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DÍA INTERNACIONAL DEL TRABAJO Y DE LA CONSTITUCIÓN

NACIONAL

Nos reunimos para conmemorar dos acontecimientos: el Día


Internacional del Trabajo y el Día de la Constitución Nacional

La primera conmemoración resulta la que entronca


directamente con uno de los problemas de nuestro siglo, derivado
de la Revolución Industrial inglesa, por tanto, con una nueva
modalidad de trabajo surgida en un ámbito distinto del tradicional,
del agrario, que durante siglos había marcado el rumbo del
crecimiento de los Estados.

Ese ámbito diferente es la ciudad con hombres cuyos intereses


contrarían los propios del campo, de la tradición y convierten al
trabajo decididamente en sinónimo de rédito material obtenido a
través de una competencia que no reconoce límites. Nacida esta
modalidad de trabajo industrial bajo el lema de la eliminación de
todo criterio de desigualdad, convierte a ese nuevo personaje
surgido de su seno, el obrero industrial, en simple herramienta al
que corresponde un lugar marginal en la nueva sociedad de la Era
tecnocrática, quien deberá individualmente superar su situación
social dada la igualdad de condiciones que un nuevo concepto de
progreso había instaurado.

Si bien el establecimiento del Día Internacional del trabajo


surge en un clima de polémica ideológica, contribuye a poder
reivindicar, de alguna manera, el carácter del trabajo como un
derecho natural del hombre que, en tanto persona humana,
encuentra en él un camino para reafirmar su dignidad. El trabajo
como actividad que requiere de la acción mancomunada y no de
acciones individuales que conducen a la esterilidad.

Distintos gobiernos occidentales europeos abordaron la


reforma social pero, fuertemente influidos por el requerimiento de
mantener la capacidad de crecimiento económico, dejaron soslayado
el problema filosófico central en torno del concepto de progreso:
¿qué noción de progreso se seguiría?; ¿la noción de progreso como
perfeccionamiento humano, o como progreso material?.

La nueva visión del mundo, en tanto alimentada de la segunda


opción, aparecía impotente para comprender la primera. Ya
finalizando, o a punto de finalizar cronológicamente el segundo
milenio, los grupos dirigentes de Occidente, profundizando la visión
tecnocrática del mundo, insisten en describir al trabajo como simple
mercancía, quitándole toda dimensión de dignidad y, por tanto,
condicionando el crecimiento humano, coartado en su capacidad de
elección.

Hoy, sigue siendo reveladora y de hondo contenido


pedagógico la Carta Encíclica Rerum Novarum (acerca de las cosas
nuevas) de 1891, llamado del Papa León XIII, documento en donde
abordó la «cuestión obrera».

Sus reflexiones adquieren, a más de un siglo de pronunciadas,


una dimensión especialmente significativa por el desvanecimiento
de valores ético-morales todavía observables en su tiempo, aunque
ya se advirtiera su repliegue.

El Sumo Pontífice expresaba:

"los que gobiernan deben cooperar [...] con toda la


fuerza de las leyes e instituciones, esto es, haciendo que
de la ordenación misma del Estado brote
espontáneamente la prosperidad tanto de la sociedad
como de los individuos, ya que éste es el cometido de la
política y el deber inexcusable de los gobernantes."

"Los proletarios, sin duda alguna, son por naturaleza tan


ciudadanos como los ricos, es decir, partes verdaderas y
vivientes que, a través de la familia, integran el cuerpo
de la nación, sin añadir que en toda nación son inmensa
mayoría. Por consiguiente, siendo absurdo en grado
sumo atender a una parte de los ciudadanos y
abandonar la otra, se sigue que los desvelos públicos
han de prestar los debidos cuidados a la salvación y al
bienestar de la clase proletaria; y si tal no hace, violará
la justicia, que manda dar a cada uno lo que es suyo."

"Es urgente proveer de la manera oportuna al bien de


las gentes de condición humilde, pues es mayoría la que
se debate indecorosamente en una situación miserable
y calamitosa...".

Por otra parte, nuestro país celebra también la sanción de la


Constitución Nacional, fruto de muchos años de lucha, y que
finalmente sale a la luz el 1º de mayo de 1853, en la reunión del
Congreso General Constituyente convocado en Santa Fe a tal efecto,
y que es aprobado por los diputados integrantes de las provincias de
la Confederación Argentina, con excepción de Buenos Aires, que la
aceptará recién en 1860.

"La Constitución de 1853 (escribe Ricardo Levene) pacificó el


país sobre la base de la unión de todos los argentinos, y lo organizó
como no lo habían logrado los Estatutos y Reglamentos de 1811;
1815; 1817 y las Constituciones de 1819 y 1826".

Por tanto, es hoy deber de todos respetar su letra, porque es


garantía de nuestras libertades individuales y de nuestra integridad
como Nación.

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