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Efectivamente, a lo largo de la historia han existido diversas respuestas a la pregunta sobre qué o
quién es el hombre y cuál es su fin o sentido en esta vida. Es una pregunta filosófica por excelencia
que cada generación e individuo se hace y se ha hecho. No obstante lo anterior, entre las múltiples
respuestas, ha calado una en particular: el materialismo.
El hombre (y también la misma naturaleza) es más que la mera suma de las partes y los componentes
físico-químicos que lo componen. Es un ente abierto al ser, a lo ilimitado, aunque condicionado por
su materialidad y es dicha apertura a lo ilimitado, al Absoluto, donde se fundamenta la experiencia
religiosa. La trascendencia no puede ser entendida por tanto en una mera superación personal de
corte egocéntrica, ni en la mera apertura filantrópica a la “raza humana”, sino que es en ultima
instancia la apertura a Aquél que es el sostén último de todas las cosas. De esta forma solo se puede
trascender realmente en la medida que uno se abre al Otro y a los otros. Es este Otro en quien se
fundamenta la verdad y fin de cada individuo y la realidad de todas las cosas.
La única manera de poder comprender qué es el hombre es, pues, aceptando junto con la realidad
material e histórica de la que se conforma, la realidad espiritual y trascendente. El hombre es una
unión indisoluble de estos dos coprincipios “siempre hay una animalidad en su espiritualidad y una
espiritualidad en su animalidad” en palabras del autor.