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Obra literaria completa
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Obra literaria completa

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Esta recopilación de la obra del etnólogo Francisco Rojas González, preparada por Luis Mario Schneider, incluye cuentos, las novelas La negra Angustias y Lola Casanova, así como ensayos sobre literatura mexicana y crónicas.
LanguageEspañol
Release dateJan 26, 2015
ISBN9786071624925
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    Obra literaria completa - Francisco Rojas González

    letras mexicanas


    OBRA LITERARIA COMPLETA

    FRANCISCO ROJAS GONZÁLEZ


    Obra literaria completa

    Estudio preliminar,

    ordenación y bibliografía de

    LUIS MARIO SCHNEIDER

    letras mexicanas


    FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

    Primera edición, 1999

    Primera edición electrónica, 2015

    D. R. © 1999, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.

    Empresa certificada ISO 9001:2008

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-2492-5 (ePub)

    Hecho en México - Made in Mexico

    FRANCISCO ROJAS GONZÁLEZ EN LA LITERATURA

    Francisco Rojas González fue testigo de todas las etapas decisivas de la historia contemporánea de México: la Revolución, el constitucionalismo del 17, el obregonismo, el callismo, la Cristiada y el cardenismo. No sólo fue espectador sino parte activa en casi todos esos acontecimientos que engloban el largo periodo histórico desde Porfirio Díaz a Miguel Alemán. También en definitiva el escritor se testimonia en esa búsqueda ansiosa que determina el encuentro con el nacionalismo. El costumbrismo estético de Francisco Rojas González recogerá la multiplicidad temática de esos procesos, y aunque muy niño durante el porfirismo y adolescente en la Revolución, su obra se nutre con vivencias de tales acontecimientos.

    Así, Rojas González se inscribe en ese grupo de narradores nacidos entre 1900 y 1910 como Agustín Yáñez, Miguel Ángel Menéndez, María Lombardo de Caso, Miguel N. Lira, Lorenzo Turrent Rosas, Juan de la Cabada, Antonio Acevedo Escobedo, Mauricio Magdaleno, Alfonso Gutiérrez Hermosillo, Andrés Henestrosa, José Gómez Robleda, Alejandro Gómez Maganda, etc., que incursionaron en el relato. Como escritores adultos no olvidarán jamás en sus ficciones esa poderosa carga emotiva que el cambio social transformador imprimió a sus vidas y que en cierta medida cavó compromisos, aguijoneó responsabilidades.

    Francisco Rojas González, cuentista por excelencia, paradójicamente recibió el Premio Nacional de Literatura en 1944 por su primera novela La negra Angustias. Contradicción que no reconocía su pertinaz preferencia por la narración breve, terquedad manifestada en siete volúmenes.

    Radical en su afecto por el mundo provinciano, aunque no desdeña el asunto citadino, poéticamente realista, no ausenta la fantasía, lo cómico.

    La cuentística de Rojas González no sufre de esa contaminación de demagogia de la ideología socialista que él mismo en ciertos momentos frecuentó.

    Desterrador del lugar común, de la conmiseración, su potente dramatismo se atempera muchas veces por el juego irónico, por un saludable humor.

    La crueldad de Rojas González, incisiva y descarnada, no mancilla, sin embargo, su lirismo.

    Ermilo Abreu Gómez en su Sala de retratos sintetiza la trascendencia, el universo y la técnica de Rojas González:

    Técnica y propósitos se unen y funcionan en el arte de Francisco Rojas González. No ha ido como otros escritores modernos tras el modelo del cual han de sacar no sólo la sustancia sino también el modo de su disciplina artística. Él ha ido a lo suyo. Esta condición es la que le define y caracteriza [...] y es así como ha logrado realizar esta serie de cuentos tan nuestros, tan propios de nuestro suelo, de nuestras aspiraciones sociales. En efecto, nos ofrece un mundo original; un mundo intransferible [...].¹

    Rojas González ha sido objeto de una amplia bibliohemerografía que va desde el comentario crítico de sus libros, hasta tesis eruditas, como las de Mary Anne Lowe, Henry A. Casavant, Fareed Ahmod Khan y, principalmente, Joseph Sommers. Asimismo ha sido incluido en las más sobresalientes antologías nacionales y latinoamericanas y analizado en los fundamentales estudios sobre el cuento mexicano de José Mancisidor, Luis Leal, María del Carmen Millán, Seymour Menton, Emmanuel Carballo, Jaime Erasto Cortés. Curiosamente, sus no menos copiosos e importantes escritos en el horizonte de la historia, la etnología, el folclor, la política y la sociología no han sido atendidos por los estudiosos.

    EL HOMBRE

    Francisco Rojas González nació en Guadalajara, Jalisco, el 10 de mayo de 1903. Sus padres fueron Francisco Rojas y María González. Tuvo seis hermanos, menores que él: Roberto, Guillermo, Josefina, María, Luz y Aurora.

    A raíz de la Revolución el padre pierde fortuna y tierras y marcha en 1912 a La Barca como administrador de una hacienda. En dicho pueblo, Francisco Rojas González completa los estudios primarios que había comenzado un año antes en Guadalajara. En 1917 continúa su educación en la Escuela de Comercio y Administración de la ciudad de México, adonde fue a vivir en casa de su tío Luis Manuel Rojas, conocido político, recordado por su vehemente actitud nacionalista, mostrada en momentos cruciales como el de la Decena Trágica, cuando ataca directamente al embajador de los Estados Unidos, Lane Wilson, implicado en el golpe contrarrevolucionario.

    Al concluir sus estudios en la citada escuela, en 1920 ingresa como escribiente en la Secretaría de Relaciones Exteriores. De ahí, un acontecimiento decisivo: figura como acompañante en el grupo que sigue a Venustiano Carranza en el trágico viaje a Aljibes, donde el presidente muere asesinado, el 21 de mayo de ese mismo año, en Tlaxcalantongo. Episodio que impresiona profundamente al joven de 17 años.

    En septiembre de ese 1920 fue enviado como canciller a Guatemala, servicio que termina en 1922. Al año siguiente y hasta 1924 actuó como vicecónsul en Salt Lake City, Utah; en Denver, Colorado, y en San Francisco, California. Breve y activa carrera diplomática, ya que a su regreso a México, en 1925, renuncia a la Secretaría de Relaciones Exteriores y entra a trabajar en el Departamento de la Estadística Nacional.

    Hacia 1928, y en alternancia con esa labor, descubre Rojas González su vocación literaria y publica en Revista de Revistas sus dos primeros cuentos, El último charro y Flirt. Paralelamente, el escritor concurre a clases en el Museo Nacional, donde toma los cursos de etnología y antropología dictados por Miguel Othón de Mendizábal y Andrés Molina Enríquez. Discípulo predilecto del primero y con el tiempo su entrañable amigo, Rojas González, a la muerte del maestro, se encarga de ordenar sus Obras completas, que aparecen en 1946.

    Muestra de su interés por los problemas sociales y culturales es su incorporación, en 1929, al Bloque de Obreros Intelectuales, organización fundada en 1922 por Juan de Dios Bohórquez y que alentaba los idearios de Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles. Vale recordar que en esa asociación actuaron Miguel Othón de Mendizábal, el doctor Margarito Solís, Agustín Yáñez, Leopoldo Ramos, Adolfo Ruiz Cortines, etc. Fruto, entre otros, de esas inquietudes fue la publicación, en 1929, de la revista Crisol, órgano del grupo, en la que Rojas González colabora regularmente con ensayos y cuentos.

    En 1930 participa en el quinto censo de población, y en ese mismo año por primera vez presenta en un volumen su narración Historia de un frac, que al año siguiente incluirá en su libro ...Y otros cuentos. Igualmente en 1931 comenzará su participación en El Universal Ilustrado, semanario que por muchos años dirigió Carlos Noriega Hope.

    Su persistente atracción por los trabajos de campo, por las investigaciones antropológicas y etnográficas lo conduce en 1932 al Instituto de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México, primero como estudiante y luego como investigador, cargo que mantendrá hasta su muerte. Bajo la dirección del célebre educador Moisés Sáenz y a través de la Secretaría de Educación, interviene en las indagaciones sobre la población tarasca de Carapan, Michoacán.

    Dentro de esa misma línea, en 1933 coordinó en México, para el Comité Internacional —dirigido por el antropólogo italiano Corrado Gini—, un estudio de los habitantes del estado de Oaxaca.

    El 30 de septiembre de 1933, Francisco Rojas González contrae matrimonio con la tapatía Lilia Lozano Tejada, con quien procreará tres hijos: Lilia, Marcela y Francisco.

    En su misma especialidad y coordinada por Miguel Othón de Mendizábal, aparece en 1934 la obra de geografía lingüística México en Cifra-Atlas Estadístico, libro en el que participó muy activamente Rojas González. Pese a tantos compromisos, no rechaza su vocación literaria, tanto que simultáneamente da a conocer El pajareador, su tercera obra de índole narrativa.

    Otros trabajos, entre ellos el de editor de la Agencia Noticiosa Telegráfica Americana, ocupan su tiempo entre 1935 y 1936.

    Sus viajes al interior del país no cesan. En 1937, dirigido por Manuel Gamio, realiza estudios en la región de Ocoyoacac en el Estado de México, cuyos frutos parciales aparecen en Revista de Revistas. Año también trascendente en su producción literaria, saca a luz Sed, un volumen de cuentos, bajo el patrocinio de la editorial Juventud de Izquierda.

    En 1939 funda la Revista Mexicana de Sociología, publicación en la que da a conocer artículos de carácter científico que muestran su interés por los ámbitos indígenas, desde el México antiguo hasta la vida de diversas etnias coetáneas de él: Los tzotziles (1941), Totemismo y nahualismo (1943), Estudio histórico-etnográfico del alcoholismo entre los indios de México (1942). Trabajos de mayor envergadura en tal campo se concretan en ese tiempo al lado del doctor Lucio Mendieta y Núñez, editor de Etnografía de México, voluminosa colección en la que Rojas González realiza doce monografías.

    En la obra que Mendieta y Núñez edita en 1940, Los tarascos, los capítulos relativos a la época precolombina y virreinal son de la autoría de Rojas González.

    Su constante preocupación por esa área propicia la publicación, en 1941, del Atlas Etnográfico de México, obra monumental en la que colabora, al igual que en la Carta Etnográfica de México, de 1942.

    El sabio manejo literario que ya posee en 1943 gracias a su constante incursión en reuniones académicas, le lleva a teorizar acerca del cuento. A una célebre conferencia dictada en ese año, El cuento mexicano, su evolución y sus valores, seguirían en 1944 artículos en que, abundando sobre ese género, publica en la revista de literatura y arte Tiras de Colores, dirigida por Arturo Adame y Rodríguez y Clemente Soto Álvarez.

    Dedicado primordialmente al quehacer literario, da a la luz ese año su primera novela, La negra Angustias, por la que obtiene el Premio Nacional de Literatura 1944, otorgado por el jurado que integran Gregorio López y Fuentes, Martín Luis Guzmán y Artemio de Valle Arizpe. Aparece asimismo Chirrín y La celda 18, una colección de cuentos. Año de apoteosis literaria, a partir de él Francisco Rojas González pasa a figurar entre los más destacados intelectuales de la vida nacional, al grado de que su nombre se ata a jurados de importantes certámenes; así, en 1946, al lado de José Vasconcelos y José Luis Martínez, forma parte del comité que dio premio literario a Jesús Goytortúa Santos por la obra Lluvia roja; en 1947 es miembro del jurado del premio Miguel Lanz Duret; en 1951, con Jorge Ferretis, Jesús Goytortúa Santos, José Revueltas y José Mancisidor, constituyó la comisión dictaminadora de un concurso convocado por el gobierno.

    Volviendo a 1946, Arte de América publica la primera Antología narrativa de Rojas González, integrada por textos conocidos y por otros de factura reciente. A fin del año, ante la declaración de Rafael F. Muñoz: Los novelistas jóvenes carecen de técnica y más aún de fondo [...] necesitan leer a Dostoiewski, Gorki, etc. [...] La novela de la Revolución está agotada, conceptos vertidos en la entrevista que le hiciera Antonio Rodríguez para el periódico El Nacional, Rojas González polemiza con el escritor, y en el mismo diario, el 1° de noviembre de 1946, a invitación del periodista Antonio Rodríguez, replica y ejemplifica citando al propio Muñoz: Los novelistas jóvenes dominan mucho más la técnica de la novela que sus antecesores, los que ahora les dirigen ásperas censuras.

    Su segunda novela no se hace esperar. Lola Casanova aparece en 1947 y al año siguiente se lleva al cine, iniciándose así otra faceta de Rojas González, pues en 1949 su novela La negra Angustias también es filmada. De paso es dable decir que el escritor fue también guionista y adaptador de varias películas, y hasta intentó volverse empresario en ese ramo, sin éxito económico.

    Por ese entonces se hace cargo de la revista Estadística, órgano del Instituto Estadístico Iberoamericano, organización continental ocupada en asuntos referentes a población.

    En 1948 encabeza al grupo integrado por Rafael Heliodoro Valle, Alfonso Teja Zabre y Salvador Toscano, invitado por los gobiernos de Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua para dictar conferencias sobre temas etnológicos, folclóricos y literarios en las cuales Rojas González se ocupó, aparte de otros asuntos, de La novelística mexicana en el siglo XIX y Los novelistas y la novela contemporánea mexicana.

    Su afirmada vocación y atención por la etnografía le inscribe en otra de las monumentales ediciones de Mendieta y Núñez, Los zapotecos, en que le correspondieron los apartados acerca de la historia, la etnografía y el folclor de éstos.

    El año 1949 marca la fecha de un intenso trabajo. La Secretaría de Hacienda le encomienda editar la Memoria de Hacienda, aglutinadora del periodo de 1928 a 1946. La Universidad Nacional Autónoma de México le asigna, junto al licenciado Ignacio Mejía, el quehacer de revisar y clasificar los documentos pertenecientes a la Liga de la Defensa Religiosa, archivo que acababa de descubrirse en la Biblioteca Nacional. Todo ello sin contar con una fugaz participación en política: la candidatura a diputado por el Partido Popular, que, no obstante su franca disposición en favor del pueblo, no triunfó.

    Ya como investigador de carrera en el Instituto de Investigaciones Sociales, rango universitario que obtiene en 1950, después de 17 años de labor, prepara la Memoria del Segundo Congreso Nacional de Sociología, efectuado en Guadalajara, volumen titulado Estudios sociológicos que, concluido en 1951, no vería la luz hasta después de la muerte de Rojas González.

    Pese a su fracaso como candidato a diputado, desahoga sus inquietudes políticas en artículos para las revistas Diógenes y Cuauhtémoc. En esa tónica, su último ensayo, en que plasma algunas consideraciones sobre la Reforma Agraria, vería la luz póstumamente en Diógenes.

    Desde el 14 de mayo hasta el 31 de diciembre de ese año de 1951, Francisco Rojas González publica, con el título general de Los crímenes de la Revolución, una serie de narraciones entre la historia y la inventiva, en Magazine de Policía, editado por la casa Excélsior, material que a la fecha es prácticamente desconocido.

    También por mayo entrega al Fondo de Cultura Económica su importante volumen de cuentos El diosero, del que incluso llega a corregir pruebas. Sin embargo, la obra aparece en 1952, sin que la viera concluida su autor. Igual suerte corre la Antología de cuentos de las Américas, edición que había preparado para la Secretaría de Educación Pública.

    Metido todavía en la política, toma parte en la campaña presidencial de su gran amigo Adolfo Ruiz Cortines. En ella se le comisiona para que vaya en diciembre a Guadalajara a preparar la estrategia previa a los discursos del candidato en tal ciudad. El 11 de diciembre, en una de esas reuniones, una cena en un céntrico restaurante, sufre un infarto masivo que lo conduce instantáneamente a la muerte.

    Francisco Rojas González fue miembro del Pen Club, de la Sociedad de Geografía y Estadística, de la Asociación Mexicana de Sociología, de la Sociedad Mexicana de Antropología y de la Asociación Folklórica de México.

    EL CUENTISTA

    El último charro en Revista de Revistas,² el 5 de febrero de 1928, puede ser considerado su incursión inicial dentro de la cultura escrita. Una referencia que antecede a la publicación indica que el texto fue enviado al concurso de novelas cortas, patrocinado por el semanario, certámenes tan en boga por entonces y que indiscriminadamente acogían todo tipo de relato corto. El ambiente es de feria, propiciador de júbilo y tragedia. La Barca, esplendente de papeles picados y luces, conjuga religión y fiesta en la conmemoración anual de la virgen de Guadalupe el 12 de diciembre. Bullicio, mariachis y bandas musicales se adhieren a las consabidas carreras de caballos y peleas de gallos, escenario favorable para la conducta machista representada por dos personajes de características desiguales. El charro regional, heredero del chinaco en vestimenta y cualidades, cortés, orgulloso, de denodada valentía, de honradez cabal, encuentra la muerte por traición a manos de un norteño, ese fuereño antítesis de las virtudes charras y perteneciente a las huestes villistas. Recordemos que Francisco Rojas González conoció de los desmanes de la División del Norte en el Bajío y que por otra parte siempre guardó gran simpatía por las acciones de Venustiano Carranza.

    El último charro es un cuento demorado, de lentísima estructura, plano, detallista, donde la historia, entre la honradez y la bravuconería estafadora, pierde interés para dar pie a la ambientación folclórica pintoresquista, afirmada muchas veces en una bien conocida terminología rural. En definitiva, un excelente cuadro de costumbres, que llevaba como corolario la advertencia de la extinción del chinaco tradicional que a partir de la muerte del personaje Cornelio Espinosa quedaría en el recuerdo y sólo sería motivo de curiosidad decorativa en veladas y fiestas patriotas.

    Perteneciente a esa prehistoria de la cuentística de Rojas González es Flirt, publicado igualmente en Revista de Revistas el 27 de mayo de 1928,³ una narración originalísima cuyo asunto, fechado en el año 2000, comparte la ciencia-ficción con el trastrueque del poder social ahora conducido por el mundo femenino. La mujer adopta las características masculinas y, por el contrario, el hombre las del sexo débil. Dentro de una estructura teatral, que incluye una descripción escenográfica ad hoc, en Flirt, irónicamente se establece que en esa inversión de caracteres no hay ningún cambio profundo puesto que la mujer imita los vicios del machismo y éste los defectos mujeriles. En resumen, un sarcasmo de Rojas González no exento de historicidad puesto que en esa década de los veinte a los treinta en México comenzaba y se afianzaba la lucha por la reivindicación de la mujer, muchas de cuyas promotoras en confundida actitud adoptaban gestos y vestimenta de apariencia viril.

    Sostenido en las experiencias del Bloque de Obreros Intelectuales, Ellos y nosotros, aparecido en Crisol en junio de 1930,⁴ es un fugaz relato a partir de una festividad que conmemora el éxito de la propaganda para un censo revelador de la realidad indígena. La sátira es evidente en el manejo de la diferencia que establece el propio título entre los dirigentes del bloque —por otra parte citados con nombres verdaderos— y el anonimato de los indios. Una convivencia irónica del consabido manipuleo de siempre en la que el autor queda implicado. Breve narración que apareja más una propuesta de crónica puesto que el conflicto no obedece a la acción de personajes ficticios.

    En este año de 1930 Rojas González se atreve por primera vez a publicar en una plaqueta una narración breve: Historia de un frac,⁵ que más tarde, en 1932, coleccionará en el volumen ...Y otros cuentos.

    En 1931, para ser preciso el 29 de octubre, da a conocer en El Universal Ilustrado⁶ "Lo que quería el Chato Vítor", que bien mirado es una primera versión de Voy a cantar un corrido, incluido igualmente en ...Y otros cuentos.

    El Chato Vítor es un personaje agrarista, de violento carácter, al mismo tiempo temido y reconocido por su bravura, dispuesto, cuando lo consideraba necesario, a las ejecuciones a golpe de sable o por medio del fusilamiento. Muy amigo de sus amigos, apoyo de los agraristas y defensa del pueblo contra los rebeldes. Sólo se doblegaba o se amansaba al escuchar los corridos bravíos. Dolido por una traición, dos de sus mejores hombres son asesinados; ebrio hasta perder casi la conciencia, logra recuperar algo de calma cuando uno de sus seguidores entona los corridos más de su agrado: Heraclio Bernal, Joaquín Amaro, el de Obregón, el corrido de Cananea, etc. Todo ello tiene lugar en un claro de la arboleda donde los sorprenden los rebeldes. En la emboscada mueren sus dos acompañantes; uno de ellos su mejor amigo, Ruperto Valle, el que tañía la guitarra y cantaba los corridos. El Chato queda malherido; hasta él llegan sus seguidores y al verlo al borde de la muerte le proponen recompensas por su valentía. Él les pide que sigan defendiendo la tierrita; no acepta la pensión para su viuda y sus hijos; no desea nada, aunque después de tantos ofrecimientos sólo pide: ¡Que me compongan mi corrido! Acto seguido muere.

    En Voy a cantar un corrido, el personaje Urbano Téllez guarda similitud con el Chato Vítor: igual de borracho, atrabiliario y valiente, mantiene al pueblo aterrado —ahora amorosamente descrito, entre verduras y humedades, paisajes y olores— por sus constantes desmanes, pero ambivalentemente tranquilo porque sus moradores saben que con Urbano los cristeros no los sojuzgarán. La primera escena ocurre en la cantina, donde se detalla la misma índole que con el Chato Vítor y el poder del corrido como tranquilizador, ahora cantado por el mariachi de Pedro el Tuerto. Emboscado el pueblo por los cristeros, el Chato Urbano —así le dicen sus amigos— organiza una valiente defensa desde la torre de la iglesia; el mariachi, en medio del fragor de la contienda, sigue entonando corridos, casi los mismos del gusto de el Chato Vítor: Benito Canales, "que enyerbaba al Chato Urbano", ya nombrado coronel por sus subalternos. Poco a poco los cristeros van matando a los agraristas y dejan malherido al Chato; se retiran ante la presencia de los refuerzos, que encuentran al Chato Urbano hecho bolita, muy malherido. Las felicitaciones que le llegan, entre otras la del presidente municipal, abundan por su valerosa acción; amigos y autoridades hacen los mismos ofrecimientos que al Chato Vítor para premiarle por su bravura. Las rechaza todas para concluir:

    —Bueno, pos ya que tanto me lo preguntan... ¡Quero que me compongan mi corrido!

    Dos escenarios diferentes: la arboleda cercana al pueblo en el Chato Vítor y el pintoresco pueblo de Equistlán en el Chato Urbano. Similar lenguaje; más plásticas las descripciones de pueblo y del bosque que le rodea, en el segundo. El mismo aprecio por los corridos; en ambos se incluyen fragmentos de las letras y el mismo deseo de perpetuarse en tan mexicanas crónicas de valentías.

    "Guadalupe el Diente de Oro", publicado en El Universal Ilustrado el 9 de noviembre de 1931,⁷ será recopilado 15 años más tarde en Cuentos de ayer y de hoy.

    Conectado sin duda con Ellos y nosotros, Los deportados —jamás recopilado en volumen— se publicó en Crisol en agosto de 1931,⁸ en una dolida delación. A manera de entrevista, un personaje, Felipe Reyes, repasa su historia y la de su familia como inmigrantes en los Estados Unidos, una dramática estampa de padecimientos provenientes de la sorda iracundia de una sociedad donde impera el racismo y la inhumana crueldad. La acción se sitúa en un campamento en la frontera donde un grupo de mexicanos espera ansioso su repatriación, y entonces el recuerdo aflora con base en descripciones, a pinceladas de vidas y ambientes, de terrores sufridos, y donde a la vez se enrolan advertencia y denuncias para aquellos que ven el país del Norte como panacea, como fuente salvadora. Según Joseph Sommers, por esas mismas características descriptivas que rebasan el reportaje y por lo extremadamente bien escrito [Los deportados] se acerca en tono a un cuento.⁹

    Quince años, publicado en El Universal Ilustrado el 28 de enero de 1932,¹⁰ pasará con el título de Tragedia grotesca en El pajareador, de 1934.

    En ese 1932 Rojas González colabora en El Universal Ilustrado con cinco cuentos más: Lancaster Kid —17 de marzo—,¹¹ incluido en El pajareador; El hombre a quien aplastó el sonido —no reunido por Rojas González en libro— el 31 de marzo;¹² Dos cuentosÉl, coleccionado con el título El retorno en Sed de 1937, y Ella, jamás recopilado— el 15 de junio;¹³ y No juyas, Nacho el 11 de agosto,¹⁴ dado a conocer en ...Y otros cuentos.

    El hombre a quien aplastó el sonido, dentro de la sección Los cuentos inéditos de los jueves, resulta un singularísimo análisis psicológico sobre un individuo con pedantería de culto, con cimientos asentados esencialmente en un bagaje de lecturas y en una cultura sin ritmo ni concierto que le afirmaba en su existencia. En el sintético relato casi de estilo telegráfico, el curioso y único protagonista se topa de buenas a primeras con su mediocre realidad, y este impacto lo lleva a tomar la determinación de suicidarse. Sin embargo, su soberbia no concluye allí y rechaza los procedimientos más usuales; prefiere encontrar una muerte que lo muestre sereno, apacible. En su estudio, sentado en un confortable sillón, aislado totalmente del exterior, sintoniza la radio; el ruido lo invade todo y comienza el proceso de adormecimiento. Ironía del destino no previsible: una feroz tormenta descarga un rayo que es atraído por el aparato. Paradoja final: el personaje no cumple su deseo, el destino lo burla nuevamente.

    Bajo la aclaración Los nuevos cuentistas mexicanos aparecen Dos cuentos. El primero titulado Él, el segundo Ella, no tienen nada en común, a no ser, quizá, por el tema del amor.

    Él es sin duda, como se dijo, la primera versión de El retorno, incluido en el volumen de Sed de 1937. Narra la historia de un combatiente que finiquitada la Revolución vuelve al hogar después de cuatro años de ausencia, con la esperanza de hallar a su diligente esposa y a su hijito, ya crecido. Al llegar a su casa y llamar a la puerta le recibe una anciana tía que le informa que su mujer huyó con otro hombre llevándose al hijo después de venderle el jacal. De aquel pasado sólo queda el perro, que le es ofrecido por la vieja. El antiguo soldado, después de un corto trayecto, abandona al animal que se resistía a seguirlo, prosiguiendo su camino en soledad con la esperanza de encontrar trabajo.

    Él es un texto realista, una multiplicada biografía de la experiencia de tantos soldados que en busca de reivindicaciones lo perdieron todo; vidas inspiradoras de corridos que renuevan vigencias actualmente en paralelas historias protagonizadas por los espaldas mojadas.

    Joseph Sommers, quien no llegó a conocer Él, equivocadamente sitúa El retorno en el marco de las luchas cristeras,¹⁵ quizá por ser el hecho armado más próximo a la publicación del cuento en su nueva versión, puesto que Rojas González, al corregirlo, suprimió todas las referencias históricas y geográficas concernientes a las acciones de Villa en Celaya y León. Además de otras claves que determinan a Él como una narración rigurosa de la Revolución en pleno.

    Ella, dentro de un ambiente fabril de procesamiento tabacalero, sitúa a una mujer fuera de serie, marimacha, autoafirmada en su poder físico que la conduce a una dirigencia negada al tipo de mujer común. Un afán de progreso y un proteccionismo materialista la llevan a exigir a los patrones una desusada —para ese momento— prestación de servicio: la alfabetización. A regañadientes, los patrones le envían un risible y enclenque maestro que cambia rotundamente su existencia, pues ella aprende a leer y escribir y cae en las redes del amor. De aquella marimacha, ahora ni su sombra; se afemina y así, seducida por lo que considera un intelecto superior, pierde su fuerza y se transforma en la consabida mujer explotada que cambia la llave steelson por las agujas de tejer.

    En este mismo año de 1932, Rojas González publica su primer volumen narrativo más ambicioso: ...Y otros cuentos, con prólogo de Miguel D. Martínez Rendón. Una colección de ocho textos: Atajo arriba, Pax Tecum, Las Rorras Gómez, No juyas, Nacho, El loco Sisniega, El corrido de Demetrio Montaño, Historia de un frac y Huarapo.

    El pajareador, en Crisol en agosto de 1933,¹⁶ dará título al volumen homónimo en 1934 que reúne El pajareador, Huarapo —dado ya a conocer en ...Y otros cuentos—, Lancaster Kid, Tragedia grotesca, ¡Fuera con yo! —aparecido en Crisol ese mismo año—,¹⁷ La accesoria y El caso de Pancho Planas, también publicado en El Universal Ilustrado el 29 de marzo.¹⁸

    Tres años más tarde, en 1937, Sed. Pequeñas novelas, libro narrativo de gran despliegue. Cuentos nuevos, otros dados a conocer en la prensa periódica y uno solo de un volumen anterior: La restitución, El retorno, Sed, Un par de piernas, Trigo de invierno, Voy a cantar un corrido —Crisol, febrero de 1935—,¹⁹ Cuatro cartas, Palomera López, La caldera, Las Rorras Gómez —en ...Y otros cuentos—, La celda 18 —Crisol, julio de 1935—²⁰ y Porcelana.

    Pasará algún tiempo hasta 1944 en que Rojas González presente Chirrín y La celda 18, otra plaqueta que contiene como única novedad el primer cuento, pues el segundo ya se había dado a conocer en Sed.

    El 1° de febrero de 1946 el escritor publica en Letras de México Una cáscara en la banqueta,²¹ y en El Hijo Pródigo El carro caja en el mes de noviembre.²² En algunas bibliografías que existen sobre Rojas González se registra El último tótem —El Hijo Pródigo, julio de 1954— como un cuento autónomo, tanto que en la primera edición y en las siguientes reimpresiones de Cuentos completos aparece en la sección Cuentos finales, sin que se percataran los editores de que se trata de El éxodo, el tercer capítulo de la novela Lola Casanova.

    En 1946, Rojas González muestra Cuentos de ayer y de hoy, quizá su primera y única antología, puesto que de las 25 narraciones solamente ocho son nuevas, es decir, que 17 fueron extraídas de volúmenes precedentes y de páginas de revistas. Reúne: El caso de Pancho Planas —El pajareador—; Tragedia grotesca —El pajareador—; La accesoria —El pajareador—;Las Rorras Gómez —...Y otros cuentos—; Lancaster Kid —El pajareador—; Huarapo —...Y otros cuentos—; El pajareador —El pajareador—; "Guadalupe el Diente de Oro", ¡Fuera con yo! —El pajareador—; Voy a cantar un corrido —Sed—; La celda 18 —Sed—; La maestra de segundo,²³ La restitución —Sed—; Trigo de invierno —Sed—; Sed —Sed—; El retorno —Sed—; Silencio en las sombras, El honor, Chirrín —Chirrín y La celda 18—; Una cáscara en la banqueta, Un nuevo procedimiento, Mateo el evangelista, ¿Dónde está el burro?, El carro caja y Los dolientes.

    Al morir, en 1951, Francisco Rojas González dejó un libro, El diosero, que apareció póstumamente en 1952. Entre éste y Cuentos de ayer y de hoy publicó siete narraciones: La cabra en dos patas —Cuadernos Americanos, julio-agosto de 1947—;²⁴ ...¡Y era jueves! —Hoy, 6 de marzo de 1948—;²⁵ Su ángel custodio —Hoy, 15 de mayo de 1948—;²⁶ La última aventura de Mona Lisa, en plaqueta, en 1949, que se titularía, en El diosero, Nuestra señora de Nequetejé; Dos cuentos mexicanos (La parábola del joven tuerto y Los novios) —Cuadernos Americanos, julio-agosto de 1950—²⁷ y Retablo a punta secaMéxico en el Arte, agosto de 1948—.²⁸

    De esos siete cuentos, tres no pasaron a formar parte de El diosero: —Su ángel custodio, ...¡Y era jueves! y Retablo a punta seca, pero están recopilados en Cuentos completos.

    Sin ninguna duda El diosero es el libro de narraciones cortas más sobresaliente de la producción de Francisco Rojas González. La crítica ha coincidido en que es su obra más orgánica y la que mejor sintetiza su universo nacionalista. Contiene 13 textos: La tona, Los novios, Las vacas de Quiviquinta, Hículi Hualula, El cenzontle y la vereda, La parábola del joven tuerto, La venganza de Carlos Mango, Nuestra señora de Nequetejé, La cabra de dos patas, El diosero, Los diez responsos, La plaza de Xoxocotla y La triste historia del pascola Cenobio.

    No viene al caso en este estudio una prolija descripción de cada cuento; los esbozos que se hicieron al principio se deben al deseo de proporcionar un marco de las raíces iniciales de la cuentística de Rojas González. Por lo que hace al seguimiento enumerativo de cada uno de sus volúmenes, ello precisa de una cronología, a la vez que actúan a manera de índice, puesto que en la reunión de Cuentos completos, editado en 1971 en la Colección Letras Mexicanas del Fondo de Cultura Económica, se descuidó el orden original.

    Francisco Rojas González llevó a cabo ese quehacer literario en momentos de dramática transición, que se establecen entre la apretada atadura nacionalista de la década de los años treinta y el nuevo derrotero que buscará anheloso la incorporación de la cultura, en este caso más específicamente de la literatura, hacia los senderos de la universalidad. Inmerso en el afán de conciliar ambos caminos por medio de un realismo que, por supuesto, no ausenta lo imaginativo, construye lazos que conjuntan dos materias que a primera vista parecieran incompatibles: estética y pedagogía; la erudición al lado de lo común, lo nacional. Antinomia que el escritor concretiza en una pluralidad temática, la que mayoritariamente abreva en lo mexicano y en su constante inquietud de atarlo, de encontrarlo en el mestizaje.

    En los más de cincuenta cuentos escritos por Rojas González va desarrollándose una gran diversidad de asuntos, entre los cuales aquellos que aparecen con mayor reiteración serían: muerte, religión, Revolución —esta última visualizada desde su génesis, adoptando para tal óptica una constante revisión de las condiciones sociales—. El universo del indígena mexicano le imanta con fuerza, lo que se observa preferentemente en las consideraciones que hace en torno a su existencia, su fenomenología conceptual y hábitos, el cotidiano discurrir. Aparte se hallan los otros temas, en los cuales se percibe claramente que aspira a dejar de lado el enfoque regional para aproximarse a un sentido de cosmopolitismo.

    Tal vez sea la muerte, esa expresión tan unida al mundo del mexicano, la idea más revisada en sus múltiples facetas, particularmente aquellas que se insertan en un regionalismo apartado de otras concepciones extranjeras. Así, ante su inevitabilidad, aparecen actitudes de desprecio, de no temor, incluso de reto y franco desafío, o bien de estoica conformidad ante ella, si no es que de irónica despreocupación. Actitudes cuyos orígenes se encuentran en las dos raíces, la prehispánica y la colonial, ya que ambas comparten la certeza de que existe una indestructible fuerza vital, que es aportada —en el indígena— por la creencia en una cosmología que acoge la inmortalidad, y, en el hispano, por una misericordiosa religión que proclama la salvación del alma. Insisto, son conceptos que Rojas González maneja y pondera dentro de todo ese cúmulo de aspectos, y frente a los cuales se atreve incluso a indicar que las desigualdades sociales que señalan, que atenazan a nuestro pueblo, se presentan más dramáticas aún frente al inexorable tránsito, y así lo remarca uno de sus personajes del cuento La accesoria, aquel zapatero que, transido por la pena ante el fallecimiento de su pequeña hijita de pocos meses de nacida, sin detener su tarea de remendón, reflexiona:

    ¡Pobrecita niña, tú no has tenido la culpa de nacer gente... y gente pobre! Ahora no eres ni pobre ni rica. Eres una muertita.

    [...]

    Un cadáver de rico nunca es ridículo, en cambio, un muerto pobre es horrible... horrible... ¡qué feo es un muerto pobre! Parece que los andrajos le persiguen más allá de la vida.²⁹

    Por lo que hace a la pasividad resignada frente a la consumación de la muerte, Rojas González debió conocer innumerables ejemplos entre aquellas mujeres del pueblo, esas sufridas criaturas que, principalmente en los años de la Revolución, estaban habituadas a ello. Sin embargo, el cuentista prefirió deletrear tan hondo y personalísimo sentimiento en una mujer igualmente desamparada frente al aniquilamiento de su marido, por ello, en Los diez responsos describe el dolor de la viuda de aquel hombre, muerto por desenfrenado astromóvil. Yo crio que una troca. [...] la comadrita ‘Trenidá’ se sentó en cuclillas, muy cerquita de él, se había echado sobre la cara el rebozo, para permanecer inmóvil, como silueta evadida de un friso.³⁰

    En cuanto a las provocaciones hacia la muerte, Rojas González trae al recuerdo aquellos corridos, ecos de cientos de bravatas, a través de la expresión del Chato Urbano en Voy a cantar un corrido, cuando sabe que serán atacados por fuerzas superiores: Al cabo no hemos de morir de parto, ni de cornada de burro.³¹

    Lo anterior se une al deseo de inmortalizarse, por su actitud valiente, en la letra de un corrido.

    La muerte es sacrificio, pero se le ironiza y hasta llega a ser cómplice, solapadora, etc. Imposible resultaría ejemplificar tal multiplicidad.

    Por lo que hace a su apropiación de creencias religiosas, al manejo de ese campo, la posición de Rojas González en su narrativa resulta más compleja. Aquí hay dos vertientes: una que transmite la esencia de un primitivismo afincado en el ancestral culto a dioses zoomórficos, como es el caso de los lacandones o de algunas comunidades indígenas que él conoce bien; la otra es ese sincretismo que integra pretéritos credos, los que, aunados a un desconocimiento de la iconografía católica dan lugar, en la ingenuidad de los pames —indígenas de Nequetejé, en la Sierra Madre—, a un anudamiento de su personal idea de la imagen de la madre de Dios con la representación de la Gioconda de Leonardo Da Vinci, al confundir a ésta con la Virgen María. La trama involucrada en una singular prueba psicológica rebasa las expectativas, y la respuesta de los indios pames frente al colorido y belleza de la obra de arte es tan favorable que, ante el despliegue de un conjunto de estampas, seducidos por la Mona Lisa, los pames la sustraen del grupo de cromos para entronizarla en la elemental iglesia del pueblo, donde: [...] La llaman Nuestra Señora de Nequetejé y aseguran que es milagrosa como ninguna advocación de la Virgen Santísima, su culto se ha extendido entre los indígenas de muchas leguas a la redonda que vienen a verla en procesiones [...].³²

    Pero si bien hay cierta complacencia frente a ese tipo de trasposiciones, la crítica de Rojas González se endurece y se endereza hacia aquellos sacerdotes que predican la religión, mas no con el buen ejemplo. Su anticlericalismo se deslinda mayormente en relación con los antecedentes sociales que van a dar cauce a la contienda bélica de 1910; para estos religiosos la denuncia es acre: por siglos han amparado y solapado el poderío, la brutalidad, la prepotencia del amo, procurando convencer a la feligresía avasallada de que este despotismo es invencible, pues va enlazado a una imagen ulterior:

    El campesino se dejaba azotar.

    Sobre él pesaba una tradición de siglos: el respeto al amo. Una doctrina absurda, la sentencia urdida por los curas: ...y jamás levantes la mano a tu patrono, que es la representación de la divinidad en la tierra.³³

    También ironiza figuras como la del obispo de Pax Tecum, quien, revestido de belleza física y aureolado de santidad, muestra a través de una no reprimida lascivia su condición humana; acto que cancela de algún modo la simbología, el fetichismo de un adolescente:

    Me tocó mi turno [...} Quise antes de besar la joya pastoral ver de cerca el milagro de aquellos ojos claros, tranquilos, llenos de misticismo, de divinidad... Pero ¡oh! aquella mirada dulce hacía poco se había transformado horriblemente [...] el azul apacible se transformó entonces en un color acerado que tenía extraños reflejos... su boca, poco antes risueña, se plegaba [...] en un rictus indescriptible, su rostro pálido, seráfico antes, se coloreaba ahora intensamente. Busqué con mi vista el punto en donde se clavaba la mirada del prelado, y topé con una estupenda pantorrilla de mi joven maestra [...].³⁴

    Intrincada apreciación de lo religioso que mucho tiene que ver sin duda con su postura de intelectual, comprometido con un liberalismo heredado del siglo XIX. Joseph Sommers, en la intención de aclarar tal complejidad, señala:

    Por un lado, percibe, sin duda, la tendencia psicológica y cultural del mexicano corriente, en especial el campesino, de creer en alguna fuerza sobrenatural, algo que subsista en el más allá. Reconoce el papel fundamental desempeñado por la iglesia [...].

    Por otra parte [...] A la manera de los liberales del siglo XIX y de los dirigentes de la Revolución del siglo XX, nuestro autor piensa que la Iglesia es un exponente del conservatismo, la explotación y el feudalismo a través de la historia de México.³⁵

    Para Sommers fue más trascendente —más adecuado, se diría mejor—, más humanista el análisis que de este problema, visto a la luz de sus trabajos antropológicos, lleva a cabo Rojas González, al grado de que llega a considerar la religiosidad como una manifestación universal, que satisface con plenitud ciertas hondas necesidades humanas.³⁶

    La Revolución, o más específicamente algunos de los levantamientos que se encadenan con el movimiento de 1910, permiten indicar que esta temática se inscribe en una historicidad que abarca el lapso que va de 1910 hasta la década de los cuarenta, en pleno gobierno cardenista. Siendo una de sus inquietudes el revelar, el plantear con toda franqueza las lacras de la sociedad, sus carencias, sus mayores sufrimientos, las luchas relacionadas con la Reforma Agraria revisten un fuerte impacto, y ello se aprecia en el cuento La restitución, clara síntesis de una válida exigencia, de lo imperioso que era obtener la propiedad de la tierra. Cuento que en un párrafo engloba el cíclico requerimiento que lanzara a la lucha, sin lograr el triunfo anhelado, a Emiliano Zapata. Cita ya conocida, pero que es importante traer nuevamente a colación, porque la obra además de hacer recuento de los trágicos momentos de la lucha agraria, presenta a la mujer recia que no se arredra ante la adversidad y que llega a sufrir el máximo dolor al propiciar la muerte de su propio vástago, para ocultar de esa manera una traición a la causa. Así anima Pánfila a sus cuatro hijos:

    —¡Vamos ganando, hijos...! Por fin la tierra volverá a ser nuestra. La tierra donde descansa el cuerpo de su padre, ese pobre cuerpo al que le exprimieron l’ánima por tristes dos reales diarios... Los hijos de ustedes, mis nietos, les tendrán que echar muchas bendiciones, cuando dueños de una parcela no tengan que tragar cebada resquebrajada en lugar de maíz, que es la comida de los cristianos. ¡Vamos ganando muchachos, y que viva la Revolución![...]³⁷

    Canto de esperanza que no anula la incertidumbre. A este respecto, una desolada realidad se observa en Trigo de invierno, cuento donde se retrata la decepción, donde se constata que las cosas siguen igual, como estaban cuando la Revolución estalló; que no se encontró mejoría ni siquiera para apagar el hambre, menos un mejor trato de parte de los ahora detentadores de la tierra recuperada, que sigue siendo para el beneficio de unos cuantos, pese al dolor y la sangre de la mayoría, que quedó sin recompensa, en un desamparo tal vez mayor y en un inacabable dolor. Trigo de invierno recupera esta contristada panorámica que forma parte de la realidad cotidiana posrevolucionaria.

    Otros arquetipos se presentan dentro del cúmulo de referencias revolucionarias: héroes y antihéroes al mismo tiempo, valga la paradoja, como el Chato Vítor y su espejo, el Chato Urbano.

    En cuanto a este punto, no extraña el que Rojas González haya situado algunos de sus escritos en los postreros días del porfirismo, ahí donde se encienden la ira, la arbitrariedad, el desalmado y atroz comportamiento de los amos hacia sus peones. Actitudes que se resumen con toda claridad sobre todo en dos de los cuentos: Atajo arriba y No juyas, Nacho. Pese a tan violentas imágenes, el cuentista también refiere la contraparte, aquella que implica un reconocimiento para los buenos gobernantes. No niega el elogio para el buen saldo y la eficacia que a la distancia se pueden observar al realizar el escrutinio de décadas de padecimientos. Todo esto cabe en el espacio de la recolección de los resultados positivos de la Revolución.

    Un mejor examen de la sociedad proviene de quien la contempla en sus estratos inferiores, en sus bajos fondos, que desmenuza sus imperfecciones y, más aún, sus deformidades, sus vicios. Así registra Rojas González las divisiones abismales entre las clases sociales. En esta área, la prostitución es observada con mordacidad, con punzante ironía; el escritor pone a la luz personajes a quienes la corrupción de un sistema ha hundido mayormente en el fango. Tal es el caso planteado en Porcelana, aunque esta comprobación, como casi siempre, va revestida de un dejo aleccionador, ético.

    El afecto de Rojas González por la antropología también fue acicate para volcar a la literatura universos ajenos, como los de los zoques, tzeltales, otomíes, etc. A partir de su estudio de dichos pueblos autóctonos, nos descubre esos mundos encerrados en diversas realidades y sus primitivos y mágicos escenarios. Tal es el ambiente que desfila en el volumen de El diosero: las costumbres plurales de tribus sumergidas en la miseria, que, con la fuerza de sus creencias, superan tan difíciles situaciones. Esto sucede en cuentos como La tona, Los novios, Hículi Hualula y muchos otros.

    Pero también, como ya se dijo, la buscada universalidad da cauce a más temas: las carencias, la indigencia urbana, la corrupción. Ciertas prendas de vestir, definitorias de un status social e igualmente de su decadencia, son asimismo objeto de atención en un relato singular dentro de toda su producción: Historia de un frac. Hechos y casos sin fin que pueden ubicarse en cualquier metrópoli, que rebasan el ámbito nacional.

    Tan amplia producción en ambientes, atmósferas y personajes la comparte Rojas González en un perseverante lirismo, poética que se vale de la metáfora pero que no soslaya el simbolismo a veces de honduras metafísicas. El perfecto manejo literario da como resultado que se mancomunen técnica y propósitos, es decir, consigue el escritor compartir con el lector ese mundo singular que se desarrolla en el undívago despliegue de lo nuestro. Reflejo totalizador de una observación a fondo que acaricia seres y cosas acomodados dentro de una infinitud geográfica. Vistas abarcadoras de distintos confines de nuestro país, que son devueltas, diocelgadas mediante certeras pinceladas, las cuales lo mismo entrelazan el ánimo del paisaje con el espíritu de los protagonistas, o con el drama que subraya, al conseguir imbricaciones de una gran plasticidad, al alcanzar cromatismos de un vasto aliento descriptivo. Un claro ejemplo de ello está en la imagen del sangriento final de Atajo arriba:

    [...] escurría tanta sangre, que la tierra blanca del atajo se hizo roja... roja como la cumbre de la montaña que teñía el sol poniente.

    [...]

    Todos vieron que en la montaña, allá en la cumbre, un jinete rojo cruzaba frente al sol...

    [...]

    —Y se perdió en el sol.³⁸

    Sistematización de paisajes que en su elocuencia incorpora aromas para una mejor información, para una mayor compenetración con la naturaleza deseada: Equistlán escondía su modestia en un vallecillo verde y oloroso a majada [...].³⁹

    Muchas otras verduras son así capturadas, sin olvidarse de la rugosidad de las montañas, o bien de

    la vereda que culebreaba entre los peñascos de la loma clavada entre la aldehuela y el río, de aquel río bronco al que tributaban las tormentas, que abriéndose paso entre jarales y yerbajos se precipitaba arrastrando tras sí costras de roble hurtadas al monte.⁴⁰

    En ese enumerar bosques, en ese detenerse en la calidad táctil de resequedades, en sopesar la de las piedras o en hacer percibir la fragorosa velocidad citadina y el desamparo urbano, va implícito el magisterio del escritor, quien, gracias a agudos y sintéticos rasgos, inscribe su discurso en un todo no tan extraño, tal vez conocido, pero que, por natural, por su proximidad y, valga la paradoja, por lo distante, no es advertible. Totalidad que engloba lo propio, poco considerado, quizá no notado.

    Los modos son muchos: romanticismo, realismo, abstraccionismo, expresionismo, incluso naturalismo. Conglomerado que en un concierto iluminador entrelaza al cuentista con su destinatario, trazándole en armónicas resonancias, en vívidas descripciones, la fidelidad de una provincia que aún nos delata; ello en el medio de narraciones pletóricas de color local, o en ese costumbrismo que anuda historias de congéneres poco sabidos, de exotismos que igualmente nos pertenecen. Asimismo, su exposición captura, en esa tonalidad de lo propio, los discordes sonidos de la Revolución, el estridente grito de la miseria. En fin, la integridad que nos define, que nos designa.

    Un meticuloso trabajo que extrae de manera amorosa, dilatada, artesanal, un país, un paisaje, la hondura de una filosofía de personajes moldeados a mano, con sus virtudes y defectos, vinculados a nuestra historia, a nuestra aspiración nacionalista.

    EL NOVELISTA

    La negra Angustias, la primera novela de Francisco Rojas González, inscribe su tema dentro del ciclo de la Revolución. Mucho se ha escrito con el ánimo de clasificar los distintos periodos en que esta temática se desarrolla en la literatura nacional, aunque, por lo general, los investigadores consideran cuatro etapas. La primera corresponde a los precursores, cuando se escriben obras como Tomochic de Heriberto Frías y las primeras narraciones de Mariano Azuela. La segunda es la de los cronistas clásicos —Azuela y Martín Luis Guzmán fundamentalmente—, cuyas obras semejan grandes reportajes que testimonian vivencias directas del hecho armado. La tercera se caracteriza por cierta inestabilidad oficialista. En ella, Francisco Rojas González, Agustín Yáñez y Nellie Campobello, por ejemplo, escriben remembranzas por el simple hecho de que la contienda se produce en momentos de su niñez o adolescencia; viven y sienten la Revolución como eco, cuyos hechos se difuminan en lejanías; sus obras actualizan la Revolución a través de problemáticas y relampagueos familiares. La cuarta comprende la posrevolución, cuando el movimiento ya se ha convertido en institución y está formada la clase de los beneficiarios de la Revolución. En esta última etapa, José Revueltas y Juan Rulfo, entre otros, conocieron de la cruenta lucha por lo que dicen los libros de texto. Vistas así las cosas, podría hasta dudarse de que La negra Angustias realmente sea una novela clásica, un modelo esencial de la narrativa revolucionaria, pues la lucha no incorpora verdaderamente a la coronela Farrera. Ella actúa como resonancia, existe como revolucionaria, comanda tropa donde no hay batalla. Sus acciones radican en la prepotencia del poder femenino. La negra Angustias ambienta la Revolución, la utiliza como escenografía, es prácticamente un telón de fondo. Joseph Sommers ha verificado este criterio:

    El telón de fondo revolucionario constituye un elemento vital, pero la trama en sí misma gira alrededor de un personaje central: Angustias. El relato fundamental no es el de la Revolución o de las luchas agrarias de Zapata, sino el de la trayectoria humana de la joven mulata, a medida que el trastorno social influye en su vida. La negra Angustias se desvía del modelo de la novela revolucionaria por este intento de enfocar el desarrollo del personaje.⁴¹

    Entre las singularidades de La negra Angustias está la selección de una mujer como protagonista, rareza que no forma parte del sistema machista de los consuetudinarios héroes. Sin embargo, sus circunstancias vitales la empujan a suplantar su feminidad por una actitud hombruna que ejercita la peor faceta de lo masculino: aquello que implica arbitrariedad, vicio, agresividad, brutalidad.

    En la propia obra de Rojas González existe un claro antecedente de este insólito mimetismo, ejemplificado en el cuento Ella que, por otra parte —como ya se dijo—, jamás fue incluido en volumen. Hay diferencias de ambiente pero no de carácter; la mayora de Ella y la coronela Angustias actúan como dominadoras, como castigadoras. Insistiendo en ello y a modo general, en la novelística mexicana es notoria la escasez de paradigmas masculinos en la ficción de las creadoras; en cambio los escritores han delineado —desde pretéritos tiempos— caracteres femeninos precisos.

    Sin ánimo de delatar el argumento, vale reconstruir a la protagonista por sus características extrañas, inusuales. Huérfana al nacer, ausente el padre, es recogida por la bruja del pueblo, la que, sin anular el afecto, la hace trabajar de sol a sol en las tareas femeninas: lavar, barrer, etc., sin dejar de lado el quehacer de pastora de las chivas que poseía la bruja Cresencia. Tal tarea le revela a la observadora Angustias la cruda realidad de las manifestaciones sexuales del ganado que cuida, mismas que establecen el poderío, la fiereza del macho, a la que se pliegan las chivas, que son compañía y afecto de la mulata. En la adolescencia es recuperada por el padre; la relación con él, envuelta en silencios, en trabajo, implica una línea afectiva sin demostraciones. La vida transcurre de alguna manera feliz. Esta conformidad va a ser quebrantada al darse la transformación de Angustias en apetecible, atractiva, frondosa muchacha, trocando la tranquilidad en zozobra debido al acoso sexual de que es víctima. En complicidad con el padre, logra evadir los intentos de violación en su contra. Es requerida en matrimonio por el joven más codiciado de la región; sin embargo, por su fobia al sexo, lo rechaza; esto da lugar a habladurías: se le llama manflora; se dice que está embrujada; ante ello, Cresencia la exorciza en público. Después se aclara el panorama de Angustias, pero el acoso persiste; el violador la ronda salvajemente hasta que ella lo mata a navajazos. Huye del pueblo para enfrentarse a otros peligros y a un peor desflorador de féminas. El relato de unos seguidores de Zapata le abre los ojos y decide, como inspirada por la fuerza de la resonancia del zapatismo, transformarse en dominadora. Inexplicablemente modifica su actitud, se viste de reciedumbre e inicia su poderío al contar con la debilidad de un enamorado que la secundará en sus tropelías, en sus truculencias, lo que se advierte en la vengativa castración del ominoso violador. A partir de ese momento, la negra Angustias, en un vuelco, adopta lo peor del comportamiento de los guerrilleros y sojuzga por completo, por su rabioso carácter, a sus seguidores. En este exitoso avasallamiento, ella añora ser la mejor en todos los aspectos, lo cual la lleva a ambicionar el conocimiento; se despierta el deseo de estar enterada, de poder leer edictos, panfletos y demás información escrita. Despierta ese imperioso deseo la trasnochada información de un ideólogo que despliega verbalmente ante ella teorías revolucionarias rusas y francesas en un ininteligible discurso. Angustias manda traer al intelectual del pueblo: un enclenque y rubio catrín. A medida que la mulata progresa, cuando ya puede escribir su nombre, cuando ya conoce las letras, va siendo sometida por los conocimientos del profesorcillo; se enamora de él; claudica; pierde su fuerza, su reciedumbre, su poderío. Abandona la causa; se torna débil ante él, quien, una vez constatado su dominio sobre Angustias, la preña, la desposa, para sacar ventaja del indulto, que acompañado de remuneración pecuniaria, el gobierno ofrecía a la coronela Farrera, la cual acepta mansamente el desprecio del catrín, el despojo que a ella y su vástago les hace de tan necesario emolumento, y Angustias se transforma en el ejemplo de una cotidianidad regular de la mujer del pueblo mexicano.

    Muchos de los reseñistas o estudiosos de La negra Angustias han comentado el retrato psicológico de la novela, referido principalmente a características sexuales. Otros han ido más allá al afirmar que la obra está regida por la teoría freudiana de la castración en cuanto el personaje pretende emular al sexo masculino. Es evidente que esta actitud existe y que se remata fundamentalmente al enamorarse de un hombre débil, edípico, afeminado, cobarde, aunque al final de la obra, por la ineludible ley de la naturaleza, Angustias se ve compelida a retomar la pasividad que el amor y la maternidad demandan.

    El conocimiento que Rojas González poseía del pueblo mexicano, a través de investigaciones y experiencias personales, redunda positivamente en la creación de ambientes, costumbres y personajes populares, así como en el colorismo folclorista que se manifiesta tanto en la conducta de los protagonistas como en la descripción de la naturaleza. El paisaje se asimila simbióticamente a lo anímico, de tal manera que adquiere una humanización que muchas veces suele unirse a una ética que no descarta impiedades.

    La estructura exterior, integrada por 22 capítulos que se establecen en un marco de diecisiete espacios diferentes, da como resultado una efervescente movilidad, un nerviosismo que trae consigo una imantación de la lectura. En lo interior, el manejo de la temporalidad posee ciertas incongruencias: saltos bruscos de una escena a otra, de una estampa a otra, sin una verdadera lógica. Parecería que Rojas González algunas veces estuvo más preocupado por la plasticidad de las acciones que por fundamentarlas en los actos mismos, en el modo de conducirse de los personajes. Con referencia a esto, vale la pena subrayar que, pese al retrato poderoso de la protagonista, los demás seres que la rodean, aunque actúen como complementos, también adquieren relevancia, energía.

    José Rojas Garcidueñas ha señalado la eficacia del estilo en La negra Angustias:

    El estilo es bueno, es luminoso en descripciones, vivo y acertado en los diálogos, que mucho ayudan a ver a los personajes, enriquecido con modismos, giros y vocablos cuyo origen y uso popular y regional [son indudables] porque el autor es digno de todo crédito en tales materias [...].⁴²

    Por su parte, Alí Chumacero critica en Rojas González el uso demasiado redundante del enclítico:

    La negra Angustias salta a cada paso al grado de hacer difícil su lectura a aquel que llegue a ella con espíritu crítico. Yo prefiero decir le ató, y no atóle; le condujo, no condújole; le posó, no posóle, le cantó, no cantóle; etc. Y no es una simple cuestión de preferencia, porque si fijamos un poco la atención veremos que posponer el pronombre al verbo da por resultado una aparente riqueza que sólo es útil muchas veces para ocultar la pobreza de la frase.⁴³

    Generalizando, La negra Angustias incorpora un rico léxico de americanismos a través de diálogos naturales y consistentes. Un habla de pueblo, de efectividades realistas apegadas a la tradición, en especial al costumbrismo. Su prosa, de opulento cromatismo, de gran funcionalidad, se apoya en imágenes sugerentes, en comparaciones y metáforas poéticas, visionarias, soñadoras.

    En resumen, La negra Angustias, a más de medio siglo de su aparición, sigue atrayendo por su asunto, por su rareza, por su agilidad que aglutina fatalidades y, a veces, despiadado humorismo.

    Sólo tres años median entre La negra Angustias y Lola Casanova, la segunda novela de Francisco Rojas González. Ambas se parecen en un solo hecho: la mujer como heroína de ficción, aunque sus caracteres difieren totalmente. Por otra parte, ambas creaciones son completamente opuestas.

    El tema central de Lola Casanova es la historia de una mujer de raza blanca que sufre cautiverio a manos de un indígena y su posterior asimilación a ese universo. Temática que no era novedad ni en la cultura latinoamericana ni en la mexicana. Basta recordar el relato del argentino Lucio V. Mansilla en su Excursión a los indios ranqueles (1870), donde cuenta la relación de Fermina Zárate, que fue robada y desposada por un cacique, tuvo hijos de él y, pese a esos avatares, no se desprendió nunca de su natural distinción.

    En lo que toca a México, el médico y educador duranguense Fortunato Hernández, autor de cuatro novelas, dio a conocer en 1902 su estudio Las razas indígenas de Sonora y la guerra del Yaqui, donde refiere la siguiente leyenda que sirve de exordio a la novela Lola Casanova.

    Los casos de adopción más notables son el de un cautivo que llegó a ser jefe de la tribu, bajo el nombre de Coyote-Iguana, y el de Lola Casanova, una joven de dieciocho años que fue arrebatada a su familia por los seris, durante un combate sostenido entre éstos, en el camino de Guaymas a Hermosillo, por el año de 1854.

    Ya varios ancianos sonorenses me habían referido el atrevido rapto y la novelesca historia de Lola, pero ninguno de ellos me aseguró haberla conocido.⁴⁴

    Aquí y sobre el mismo tema, vale un paréntesis aclaratorio. José Rojas Garcidueñas, en la Breve historia de la novela mexicana resta originalidad a la trama:

    Esta última [Lola Casanova] no es sino un hecho ocurrido en Sonora hace cosa de un siglo, también referido por Armando Chávez Camacho en su novela Cajeme y que Rojas González desenvuelve de modo folletinesco, sin duda con el propósito, que inmediatamente logró, de aprovecharlo en una película lucrativa, pero sin valor artístico.⁴⁵

    Por fortuna, Manuel Pedro González, en Trayectoria de la novela mexicana, aparecida en 1951, ocho años antes del estudio de Rojas Garcidueñas, aclara:

    Debe señalarse, por último, una curiosa coincidencia:

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