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Aplicar los contenidos de las clases al Perú a través de la elaboración de una línea
de tiempo.
En el segundo capítulo, el autor analiza la epidemia de fiebre amarilla de 1919-1922 que atacó localidades de importancia portuaria
y azucarera de la costa norte y que fue controlada gracias a la intervención de la Fundación Rockefeller. En esta campaña,
liderada por Henry Hanson, miembro del servicio de salud del Canal de Panamá, las políticas sanitarias fueron aplicadas de un
modo autoritario, con una gran confianza en la capacidad intrínseca de los recursos tecnológicos y con poco énfasis en los
programas comunitarios de educación.
El tercer capítulo trata del esfuerzo por combatir el tifus y la viruela en los Andes y por combinar la sanidad con el indigenismo, sin
duda un cambio de paradigma en la lucha contra las epidemias en ese país. Los protagonistas de esta historia fueron el médico
Manuel Núñez Butrón y unas brigadas sanitarias que trabajaron en Puno durante los años treinta. Este caso ilustra, según Cueto,
un esfuerzo exitoso de autoayuda, de colaboración con líderes naturales de las comunidades, y enfatiza la capacidad de la
población de generar respuestas creativas y eficaces ante la adversidad.
El departamento de Puno fue el escenario de esa experiencia de articulación entre las concepciones de la medicina indígena y los
métodos de salud pública occidental. Esta especial combinación fue favorecida por la emergencia de una corriente cultural
conocida como indigenismo, que alentó una revalorización positiva de las creencias indígenas y facilitó la introducción de nuevas
prácticas en la salud individual. El trabajo de Núñez Butrón respetó los valores culturales comunitarios y al mismo tiempo utilizó a
pobladores nativos para extender la vacunación antivariólica y promover una campaña contra el tifus exantemático.
En el quinto y último capítulo, Cueto examina la epidemia de cólera que empezó en 1991 en su país y que en los años posteriores
se extendió a casi toda Iberoamérica. En aquel año, el cólera infectó en Perú a más de 322.000 personas, de las cuales fallecieron
2.909. En diciembre la enfermedad se había extendido a catorce países de América Latina y del Caribe. La cifra de contagiados
presagiaba, a tenor de experiencias sobre la misma enfermedad en otros países, una letalidad mucho mayor, cercana al cincuenta
por ciento. La epidemia, no obstante, tuvo una tasa de mortalidad sorprendentemente baja, menor al uno por ciento en las zonas
urbanas y sobre el diez por ciento en las rurales.