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LA FE DEL GUERRERO ARIO

La respuesta del Maestro Divino a la primera turbación del apasionado examen de


consciencia de Arjuna, por su repugnancia a participar en la masacre, por su
sentimiento de pesar y de pecado, por su aflicción ante lo que le parecía a sus
sentidos una vida vacía y desolada, por su duda y pronóstico en cuanto los
deplorables efectos de lo que le parecía una mala acción; la respuesta del Maestro
Divino es y fue una reprobación enérgica. Todas estas reacciones, le dice, no son
más que una confusión de la mente y una ilusión, debilidad de corazón y cobardía,
una degradación de la virilidad del guerrero y del héroe. Esto no es lo propio del
hijo de Prithâ; jamás debería, de esa manera, el campeón y principal esperanza de
una causa justa, abandonarla en el preciso momento de crisis y de peligro, ni
tolerar que un inesperado estupor, por debilidad de su corazón y de sus sentidos, el
ofuscamiento de su razón, y el derrumbamiento de su voluntad, le traicionen hasta
el punto de hacerle deponer sus armas divinas y rechazar la obra que Dios le
confió. Ésta no es la actitud esperada y adoptada por el hombre ario; este sombrío
estado de ánimo no le llovió del cielo, ni puede conducir al cielo; y sobre la tierra
se convierte en una degradación de la gloria que está reservada al coraje, al
heroísmo y a las acciones nobles. ¡Que arroje lejos de él esta piedad enfermiza y
auto-indulgente, que reaccione y aplaste a sus enemigos!
Esta sería, podría decirse, la respuesta de héroe a héroe, pero no la de un Maestro
divino a su discípulo, de quien esperaríamos más bien que le animara a la bondad,
a la santidad, a la abnegación y a retirarse de los objetivos y senderos mundanos.
Pero la Gîtâ dice expresamente que Arjuna acaba de deslizarse con esa conducta
hacia una posición de debilidad nada edificante, – “sus ojos, cargados de aflicción
y rompiendo en lágrimas, su corazón, desbordado por la tristeza y el desánimo”
porque está invadido por la piedad, krpayâvistam. ¿Pero no es la piedad una
debilidad divina? ¿No es la piedad una emoción divina que en ningún caso debería
desalentarse con reprobaciones tan duras? ¿O estamos ante a un mero evangelio de
la guerra y de las acciones heroicas, ante una fe en un poder y en una fuerza
arrogantes propios de Nietzsche, o ante una lección de dureza hebraica o teutona,
que entiende la piedad como una debilidad, admitida por el héroe noruego, que
agradece a Dios que le haya concedido un corazón insensible?, y No; la enseñanza
de la Gîtâ brota de una fe genuina hindú la compasión ha figurado siempre en su
espíritu como uno de los elementos más comprensivos de la naturaleza divina. El
Maestro Divino mismo, enumerando en un capítulo posterior las cualidades de la
naturaleza divina en el hombre, cita entre ellas la compasión a las criaturas, la
bondad, la liberación de la ira y del deseo de matar y hacer daño, y la considera al
mismo nivel que la intrepidez, el entusiasmo y la energía. La brutalidad, la dureza,
la crueldad, la satisfacción en el exterminio de los enemigos y el amasamiento
inicuo de la riqueza y las posesiones, por el contrario, son cualidades asúricas;
proceden de la violenta naturaleza de los titanes, que niegan la Divinidad en el
mundo, y al Divino en el hombre, y no rinden tributo más que al Deseo como su
única divinidad. Así pues, la debilidad de Arjuna no merece la censura desde tal
punto de vista.
“¿De dónde te ha llegado esta debilidad, esta vergüenza y esta obscuridad del alma
en un momento de dificultad y de peligro?” inquiere Krishna de Arjuna. Esta
pregunta hace entrever la verdadera naturaleza que ha inducido a Arjuna a
desviarse de sus cualidades heroicas. Hay una compasión divina que desciende a
nosotros de las alturas, pero para el hombre cuya naturaleza no la posee, ni ha sido
vaciada en su molde, pretender ser superior, dominador o superhombre, constituye
una locura y una insolencia, porque sólo se es superhombre cuando uno manifiesta
la más elevada naturaleza del Divino en la humanidad. Esta compasión observa
con amor, sabiduría y una vigilancia serena, la batalla y la lucha, la resistencia y la
debilidad del hombre, sus virtudes y vicios, sus alegrías y sufrimientos, su
sabiduría e ignorancia, su prudencia y locura, sus aspiraciones y fracasos, y
participa en todas las situaciones para aliviar y curar. En el santo y en el filántropo
puede adoptar la forma de la plenitud del amor o de la caridad; en el pensador y en
el héroe asume la amplitud y la potencia de una sabiduría y de una fuerza
compasivas. Es esta compasión, en el guerrero ario el alma de su gentileza, la que
rechaza quebrar la caña homicida, pero a su vez asiste y protege al débil y al
oprimido, al herido y al vencido. Pero es también la compasión divina la que
derriba al tirano despiadado y al opresor altivo, no con cólera ni con odio –(porque
éstas no forman parte de las elevadas cualidades divinas; la cólera de Dios contra
el pecador, Su rencor al malvado, son fabulaciones de creencias semi-instruidas; y
lo mismo ocurre con la tortura eterna de los infiernos que tales creencias han
inventado)-, sino, como comprendió claramente la antigua espiritualidad hindú,
con tanto amor y compasión por el titán poderoso, inducido a error por su fuerza y
herido por sus pecados, como por los desgraciados y oprimidos, que tienen que ser
amparados de su violencia e injusticia.
Pero no es ésta la compasión que manifiesta Arjuna al rechazar su obra y su
misión. No es ésta la compasión, sino una impotencia cargada de piedad por sí
mismo, un retroceso ante el sufrimiento mental que su acción debe causarle, -“Yo
no veo lo que podría despojarme de este dolor que reseca mis sentidos.”-( susurra
Arjuna autocompadeciendose). Para un ario la autocompasión es lo más bajo e
indigno de cuanto puede decirse de él. Su piedad por los demás constituye también
una forma de auto-indulgencia; es el horror físico de los nervios inspirado por el
acto de matar, es el encogimiento emocional y egoísta del corazón ante la
destrucción de los Dhritarâshtrians porque son “su propio pueblo”, y porque sin
ellos la vida se tornaría vacía. Esta piedad es una debilidad de la mente y de los
sentimientos –una debilidad que muy bien puede ser conveniente para hombres en
un estado inferior de desarrollo, quienes, si no fueran débiles serían duros y
crueles, porque les hace cambiar las expresiones más duras de su sensibilidad
egoísta por otras más amables; les es preciso apelar al tamas, principio de la
debilidad, para ir en auxilio de sattwa, principio de la luz, y sofocar así la fuerza y
los excesos de sus pasiones rajásicas. Pero este comportamiento no es propio del
hombre ario desarrollado, que tiene que evolucionar, no por la debilidad, sino por
una ascensión continua de fuerza en fuerza. Arjuna es el hombre divino, el hombre
dominador en vías de formación y, como tal, ha sido elegido por los dioses. Le ha
sido encomendada una misión; tiene a Dios junto a él en su carro; empuñado el
arco celestial, Gandiva; delante, los campeones de la iniquidad, quienes se oponen
a que el Divino conduzca el mundo. No es a él a quien corresponde determinar lo
que se hará o no a tenor de sus emociones y movimientos pasionales, ni retroceder
ante una destrucción necesaria al atender el clamor de su corazón o de su razón
egoísta, ni declinar ejecutar su labor porque le aporte dolor y la sensación de
vaciedad a su vida, o porque, por la ausencia de miles de personas que deben
perecer, sus concebibles efectos carezcan de valor ante sus ojos. Todo esto supone,
por debilidad, despojarse de su naturaleza superior. Él no debe fijarse más que en
la obra que hay que llevar a cabo, kartavyam karma; no tiene que escuchar más que
la orden divina infundida a través de su naturaleza guerrera y no debe interesarse
más que por el mundo y por el destino de la humanidad que le pide, como hombre
enviado por los dioses, que la asista en su marcha, y dejar libre su camino de los
siniestros ejércitos que la asedian.
En su respuesta a Krishna, Arjuna admite la reprobación, aun cuando proteste
contra la orden que recibe, y la rechace. Es consciente de su debilidad y sin
embargo se sujeta a ella. Está de acuerdo en que es su pobreza de espíritu la que le
ha despojado de su naturaleza verdadera y heroica; toda su consciencia está
aturdida en su visión del bien y del mal, y en este desorden acepta al Amigo divino
como su maestro; pero los apoyos emocionales e intelectuales sobre los que él
basaba su sentido de rectitud, han sido enteramente barridos y no puede aceptar
una orden que parece atraer sólo a su antiguo punto de vista y que no le
proporciona una base nueva para la acción. Intenta, además, justificar su rechazo a
actuar, y pone delante como excusa las quejas de sus nervios y de su ser sensorial,
que retroceden ante el exterminio y su secuela de goces sangrientos; los derechos
de su corazón, que le hacen replegarse ante el dolor y la vaciedad de la vida, que
constituirían el efecto su acción; el derecho de sus conceptos morales habituales,
que quedan horrorizados por la necesidad de matar a sus gurús, Bhisma y Drona;
los derechos de su razón que no ven más que resultados desagradables y ninguna
ventaja en la obra terrible y violenta que le es asignada. Está decidido, sobre sus
antiguas bases de pensamiento y motivos, a no combatir, y espera en silencio la
respuesta a las objeciones que le parecen irrefutables. Son a estos derechos del ser
egoísta de Arjuna a los que Krishna se propone, en primer lugar, reducir a la nada
para conceder espacio a la ley superior, que trasciende todos los motivos de acción
egoístas.
La respuesta del Maestro procede en dos líneas diferentes; la primera es breve y
está fundamentada en las ideas más elevadas de la cultura general aria, en la que
Arjuna ha sido educado; la segunda, es otra explicación pero más amplia, basada
en un conocimiento más íntimo que permite el acceso a verdades más profundas
del ser humano, el cual constituye el verdadero punto de partida de la enseñanza de
la Gîtâ. La primera se apoya en concepciones filosóficas y morales del Vedanta, y
en las ideas sociales de deber y de honor que establecieron los fundamentos éticos
de la sociedad aria. Arjuna ha intentado justificar su rechazo por razones de orden
ético y racional, pero lo que en realidad ha hecho es encubrir con palabras de
aparente racionalidad la rebeldía de sus emociones ignorantes e indisciplinadas. Ha
hablado de la vida física y de la muerte del cuerpo como si éstas fueran realidades
primarias, pero tales realidades no son esenciales para el sabio o el pensador. El
dolor por la muerte corporal de los amigos y parientes es una desgracia no
ratificada por la sabiduría y el conocimiento verdaderos. El hombre ilustrado no se
aflige por los vivos, ni tampoco por los muertos; sabe que el sufrimiento y la
muerte no son más que simples incidentes en el curso de la historia del alma. La
realidad es el alma, no el cuerpo. Todos esos reyes de hombres, por cuya muerte
próxima llora Arjuna, han vivido ya anteriormente, y de nuevo tomarán posesión
de un cuerpo humano; porque del mismo modo que el alma pasa físicamente por la
niñez, la juventud y la edad madura, así también pasa de un cuerpo a otro. La
mente calma y sabia, el dhîra, el pensador que observa la batalla de la vida
establemente sin dejarse distraer o cegar por sus sensaciones y emociones, no es
engañado por las apariencias personales o materiales; no permite que la llamada de
la sangre, de sus nervios y de su corazón nuble su juicio, o contradiga a su
conocimiento. Él ve, más allá de los hechos aparentes de la vida del cuerpo y de
los sentidos, el hecho real de su ser, y se eleva, por encima de los deseos físicos y
emocionales de la naturaleza ignorante, hacia la única y verdadera meta de la
existencia humana.
¿Cuál es este hecho real, esta meta más elevada? El hecho de que la vida humana y
la muerte se repitan a través de los eones de los grandes ciclos del mundo, no es
más que un largo proceso por el que el ser humano se prepara y se hace apto para
la inmortalidad. ¿Y cómo debe prepararse? ¿Qué hombre está capacitado para ello?
Es aquél que deja de observarse como una vida y un cuerpo, aquél que no acepta
las experiencias materiales y sensoriales del mundo en su propio valor o en el que
les atribuye el hombre físico, aquél que se conoce a sí mismo y a todos los demás
como almas, aquél que aprende a vivir en su alma y no en su cuerpo, y que en sus
relaciones con los demás los trata también como almas y no como simples seres
físicos. Porque inmortalidad no significa sobrevivir a la muerte -esto pertenece ya a
toda criatura dotada de una mente-, sino trascender la vida y la muerte; significa
esa ascensión por la que el hombre deja de vivir como cuerpo animado por la
mente, para vivir finalmente como espíritu y en el Espíritu. Cualquiera que esté
sujeto a la tristeza y a la aflicción, cualquiera que sea esclavo de las sensaciones y
emociones, absorbido por los contactos con las cosas transitorias, no puede ser
apto para la inmortalidad. Todo esto debe ser soportado hasta su conquista, hasta
que el hombre liberado no experimente dolor alguno, hasta que sea capaz de
acoger todos los acontecimientos materiales del mundo, gozosos o tristes, con una
igualdad de alma, sabia y calma, como los acoge el Espíritu eterno, tranquila, en lo
más secreto de nosotros. Ser perturbado por la aflicción y el horror, como lo fue
Arjuna, ser desviado por ellos del camino que hay que recorrer, ser vencido por la
auto-compasión, ser intolerante al dolor y retroceder ante una circunstancia tan
insignificante como inevitable, como es la muerte del cuerpo, es la prueba de una
ignorancia . No es así como el ario, con una solidez tranquila, debe escalar hacia la
vida inmortal.
No existe tal cosa como la muerte, ya que es el cuerpo el que muere, y el cuerpo no
es en absoluto el hombre. Lo que verdaderamente es, no puede salir fuera de la
existencia, aunque cambie las formas por las cuales aparece; e igualmente, lo que
no existe, no puede entrar en el ser. El alma es y no puede dejar de ser. Esta
oposición entre lo que es y lo que no es, este equilibrio entre el ser y el devenir,
que constituyen el punto de vista mental de la existencia, se resuelven finalmente
en la realización por el alma del Yo único e imperecedero, por quien ha sido
desplegado todo este universo. Los cuerpos finitos tienen un fin, pero Eso que
posee y utiliza el cuerpo es infinito, ilimitado, eterno e indestructible; abandona el
cuerpo anterior inservible y toma otro nuevo, de la misma manera que un hombre
cambia su vestimenta raída por otra nueva. Y ¿qué hay en todo esto como para
tener motivos de lamentarse, angustiarse u horrorizarse? Eso es no-nacido, no
muere, ni es algo que llegue a la existencia en un momento dado y a continuación
desaparezca para no volver jamás. No tiene nacimiento, es antiguo, sempiterno; no
es matado cuando se mata al cuerpo. ¿Cómo puede ser matado el espíritu inmortal?
Las armas no pueden lesionarlo, ni el fuego, quemarlo, ni el agua, empaparlo, ni el
viento, secarlo. Eternamente estable, inmóvil, penetrándolo todo, es por siempre y
para siempre. No se manifiesta como el cuerpo, ya que es superior a toda
manifestación; no puede ser analizado por el pensamiento, pues que está por
encima de toda inteligencia; no está sujeto al cambio ni a la modificación, como lo
están la vida, sus órganos y sus objetos, sino que está más allá de los procesos
cambiantes de la mente, de la vida y del cuerpo. Y sin embargo, es la Realidad que
todo lo demás se esfuerza por representar.
Incluso si la verdad de nuestro ser fuera menos sublime, menos vasta, menos
intangible en la muerte y en la vida, si el yo estuviese constantemente sujeto al
nacimiento y a la muerte, incluso entonces la muerte de los seres tampoco debería
ser una causa de dolor, porque es una circunstancia inevitable para la
manifestación propia del alma. Su nacimiento es una aparición fuera de un estado
en el que el alma no es inexistente sino solamente no manifiesta a nuestros sentidos
mortales; y la muerte es un retorno a este mundo o estado no manifiesto y de donde
reaparecerá de nuevo en el mundo físico. El barullo montado por la mente física y
los sentidos físicos sobre la muerte y el terror que ésta inspira, ya sea en el lecho
del enfermo o en el campo de batalla, es la más ignorante de las reacciones
nerviosas. Llorar a los muertos es afligirse de una manera ignorante por quienes no
hay motivo alguno para llorar, ya que no han salido de la existencia, ni han sufrido
ningún cambio de estado doloroso o terrible, puesto que, después de la muerte, ni
están menos vivos, ni en circunstancias más penosas que las experimentadas
durante la vida.
Pero en realidad, la verdad más alta es la única verdad. Todo es ese Yo, ese Uno,
ese Divino que nosotros observamos, del que hablamos y oímos hablar como la
maravilla que sobrepasa nuestra comprehensión, porque después de todas nuestras
búsquedas y de todas nuestras declaraciones de conocimiento, y a pesar de lo que
hemos aprendido de quienes lo poseen, ninguna mente humana ha conocido jamás
este Absoluto. Es Esto lo que está aquí velado por el mundo, el señor del cuerpo;
toda vida no es más que su sombra; la llegada del alma a la manifestación física y
nuestra salida de ella por la muerte, no es más que uno de sus movimientos
menores. Una vez que nos conocemos como Eso, hablar de nosotros como muertos
o matados es algo absurdo. Una sola cosa, en la cual tenemos que vivir, es la
verdadera: el Eterno, manifestándose como el alma del hombre en el gran ciclo de
su peregrinaje, con el nacimiento y la muerte como piedras miliares, con los
mundos de más allá como lugares de descanso, con todas las circunstancias de la
vida, felices e infelices, como medios de nuestro progreso, como campo de batalla
y de victoria, y finalmente con la inmortalidad como la casa a la que viaja el alma.
“Por esto, dice el Maestro, se descarta esta vana preocupación y este horror, y por
esto combates, oh hijo de Bharata.” Pero ¿por qué semejante conclusión? Este
elevado y vasto conocimiento, esta vigorosa auto-disciplina de la mente y del alma,
por las que debemos elevarnos por encima de las exigencias de las emociones y del
fraude de los sentidos hacia el verdadero conocimiento de nosotros mismos,
pueden en verdad liberarnos de la tristeza y de la ilusión; pueden realmente
curarnos del miedo a la muerte y de la aflicción por los que mueren; pueden
mostrarnos en verdad que aquellos de quienes decimos que están muertos, no lo
están en absoluto, ni tenemos que estar afligidos por ellos, ya que no han hecho
más que pasar a un más allá; pueden efectivamente enseñarnos a considerar con
calma los más terribles asaltos de la vida, y a ver la muerte del cuerpo como algo
apenas significativo; pueden elevarnos hasta concebir todas las circunstancias de la
vida como una manifestación del Uno y como medios para que nuestras almas se
eleven por encima de las apariencias mediante una evolución ascendente hasta
reconocernos como el Espíritu inmortal. Pero, ¿cómo se justifican la acción exigida
a Arjuna y el exterminio de Kurukshetra? La respuesta es que ésta es la acción
exigida a Arjuna sobre el sendero que quiere y debe recorrer; se presenta inevitable
en la realización de su función, tal como le exige su svadharma, su deber social, la
ley de su vida y la ley de su ser. Este mundo, esta manifestación del Yo en el
universo material no es sólo un ciclo del desarrollo interior, sino también el campo
en el que las circunstancias externas de la vida deben ser aceptadas como
condiciones y ocasiones para este desarrollo. Es un mundo de ayuda mutua y de
lucha; el progreso que nos permite no es un deslizamiento pacífico y sereno a
través de alegrías fáciles, sino que cada paso tiene que ser ganado mediante un
esfuerzo heroico y mediando un conflicto de fuerzas opuestas. Quienes han
asumido la lucha interior y exterior, su acción en la vida externa, asumiendo sus
continuos, contactos y choques, incluso el choque físico más potente de todos, el
de la guerra, sin evadir su obligación de actuar; son los kshatriyas, los hombres
fuertes; la guerra, la energía, la nobleza, el coraje, son su naturaleza; la defensa del
derecho y una aceptación de actuar sin reservas, se lo que sea lo que se halle en
juego en cualquiera de las batallas de su vida (interior y exterior) es su virtud y su
deber. Porque es un hecho permanente la lucha entre el bien y el mal, entre la
justicia y la injusticia, entre las fuerzas que protegen y las que violan y oprimen; y
una vez que el desenlace final tuviera que ser el conflicto físico, el campeón que
enarbola la bandera del Derecho no debe temblar ni vacilar ante la difícil, terrible o
violenta naturaleza de la obra u acción que la vida le presente y debe llevarla a
cabo; no debe vacilar por una piedad equívoca en favor del violento y del cruel, y
por el horror físico que inspira la inmensa destrucción decretada, no debe
abandonar a sus seguidores o combatientes que están de su parte, ni traicionar la
causa, ni dejar arrastrar por el polvo, ni ser pisoteado en el lodazal por los pies
sangrientos del opresor. El estandarte del Derecho y de la Justicia. Su virtud y su
deber están en la batalla y no en abstenerse de la lucha; el pecado no sería para él
exterminar, sino negarse a matar.
A continuación el Maestro deja a un lado por un momento este punto para dar otra
respuesta a la queja de Arjuna por el horror a la muerte de sus allegados, lo cual
vaciaría su vida de toda razón para vivir. ¿Cuál es el verdadero objetivo de la vida
de todo castrilla (guerrero divino) y su verdadera felicidad? No es su propio placer,
la felicidad doméstica y una vida de confort y de alegrías pasajeras en compañía de
amigos y parientes; su verdadero fin en la vida es la batalla por la justicia y la
verdad, y su mayor felicidad, encontrar una causa por la que pueda ofrendar su
vida, o, si obtiene la victoria, ganar la gloria y la corona del héroe. “No existe bien
más grande para el kshatriya que una guerra justa, y cuando tal circunstancia les
llega de sí misma, como si se le abriesen las puertas del cielo, felices entonces
están los kshatriyas. Y tú, si no libras esta batalla por la justicia y la verdad,
entonces habrás abandonado tu deber, tu virtud y tu gloria, y el pecado será tu
porción.” Por semejante rechazo, se expondrá a la vergüenza y al reproche de la
cobardía, de la debilidad y de la pérdida de su honor de kshatriya. Porque, ¿cuál es
la peor desgracia para un kshatriya? Es la pérdida de su honor, de su reputación, de
su noble condición entre los hombres poderosos, los hombres de coraje y de poder;
esto es para él es mucho peor que la muerte. La batalla, el coraje, el poder, la
autoridad, la disciplina, el honor de los bravos, el cielo de aquellos que caen
noblemente, tal es el ideal del guerrero. Envilecer este ideal, permitir que este
honor sea mancillado, ofrecer el ejemplo de ser un héroe glorioso entre los héroes,
pero cuya acción queda abierta al reproche de la cobardía y de la debilidad,
rebajando así las normas morales de la humanidad, es ser falso ante sí mismo y
ante el mundo en lo él que exige de sus líderes y de sus reyes. “Muerto,
conseguirás el cielo; victorioso, disfrutarás la tierra; levántate pues, oh hijo de
Kunti, decidido a dar la batalla.”
Esta llamada heroica puede parecer de un nivel inferior al de la espiritualidad
estoica que le precede y al de la espiritualidad más profunda que le sigue; porque
en los próximos versos, en efecto, el Maestro le ordena que considere como iguales
ante los ojos del alma la buena fortuna y la mala, la pérdida y la ganancia, la
victoria y el fracaso, y, después, en tal caso, marchar hacia la batalla; ésta es la
enseñanza verdadera de la Gîtâ. Pero la ética hindú ha reconocido en todo
momento la necesidad práctica de ideales graduados para el desarrollo de la vida
moral y espiritual del hombre. Aquí, el ideal del kshatriya, el ideal de las cuatro
castas está presentado bajo su aspecto social, y no en su significado espiritual,
como lo será después. Tal es mi respuesta a ti, dice Krishna de hecho, si insistes en
considerar la alegría, el sufrimiento y el resultado de tus acciones, como tus
motivos de acción. Te he manifestado en qué dirección te guía el más alto
conocimiento de uno mismo y del mundo; ahora acabo de mostrarte en qué camino
te dirige tu deber social y los valores morales de tu casta, svadharmam api
châvéskshya. Que consideres el uno o el otro, el resultado es el mismo. Pero si tú
no estás satisfecho con tu deber social y con la virtud propia de tu casta, si crees
que te conducen al dolor y al pecado, entonces te ordeno que te eleves a un ideal
superior y no desciendas a los inferiores. Descarta todo egoísmo de ti, ignora la
alegría y el dolor, desdeña la pérdida y la ganancia de todas las consecuencias
mundanas; fíjate solamente en la causa a la que debes servir y en el trabajo que es
preciso que lleves a cabo por orden divina, y “entonces no incurrirás en pecado.”
De esta forma, ha respondido él a todos los argumentos de Arjuna, según el
Conocimiento y el ideal moral más elevado que habían alcanzado su raza y su
tiempo, ya sea la excusa de su dolor, o la de su repliegue ante la masacre, la de su
sentido del pecado, o la de los desdichados efectos de su acción.
Así es la FE del guerrero ario. “Conoce a Dios,” dice, “conócete a ti mismo, ayuda
a los hombres; defiende el Derecho; haz sin miedo, sin debilidad ni vacilación tu
trabajo de combatiente en el mundo. Tú eres el Espíritu eterno e imperecedero; tu
alma está aquí abajo en su camino ascendente hacia la inmortalidad; la vida y la
muerte no son nada; el dolor, las heridas y los sufrimientos no son nada; porque
todo esto debe ser conquistado y superado. No te detengas en tu propio placer, en
tu éxito o provecho, sino mira más alto y alrededor de ti; MAS ALTO,
contemplando las cumbres esplendorosas a las que escalas; en torno de ti,
observando este mundo de batalla y de prueba en el que el bien y el mal, el
progreso y el retroceso están ligados por un implacable conflicto. Los hombres te
llaman para que les auxilies, tú eres su hombre fuerte, ¡su héroe!; ayúdales
entonces, y lucha. Destruye cuando por la destrucción debe avanzar el mundo; pero
no odies lo que destruyas, ni te aflijas por todos aquellos que deben perecer.
Conoce en cada uno al Yo único; debes saber que todos son almas inmortales y que
el cuerpo no es sino polvo. Haz tu trabajo con espíritu sosegado, con fortaleza y
con serenidad. Lucha y fracasa noblemente, o conquista poderosamente. Porque
ésta es la obra que Dios y tu naturaleza te han asignado para su cumplimiento.”

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