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En esta primera parte del capítulo la autora describe a los pacientes organizados

caracterológicamente dentro de la modalidad depresiva. Lamenta que las dinámicas depresivas y


maniacas ya aparezcan en el DSM-III bajo el epígrafe “Trastornos del estado de ánimo”, porque a
su juicio esto privilegia los aspectos afectivos, en detrimento de procesos internos con la misma
importancia fenomenológica como los imaginativos, cognitivos, comportamentales y sensitivos.
Además, sugiere que esta decisión está relacionada con la vinculación de los miembros del grupo
de trabajo a empresas farmacéuticas, que prefieren considerar el sufrimiento mental en términos
de trastornos aislados en lugar de verlos como patrones de personalidad instaurados y con una
baja respuesta a la medicación.

A continuación la autora enumera los síntomas característicos de una depresión clínica: tristeza
persistente, falta de energía, anhedonia (incapacidad para disfrutar de placeres cotidianos) y
problemas vegetativos (problemas para comer, dormir y auto-regularse). Señala McWilliams que
Freud (1917) fue el primero en mostrar la diferencia entre duelo (el mundo exterior pierde
importancia, la persona tiene un funcionamiento normal junto a oleadas de tristeza cuando se
recuerda la pérdida, es un proceso en el que lentamente se va recuperando el ánimo) y depresión
-“melancolía” (una parte del self se percibe como dañada o perdida, la aflicción es incesante e
incapacitante, la tristeza puede no remitir). En su opinión, de alguna manera, depresión y duelo
son opuestos: la gente que vive el duelo con normalidad no se deprime, aunque se sienta
abrumada después de la pérdida.

Según McWilliams los procesos cognitivos, afectivos, ideativos y sensoriales, tan llamativos en la
depresión clínica, funcionan en la psique de muchos psicoterapeutas a un nivel imperceptible,
crónico, estructurante y auto-perpetuante (empatizamos con la tristeza, entendemos la
autoestima dañada, buscamos cercanía y nos resistimos a la pérdida, atribuimos el éxito
terapéutico al esfuerzo del paciente y el fracaso a nuestra limitación personal).

Se basa en el trabajo de Blatt (2004,2008) que examina dos modos de experiencia interna y los
enmarca en dos tipos de personalidad depresiva. Personalidad de tipo anaclítico o self-en relación:
es una versión anhelante, que expresaría su estado depresivo como: “estoy vacío, estoy sólo,
necesito vincularme-conectarme”. Y un segundo subtipo denominado personalidad depresiva
introyectiva o self-definición: es una versión autoagresiva, cuyas verbalizaciones serían del tipo:
“no soy lo suficientemente bueno, soy defectuoso, soy autocomplaciente, soy malo”. McWilliams
cree que todos tenemos algo de estas dos necesidades y probablemente la salud mental vendrá
dada por un balance entre ambas.
Impulsos, afectos y temperamento

En este apartado dedicado a analizar, pone el acento en la oralidad; la autora cree que la idea de
fijación oral es más intuitiva que teórica, dado que hay muchos pacientes con sobrepeso, o a los
que les gusta comer, beber, fumar, hablar, etc. También hace referencia a la culpa parcialmente
consciente, egosintónica y generalizada, especialmente presente en la personalidad depresiva de
tipo introyectivo. Se refiere luego a la tristeza, un sentimiento omnipresente en la depresión
anaclítica. Y nos alerta de lo engañoso que puede ser homologar tristeza y depresión, dado que
una personalidad depresiva puede estar libre de síntomas distímicos, y además, como ya expuso
anteriormente, duelo y depresión son condiciones mutuamente excluyentes. Todavía añade más
la autora al indicarnos que, una escucha perspicaz puede aportarnos indicios de melancolía en una
persona que siendo psicológicamente fuerte y vivaz posee un carácter depresivo.

Cree que la depresión es un rasgo de familia, aunque es complejo determinar hasta que punto es
genético, o generado por el modo en que los progenitores depresivos se comportan modelando
en sus hijos reacciones distímicas, o por influencia sobre la estructura y funcionamiento cerebral.

Procesos defensivos y adaptativos

Al hablar de los procesos de funcionamiento defensivos y adaptativos del ego de las


personalidades con estructura depresiva, McWilliams considera fundamental, para reducir el
sufrimiento y las tendencias depresivas, el trabajo centrado en la introyección. Hace un somero
repaso del concepto según ha ido desarrollándose la teoría clínica en psicoanálisis. Comenta que
los conceptos básicos de agresión hacia dentro vs agresión hacia fuera, dieron paso al concepto de
internalización, iniciado por Freud (1917) con “Duelo y Melancolía”, ampliado por Abraham (1911)
cuando introduce “identificación con el objeto amado y perdido” y más tarde Bibring (1953), Blatt
(1974), Jacobson (1971), Klein (1940) y Rado (1928) que ponen el acento en los procesos
incorporativos. En su opinión, el concepto de introyección abarca la experiencia de sentirse
incompleto sin el objeto y la necesidad de incorporarlo en la autorepresentación para sentirse
completo, aunque esto suponga incorporar el sentimiento de maldad emparejado a la experiencia
dolorosa con este objeto.
McWilliams pone el acento en el niño, y como este proyecta sus reacciones de rabia y dolor en los
objetos amados que le han abandonado. Y dado que asumir estos sentimientos es demasiado
doloroso y además interfiere con la esperanza de un amoroso reencuentro, son expulsados de la
conciencia y sentidos como una parte mala del propio self. Así, el niño emerge de experiencias de
pérdida o traumáticas, idealizando al objeto perdido, relegando en su self los sentimientos
negativos y, desde esta convicción de maldad interna, se esfuerza para evitar que en el futuro ésta
provoque nuevos abandonos. La autora señala que este proceso es todavía más exacerbado en los
casos de maltrato, donde el abusado cree que si consigue comportarse suficientemente bien, la
humillación cesará. Este mecanismo de vuelta contra uno mismo revierte en una reducción de la
ansiedad, especialmente la ansiedad de separación (si uno cree que su propia rabia y crítica
provocan el abandono, entonces se sentirá a salvo si dirige estos sentimientos hacia sí mismo) y
también provee de una sensación de poder (si la maldad me pertenece, entonces puedo cambiar
la situación que me asusta).

Dado que los niños son dependientes, si deben depender de una persona a la que perciben como
poco fiable o con malas intenciones, tienen la opción de elegir entre aceptar o negar la realidad. Si
aceptan esta realidad, generalizarán que la vida no tiene sentido, está vacía, no puede cambiarse,
y se quedan con un sentimiento de incompletud, vacío, anhelo, inutilidad y una desesperanza
existencial. Esta sería la versión anaclítica de la depresión; se sienten víctimas, pasivas y sin poder.
Por el contrario, en la versión introyectiva, dado que no soportan vivir con miedo, niegan que
aquellos con los que tienen que contar no son de fiar, lo que les lleva a decidir que la fuente de su
infelicidad está dentro de sí mismos, conservando así la esperanza de que si son capaces de
mejorar, tendrán el poder de cambiar sus circunstancias y vivir una vida mejor. Se sienten mal
pero con poder dentro de esa maldad.

A través de la experiencia de sentirse absolutamente vacío (anaclítico) o absolutamente malo


(introyectivo) su autoestima va menguando al tiempo que, por comparación, la admiración con la
que ven a los otros va aumentando. Buscan entonces objetos previamente idealizados para
compensar su empequeñecimiento y así perpetúan el ciclo, al sentirse nuevamente inferiores a
estos objetos.

Patrones relacionales
En el epígrafe dedicado a examinar los patrones relacionales establecidos en la infancia y que
contribuyeron a desarrollar la personalidad depresiva, McWilliams señala la importancia de las
pérdidas traumáticas tempranas y/o repetidas. Estas pueden ser concretas, observables y
empíricamente verificables como la muerte de un padre, y también pueden ser internas y
psicológicas, como en los casos de los niños a los que se les presiona para que renuncien a la
dependencia antes de estar emocionalmente preparados. Aquí menciona el trabajo de Erna
Furman (1982) “Las madres deben estar ahí para poder dejarlas”, que señala que la necesidad de
independencia es tan primaria y poderosa como la de dependencia, y que los niños que saben que
pueden regresar a la madre se separan de ella de un modo natural. En opinión de la autora, esta
nueva perspectiva sobre el proceso de separación-individuación, contrasta con la creencia
occidental de que los niños prefieren satisfacciones regresivas y que los padres deben valorar el
grado en que les frustran. Según Furman normalmente es la madre, que si bien está orgullosa de
la conquista de autonomía del bebé, también siente profundamente la pérdida de la gratificación
instintiva de dejar de dar de mamar o cualquier otra separación análoga. Además cree que esté
proceso puede conducir a dinámicas depresivas si el dolor de la madre acerca del crecimiento de
su hijo es tan grande que se aferra a él (“Estaré tan sola sin ti”); el niño sentirá culpa y detestará su
necesidad de dependencia. O puede empujar al hijo de un modo defensivo (¿Por qué no puedes
jugar solo?) de modo que este percibe sus sentimientos agresivos y de independencia como
dañinos. En cualquiera de los dos casos experimentará una parte importante de su self como mala.

Señala la autora que las tendencias depresivas no sólo vienen de la mano de duelos
inadecuadamente resueltos, sino también a través de situaciones que derivan en una mala
interpretación o confusión, dificultando al niño entender de un modo realista qué ocurrió. En los
momentos en los que el niño se siente abrumado por las circunstancias, es necesario dar
explicaciones adaptadas a su edad para contrarrestar sus interpretaciones auto-referenciales y
moralistas. Aún así, la autora señala que si se produce una gran pérdida en la fase de separación-
individuación, prácticamente quedan garantizadas las dinámicas depresivas, aunque se hayan
dado explicaciones orientadas a contrarrestar el mundo mágico y categórico de esta etapa.

McWilliams prosigue el análisis de las primitivas relaciones de objeto señalando la tendencia a


generar dinámicas depresivas en los sistemas familiares que desalientan el duelo, o que critican
cualquier forma de autocuidado contemplándolo como egoísta o caprichoso. Dentro de este clima
familiar se va modelando el rechazo al dolor e induciendo el sentimiento de culpa. El duelo puede
quedar enterrado y aparecer bajo la creencia de que algo está equivocado dentro de uno; así
mismo, el niño puede identificarse con la crítica parental y el rechazo al dolor y auto-despreciarse
cuando siente aflicción, dolor, tristeza…; o puede aprender a esconder su vulnerabilidad; en otras
ocasiones el niño funciona protegiendo al adulto de un dolor que cree dañino, concluyendo que la
pena y la necesidad de consuelo son peligrosos y destructivos.
Considera la autora que la combinación de abandono real o emocional y crítica parental (“eres un
llorón; para de sentir lastima por ti; deja de lloriquear…”) es especialmente proclive a generar
dinámicas depresivas. En estos casos, el niño siente particularmente peligroso enfadarse ante el
abuso emocional de los padres, dado que ya se ha instalado el miedo al rechazo dentro de él.

Algunos pacientes depresivos han sido el miembro de la familia con mayor capacidad de conexión
emocional. Se les ha patologizado, despreciado y acusado de ser hipersensitivos o de reaccionar
en exceso, y ellos han continuado cargando internamente con estos adjetivos añadiéndolos a su
sentimiento general de inferioridad. En otras ocasiones, este particular talento emocional ha
servido para sentirse únicamente valorados si cumplían con la función de pseudo-terapeuta
familiar.

Finalmente la autora menciona que haber tenido progenitores depresivos es un factor


determinante en la generación de dinámicas depresivas, especialmente en los primeros años de
vida del niño. Estos niños se sienten culpables por pedir cosas normales y creen que sus
necesidades consumen y agotan a los otros. En general, cuanto más temprana es la dependencia a
una persona seriamente deprimida, mayor será la privación emocional sufrida.

McWilliams concluye este apartado refiriéndose a nuestras sociedades, en las que los adultos no
tienen una escucha adaptada a las necesidades de los niños, donde son comunes las rupturas
familiares y en las que el dolor emocional tiende a ignorarse a base de medicación. Cree que los
seres humanos no estamos diseñados para manejar en nuestras relaciones tanta inestabilidad
como la existente en la sociedad actual.

El self depresivo

En cuanto al self depresivo, o la idea, consciente e inconsciente, que el paciente tiene de sí mismo
y el modo en que se vive, Mcwilliams apunta que la autoimagen de los pacientes depresivos de
tipo introyectivo está marcada por la creencia en su maldad inherente e irreversible y por su
preocupación ante su capacidad destructiva. Estas ansiedades pueden tener un matiz oral (“tengo
miedo de que mi ansia destruya a los otros”) o anal (“mi resistencia y sadismo son peligrosos”) o
una dimensión más edípica (“mi deseo por competir y conseguir amor es maligno”). Las personas
depresivas, como resultado de las pérdidas no resueltas, han llegado a la conclusión de que algo
en su interior ha apartado al objeto. Se sienten inconscientemente merecedoras de su sentimiento
de rechazo, que creen provocado por sus errores y además, están convencidos de que si se les
conoce de verdad serán rechazados. Intentan con todas sus fuerzas ser “buenos”, pero tienen
miedo de ser descubiertos en su maldad y ser descartados por indignos. La culpa que llega a sentir
un paciente de este grupo a veces es indescifrable dado su carácter arrogante, basado en una
paradójica autoestima que descansa en la idea grandiosa de que “nadie es tan malo como yo”.
Dada esta disposición para sentir lo peor de sí mismos, la autora los califica de “piel fina” y por
ello, la más mínima crítica o mención de limitación o defecto, puede ser devastador.

Muy a menudo las personas con depresión de tipo introyectivo manejan su dinámica inconsciente
ayudando a otros para contrarrestar su culpa. Haciendo el bien, mantienen estable su autoestima
y evitan episodios depresivos. Muchos psicoterapeutas pertenecen a este grupo y, aún careciendo
de dinámicas de tipo depresivo, la autora menciona que en su experiencia y aunque pueda parecer
paradójico, durante el segundo año de prácticas los alumnos tienden a vivir un periodo depresivo.

La imagen que tienen de sí mismos los pacientes caracterizados como anaclíticos es de


inadecuación crónica, sintiendo un anhelo, un ansia de contacto insaciable e inalcanzable y con el
convencimiento de que su vida está destinada a ser una continua decepción. Son más proclives a
sentir vergüenza que culpa por recibir el cariño que no se merecen.

Hay mayor número de mujeres que de hombres que utilizan estrategias depresivas para afrontar
los problemas emocionales. La autora explica este dato desde la teoría feminista de los 70 y 80:
generalmente el principal cuidador del niño es una mujer y a la hora de adquirir una identidad de
género los hombres lo hacen por su diferencia con la madre y las mujeres por su identificación con
ella. Por esta razón los hombres utilizan menos la introyección ya que su masculinidad se
confirma, no por medio de la fusión, sino gracias a la separación. Ellas utilizan más la introyección,
dado que su sentido de femineidad deriva de la conexión. El hombre utiliza la negación y actúa de
modo contra-dependiente cuando se siente vacío, en lugar de experimentarse a sí mismo como
necesitado y deseoso de contacto al modo anaclítico.

Transferencia y contratransferencia
En la sección de transferencia y contratransferencia, McWilliams destaca lo atrayentes que
pueden ser estos pacientes, ya que se vinculan con facilidad, atribuyen buenas intenciones al
terapeuta aún cuando teman su crítica, se conmueven con sus respuestas empáticas, trabajan
intensamente para “ser buenos” pacientes, y toman con gran aprecio sus aportaciones. Tienden a
idealizar al terapeuta pero respetan la distancia y tratan de no ser una carga.

Al principio de la terapia los introyectivos proyectan en el terapeuta su crítica interna (el severo,
sádico o primitivo superego de la tradición psicoanalítica). Es sorprendente cómo pueden
anticiparse a la desaprobación cuando “confiesan un mal pensamiento”. Creen que si el terapeuta
les llegara a conocer realmente dejaría de respetarles y de preocuparse, y esta creencia persiste a
pesar de la constante aceptación y firme lucha contra su autocrítica por parte del terapeuta. Los
anaclíticos al principio se sienten a gusto en tratamiento, les agrada tener la cercanía ausente de
crítica del terapeuta y se produce una inmediata reducción de sus síntomas depresivos. Tienden a
idealizar al terapeuta y asumen que el terapeuta les está cuidando. Las dificultades en la
transferencia y contratransferencia aparecen cuando el terapeuta confronta al paciente y le pide
que haga cambios reales en su vida.

Según progresa la terapia, los introyectivos proyectan menos su actitud hostil y viven más
directamente su rabia y crítica hacia el terapeuta. Entonces verbalizan que no esperan recibir
ayuda y que no servirá de nada lo que el terapeuta haga. McWilliams cree que es importante
tolerar esta fase, no recibirlo como una crítica personal y consolarse con que se están deshaciendo
de las auto-críticas que les hacían tan infelices. Los anaclíticos comienzan a ser críticos al darse
cuenta de que, aunque tienen una relación cercana con el terapeuta, hay cosas que deben
resolver por sí mismos. En la experiencia de la autora, cuanto más acepta sus quejas, es más
probable que hagan cambios por sí mismos fuera de la sesión.

McWilliams agradece a los medicamentos de última generación la posibilidad de trabajar con


pacientes en cualquier nivel de alteración y analizar dinámicas depresivas, incluso en clientes
psicóticos. Anota que antes de la aparición del Litio y otros medicamentos, estos pacientes no
podían tolerar el dolor de una relación cercana (surgían sus temores: ser odiados por el terapeuta
– introyectivo; el anhelo de una entrega real - anaclítico), a veces se suicidaban después de años
de tratamiento porque no podían tolerar la esperanza que podría llevar a sentir una decepción
devastadora.
Es más fácil, en opinión de la autora, trabajar con los clientes introyectivos más sanos porque sus
fallas básicas son prácticamente inconscientes y les resultan ajenas al hacerse conscientes. El
despiadado odio hacia sí mismos, de los pacientes borderline y depresivos psicóticos, es muy
infrecuente en pacientes medicados, como si la dinámica depresiva fuera químicamente ego
distónica y quedara al nivel de analizabilidad de un paciente depresivo neurótico. También es más
fácil trabajar con los clientes anaclíticos más sanos, aunque puede ser muy irritante su pasividad
subyacente. Cuando los pacientes con dinámicas depresivas están a un nivel borderline y psicótico
es mucho más difícil, dado que se perciben como carentes de recursos internos y creen
firmemente que el terapeuta debe arreglar sus cosas, con el añadido de que la medicación
refuerza la idea de que la ayuda debe venir de fuera.

Asociado a la capacidad de atracción de estos pacientes, dependiendo del tipo de depresión, la


contratransferencia va de un afecto bondadoso a fantasías de rescate. Esto sería lo que Racker
(1968) llama contratransferencia complementaria: uno asume el papel de “madre buena” como
respuesta a la creencia inconsciente del paciente (cierta pero peligrosamente incompleta) de que
la cura proviene de un amor incondicional y una comprensión total. También se da una
contratransferencia concordante en la que el terapeuta, por contagio, se siente torpe, dañino, no
suficientemente bueno (elementos introyectivos) o inútil, incompetente, desmoralizado
(elementos anaclíticos). El terapeuta puede caer en la desmoralización si no es capaz de salvarlos
lo suficientemente rápido y fácilmente concluir que no es suficientemente bueno. La autora
mantiene que estos sentimientos pueden mitigarse si la vida personal del terapeuta es gratificante
y al registrar cómo, a través de los años de profesión, se ha ayudado incansablemente a pacientes
depresivos.

Implicaciones terapéuticas del diagnóstico de personalidad depresiva

En lo que respecta al estilo e implicaciones terapéuticas, debido a la sensibilidad de los pacientes


depresivos a la más mínima confirmación de su miedo a la crítica o al rechazo, es muy importante
una constante actitud empática de aceptación, respeto y esfuerzo compasivo por comprender.
Además, la autora recomienda una férrea interpretación de los constructos explicativos del
paciente, una exploración persistente de las respuestas ante la separación y de los ataques del
superyó.
Con pacientes introyectivos McWilliams cree que es fundamental poner de manifiesto sus
pensamientos implícitos a cerca del, temido como inevitable, rechazo, incluyendo sus esfuerzos
por ser “bueno” para prevenirlo. Su mejora depende del trabajo dirigido hacia la creencia interna
del paciente sobre su maldad y el papel que juega en las perdidas. Para aquellos pacientes
introyectivos con un mejor funcionamiento resulta útil, para que tomen contacto con su crónica y
automática vigilancia, la utilización en terapia del diván u otras opciones que minimicen el
contacto visual.

En el caso de los anaclíticos, ya sabemos que tan pronto como se sienten cuidados mejoran pero al
dejar el tratamiento vuelven a experimentar sus síntomas. Dado que requiere tiempo internalizar
la figura confiable y positiva del terapeuta, es recomendable que la duración del tratamiento sea
prolongada y que el final del mismo esté abierto para evitar que se recree la ruptura de relaciones
de modo prematuro sin que el paciente tuviera control sobre la situación y que refuerzan
inconscientemente su creencia sobre su incapacidad para mantener relaciones. Si por cualquier
motivo es necesario terminar antes de la finalización del tratamiento es especialmente importante
explicitar el significado que el paciente da a esta pérdida.

En opinión de la autora, en ambos tipos de pacientes depresivos es muy importante explorar y


entender el modo en que el paciente vive la separación, incluso la separación que conlleva un
breve silencio (los silencios prolongados deben ser evitados ya que promueven sentimientos de
falta de valor, de sentirse a la deriva y de inutilidad). Son muy sensibles al abandono y les es difícil
tolerar estar solos. Además, estos pacientes pueden experimentar las pérdidas, especialmente los
introyectivos con tendencias psicóticas, como prueba de su maldad e inadecuación. Es condición
necesaria una aceptación libre de juicio, pero además es vital, no un cuidado ininterrumpido, sino
experimentar que el terapeuta vuelve después de la separación. Así, el paciente descubre que su
enfado ante la separación del terapeuta no destruyó la relación (introyectivo) y que su ansia no le
alejó definitivamente (anaclítico).

Al tratar de tomar contacto con sus sentimientos negativos, la autora apunta que los pacientes
lamentan no poder asumir el riesgo de mostrar hostilidad hacia el terapeuta. Detrás de esta
actitud, subyace la idea de que enfadarse aleja a la gente. Puede ser revelador ayudarles a admitir
sentimientos negativos y comprobar el modo en que se facilita la intimidad en la relación. Así
mismo, es importante enseñarles que el enfado interfiere en las relaciones únicamente si, aquel
del que se depende afectivamente, reacciona de modo patológico, siendo esta una experiencia
común en la infancia de los pacientes depresivos.
Otro apunte interesante de la autora, es que los comentarios de apoyo a una persona inmersa en
el desprecio a sí misma pueden agravar su depresión, dado que el paciente transforma
internamente este hecho del siguiente modo: “Si el terapeuta me conociera realmente no podría
decir esas cosas positivas sobre mi, he debido embaucarle y soy malo por engañar a esta buena
persona. Además, no puedo fiarme de su ayuda porque se le lía con facilidad.” Por tanto, prosigue
la autora, para mejorar la autoestima de estos pacientes, especialmente los introyectivos, no hay
que reforzar el ego, sino atacar su superego. Para hacer más fácilmente tolerables las
interpretaciones, incluso cuando se está haciendo frente a un introyecto negativo, deben hacerse
en un tono crítico. El paciente puede decirse algo así: “Si me está criticando, debe haber algo de
verdad en lo que está diciendo, dado que se que en cierto sentido soy malo.”

McWilliams señala que es importante considerar como progreso lo que en otro tipo de paciente se
tomaría como resistencia. Los pacientes depresivos buscan ser “buenos”, son cooperativos, dóciles
y sumisos, por tanto una cancelación o el retraso en el pago, puede ser un triunfo sobre la idea de
revancha por parte del terapeuta al percibir cualquier signo de oposición.

Dado que la idealización implica una percepción negativa de uno mismo y que el paciente
depresivo idealiza, es necesario para aumentar su autoestima que el terapeuta se muestre y sea
visto como un imperfecto ser humano.

Y para concluir este apartado, la autora tiene en cuenta que la extremada sensibilidad depresiva
está relacionada con la frecuencia de separaciones irreversibles en las vidas de estos pacientes, y
por este motivo considera muy importante que sea el paciente el que decida finalizar el
tratamiento. Así mismo, señala que es vital dejar la puerta abierta a futuros tratamientos y
analizar por adelantado cualquier inhibición relacionada con pedir ayuda en el futuro.

Diagnóstico diferencial
Por último, considera McWilliams necesario hacer un diagnóstico diferencial de los pacientes
depresivos respecto de los pacientes de corte masoquista y narcisista. Cree que se diagnostica
inadecuadamente como depresivo a las mencionadas patologías porque el terapeuta con rasgos
depresivos proyecta su propia dinámica en el paciente, y además, porque es frecuente que estas
patologías cursen con síntomas depresivos, especialmente distimia.

Puede haber un solapamiento entre el narcisismo de tipo depresivo-empobrecido-frágil y la


depresión de dinámica anaclítica. Cuanto más narcisista del tipo grandioso es la persona, se siente
menos necesitada, da menos valor a las relaciones y se defiende mejor de la vergüenza que el
depresivo anaclítico, además este puede sentirse vació y falto de sentido. Así mismo, el
sentimiento subjetivo de vacío del anaclítico, es diferente del sentimiento nuclear de vacío del
narcisista. Estos, tienden a tener una transferencia de objeto del self, mientras que el anaclítico
tiene transferencias de objeto. La contratransferencia con el primero es vaga, irritante y vacía
emocionalmente, mientras que con el segundo es más clara, cálida, potente y suele incluir
fantasías de rescate.

Las conductas de apoyo pueden ser tranquilizadoras para una narcisista, pero ya dijimos que para
el depresivo, y más para el de corte introyectivo, son desmoralizantes. Las interpretaciones que
redefinen la experiencia afectiva hacia el enfado caen en saco roto con el narcisista, pero pueden
aliviar y animar a los pacientes introyectivos. Reconstrucciones interpretativas señalando unos
padres críticos y las separaciones nocivas, no tienen efecto con los pacientes narcisistas, aunque
estén muy deprimidos, porque el rechazo y el trauma no encajan con la narrativa interna de estos
pacientes, y sin embargo son útiles para un paciente depresivo acostumbrado a atribuir cualquier
sufrimiento a sus defectos. Es muy útil trabajar la transferencia con un paciente depresivo, sin
embargo con un paciente narcisista puede reaccionar descalificándonos, incluyéndonos en su
idealización generalizada o simplemente no haciéndonos caso. La diferencia fundamental entre un
paciente narcisista y un paciente depresivo de corte introyectivo es, que al primero lo
consideramos patológicamente vacío, mientras que en el segundo vemos una patología hecha de
introyectos hostiles.

Finalmente, la autora considera que existe un patrón similar en la adaptación a la culpa


inconsciente en los pacientes masoquistas-auto-derrotados y en los depresivos, de hecho
coexisten frecuentemente. Por otro lado, Kernberg (p. ej. 1984), en la organización que hace del
carácter, considera la “personalidad depresiva-masoquista” como uno de los tres tipos de
neurosis.
En la segunda parte del capítulo McWilliams describe las PERSONALIDADES HIPOMANÍACAS
(CICLOTÍMICAS).

Las personas con hipomanía (similar a la manía pero de menor severidad) poseen una organización
depresiva contrarrestada defensivamente mediante la negación. Por otra parte, el término
“ciclotímico” ha sido utilizado para describir el fallo en el proceso de negación que tiene como
consecuencia un episodio depresivo, siendo este un hecho que se da en la mayor parte de las
personas con tendencia maníaca.

La hipomanía se caracteriza por un estado de euforia o excitación, gran energía, movilidad,


distracción, auto-bombo, ingenio, y grandiosidad. Son grandes animadores, contadores de
historias, mimos… el tesoro de sus amigos, si no fuera porque todo se lo toman en broma y porque
es difícil tener un contacto emocional cercano. Akhtar (1992) añade más rasgos: tendencia a
idealizar a los otros, adicto al trabajo, ligón, elocuente, sentimiento secreto de culpabilidad en
relación a la agresión hacia otros, incapaz de estar solo, carente de empatía, incapaz de amar,
corrompible, y con un estilo cognitivo sin una estrategia sistemática. Sin embargo, la autora
puntualiza que muchas personas que poseen un carácter hipomaniaco son capaces de amar y se
comportan con integridad. Cuando aparecen emociones negativas tienden a mostrarse, no como
pena o decepción, sino en forma de enfado e incluso con súbitos episodios incontrolados de rabia.

A las personas en un estado maníaco o con una personalidad maníaca se las conoce por sus
grandes planes y su frenesí ideativo, se sienten libres de necesidades físicas como comer o dormir,
están “arriba” y no pueden parar hasta que se agotan literalmente. Drogas como el alcohol, los
barbitúricos o los opiáceos, que deprimen el sistema nervioso central, les resultan especialmente
atractivas.

Impulsos, afectos y temperamento

En este apartado, al igual que en las personalidades depresivas, pone el acento en la oralidad:
hablan sin parar, beben temerariamente, se comen las uñas, mastican chicle, fuman, se muerden
el interior de la boca y, especialmente al final de su enfermedad, suelen tener sobre peso. Su
continuo movimiento sugiere una considerable ansiedad, a pesar de su humor animado. El
encanto que despliegan y contagian no es de fiar, sus conocidos siempre dudan de su estabilidad.
La euforia les es familiar y desconocen la serenidad.

Procesos de funcionamiento defensivo

McWilliams describe tres tipos de procesos de funcionamiento defensivo en las personalidades


con organización maniaca o hipomaniaca. Estos pacientes utilizan la negación: tienden a ignorar o
transformar en motivo de humor, circunstancias que estresarían o alarmarían a otros. Así mismo,
son frecuentes las actuaciones (acting out): suelen huir ante la amenaza de pérdida, y pueden
escapar de los sentimientos dolorosos a través de la sexualización, intoxicación, provocación, e
incluso conductas que parecerían psicopáticas como el robo. Por este motivo, se ha cuestionado la
estabilidad de su principio de realidad. Por último, tienden a infravalorar a los otros,
especialmente cuando temen sentirse decepcionados por los vínculos amorosos establecidos.
Para una persona maniaca, cualquier distracción es preferible al sufrimiento emocional. Aquellos
con un desorden de personalidad severo o los que padecen un brote psicótico, también pueden
utilizar el control omnipotente como defensa: se siente inmortales, invulnerables, convencidos del
éxito de sus grandes planes. Durante una brote también son posibles conductas exhibicionistas, la
violación (generalmente alguien cercano o la pareja) y control autoritario.

Patrones relacionales

En lo que respecta al epígrafe dedicado a examinar los patrones relacionales, establecidos en la


infancia y que contribuyeron a desarrollar la personalidad hipomaniaca y maniaca, nos
encontramos con un patrón repetido de separaciones o pérdidas traumáticas (muerte de personas
significativas no lloradas, divorcios y separaciones a las que no se hizo mención, cambios
frecuentes de domicilio sin tener en cuenta las necesidades del niño) que el niño no tuvo la
oportunidad de procesar emocionalmente. También son frecuentes las críticas y el abuso
emocional y, a veces, físico. En la historia de los pacientes maniacos se combinan perniciosamente
las separaciones traumáticas y la negligencia o el maltrato emocional. Además, añade McWilliams,
en estos pacientes las situaciones son más agudas que en los depresivos, porque de otra manera
sería difícil explicar la utilización de una defensa tan extrema como la negación.
El self maníaco

En cuanto al self maníaco, McWilliams señala que estos pacientes tienen miedo a vincularse
emocionalmente porque perder a esa persona implicaría una emoción devastadora. En la manía,
el continuo que va del polo neurótico al psicótico, recae con mayor fuerza en las áreas psicóticas y
borderline porque el proceso que está en juego es muy primitivo. Como consecuencia muchos
hipomaniacos y ciclotímicos temen vivir la experiencia subjetiva de auto-desintegración o
fragmentación, la autora lo describe como el miedo a quebrarse si dejan de moverse.
Normalmente acuden a terapia después de una profunda experiencia de este tipo, dentro de un
episodio depresivo, tras haber fallado su defensa maniaca. Por otra parte, señala la autora, que los
hipomaniacos mantienen vagamente su autoestima combinando la evitación del sufrimiento y la
euforia al cautivar a otros. Algunos son expertos en conseguir que otros se apeguen a ellos sin
corresponder en la intensidad de su vinculación.

Transferencia y contratransferencia

McWilliams destaca lo encantadores, perspicaces y fascinantes que pueden ser los clientes
maniacos, aunque también son agotadores y confusos. A veces el terapeuta puede sentirse
inquieto al no poder hacerse una idea de conjunto coherente o puede tener la sensación de que el
paciente debería mostrar más emocionalidad al contar una historia tan turbulenta.

Advierte McWilliams que una de las tendencias contratransferenciales más peligrosas es


subestimar el grado de sufrimiento y potencial desorganización que se esconde detrás de su
cautivadora presentación. Lo que parece una confiada relación terapéutica puede ser en realidad
una defensa maniaca y un encanto utilizado como defensa. Más de un terapeuta se ha
sorprendido ante los resultados de un atractivo hipomaniaco en un test proyectivo; el test de
Rorschach puede ser una herramienta muy útil en este sentido.
Implicaciones terapéuticas del diagnóstico de personalidad hipomaníaca

En lo que respecta al estilo e implicaciones terapéuticas, el terapeuta, en opinión de la autora,


debe tener muy presente la frecuencia con la que los pacientes hipomaniacos abandonan
prematuramente el tratamiento; en las primeras sesiones se debe tratar el tema, interpretar su
necesidad defensiva de escapar de relaciones significativas y acordar con el cliente la permanencia
en tratamiento después de haber sentido el impulso de salir huyendo. Apunta que esta puede ser
la primera vez que el paciente afronta el hecho de que existe un camino emocionalmente
apropiado para terminar las relaciones y también la primera ocasión en la que se relaciona con el
dolor y los sentimientos relacionados con la pérdida. El trabajo terapéutico debe estar focalizado
en su tendencia a negar el dolor y otras emociones negativas. Es más fácil ayudar a los pacientes
manifiestamente más enfermos dado que cuanto mayor es el malestar psicológico mayor es su
motivación de adherirse al tratamiento.

Los psicotrópicos son de gran ayuda con pacientes maniacos, al igual que con pacientes
depresivos, con un mayor nivel de perturbación. Y en opinión de la autora, la psicoterapia,
contrariamente a la creencia popular, es importante para trabajar las experiencias de pérdida y
que aprendan a vivir con menos miedo, así como para que continúen tomando la medicación.

Los hipomaniacos más sanos suelen acudir a terapia más tarde en la vida, (al igual que los
narcisistas del tipo grandioso) cuando sus energías, impulsos y autodestructividad han mermado,
entonces perciben retrospectivamente su vida como fragmentada e insatisfactoria y buscan darle
un sentido. Aún así es necesario acordar con el paciente medidas para evitar un abandono
prematuro.

Opina la autora que, al igual que en los pacientes paranoides, también en el trabajo con
estructuras hipomaniacas hay que ir por debajo, atravesar la defensa: ser incisivo, confrontar
enérgicamente y nombrar lo negado, en lugar de invitar al paciente a explorar la rigidez e
inflexibilidad de la defensa. El terapeuta debe tener una actitud firme y comprometida. Debe
hacer interpretaciones claras y educar al paciente normalizando los sentimientos negativos y
restándoles su cariz catastrófico.
La terapia debe conducirse con un ritmo lento debido al terror que experimentan estos pacientes
hacia el dolor y la autofragmentación, además, así el terapeuta modela una nueva manera de vivir
los sentimientos. Dado que estos pacientes pueden decir cualquier cosa que funcione con tal de
evitar enfrentarse al dolor, la terapia debe tener un tono directo y franco. Además, el terapeuta
debe investigar periódicamente si el paciente dice la verdad y pedirle honestidad al hablar de si
mismo.

Diagnóstico diferencial

McWilliams advierte que el mayor obstáculo para identificar y hacer un diagnóstico diferencial de
los pacientes hipomaniacos se da en la transferencia y contratransferecia. Un error que puede
alienar a estos pacientes, incluso en la primera sesión, es ver en ellos defensas más maduras de las
que poseen, una mayor fuerza del yo, y una identidad mejor integrada.

Dado el encanto, la aparente capacidad de involucrarse afectivamente y su manifiesta capacidad


de insight, los hipomaniacos, especialmente las mujeres, pueden ser tomados por personalidades
con orientación de tipo histérico, haciéndoles sentir insuficientemente sostenidos y comprendidos
sólo superficialmente. Los pacientes maniacos, al igual que los depresivos, tienen la convicción
inconsciente de haber engañado a los que les tienen en consideración, de modo que el terapeuta
será despreciado y deberá referirse a estos aspectos para evitar abandonos. Esta conducta, sin
embargo, estaría contraindicada con pacientes histéricos. La evidencia de relaciones que han
acabado bruscamente con personas de los dos sexos, una historia de pérdidas traumáticas en las
que no ha habido duelo, y ausencia de temáticas de poder y relacionadas con el género del
histérico, son algunas de las áreas que diferencian a estos dos tipos de personalidad.

Dado que la grandiosidad es un rasgo central de la manía, es fácil confundir a pacientes


hipomaniacos y ciclotímicos con narcisistas del tipo grandioso. Sin embargo los narcisistas no
tienen una historia pasada accidentada, ni impulsiva, ni catastróficamente fragmentada, aspectos
que son frecuentes en los hipomaniacos. La diferencia intrapsíquica radica en el vacío interno de
los narcisistas y la crueldad de los introyectos negativos, manejados con la negación, de los
hipomaniacos. Aunque a un narcisista arrogante le resulte difícil manejarse en las relaciones, es
menos proclive a los abandonos terapéuticos. Ambos tipos de pacientes tienen una afinidad; que
son más accesibles al tratamiento terapéutico cuando se hacen mayores. Por otra parte, analistas
como Kernberg (1975) que entienden el narcisismo grandioso en términos introyectivos, trataran a
ambos grupos de un modo similar.

La impulsividad de los pacientes hipomaniacos nos puede llevar a confundirles con una
compulsividad caracterológica, ambos grupos son ambiciosos y exigentes. Sin embargo, según
Akhtar (1992) los individuos compulsivos son capaces de relaciones de objeto profundas, un amor
maduro, preocupación por el otro, genuina culpa, capacidad de duelo, tristeza, pueden tener
relaciones íntimas duraderas, son modestos y tímidos. Los hipomaniacos por el contrario son
pomposos, adoran la compañía, se vinculan rápidamente y con la misma celeridad pierden el
interés. A los compulsivos les interesan los detalles, que los hipomaniacos ignoran. Las ataduras
morales y el seguimiento de la norma de los compulsivos contrasta con el “carácter perverso” de
los hipomaniacos. Al igual que en el caso del diagnóstico diferencial con los histéricos, es muy
importante diferenciar su mundo interno del contenido manifiesto de su conducta.

Una persona en un estado de psicosis maníaca puede parecerse mucho a un esquizofrénico en un


episodio ebefrénico agudo y esta diferencia es importante a la hora de medicar.
Independientemente del saber popular, ser manifiestamente psicótico no equivale a ser
esquizofrénico. Para determinar el grado de desorganización, especialmente con pacientes
jóvenes que han tenido un brote psicótico, es importante revisar la historia, a través de
información aportada por la familia, y evaluar si ha habido afectividad plana y capacidad de
abstracción. El trastorno esquizoafectivo cursa en un nivel de reacción psicótico y rasgos maniaco-
depresivos y esquizofrénicos, por tanto es importante una medicación muy individualizada.

El paciente maniaco es muy propenso a la distracción y puede fácilmente confundirse con un


Trastorno de Déficit de Atención y TDAH. En opinión de McWilliams, ayudan a hacer la
discriminación temáticas internas como la pérdida, la nostalgia-anhelo y el autodesprecio,
contrarrestado con la negación. Es posible padecer los dos trastornos y, una vez más, es
importante una medicación muy cuidada para no desencadenar un estado maníaco.

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