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U530 se rendía en Mar del Plata el 10 de Julio 1945

El 10 de julio de 1945, la ciudad de Mar del Plata se conmocionó con la rendición del submarino alemán U-530. El entonces coronel
Rómulo H. Bustos estaba al frente de una de las baterías antiaéreas que controlaban la costa. En esta nota, el militar (R) cuenta a LNR
curiosos episodios previos a su desembarco y detalles de la nave y su tripulación

El 10 de julio de 1945, la ciudad de Mar del Plata se conmocionó con la rendición del submarino alemán U-530. El entonces coronel
Rómulo H. Bustos estaba al frente de una de las baterías antiaéreas que controlaban la costa. En esta nota, el militar (R) cuenta a LNR
curiosos episodios previos a su desembarco y detalles de la nave y su tripulación

El coronel (R) Rómulo Horacio Bustos, nacido en Buenos Aires el 15 de noviembre de 1921, es desde todo punto de vista un sujeto
interesante. Menudo, luciendo su cuidada barba candado blanca, resulta siempre un narrador apasionante. De larga trayectoria en el
campo de la inteligencia militar, acaba de terminar un libro, todavía inédito, titulado Un Perón poco conocido. Como oficial de
Artillería, además, se hallaba destinado en Mar del Plata durante el invierno de 1945, justo cuando se produjo el misterioso arribo y la
rendición de los submarinos alemanes U-530 y U-977, dos meses después de haber concluido la guerra en Europa.

“Ese invierno en Mar del Plata –señala Bustos– me tocó vivir varios episodios más que sugestivos. Yo me desempeñaba por entonces
como jefe de una batería de tiro en la Agrupación Antiaérea, destacada en la zona de Parque Camet. Corría la primera quincena de
junio cuando, una tarde, nos reunió a todos los jefes de batería en su despacho el comandante de la agrupación, el teniente coronel
Pedro Lagrenade, para comunicarnos que acababa de recibir un texto cifrado del Comando en Jefe del Ejército por el cual se le
ordenaba cubrir con todos sus efectivos (armados con munición de guerra) un amplio sector de la costa comprendido entre el puerto
de Mar del Plata y la laguna de Mar Chiquita para oponerse a posibles desembarcos desde submarinos alemanes.

“A mi batería –relata el oficial– le tocó cubrir el extremo del dispositivo defensivo que se apoyaba en la laguna. Contábamos con nueve
cañones livianos Oerlikon emplazados en el sector asignado sobre el acantilado, con todo el armamento cargado y listo para abrir
fuego. Una de esas noches, que fue especialmente oscura, lluviosa y ventosa, pasada la medianoche advertí que desde el mar se
dirigían hacia un sector de la costa cercano al nuestro señales luminosas con cortos intervalos. Ante su reiteración, me comuniqué de
inmediato con el jefe de la agrupación. Al llegar el teniente coronel Lagrenade a mi puesto de combate le indiqué el lugar de donde
provenían las señales, pero para entonces ya se habían desvanecido.”

Cuenta Bustos que, sin embargo, cuando su comandante estaba por retirarse del lugar en su vehículo, se reanudaron las señales desde
el mar. “Lagrenade –dice– dispuso que acudieran al sector los efectivos más próximos y que, de producirse desembarcos, hiciéramos
la mayor cantidad posible de prisioneros. De todas formas, las señales luminosas, cada vez más espaciadas, comenzaron a
desaparecer después de la 1 de la madrugada, ya sea porque las malas condiciones climáticas (el mar embravecido y fuertes vientos
cruzados) hacían muy peligroso el desembarco en gomones, o porque los tripulantes del misterioso navío habían sido advertidos del
emplazamiento militar que los esperaba en la costa.”

Señala el oficial que, como en las noches siguientes las señales no se repitieron, en todo el sector el dispositivo quedó reducido a
puestos de observación. Según afirma, acerca de todo ese episodio se produjo un informe que fue remitido al Comando en Jefe del
Ejército con carácter muy secreto.

UNA CAVERNA CON SORPRESAS

Bustos recuerda que el segundo y extraño episodio del que fue testigo presencial ocurrió a fines de junio, tal vez diez días después del
anterior, y se dio de forma accidental en la playa. “Esta vez –agrega– todo ocurrió en una mañana soleada, con una temperatura
agradable. Yo había bajado a la playa con mi unidad para practicar ejercicios de puntería y tiro con munición de fogueo. La playa (de
diez metros de ancho en ese sector) estaba limitada por un acantilado rocoso de unos 25 metros sobre el nivel del mar. Los cañones de
mi batería los de-sarmábamos y los bajábamos a la playa mediante sogas. Luego los armábamos y cargábamos con munición de
fogueo. Al término del ejercicio venía el rancho de la tropa y, luego, un momento de descanso. Fue entonces cuando uno de mis
soldados descubrió una caverna en el acantilado de casi tres metros de profundidad. Allí pudimos observar, a 10 o 20 centímetros por
encima de las marcas que dejaba la marea alta, que alguien había colocado tres tablones de madera apoyados sobre sus bordes. En
ellos se apilaban varias decenas de latas del tamaño de las de cerveza, pero sin identificación visible, salvo una letra estampada. La
primera lata que abrimos contenía pan negro que parecía recién horneado, y la siguiente, barras de chocolate, lo que me hizo estimar
que las demás también contenían bebidas y otros alimentos. Por supuesto que relacioné este incidente con las curiosas señales
nocturnas de días atrás (que habían tenido lugar en el mismo sector). No me quedó entonces ninguna duda de que ese lugar era un
punto de apoyo, ya fuera para aprovisionar a los submarinos alemanes que se movían por la zona, o para brindar alimentos frescos a
viajeros clandestinos desembarcados en el sitio.

“Cuando informamos de este inesperado hallazgo al jefe de la agrupación –continúa Bustos– éste dispuso sacar fotografías desde
diversos ángulos del interior y el frente de la caverna, así como retirar todas las latas y los tablones, y redactar un detallado informe
con mi declaración y la de mis oficiales. Todo el material incautado, las fotografías y el informe fueron llevados ese mismo día por el
teniente coronel Lagrenade al Comando en Jefe. Ignoro qué sucedió a partir de allí con tan sugestivo hallazgo, que considero una
prueba concluyente de la existencia de desembarcos clandestinos en nuestro litoral atlántico.

“Llamó mucho mi atención que el periodismo local no informara nada sobre estos episodios, pese a que la versión circuló sin parar
entre la población marplatense (seguramente difundida por algunos de mis hombres).”

Las sospechas de Bustos aumentaron cuando, entre julio y agosto de ese año, dos submarinos alemanes llegaron a Mar del Plata para
rendirse: el U-530 y el U-977. “El día previo a la llegada del U-530 –cuenta– me había tocado participar con los integrantes de mi
batería en el desfile militar del 9 de Julio, por la avenida Colón, en una jornada fría pero soleada. Al día, siguiente, el 10 de julio, la
ciudad se conmocionó con la llegada y la rendición del submarino alemán U-530, una noticia que tendría trascendencia nacional e
internacional, y no se podría ocultar como los hechos anteriores de los que había sido testigo.

“El U-530 venía al mando del teniente de fragata Otto Wermuth. Las autoridades navales me comentaron que les sorprendió el
desmantelamiento de su cañón de proa y de dos ametralladoras de grueso calibre. Cuando pude visitar la nave, tres días después de su
llegada, me llamaron la atención dos cosas: en primer lugar, el olor nauseabundo que había en su interior (pese a tener desde su
llegada todas las compuertas abiertas), fruto del hacinamiento y la prolongada navegación sumergida. En segundo lugar, la presencia
en su interior de latas idénticas a las que habíamos encontrado en la caverna de la playa. La tripulación de la nave era
sorprendentemente joven (entre 18 y 20 años) y presentaba un generalizado cuadro de agotamiento y desnutrición. Los marinos
germanos llevaban largas cabelleras y barbas descuidadas. No bien fueron desembarcados en la base naval, se alimentaron con
naranjas y todo tipo de cítricos para combatir los posibles efectos del escorbuto. El interior del submarino era muy angosto, y tuvimos
que caminar en posición algo agachada y terriblemente incómoda. Incluso la cabina del comandante Wermuth era muy pequeña y
austera. No se observaba ningún símbolo o emblema nazi en el interior de la nave. La tripulación tenía hamacas coy para dormir.

“Pude conversar con el comandante del submarino, el teniente de fragata Wermuth, que hablaba correctamente el inglés y el francés.
Me comentó que cerca del extremo nordeste del Brasil le había llegado la última orden del almirante Doenitz de rendirse a los aliados.
Dijo textualmente que no lo había hecho en Montevideo porque «los uruguayos nos quemaban en la plaza pública». Wermuth estaba
alojado con sus oficiales en el guardacostas General Belgrano y el resto de su tripulación, en carpas instaladas en una cancha de fútbol,
donde se les servían puntualmente papas hervidas y limones a pedido del médico de a bordo. Recuerdo que el comandante alemán
me pareció muy juvenil y simpático. Tenía tan sólo 26 años y una larga y peligrosa travesía por el Atlántico a sus espaldas. Las penurias
de la guerra no habían borrado en nada el aire aniñado de su cara, con una incipiente barba rubia cubriéndole el mentón y un fino y
alargado bigote rubio; un rostro un poco a lo Jesús. Mostró evidentes signos de afecto hacia nosotros, además de agradecimiento por
el buen trato que los militares argentinos le habían brindado a él y a su tripulación. No me pareció especialmente fanático o nazi. Sólo
hablaba de cómo extrañaba a su familia.”

Por Ernesto G. Castrillon y Luis Casabal Fotos: Anibal Greco/ Mauro Rizzi y gza. de la Armada Argentina.
revista@lanacion.com.ar

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