempo se fue volando.

Linda ya le había dicho que se hospedaría en el hotel Cortés, muy cerca de


la Alameda Central. Desde Oaxaca, Gabino hizo la reservación...

- Yo voy a Insurgentes centro. Si no le incomoda, podemos tomar el mismo


taxi.

Por un momento Linda pensó en decirle: no gracias, pero la sonrisa de


Bernardo se lo impidió. Él también viajaba con una pequeña maleta. ¿Por
qué no pensar que esa tontería los identificaba? ¿Acaso no es una
necesidad de la gente buscar puntos de identidad?

Así como si durante muchos años hubieran vivido juntos, Bernardo tomó
ambas maletas y siendo dos aventureros caminaron rumbo al sitio de taxis.
¿Aventureros de qué? ¿Aventureros de qué?

- Tengo una junta de consejo a las cinco. Los ejecutivos de la empresa me


esperan para que les informe de los resultados del viaje. Son duros pero
pagan bien.

- Usted debería ser el jefe...


- De mi libertad lo soy.

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- Si trabaja tanto debería...
- Encontré todas las plantas que necesitamos y a muy buen precio. En
cuanto entregue el informe me voy a casa. Vivo muy cerca de ahí. En la
colonia San Rafael.

- No sé dónde queda... ¿Es al sur?


- Sin duda está al sur de muchos sitios, pero es mejor pensar que está al
norte.
- Es que no conozco la ciudad.
- Me doy un baño y después le llamo al hotel. Podemos cenar juntos.

Se quedaron viendo a los ojos fijamente. El ritmo de sus respiraciones


cambio.

- Yo...

No era pregunta, era una afirmación contundente. ¿Acaso los hombres


enamorados preguntan? ¿Nuestros animales internos necesitan de la
diplomacia?

- No dudo de sus buenas intenciones, pero no considero que sea correcto.


- Como usted diga.
- Acuérdese que estoy comprometida y que me caso en quince días.
- La pasta que se va a perder es deliciosa.
- Lo siento, no puedo...

Existen “no”, que resultan terribles, pero nunca aquel que se dice mientras
nuestros ojos se mezclan con el brillo de los ojos del otro.

Bernardo no quiso darle una interpretación a las palabras de Linda. Guardó


silencio sumergiéndose en sus pensamientos. No era una pose, era la
postura de un hombre que no está acostumbrado a rogar.

Linda nunca antes sintió la cercanía de la soledad. En ese momento


Bernardo la transpiraba. ¿Recordó a otra mujer? ¿A su ex esposa? ¿Otros

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tiempos? ¿Acaso Linda le estaba diciendo no, a algo que el destino ya le
tenía pronosticado? ¿Su animal aullaba ansioso?

- Me imagino que el teléfono del hotel está en el directorio. Si me promete


que no nos desvelamos, llámeme a las siete. Sabe...
- Será muy agradable.
- Me dijo que le gusta la comida italiana, podemos ir a un restaurante
donde la sirvan. Usted debe conocer muchos. No se olvide que soy una
mujer decente.

Se miraron con toda la fuerza.

- Tengo diecinueve años. No se ría que soy más adulta que muchas que
me doblan la edad.
- No me río. Veía sus ojos.

Ella contuvo un suspiro y se cargo de electricidad y la vida renació. Que


terrible es la timidez. Nos lleva a decir lo obvio y callar lo esencial.

La despedida fue algo momentáneo que podía ser eterno. El tiempo jugó
con la vida. Ya eran las siete de la noche. Fue la tarde mas larga de su
vida. Una vida dentro de una vida.

Por la mente de Linda transcurrió toda su vida, su letargo emotivo, su


supuesta lucha encaminada al progreso doméstico y la aceptación social.

El océano de pensamientos no fue suficiente para aminorar los nervios, ni


siquiera le resultaba sedante.

Desde que llegó a la habitación del hotel, Linda se desnudó. Necesitaba un


regaderazo. Se metió a la ducha dejando que el agua le limpiara los
pensamientos y la fiebre. Era el baño más prolongado de su vida.

Ya llevaba quince minutos envuelta en una toalla blanca y mirando el


teléfono con sentimiento de imploración.

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- ¡Suena! ¡Obedece a los dedos de Bernardo! Él ya debe estar marcando el
número del hotel. ¡Cierro los ojos y suenas!

Desnuda era otra. Sus ojos eran más negros y grandes. Combinaban la
paz con la inquietud. Su talle se alargaba formando un triángulo escaleno
donde los vértices eran su ombligo y los pezones... el palpitar de sus
pezones.

Era una sensación universal mirarse el vello púbico frente al espejo y un


esfuerzo enloquecedor contener las ganas de tocarse.

La humedad le nacía. Las pulsiones de las ingles se le extendían hacia


todo el cuerpo. Hasta en los dedos de sus píes encontraba instinto. Una
fuerza que le gritaba la misma palabra: Bernardo.

- ¡Suena teléfono!

Una vez su tía Purísima le dijo: “Sobrina de mis amores, los pecados nunca
se olvidan... por fortuna”.

Después la tía soltó la carcajada, un minuto después el llanto. ¿Por qué no


marcar el número de Oaxaca y hablar con su madre? Mandar al demonio a
Bernardo y solicitar a la administración del hotel que no le pasaran
llamadas, irse a hospedar a otro hotel. México es una ciudad muy grande...

¿Dónde podría estar Bernardo? La ciudad era tan pequeña para huir y tan
grande para encontrarlo. No resistió más y se acarició un poquito al
teléfono...

¡Por fin sonó el aparato! Que alivio, que susto, que emoción. Primero un
prolongado timbrazo. Cuando iniciaba el segundo llamado, Linda ya estaba
lista para descolgar, pero dejó que terminara el llamado. Se vio al espejo,
entreabriendo los ojos. Un instante cohabitado con nuestro instinto, es un
instante de eternidad.

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Linda después de esperar tres segundos mojó sus labios para así obtener
un saludo capaz de contener su sensualidad.

- Hola...

Que decepción. No podía ser. La frustración es un látigo. Era Gabino desde


Oaxaca. Linda se derrumbó sobre la cama. ¿Cómo decirle al novio que
tenía que colgar, pues Bernardo llamaría a las siete? ¡Que en ella había
despertado un poderoso animal..!

- ¿Llegaste bien, Linda?


- Claro.
- Estoy preocupado.
- Gabino, no seas infantil.

Las palabras de su prometido le resultaban tontas, ordinarias, lentas.

¿Y si Bernardo en ese momento marcaba..? Las mil recomendaciones, el


cuídate mucho, la lista de recomendaciones, besos, los cinco: Dios te
bendiga; los mil y un lugares comunes de la charla.

¿Y si Bernardo en ese momento marcaba...? El estomago de Linda


comenzó a revolverse. Gabino no colgaba. ¿Qué urdir para dar por
concluida la charla?

- ¡Bueno!
- Gabi, dejé la regadera abierta, se está tirando el agua, en un rato van a
cerrar el restaurante y quiero bajar a tomarme un vaso de leche y un
sándwich, tengo mucho sueño, mañana pienso levantarme temprano.

- Cuídate mucho...

- Si. ya me lo dijiste tres veces.

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Por fin el tiempo hizo lo suyo. Se despidieron. Otra vez recomendaciones,
besos, peticiones de cuidado...

- Gabino. Tiene diez minutos que me estás diciendo que me cuide y


hablando de tu preocupación. ¿Piensas que soy boba?
- Es una forma de decirte que te quiero.

Que exacto es el destino cuando quiere sacudirnos. Una llamada le bastó a


Linda para conocer la verdadera esencia de Gabino.

- Administración a sus órdenes.


- ¿No me han llamado soy la señorita Linda...?
- Sí. Llamó el señor... Bernardo.

Ella se quedó pasmada. la alegría y la angustia se apoderaron de ella.


- ¿Y qué dijo?
- Que llama más tarde.
- ¡No dejó un recado!
- No...

Bernardo era un indolente, un hombre sin consideración. ¿Por qué no


insistió hasta que ella le contestara? Si era cuestión de esperar unos
minutos. ¿O por qué no dejó un número? ¿Acaso no sabia que cada
espacio de espera es una punzada de impotencia, estertores de muerte?

Linda se quitó la toalla de encima y otra vez se miró desnuda frente al gran
espejo... amó sus ojos, ellos la descubrían. Hipnotizada ante su respiración
logró contener el llanto y las ganas de un poco de agua fría...

- ¿Es usted, Bernardo? Estaba a punto de dormirme. Como no llamaba...


decidí leer... el directorio.

Que ganas de decirle que mientras esperaba la llamada, en el espejo leía


su cuerpo. Supo que sus palabras sonaron a reclamo. Que Bernardo lo

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había detectado, que... no valían la pena más conjeturas, lo importante era
que él estaría esperándola en veinte minutos en el recibidor del hotel.

No se arregló mucho. Peine, un poco de polvo y otro tanto de labial. Quiso


llevar el cabello todavía mojado, suelto. Que Bernardo la explorara al
natural. Así como es él. Pensó que el mejor adorno es dejar en libertad al
animal interno.

Bajó las escaleras. En un folleto turístico leyó que el edificio data del siglo
XVI. Necesitaba entretener su mente con algo. Podría ser terrible que
Bernardo descubriera su inquietud.

Ahí estaba él en el recibidor, mirándola desde un sillón colonial. Su


posición era la exacta, aunque no estudiada. En él todo era espontáneo.
Así nació, siendo la fiel media naranja. Ella trató de poner su atención en
otra cosa. Leyó de reojo que el edificio data del siglo...

¿Era su aroma de lima, su sencilla ropa de gabardina azul, la mirada


rotunda, esa sonoridad de su voz, el tacto de su saludo, la lluvia que mojó
la calle, su animal? ¿Qué era? ¿De qué medios se valía Bernardo para
resultar el hombre más prodigioso por los siglos de los siglos y las naranjas
de las naranjas?

- Está usted preciosa, Linda.

Viéndolo bien, ni siquiera resultaba bien parecido. ¿Y a quién le importa


que Bernardo sea guapo, si antes de aspirar a eso, él ya lo es todo? En él
la atracción efectivamente es una fuerza magnética más allá del físico, de
las palabras y hasta del alma. Un animal que con la respiración despierta
los instintos.

- Quiero que conozca un lugar muy especial.


- ¿Italiano?
- Del Universo.
- ¿De quién?

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- Un poco mío, un poco suyo.

Al cruzar la puerta del hotel, se vislumbraba el universo. La noche era


fresca, pero de un bochorno que se conjugaba con la confusión de Linda.
Tal vez era la luna llena... Caminaron una cuadra. Frente a la Alameda
Central estaba estacionada la camioneta pick up de Bernardo.

Cuando Bernardo le abrió la puerta, Linda se encontró con un magno ramo


de rosas rojas. La muchacha quería gritar de emoción.

- ¿Por qué no me las dio antes, Bernardo?


- Me dio vergüenza.
- No me diga que un hombre como usted tiene vergüenza de algo.

Se subieron al vehículo y tomaron rumbo hacia el sur. El sonido del motor


era la música que los acompañaba.

- Huele a lima, Bernardo.


- A veces preparo mis propios perfumes.
- Es muy varonil. Que linda es la ciudad de noche.
- Usted también.
- No puedo creer que usted sea tímido.
- Lo soy. Todos los hombres lo somos.
- Mi novio es muy seguro.
Linda se sintió idiota al mentir. Claro que su novio era un nudo de
inseguridades que siempre se manifestaban hablando de trabajo.

- Cualquier hombre que sea su novio debe sentirse muy seguro. Nunca en
mi vida he visto una mujer con tanta energía e intensidad como usted.

Linda se reprochó en silencio haber hablado de Gabino. Recorrieron varias


calles. Al igual que cuando se conocieron, se comunicaron a través del
silencio. La calle cada vez era más oscura. Al final de un callejón, la
camioneta se detuvo. El lugar estaba oscuro. Al parecer era un paraje

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abandonado. ¿Por qué Bernardo la llevaba ahí? ¿Se trataba de alguna
broma, de un equívoco o de una maldad?

Bernardo bajó de la camioneta sin decir nada. No era necesario, él no


necesitaba dar explicaciones, su movimiento expresaba lo justo, lo puntual,
lo que se desea. Ella lo miró desde el asiento. Un intercambio de sonrisas.
Luego él sacó una llave de la bolsa de su pantalón y caminando sigiloso,
entró en la accesoria abandonada.

Treinta segundos. ¿Dónde fue Bernardo? Por fin encendió las luces. Se
alcanzaba a leer: Pizzería “La Coincidencia”. No parecía una razón social
muy “adecuada”, pero en ese momento era significativa.

- Entre, Linda. Quiero que conozca. Aquí hace años deposité mis sueños.
No se aterre, podemos cenar en otro sitio menos polvoso. Sólo quiero que
conozca...
- ¿Por qué no mejor...?

¿Cómo decir no? No es una palabra prohibida por la pasión. Cuando el


destino da, ¿por qué decirle no? La pizzería se transformó en un lugar
ultraterreno. El polvo es la paciencia del destino...

En es momento, Linda vinculaba cualquier detalle con la magia. Bernardo


sacó una botella de vino tinto de una pequeña cava. El envase estaba
cubierto de polvo, de destino. A Linda no le importó nada, o más bien le
pertenecía todo. Siempre fue asquerosa, así con presunción de mujer
asquerosa, pero esa noche podía rodar por el suelo y muchas cosas más
sin preocuparse del... polvo.

Bernardo le contó que cuando estuvo casado, él y su mujer pensaron que


ese negocio los llevaría al éxito; “dicen que ahí la felicidad está segura”.
Después vino el divorcio y él decidió cerrar el establecimiento. Sentía que
su destino estaba enfilado a otra cosa menos “ficticia”. Su actual empleo le
permitía viajar, conocer gente y lugares, seguir investigando las plantas

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mágicas, olvidarse que estaba solo. Fue hasta un fregadero y lavó unas
copas, descorchó el vino...

- Salud por el presente, Linda.


- Por estar presentes en el presente, Bernardo.
- La noto más alegre.
- Por un momento tuve miedo. Quise no volver a verlo.
- Yo también pensé en usted.
- ¿Qué pensó...?
- Nadie sabe cómo, pero nuestro instinto siempre localiza a nuestros seres
afines.
- Dígame qué pensó.
- Que nos tenemos mucho miedo.

El olvido del tiempo resultó inevitable. Minutos después, Linda se dio


cuenta que estaba tomada de la mano del... desconocido, que él le
acariciaba los labios. Lo bello de un hombre, si se llama Bernardo, es su
tacto. Después de tocarlo, cualquier cosa que lo circunde, adquiere
virilidad.

El Universo se hizo masculino y Linda el extremo femenino. El miedo


acrecentaba la pasión. De inmediato ella pensó en la culpa, en... ¡las ganas
de besarlo eran superiores! Supo que él en su momento lo haría.

Él era capaz de leerle el pensamiento. Ella así lo pensaba y lo que en un


principio le resultó una incomodidad casi perversa, en ese momento de
entrega, era un mensaje telepático que decía: “si me lees el cuerpo, es que
mi alma necesita ser tuya. ¡Dime que así es! ¡Déjame ser tu libro Bernardo,
guiarte por fantasías, ideas y que recorras mis lugares secretos! Déjame
ser una naturaleza especial, tú sólo léeme”.

El momento se prolongó durante dos apasionados besos. Después


abrazados llegaron a un restaurante alemán con carta internacional donde
podía comerse buena pasta. Ambos pidieron spaghetti. Linda quiso decirle
que sus gustos eran similares, pero presintió que ese tipo de coincidencias

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resultaban necesarias para la gente que no coincide en cuestiones
profundas.

Un brindis con licor de menta y una mirada que todo lo dice. Escaleras de
caracol, un pequeño apartamento del quinto piso. Respiración agitada. El
viejo edificio estilo “Decó” de la calle de Serapio Rendón era modesto, un
lugar para dormir, quizá para leer de vez en cuando. Linda se preguntaba si
antes otras mujeres habían estado ahí “durmiendo” con Bernardo.

Qué importa el pasado cuando se es dueño del presente. Se besaban con


llama, con esa energía que se presentó desde la primera mirada. Cuántos
“recuerdos” se habían acumulado desde que Linda abordó el autobús en
Oaxaca.

Ella aún no estaba totalmente desnuda, aunque el pecho descubierto de


Bernardo la hacía sospechar que la entrega inicia en la primera mirada,
todo lo demás es la confirmación de algo que la Naturaleza desea que
ocurra.

En cuanto Bernardo le besó los senos, sus ojos viriles tuvieron la mirada
más limpia del horizonte. Los ojos de él y los pezones de ella eran la
analogía de la consonancia, una pureza que deseaba ser más pura. Ella
sólo dejó que sus páginas fueran recorridas por el tacto, la mirada y la
imaginación de su hombre, de su Bernardo.

- Soy tu libro. ¡Léeme! Soy una selva, descubre mi clorofila. Olvídate del
tiempo. Piensa en mí.

Unos días después ocurriría lo mismo con Gabino, aunque eso “mismo”,
sería diferente. Gabino no conocía las lecturas de selva... El amor sin la
complicidad del deseo profundo no existe, se convierte en uno de los tantos
inventos de la sociedad.

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Bernardo la penetraba con suavidad, así como si ambos cuerpos
coincidieran en ansiedad y movimiento... en las lecturas del ansia, en los
preceptos del anhelo. La suavidad y el impulso se hizo concordancia y
éxtasis frenético. Ella ahí entendió que su virginidad seguiría siendo
sagrada, pues le pertenecería eternamente a Bernardo. Él la tomaba con
suavidad que concluía en fuerza, en una fuerza brutal que la elevaba al
éxtasis.

Ocurriera lo que ocurriera, esa parte de su destino ya era de él y aunque él


no lo quisiera, su imaginación todas las noches la visitaría. Estarían unidos
en lo eterno del éter y la distancia. Cuando llegaron a encontrarse allá en
su profundidad, Linda dejo que de su garganta emergiera toda su razón de
vivir. Ella grito y él fue hasta lo más profundo de ella.

Allá en Oaxaca, cuando Linda caminó luciendo su traje de novia por el


pasillo de la iglesia de “La Soledad” y se escucharon los primeros acordes
de la marcha nupcial, ella deseó que Bernardo estuviera entre la gente, que
la mirara con sus ojos espontáneos; no necesitaba de más. Una mirada de
él la haría enfrentarse a la gente, decirles la verdad. Tomar otra vez el
autobús rumbo a la ciudad de México o a donde Bernardo quisiera.

Bernardo no estaba entre los invitados que acudieron a la iglesia de la


Soledad. ¿Dónde estaba él? Si no encontró aceite de coco en
Villahermosa, en ese momento estaría llegando a Mérida... recordándola.
Si no él, su imaginación, sus lágrimas. Porque él ya una vez las había
ocultado. Las encubrió aquella mañana que se despidieron en la estación
de autobuses de la ciudad de México.

- ¡Quédate, Linda! ¡Quédate!


- Tengo que casarme...

Él dos noches le pidió que se olvidara de su matrimonio, que se amaran


eternamente, que día a día vivieran confirmando lo que aquella primera

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mirada les propuso. Ella tuvo miedo. ¿Qué dirá la gente de mí? Voy a estar
en boca de todo Oaxaca. Tuvo miedo de tener miedo, porque cuando dijo
no puedo quedarme contigo, estaba abrazando a Bernardo y junto a él, el
miedo no existe.

Quizá Bernardo necesite más del mundo que de mí. ¿Qué seguridad puede
ofrecerme una aventura con un desconocido?

- Ahora que la gente nada dirá de mí, ¿qué podré decir yo? ¿En boca de
quién estaré, si mi boca es de Bernardo? Si toda yo ya estoy en su boca.

Era su boda. El momento largamente esperado. Un momento


trascendental. Linda iba del brazo de la seguridad que le ofrecía Gabino.
Escogió el vestido más sencillo. ¿Quién piensa en comprar vestidos de
novia cuando está besando al amor? ¿Cuando el apartamento de Bernardo
es la desnudez de Dios? La gente algo extraño miraba en sus ojos.

- Para comprarse ese vestido no tenía que ir hasta México. Vieja


presumida.

Ella y Gabino caminaban sobre alfombra roja. La gente le sonreía porque


se casaba con “la” seguridad. La seguridad le decía: nunca más Linda, soy
muy frágil y si me traicionas, ¡te destruyo y te destruyen!

Ella llegó hasta el altar. Ahí cerró los ojos para mirar más de cerca a
Bernardo, pues hasta con los ojos abiertos lo veía. Creyó que las primeras
palabras del sacerdote decían: “¿A quién recuerdas en esos momentos en
que todo mundo piensa que eres feliz?”.

Por fortuna, antes de despedirse, Bernardo le había dado un gran


recipiente de vidrio azul lleno de esencia de estramonio mezclada con cera,
lanolina y ergotina: un hongo proveniente del centeno. Era una receta
encontrada en los años veinte por Fray Onésimo de Valdés al visitar un
convento del sur de Francia. El sacerdote regresó a Oaxaca y nadie supo
de la receta. La fórmula llegó hasta María Sabina, la Sacerdotisa de los

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Hongos. Ella la enterró en uno de los patios del ex convento de Santo
Domingo. Años después un albañil la encontró. El obrero supuso que algún
anticuario podría darle unos pesos por el papel. La receta llegó hasta
Bernardo gracias a un pintor oaxaqueño con el que comparte misterios.

Linda sabía que untándose el menjurje en las sienes y los muslos,


Bernardo se manifestaría, tomaría cuerpo y se presentaría tan real como
siempre. Siempre es una palabra que va junto al nombre de él. Después le
haría el amor con intensidad total. Mientras esto ocurriera, es muy
importante que nadie la viera, pues su rostro se transformaría en el de un
lobo. En eso que la ciencia llama licantropía y Linda: amada fiebre.

Durante la luna llena, la pócima no surte efecto. Es por eso que quien la
probó, en esas fechas puede llegar hasta el asesinato. El deseo, la sangre
y el misterio están muy cercanos. Sin duda el brebaje es peligroso. La
Inquisición quemó a muchas mujeres por usarlo. Qué le importaba a Linda.
Lo principal era que el recuerdo de Bernardo podía adquirir cuerpo.

Se dice que Linda vivió “muy a gusto” con Gabino. Los negocios fueron
bien, muy bien. Ella no quiso engendrar hijos. Gabino nunca entendió la
negativa, pero ante el hecho, guardaba silencio. Ella siempre le impuso.
Era una mujer muy fuerte. Desde aquella vez que vino a México, nadie
pudo sostenerle la mirada.

Linda después de la noche de bodas, durmió sola. Incluso esa primera


noche le pidió a Gabino que la dejara por unos momentos, pues necesitaba
untarse una medicina. Después, todas las noches con la yema de los
dedos tomaba un poco de ungüento del gran recipiente azul...

Años después, en un viaje a Tecolutla, conocí en un restaurante a


Bernardo. Me contó esta historia. Con la mirada me dijo: ve y búscala. Vive
en la calle del general Fiallo, en el Centro. Pese a que casi no habla, en

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Oaxaca todos la conocen. Su marido se llama Gabino... Ahora ya no es
una joven, pero sin duda no ha perdido el brillo de sus ojos.

En cuanto pude viajé a Oaxaca. Gracias al directorio telefónico pude


localizarla. Concertamos una cita. Linda estaba sentada en la mesa del
fondo de un café de los portales. Miraba al horizonte. Al acercarme, me
dijo: “¿Te manda Bernardo?” Con la cabeza asentí. Afable me invitó a
sentar y sin preguntarme pidió nieve de leche quemada para ambos.

- ¿Cómo está, Bernardo?


- Recordándola.
- Háblame de tu.
- Recordándote, recordándola, recordando...
- El recuerdo es una de las partes más profundas del amor. Duele, pero es
amor.

Sonrió satisfecha. “Perdóname, pero estoy excitada”. Yo hablo sin recato.


Será que sólo hablo conmigo misma. Una cucharada de nieve mojó sus
labios. La acarició con el gusto. Sólo así pudo regresar de su pensamiento.

Hablamos, hablamos y hablamos. Después pidió chocolate y pan de yema.


Más tarde la acompañé hasta su casa. Gabino salió a recibirla. Estaba muy
preocupado el hombre. Me agradeció que acompañara a Linda.

- Muchas gracias. ¿Dónde la encontró? Está un poco enferma.


- Estoy más sana de lo que imaginas, Gabino.

Lindas se perdía por horas. Caminaba por los pasillos de Santo Domingo.
Al parecer Gabino consideraba que el ensimismamiento de su mujer era
producto de la locura. Que lejos está de la verdad, aunque esa verdad
nunca la conozca.

Al otro día Linda me llevó a visitar Mitla y Monte Albán. Considero que es la
mujer más lúcida que he conocido. Sus ojos reflejan satisfacción. Envidié a
Bernardo. Al salir de la zona arqueológica tomamos un taxi. Fuimos a

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comer hasta el Tule. Probamos el Amarillo, mole, empanadas. En una
destilería tomamos una copa de mezcal. Linda sonreía al mirar mis gestos
al comer los chapulines que nos ofrecieron de botana.

Me dijo que Bernardo la visitó dos años antes. “Ese día no tuve que usar el
ungüento. Tú me entiendes”. Él estaba en persona.

- Me lo contó.
- Él me dijo que la llegada de uno de sus amigos sería la señal. Lo esperé
un buen tiempo. Tus ojos son muy parecidos a los de Bernardo. A él
tampoco le hacen mucha gracia los chapulines.
- Yo...

El paseo fue inolvidable. Ya en la noche cuando la acompañé hasta su


casa, me pidió que la esperara un momento. Subió hasta su cuarto y trajo
un paquete.

- Ábrelo mañana. No lo abras antes, te lo pido. Prométeme que así será.


Con las fuerzas de la pasión no puede jugarse.

Me despedí de ella y de Gabino que ahora sí me miraba estupefacto. Yo


estaba tan cansado, que en cuanto llegué al hotel me fui directo a la cama.

Al otro día recordé el paquete. Lo desenvolví. Contenía un frasco azul con


una nota: “Ya no lo necesito. Guardé un poco. Sólo un poco, muy poco,
muy poco. Ya no lo necesito. Llegó la señal”.

Abrí la tapa y vi que en el interior del frasco quedaban restos de un


menjurje de olor singular. A mí no me gustan esa clase de misterios.
Apresurado caminé hasta la casa de Linda con la idea de devolverle el
frasco.

En cuanto llegué me di cuenta que algo terrible había ocurrido. Una


ambulancia con la torreta prendida estaba estacionada al frente de la
casona. Los curiosos veían hacia todos lados, incluso al cielo, como si de

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algún sitio fuera a llegar una respuesta. Gabino caminaba por la acera
como un loco que llora desconsolado.

- Linda se subió a la azotea y después se untó en los ojos su pomada para


las reumas.
- ¿Para las reumas?
- Un menjurje al que le tenía mucha fe.
- ¿Uno de un frasco azul?
- Ese. Yo traté de detenerla pero ella era muy “especial”. Ya con esa cosa
en los ojos se acercó al barandal y se fue al cielo.
- ¿Se cayó?
- De eso me di cuenta después...
- ¿Después?
- Yo le juro que vi cuando ella se iba al cielo. Yo estaba extasiado. ¡Se
produjo un milagro! Linda es casi una santa. Aunque no me lo crea, yo sólo
una vez tuve relaciones... de “esas”. Usted me entiende. Como ve, no
tenemos hijos. Era una santa.
- Le entiendo, Gabino.
- Fue hasta que oí un grito de la sirvienta que me di cuenta que el cuerpo
de Linda estaba tirado en la banqueta... sangrando, sangrando. Piense que
estoy loco, pero estoy seguro que Linda se fue al cielo. Que ese cadáver
que acaban de recoger de la banqueta no es el de ella. ¡Con estos ojos la
vi volar!

En cuanto llegué a la ciudad de México fui a buscar a Bernardo. La noticia


resultaba terrible, pero me sentí obligado a comunicársela. Llegué a su
edificio. En el número de apartamento que indicaba la dirección estaba
pegado un papel que decía: “Para cualquier asunto relacionado con este
departamento favor de bajar a la portería”.

Bajé. El portero me preguntó mi nombre. Se lo dije. Después me pidió una


identificación. Cuando por fin pude solventar el trámite me dio la llave del
apartamento.

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- La última voluntad de don Bernardo fue que si usted venía, le diera la
llave. Puede llevarse lo que quiera. Él eso me dijo.
- ¿La última voluntad?
- El señor Bernardo murió... se quedó dormido...

Es tonto pensar que fue una coincidencia. Abrí la puerta de la vivienda. Ya


habrá momento de contar lo que ahí vi. Lo importante ahora es que esta
historia se conozca. Nadie se preocupe. Gabino no está en posibilidades
de leer. Desde el accidente no habla y se la vive mirando al cielo con un
telescopio.

La otra noche tomé con la punta de un palillo un poco de ungüento del


frasco azul y lo coloqué sobre mi frente. Sé que ahí está nuestra glándula
de mayor percepción. Empecé a sudar en frío. Se produjo el vacío.
Después vi a Linda y Bernardo haciendo el amor en un bosque azul.

Me ruborizó el estar frente a ellos mirándolos como un bobo. Ellos no se


avergonzaron ni siquiera trataron de ocultar sus cuerpos. Bernardo sólo me
dijo: “un momento por favor”. Esperé casi seis horas. La potencia del tipo
es asombrosa.

- Perdón. No podíamos interrumpir.


- Lo entiendo...
- Lindo paseo, ¿verdad?
- Maravilloso. Son unos amigos muy especiales.
- Te acompañamos. Tú tienes que regresar a tu mundo.
- ¡Gracias Linda, gracias Bernardo!

Llegamos a un río. Los tres estábamos tomados de la mano. Los ojos y los
dedos son el más grande conducto del amor. De aquel lado está la vida,
me dijo Bernardo. ¿Y de este la muerte?, contesté.

- No. La muerte está en el fondo del agua. En ocasiones vamos ahí a


descansar.
- ¿Entonces aquí..?

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- Se llama pasión. Algunos insisten en llamarle infierno.
- Pero...
- Como podrás darte cuenta, las llamas son muy especiales. Quien vive
una pasión en vida, la vive eternamente.

Linda sonreía pícara, su desnudez también era una sonrisa. Abrió sus
brazos para despedirse, así mostrándose. Ambos me besaron en la frente.
Me lancé al río. Desde la orilla Linda me gritó: “¡usa el ungüento!”.

- Yo no conozco a ninguna Linda. - Contesté.


- Tu instinto va elegirla. Todos tenemos una sorpresa que nos espera en lo
inesperado. Será una desconocida que en menos de un minuto será
“conocida”. Al otro día la buscas. El instinto hará que la encuentres. Ella,
aunque no lo recuerde, sabrá que se pertenecen. También diles a las
novias que cuando vayan al altar, bajo su vestido lleven un frasco azul. Si
es necesario, Bernardo se encargará de llenarlo de ungüento.

Se abrazaron y continuaron haciendo el amor. Resultaba placentero nadar


en aquellas aguas mágicas. De pronto quise sumergirme y conocer un
poco de aquello que esconde la muerte. Una gran paz me inundó. Ahí
estaba Gabino recostado sobre la arena. En el rostro reflejaba una sonrisa.
Le pregunté: ¿Estás muerto? Sólo estoy loco, me contestó. A los locos nos
permiten dormir aquí, en las arenas de la muerte. Mi vida es muy
atormentada y merezco un poco de paz. ¿Eres nuevo aquí? ¿Quieres
descansar un momento?

Aterrado le aclaré que yo pertenezco a la vida. Di fechas, puntos de


referencia. Hasta me atreví a jurar.

- Si así fuera, no podrías estar aquí.

Le conté de Bernardo y Linda... él sonrió.

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- Así es ella. Aunque sentí que la conquistaba, siempre supe que no
era mía. Lo siento, pero tienes que regresar a tu dimensión. Tu
cuerpo físico puede presentar problemas”.

Que fortuna, dijo el médico tomándome el pulso. Está respondiendo. Fue


un infarto, de eso no hay duda. Yo abriendo los ojos le contesté: fue la
pasión. El médico apresurado dijo: “Delira. ¡Súbanlo a la ambulancia! ¡De
prisa, que se muere”!

- Todo va estar bien, señor. Ahorita vamos al hospital. Deje el frasco. Nadie
se lo va a robar. ¿A quién puede interesarle un frasco azul?

Miguel Ángel de Bernardi


Oaxaca
Mayo
1999
®

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