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A MÍ CON TIGRECITOS

En aquellos tiempos cuando, en el Perú, primaria y secundaria se estudiaba cuarenta horas


semanales (siete horas diarias de lunes a viernes, cinco horas la mañana de los sábados),
Antuquín borroneaba sus primeras letras en una escuelita fiscal de la selva, tenía ocho años y vivía
en una pensión de donde Antuco, su padre, lo recogía los sábados a medio día para llevarlo a
pasar el fin de semana en el pastizal donde vivían, en la orilla izquierda de un riachuelo de aguas
cristalinas vía para la extracción de madera. Había una trocha de nueve kilómetros que conectaba
el pueblo con el pastizal; caminado sin prisas, un adulto podía recorrerla en poco más de dos
horas; había que cruzar tres riachuelos peligrosos sobre sendos troncos tumbados de lado a lado
como puentes; no había claros, no había chacras, no había viviendas en los alrededores, todo era
monte.

De manera inusual ese sábado un nativo se presentó para llevarlo.

- Yo te voy a llevar pahuá ponchiri(1), pahuá no ha podido venir porque le ha mordido la víbora –
dijo impasible, como si no estuviera transmitiendo una noticia terrible-.
- ¡Dónde!
- Aquí –dijo señalando el lado izquierdo del cuello-, le ha mordido cuando estaba por matar a un
tigre que se comió a un chancho. Puede morir –afirmó sin conmiseración-.
- ¡Vamos rápido entonces, tengo que verlo! –urgió el niño rompiendo a llorar-
- ¡Espera un ratito pahuá ponchiri, tengo que comprar unas cosas! –contestó el nativo y se fue-.

“Esos salvajes son así, no tienen sentimientos, no aman. Las mujeres son pedidas al nacer y apenas
comienza la menstruación son entregadas a sus maridos, siendo iniciadas previamente por sus
propios padres, en un ritual sangriento” –comentaba Antuco al recordar este episodio-.

El niño esperó y esperó y el nativo no regresó. A las cuatro de la tarde salió a buscarle, lo encontró
en una cantina borracho a más no poder. Sin recriminaciones, cargó su bolsa enjebada y se dirigió
a la trocha. Empuñó su pequeño puñal y se internó descalzo en el bosque, sin reparar que el cielo
comenzaba a encapotarse, que el viento comenzaba a soplar, que reinaba un silencio sepulcral
bajo los árboles: presagio seguro de lluvia. En su mente existía un sólo pensamiento: llegar al
pastizal porque su padre podía morir sin despedirse. Es así como, corriendo un trecho, caminando
otro, llegó al primer puente; lo pasó caminando, sin dificultad. Un débil relámpago anunció un
trueno lejano, al tiempo que la claridad del bosque se opacaba. Continuó corriendo por el camino
que, minuto a minuto, iba quedándose sin luz. Cuando el cielo terminó de encapotarse, la
oscuridad se hizo total, obligándolo a caminar tanteando el tenebroso camino con sus pies
descalzos, muy despacio, como ciego. De pronto, un poderoso rayo generó un relámpago
espectacular que separó por un instante las tinieblas, iluminando el bosque como si fuera de día;
en seguida, un trueno aterrador desgarró el silencio, partió la tierra y abrió las cataratas del cielo.

El niño metió en la bolsa enjebada la ropa que llevaba puesta quedándose en trusa y se alegró por
el rayo, el relámpago y la lluvia. Su abuelo le había enseñado alguna vez: “cuando llueve, sea de
día o de noche, los animales no salen de sus madrigueras, mucho menos el tigre; pero si tienes
necesidad de caminar por el monte con lluvia, debes tener mucho cuidado de la víbora”. “¡Padre
nuestro que estás en el cielo, haz que no pise una víbora aquí en la tierra!” –rezaba tanteando el
camino con sus pies descalzos-. Y aunque el escalofriante bramido de los truenos lo aterrorizaban,
rogaba que los rayos sean más poderosos, más frecuentes y los relámpagos más deslumbrantes
para que iluminen su camino.

El viernes, Antuco regresaba del bosque después de talar madera toda la semana. Pensaba darse
un refrescante baño en la quebrada, comer rico y descansar bien para ir a recoger a su hijo al día
siguiente; pero se encontró con una mala noticia: el jueves un tigre había matado a uno de sus
cerdos en el borde del pastizal.

- El tigre no puede comer un chancho entero de una sola vez, come lo que puede, el resto lo
entierra para después –dijo a su esposa-.
- No lo ha enterrado, lo ha colgado en un árbol; no nos hemos atrevido a bajarlo por miedo.
Desde el borde del pastizal se puede ver medio chancho colgado pudriéndose –contestó la
esposa-.
- Ese animal debe regresar a comer…, lo esperaré para matarlo –dijo Antuco-, y agarrando su
escopeta, tres cartuchos y su machete se dirigió al lugar señalado por su esposa.

Al llegar vio abundante sangre seca donde el tigre había comido el día anterior. Eligió un árbol
cerca de donde colgaba el cerdo, hizo una barbacoa entre las ramas y se sentó a esperar. No
pasaron quince minutos cuando sintió un ruido apenas perceptible y vio venir al tigre caminando
sigilosamente sobre la hojarasca; levantó su escopeta, apuntó, estaba por jalar el gatillo cuando
sintió un mordisco en la parte posterior izquierda de su cuello. Por la sorpresa y el dolor, el
disparo salió completamente desviado y el tigre huyó. Antuco saltó a tierra y descubrió que lo que
le había mordido era una víbora loro machaco; la mató de un balazo, exploró rápido entre los
árboles y regresó a su casa tambaleándose, con un hilo de sangre saliendo de su boca, arrastrando
su escopeta con una mano y cogiendo un puñado de víbora quiro(2) con la otra.

- Cocina las hojas en dos litros de agua, machaca la raíz, haz una compresa y caliéntala. Cuando
las hojas suelten su color, traes el mate para tomarlo caliente –pidió a su esposa-.

Antuco bebía por sorbos una taza caliente de la infusión seguida de abundante agua fría que casi
al instante vomitaba teñida de sangre. Después de la quinta vez, se quedó dormido con la
compresa sobre la mordedura. Al día siguiente despertó con sed, sin hinchazón en el cuello ni
secuelas del veneno, pero muy débil por la sangre perdida.

- No podré ir a recoger al cholo –dijo a su esposa-, pídele a Shámbari que vaya por mí.

Como si los ruegos de Antuquín fueran escuchados, se desató una tormenta de padre y señor
nuestro, un verdadero diluvio bíblico. Rayos, relámpagos y truenos se sucedían con tal frecuencia
que, a las siete de la noche, la selva parecía de día, como si la luz quedara atrapada bajo los
árboles por un instante. Corrió sin descanso hasta el segundo puente que, por ser el más alto y
grueso, lo habían labrado para poder asentar mejor la pisada, pero como estaba mojado y
resbaladizo, tuvo que cruzarlo gateando muy despacio; caerse hubiera sido fatal, el riachuelo
crecía segundo a segundo tornándose torrentoso.

Siguió corriendo, por ratos alumbrado por los relámpagos, por ratos tanteando el camino en la
oscuridad con sus pies descalzos. No había presencia sonora de animal alguno, sólo el monótono
ruido de la pertinaz lluvia cayendo sobre árboles milenarios, el susurro del viento al acariciar las
hojas y el dulce olor a tierra mojada impregnada de aromas misteriosos. A las diez de la noche
llegó al tercer puente. Como se trataba de un tronco delgado y estaba muy resbaladizo, se montó
a horcajadas, y jalándose muy despacio, jalándose muy despacio, lo cruzó; lanzando al final la
triunfal frase de su padre: “¡a mí, con puentecitos!”. Porque si Antuco hubiera matado al tigre,
seguro hubiera dicho: “¡a mí, con tigrecitos!”, como altanero se ufanaba después: “¡a mí, con
viboritas!”

Estaba muy cerca, ya podía llegar al pastizal y a su casa con los ojos vendados. Eran las diez y
media de la noche cuando chorreando agua de lluvia y adrenalina, entró al cuarto de sus padres
iluminado por un lamparín a kerosene.

- ¿Antuquín?, ¿recién llegan hijito?, ¡estábamos muy preocupados!, ¡dónde está Shámbari!, -
preguntó su madre saliendo del mosquitero.
- ¡No sé mamita, lo he dejado en el pueblo, borracho!... ¿y mi papá?
- ¡Qué! ¿Tú solito has venido?
- ¡Sí mamita!... ¿Y mi papá?
- Estoy bien hijo -sonó dentro del mosquitero la voz áspera de fumador empedernido de Antuco-

No pudo meterse dentro del mosquitero para saludar a su padre porque tuvo que correr en busca
de una taza de agua para su madre, que se había desmayado al pie del catre.

- Échale un poquito de agua de azahar al agua -dijo su padre alcanzándole un frasquito por
debajo del mosquitero-.
- ¡Cómo has podido hacer semejante locura hijito –dijo su madre reanimándose-, venir por el
monte de noche, con esta lluvia, con estos rayos, estos relámpagos, por ese camino, por esos
puentes, y con ese tigre comiéndose a los chanchos; si no estuviera desmayada te daría una
paliza ahorita mismo!
- ¡Ése es mi hijo carajo!, ¡valiente! –dijo Antuco ufano dentro del mosquitero-.
- ¡Sí, sí! ..., ven aquí valiente angelito de mi vida, le dijo su madre llorando, y acurrucándolo en su
regazo lo abrazó y llenó de besos. ¡Me moriría de pena sin mi cholito, mi llullo(3), mi winsho(4),
correteando por el pastizal alegrándome la vida –dijo su mamá volviéndolo a llenar de besos
sin dejar de llorar-
- ¡No llores mamita, Diosito me cuida! Él ha mandado los rayos y los relámpagos para que
pudiera ver el camino, Él ha mandado la lluvia para que los animales permanezcan en sus
madrigueras y no me asusten, Él ha ordenado a las víboras que no salgan de sus nidos esta
noche; y si el tigre hubiese aparecido, lo hubiese destripado con el puñal que me regaló mi
papá – dijo Antuquín, aún mojado, acariciando tiernamente a su madre-.

Fin

(1) Palabras en lengua asháninka que quiere decir papá o patrón chiquito.
(2) Orquídea de raíces aéreas similares al colmillo de las víboras.
(3) Bebé
(4) Último hijo, Benjamín.

Chorrillos, diciembre del 2017

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