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La Odisea, Canto XI ~ Homero

La evocación de los muertos

"Cuando llegamos a la orilla del mar, primero sacamos la nave


de la playa y la llevamos hasta el medio de las olas,
levantamos el mástil, desplegamos las velas sobre aquella
negra nave; colocamos en ella las víctimas, luego embarcamos
también nosotros, abrumados de tristeza y derramando lágrimas
en abundancia. Pronto, detrás de la nave de azulada proa, se
levanta un viento propicio que nos envía Circe, diosa augusta
de melodiosa voz. Habiendo dispuesto así todos los aparejos
en el interior, nos sentamos en la nave, dirigida por los
vientos y por el piloto. Durante todo el día, desplegadas las
velas, atravesamos el mar; pero finalmente el sol va hacia el
ocaso, cubriendo todos los senderos.

"La nave llega entonces a los límites del profundo Océano. Es


allí donde se encuentran la ciudad y el pueblo de los
cimerios, envueltos en tinieblas y en nubes; jamás el
radiante sol les alumbra con sus rayos, ni cuando sube por la
bóveda estrellada, ni cuando de lo alto del cielo se
precipita hacia la tierra; sino que una noche funesta cubre a
aquellos mortales infortunados. Llegados a estos lugares,
arrastramos la nave hacia la playa, desembarcamos las
víctimas y recorremos las orillas del Océano, hasta llegar al
lugar que la diosa nos había indicado.

"En seguida Euriloco y Perimedes se apoderan de los animales


consagrados; yo, cogiendo la espada refulgente suspendida a
mi costado, cavo una fosa de un codo en todos los sentidos;
alrededor de esta fosa hago libaciones a todos los muertos:
la primera con leche y miel, la segunda con el vino que da
alegría, y la tercera con agua; esparzo por encima la blanca
flor de harina. A continuación, yo imploro a las ligeras
sombras de los muertos, prometiéndoles que cuando yo esté en
Itaca, les inmolaré una novilla estéril, la más hermosa que
yo posea en mi casa, y que llenaré una hoguera de preciosas
ofrendas; prometo sacrificar además para Tiresias solo un
carnero completamente negro, que superará a todos los de mis
rebaños. Después de haber dirigido mis oraciones y mis votos
a la muchedumbre de los muertos, cojo las víctimas, las
degüello en la fosa, donde corre una sangre negra. De pronto,
las almas de los manes se escapan del Erebo; veo reunirse a
mi alrededor esposas, jóvenes, ancianos abrumados de
miserias, tiernas doncellas que deploran su muerte prematura;
varios parecen heridos por largas lanzas, y llevan
ensangrentada la armadura; de todas partes, sobre los bordes

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de la fosa, estos manes revolotean en tropel profiriendo
gritos lastimeros; al ver esto, el pálido temor se apodera de
mí. Ordeno entonces a mis compañeros que quemen, después de
haberlas despojado, las víctimas extendidas, heridas por el
acero cruel, y que imploren a los dioses, al fuerte Hades y a
la terrible Perséfona; yo mismo, volviendo a coger la espada
aguda que se encuentra suspendida a mi costado, me siento y
no permito que las ligeras sombras de los muertos se
aproximen a la sangre que acaba de correr, antes de que
Tiresias me haya dado las instrucciones pertinentes.

"La primera alma en llegar fue la de mi compañero Elpenor;


todavía no había sido sepultado en la tierra profunda; en la
mansión de Circe habíamos dejado su cadáver, privado de
nuestras lágrimas y de los póstumos honores: otros cuidados
apresuraron nuestra partida. Al verle, rompí a llorar, y con
el corazón lleno de piedad, le dije estas aladas palabras:

"―Querido Elpenor, ¿cómo has venido a estas lóbregas


tinieblas? Tú te me has adelantado, aunque ibas a pie, y yo
iba a bordo de una nave.

"Elpenor me respondió gimiendo:

"―Noble hijo de Laertes, ingenioso Ulises, un destino cruel y


el exceso de vino me ocasionaron la muerte; acostado en el
palacio de Circe, no me di cuenta de que había de volver
hacia atrás para encontrar de nuevo la espaciosa escalera, y
me precipité de lo alto del techo; los nervios del cuello se
me rompieron y mi alma descendió al Hades. Ahora, te lo
imploro de rodillas, por tus amigos ausentes, por tu esposa,
por el padre que alimentó tu infancia, y finalmente por
Telémaco, al que tú dejaste como hijo único en tu casa,
porque yo sé que lejos de la morada de Hades tú debes volver
a conducir tu sólida nave a la isla de Ea, volver a estos
lugares; te lo suplico, príncipe, acuérdate de mí: cuando te
vayas, no me dejes sin haberme concedido lágrimas y
sepultura, para que yo no atraiga sobre ti la indignación de
los dioses. Después de haber consumido mi cadáver con las
armas que me han quedado, levanta una tumba en mi honor en
las orillas del mar, para enseñar a los siglos venideros la
suerte de un desgraciado; cumple para mí todas estas cosas y
planta sobre mi tumba el remo del que yo me servía cuando
estaba lleno de vida en medio de mis compañeros.

"Así hablaba Elpenor, y yo me apresuré a responderle:

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"―Sí, sin duda, desdichado, yo haré lo que tú deseas, yo
cumpliré tus votos.

"Mientras nos estábamos dirigiendo estas palabras dolorosas,


los dos estábamos sentados; yo, por un lado, sosteniendo la
espada sobre la sangre, y por otro lado, la imagen de mi
compañero estaba contándome sus desventuras.

"Fue entonces cuando llegó el alma de mi madre, fallecida


durante mi ausencia, la hija del magnánimo Autolico,
Anticlea, a quien dejé con vida cuando partí hacia la ciudad
sagrada de Ilion. Al verla, rompí a llorar, y mi corazón se
llenó de compasión; pero yo no permití, a pesar de la pena
que por ella sentía, que se acercase a la sangre antes de que
Tiresias me hubiera instruido. Finalmente llegó el alma del
tebano Tiresias; llevando un cetro de oro, me reconoció y me
dijo:

"―Ilustre hijo de Laertes, ingenioso Ulises, ¿por qué,


desdichado, abandonando la luz del sol, vienes aquí para
visitar a los muertos y su espantosa morada? Pero, vamos,
apártate de esa fosa, retira tu espada, para que yo beba la
sangre de las víctimas y te diga la verdad.

"Al oír estas palabras, yo me alejo y vuelvo a envainar la


espada. Cuando él hubo bebido la negra sangre, el adivino
irreprochable deja oír las siguientes palabras:

"―Tú deseas un feliz retorno, noble Ulises, pero un dios te


lo hará difícil; no creo que puedas escapar a Posidón, que
abriga en su alma contra ti un profundo resentimiento,
furioso porque privaste de la vista a su hijo amado. Sin
embargo, llegaréis, después de padecer muchos males, si
quieres reprimir tus deseos y los de tus compañeros, cuando,
huyendo de la furia del mar, dirijas tu sólida nave hacia la
isla de Trinaquia; allí encontraréis, paciendo verde hierba,
los bueyes y las robustas ovejas del Sol, que todo lo ve, que
oye todas las cosas. Si tú haces que esos rebaños no sufran
mal alguno, puedes pensar en el regreso, y todos, después de
haber sufrido muchos males, llegaréis a Itaca; pero si esos
rebaños son atacados, yo te predigo la pérdida de tu nave y
de tus compañeros; solamente tú te salvarás, pero habiendo
perdido a todos los tuyos, no llegarás más que con dificultad
y tardíamente a bordo de una ligera nave. Tú encontrarás la
ruina en tu casa, unos hombres audaces que están devorando tu
herencia, y desean unirse en matrimonio a tu noble esposa,

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dándole los presentes de boda; mas a tu regreso, castigarás
su insolencia. Con todo, después de haber inmolado en tu
palacio a los audaces pretendientes, sea por astucia, sea
abiertamente con tu aguda espada, viajarás aun cogiendo un
ancho remo, hasta que encuentres unos pueblos que no conocen
el mar ni comen ningún alimento aderezado con sal; que
tampoco conocen las naves de popas de un rojo vivo, ni los
anchos remos, que son alas para las naves. Yo voy a darte una
señal segura, y ese país no escapará a tu vista: será cuando
un viajero, ofreriéndose a ti, te preguntará por qué llevas
un aventador sobre tus hombros; entonces hundirás el remo en
la tierra, sacrificarás ilustres víctimas a Posidón, un
carnero, un jabalí macho, con un toro, después volverás a tu
patria para ofrecer sagradas hecatombes a los inmortales
habitantes del Olimpo, a todos y en el orden de su poder.
Mucho tiempo después, una muerte dulce saliendo de las aguas
del mar, te arrebatará el día en medio de una ancianidad
apacible; a tu alrededor los pueblos serán felices. Te he
dicho la verdad.

"―Tiresias ―le respondí yo entonces―, sí, ahí está sin duda


el destino que me han hilado los dioses mismos. Ahora dime,
háblame con sinceridad: yo percibo la sombra de mi madre,
fallecida durante mi ausencia; está sentada en silencio,
cerca de la sangre, y aunque se halla en presencia de su
hijo, ella no podría verle ni hablarle. Dime, oh rey, cómo
podrá reconocerme.

"Tiresias respondió en seguida en estos términos:

"―Yo puedo darte una respuesta fácil, y la pondré en tu seno;


aquel de los muertos al cual permitas acercarse a la sangre,
te dirá la verdad; aquel a quien se la rehusarás,
retrocediendo se alejará de ti.

"Después de hablar de esta manera, el alma del rey Tiresias


vuela hacia la morada de Hades, tras haberme instruido acerca
de los oráculos. Yo, entre tanto, permanezco inquebrantable
hasta el momento en que llega mi madre y bebe de la negra
sangre; al instante, me reconoce, y gimiendo me dirige estas
aladas palabras:

"―Hijo mío, ¿por qué has de penetrar en estas oscuras


tinieblas, estando aún vivo? Es difícil para los vivientes el
descubrir estas regiones. Ha sido preciso cruzar grandes
ríos, corrientes impetuosas, pero sobre todo el Océano, que
no se puede atravesar a pie y sin una sólida nave. ¿Llegas

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ahora desde Ilion a estos lugares, después de haber errado
mucho tiempo con tu nave y tus compañeros? ¿Es que aún no has
ido a Itaca? ¿Todavía no has vuelto a ver en tu palacio a tu
fiel esposa?

"―Madre ―me apresuré a responderle―, una imperiosa necesidad


me ha conducido a la mansión de Hades para consultar el alma
del tebano Tiresias. No, todavía no me he acercado a la
Acaya, ni he llegado aún a mi patria; pero, presa de grandes
desgracias, voy errante sin cesar, desde el día en que seguí
al divino Agamenón a Ilion, fértil en corceles, para luchar
contra los troyanos. Pero, dime, háblame con sinceridad, ¿qué
destino te ha sometido a la muerte terrible? ¿Acaso una larga
enfermedad? ¿O tal vez Artemisa, que se complace en arrojar
dardos, te atravesó con una de sus flechas? Háblame de mi
padre, y del hijo que dejé; di me si mis bienes le pertenecen
todavía, o si algún héroe se ha apoderado de ellos, creyendo
que yo no había de volver. Dime cuáles son los sentimientos y
los pensamientos de mi noble esposa; si, permaneciendo al
lado de mi hijo, conserva cuidadosamente todos mis bienes; o
si el más ilustre de los griegos la ha tomado en matrimonio.

"Tales fueron mis preguntas, y mi augusta madre me respondió


con las siguientes palabras:

"―Penélope, con el corazón transido de dolor, ha permanecido


con constancia en tu palacio; penosas noches y largos días la
consumen en medio de un mar de lágrimas. Ningún extranjero
posee tu hermosa herencia; tranquilo, Telémaco cultiva aún
tus dominios, asiste a los soberbios festines que al rey
corresponde preparar; todos se afanan en invitarle. Tu padre
reside en el campo, nunca va a la ciudad; no tiene lecho
suntuoso adornado con mantas y magníficos cobertores; durante
el invierno, duerme en la casa donde se encuentran sus
servidores, tendido sobre la ceniza, junto al fuego, durante
la rica estación del otoño, hojas amontonadas en el suelo, en
el lugar más fértil de su viña forman su lecho; allí es donde
reposa, abrumado por la pena, y un profundo dolor aumenta en
su alma al lamentar tu suerte; sobre él pesa la penosa vejez.
Así fue como perecí yo misma y llegó a cumplirse mi destino;
Artemisa, que se complace en arrojar dardos, no me alcanzó
con ninguna de sus dulces flechas; tampoco me sobrevino
ninguna de esas largas enfermedades, que, en medio de crueles
tormentos, roban el vigor a nuestros miembros; pero la
nostalgia, la inquietud que sentía por ti, noble Ulises, y el
recuerdo de tu bondad, fueron las únicas cosas que me
privaron de la dulce vida.

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"Dijo, y yo, con el espíritu trastornado, quiero coger el
alma de mi madre; tres veces me lanzo hacia delante, y mi
corazón desea asirla, tres veces se escapa ella de mis manos
como una sombra o como un sueño. Experimentando entonces en
mi alma un dolor más intenso, le digo estas aladas palabras:

"―Madre mía, ¿por qué no me esperas, cuando yo deseo


abrazarle, para que en la morada de Hades, rodeándote con mis
brazos, podamos los dos hartarnos de lágrimas? ¿La terrible
Perséfona me habría ofrecido tan sólo una vana imagen, para
que en mi dolor yo hubiera de gemir todavía más?

"Así hablaba yo, y mi augusta madre me responde al instante:

"―Hijo mío, el más infortunado de los hombres, Perséfona, la


hija de Zeus, no te ha engañado, sino que éste es el destino
de los humanos, cuando están muertos; aquí los nervios ya no
envuelven las carnes ni los huesos, sino que son destruidos
por la poderosa fuerza del fuego devorador, tan pronto como
la vida abandona los huesos delicados; entonces el alma
ligera echa a volar como un sueño. Pero, vuelve ahora en
seguida a la luz, recuerda todas estas cosas, para luego
poderlas contar a tu esposa.

"Tal era nuestro coloquio; a continuación vinieron las


mujeres (Perséfona las iba despertando), todas las que fueron
las esposas o las hijas de héroes ilustres; se agrupaban en
tropel para beber la negra sangre. Yo entre tanto iba
reflexionando sobre el modo como interrogaría a cada una de
ellas. He ahí lo que me pareció ser lo mejor: sacando la
espada suspendida a mi costado, no permití que vinieran todas
juntas a beber la negra sangre. Se acercaron, pues, una
después de otra, y cada cual me refirió su origen; yo iba
interrogándolas a todas.

"La primera que se ofreció a mi vista fue la hija de un padre


ilustre, Tiro, que decía haber nacido del irreprochable
Salmoneo; decía que había sido esposa de Creteo, hijo de
Eolo. Tiro se enamoró de un río, el divino Enipeo, el más
bello de todos los ríos que corren sobre la tierra; a menudo
se bañaba ella en las aguas límpidas del Enipeo. Pero
Posidón, tomando la forma de ese dios, se acostó hacia la
desembocadura de ese rápido río; entonces el agua azulada lo
envuelve y se redondea como una montaña; oculta a la vez al
dios de los mares y a aquella débil mortal. Posidón desata
entonces el virginal ceñidor, e infunde el sueño. Cuando hubo

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realizado su labor amorosa, toma la mano de la joven y le
habla de esta manera:

"Mujer, sé feliz con mi amor. Antes de que se cumpla el año,


darás a luz a dos hermosos niños; nunca queda estéril el
lecho de los inmortales; tú los alimentarás y educarás con
esmero. Ahora vuelve a tu morada, guarda silencio y no
menciones mi nombre; debes saber, sin embargo, que yo soy
para ti el poderoso Posidón.

"Dice, y vuelve a sumergirse en el seno de las aguas. Tiro


dio a luz a Pelias y a Neleo, que fueron ambos los poderosos
ministros del gran Zeus; Pelias, rico en rebaños, habita en
el vasto país de Jolcos; Neleo, en la arenosa Piloso. Tiro,
la reina de las mujeres, dio otros hijos a Creteo: Esón,
Feres y el caballero Amitaón.

"Después de Tiro, descubrí a la hija de Asopo, Antíope, que


se jactaba de haber dormido en los brazos de Zeus; dio a luz
a dos hijos, Anfión y Zeto, que fueron los primeros que
echaron los cimientos de Tebas, la de las siete puertas;
porque jamás habrían habitado la vasta Tebas sin murallas,
aun cuando los dos eran muy vigorosos.

"Después vi a la esposa de Anfitrión, Alemena, que,


habiéndose unido en amor a Zeus, dio a luz al valeroso
Heracles de corazón de león; cerca de ella se encontraba
Megara, nacida del magnánimo Creón; se casó con el hijo de
Anfitrión, que fue siempre de fuerza indomable.

"Descubrí también a la madre de Edipo, la bella Epicasta, que


por ignorancia cometió un execrable delito, uniéndose a su
hijo; este héroe, después de dar muerte a su padre, se casó
con su madre; los dioses revelaron este crimen a los hombres.
Edipo, padeciendo grandes males en la sacrílega ciudad de
Tebas, reinó sobre los cadmeos por la cruel voluntad de los
dioses. Epicasta descendió a la sólida mansión de Hades;
suspendió una larga soga de la elevada viga, y pereció en
medio de tormentos, dejando detrás de ella al desdichado
Edipo todos los sufrimientos con que se cebaron en él las
Furias de su madre.

"Vi a continuación a la hermosa Cloris, que por su belleza


casó en otro tiempo con Neleo, el cual colmó de magníficos
presentes a aquella virgen, la más joven de las hijas de
Anfión, nacido de Jaso, y que reinó poderoso en Orcomeno,
ciudad de Minias. Cloris reinaba en Pilos con el rey Neleo, y

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le dio tres hijos ilustres. Néstor, Cromión y el orgulloso
Periclimeno. Después dio a luz a la ilustre Pero, admiración
de los hombres, y con la cual todos los príncipes deseaban
casarse; pero Neleo sólo consintió en conceder su mano a
aquel que robase de los campos de Filace las novillas de
ancha cerviz, retenidas injustamente por el terrible Ificlo.
Un adivino irreprochable prometió que él solo robaría
aquellos rebaños; el penoso destino de un dios, pesados lazos
y unos pastores salvajes lo retuvieron cautivo. Cuando los
meses y los días fueron cumplidos, cuando hubo transcurrido
el año, y llegaron las estaciones, entonces el temible Ificlo
dejó en libertad al adivino, el cual reveló todos los
oráculos; así se cumplió la voluntad de Zeus.

"Vi asimismo a Leda, la esposa de Tíndaro, la cual de este


héroe tuvo dos hijos magnánimos, Cástor, hábil en domar los
corceles, y Pólux, lleno de fuerza en el pugilato, y a los
dos retuvo vivos la tierra; estos héroes, incluso en el fondo
de la tierra, son honrados por Zeus: cada día viven y mueren
sucesivamente; obtienen un honor igual al de los dioses.

"Después de Leda, vi a Ifimedia, esposa de Aloeo, la cual,


según decía, se había unido en amor a Posidón; tuvo dos
hijos, que no vivieron mucho tiempo. Oto, hermoso como un
inmortal, y el ilustre Efialtes; la Tierra fértil los
alimentó y se hicieron muy altos y muy hermosos, después del
ilustre Orión. Desde la edad de nueve años tenían nueve codos
de grueso, y su estatura era de tres veces nueve codos. Estos
héroes dirigieron amenazas a los inmortales, y trataron de
promover en los cielos los horrores de una guerra impía; se
esforzaron en colocar el monte Ossa sobre el Olimpo, y sobrre
el Ossa el Pelión cargado de bosques, con la intención de
subir al cielo. Habrían realizado su proyecto, si hubieran
llegado a la edad de la adolescencia; pero el hijo de Zeus,
el que fue dado a luz por la rubia Latona, los inmoló a los
dos antes de que bajo sus sienes floreciese una tierna pelusa
y sus mejillas quedaran cubiertas por una espesa barba.

"A continuación vi a Fedra, a Procris, y a la hija del sabio


Minos, la hermosa Ariadna, a quien Teseo raptó de Creta para
llevarla a la ciudad sagrada de Atenas; pero no pudo gozar de
ella, porque antes la diosa Artemisa la mató en la isla de
Dia.

"Finalmente veo a Maira, a Climena y a la odiosa Erifila, que


sacrificó a su marido por la codicia del oro refulgente. Pero
yo no podría mencionar a todas las esposas y a todas las

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hijas de héroes que se ofrecieron a mi vista; antes de
terminar mi relato, la noche divina habría terminado; ahora,
ya ha llegado la hora de dormir, ya sea aquí, ya sea en la
nave, con los compañeros que tienen que ir conmigo; a los
dioses, y luego a vosotros es a quienes confío mi partida.

Así habló Ulises, y todos guardan un profundo silencio; todos


estaban encantados en los umbrosos palacios. Entonces Areté,
dirigiéndose a los invitados, abre la conversación diciendo:

"―Feacios, ¿qué os parece este extranjero, qué os parecen su


rostro, su figura y sus prudentes pensamientos? Sin duda es
mi huésped; pero cada uno de vosotros debe colmarle de
honores: no os apresuréis, pues, en despedirle, y no rehuséis
vuestros dones al infortunado, puesto que en vuestras moradas
poseéis grandes riquezas, por la liberalidad de los dioses.

A continuación, el prudente anciano Equeno, el de más edad de


los feacios, les pronuncia el siguiente discurso:

"―Amigos míos, sin duda lo que acaba de decir la reina


prudente no se aparta de vuestras intenciones ni de vuestro
pensamiento; obedeced, pues, a su voz. No obstante, es del
propio Alcino de quien debe venir tanto el ejemplo como el
consejo.

Alcino respondió entonces:

―Sí, sin duda, esas palabras se cumplirán, mientras durante


mi vida yo reine sobre los navegantes feacios. Que el
extranjero, por muy ansioso que esté de regresar, aguarde,
sin embargo, hasta que salga la aurora, y que yo termine de
reunir los presentes. El cuidado de la partida corresponde a
todos, pero sobre todo a mí, que reino en este país.

El prudente Ulises respondió con estas palabras:

―Poderoso Alcino, ilustre entre todos estos pueblos, si me


invitases a permanecer aquí durante un año entero, tú que
preparas mi partida y me colmas de magníficos presentes, me
avendría a ello de buen grado, y lo que me resultaría más
provechoso, sería regresar a mi amada patria con las manos
más llenas de beneficios tuyos; por ello sería más honrado,
más apreciado por todos aquellos que me verán regresar a
Itaca.

―Noble Ulises ―dice Alcino―, al verte, no suponemos en modo

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alguno que seas un impostor, un pícaro, como esos numerosos
vagabundos que lleva la tierra, siempre a punto de soltar
fábulas sobre un país que nadie ha visto; pero tú posees el
encanto de las palabras, y concibes prudentes pensamientos;
como un cantor, tú has narrado hábilmente los tristes
infortunios de todos los griegos y los tuyos propios. Sin
embargo, dinos si habéis visto algunos de aquellos nobles
compañeros que te siguieron al sitio de Troya y que allí
murieron. La noche es aún muy larga; no ha llegado la hora de
dormir en el palacio; háblame, pues, de tus gloriosas
hazañas. Yo aguardaría incluso el retorno de la aurora, si
consintieses en este palacio en relatamos tus desventuras.

El prudente Ulises respondió con las siguientes palabras:

―Poderoso Alcino, ilustre entre todos estos pueblos, hay un


tiempo para los largos coloquios, y hay un tiempo también
para el sueño; pero si deseas oírme, no me niego a ello, y te
hablaré de desgracias aún más deplorables: la muerte de mis
compañeros que fallecieron los últimos y la de aquellos que,
salvados de la guerra lamentable de los troyanos, perecieron
durante su regreso, a causa de las malas artes de una mujer
odiosa.

"Cuando la casta Perséfona hubo dispersado por todas partes


las sombras de las mujeres ilustres, llegó el alma desolada
de Agamenón, hijo de Atrea; alrededor de ella estaban
reunidas todas las de los guerreros que sucumbieron con él en
el palacio de Egisto. El Atrida me reconoció tan pronto como
hubo bebido de la negra sangre; entonces lloró amargamente, y
derramando copiosas lágrimas, me tendía las manos, deseando
abrazarme; pero estaba sin fuerzas, y ya no tenía aquel vigor
que en otro tiempo residía en sus ágiles miembros. Yo mismo
al verle, lloré; mi corazón fue movido a compasión, y me
apresuré a decirle estas palabras:

"―Glorioso hijo de Atreo, Agamenón, rey de los hombres, ¿qué


destino te ha sometido a la muerte terrible? ¿Acaso Posidón
te ha hecho perecer con tus naves, levantando el soplo
impetuoso de las tempestades? ¿O seguramente en tierra firme
unos enemigos te hirieron cuando tú estabas causando estragos
en sus bueyes y en sus ricos rebaños de ovejas, cuando
luchabas contra sus ciudades y raptabas sus esposas?

"Tales fueron mis preguntas; la sombra de Agamenón me


respondió:

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“―Noble hijo de Laertes, ingenioso Ulises, Posidón no me hizo
perecer levantando el impetuoso soplo de las tempestades, ni
tampoco en tierra firme me hirieron unos enemigos; sino que
Egisto, que meditaba mi ruina, me dio la muerte, ayudado por
mi infame esposa, invitándome a su palacio y ofreciéndome un
festín, me mató como a un buey en el establo. Así, he
perecido con una muerte lamentable; a mi alrededor mis
compañeros fueron, degollados como cerdos de afilados
dientes, inmolados para las bodas de un hombre opulento o
para un banquete a escote, o bien para una espléndida fiesta.
Tú viste en otro tiempo caer un gran número de héroes,
muertos en singular combate, o en el tumulto de las batallas;
pero sobre todo viendo los crímenes de que te estoy hablando,
tu alma habría gemido más profundamente, cuando en medio de
las copas y de las mesas cargadas de manjares, estábamos
tendidos en el palacio, y el suelo estaba bañado con nuestra
sangre. Oí la voz quejumbrosa de la hija de Príamo, Casandra,
a quien la perfida Clitemnestra inmolaba a mi lado; con mis
dos manos yo me incorporé en el suelo, próximo a espirar, y
cogí mi espada; pero la odiosa Clitemnestra huye rápidamente,
y aunque yo descendiera al reino de Hades, ella no quiso
cerrarme los ojos con su mano ni juntar mis labios. No, no
hay nada más horrible, nada más perverso que una mujer que en
su mente concibe tales crímenes. Así Clitemnestra cometió un
crimen execrable al preparar la muerte del esposo que la amó
en su juventud. ¡Ay!, sin desconfianza, yo pensaba volver a
entrar en mi casa en medio de mis hijos y de mis servidores;
pero he aquí que esta esposa, instruida en los más horribles
designios, hace recaer su propia vergüenza sobre todas las
mujeres, e incluso sobre la más virtuosa.

"Dijo, y yo le respondí:

"―¡Grandes dioses!, sin duda Zeus abrigó desde el principio


un odio violento contra los descendientes de Atreo, a causa
de la perfidia de sus esposas. Ya varios de nosotros hemos
perecido a causa del crimen de Elena, y contra ti,
Clitemnestra, durante tu ausencia, te preparó emboscadas.

"No bien había terminado yo de decir estas palabras, cuando


Agamenón me dice:

"―Por ello tú tampoco debes confiar demasiado en tu mujer; no


le reveles todos los secretos que solamente tú conoces: hay
cosas que es preciso decir, otras que es preciso callar.
Pero, Ulises, tú no recibirás la muerte de manos de tu
esposa; la hija de Ícaro, la virtuosa Penélope, está dotada

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de una rara prudencia, y en su corazón conoce los sabios
consejos. Nosotros la dejamos cuando aún era joven esposa,
cuando partimos para la guerra; su hijito aún tomaba el
pecho, débil entonces, pero ahora, feliz mortal, sin duda
está sentado al lado de los hombres; pronto su padre, al
regresar, volverá a verle, y él recibirá a su padre como
corresponde. Mi esposa no permitió a mis ojos el contemplar
así a mi hijo; me hizo perecer antes que eso. Ulises, debo
decírtelo, grábalo en tu alma; es en secreto, y no
abiertamente, que debes dirigir tu nave hacia las tierras de
la patria; luego, no te fíes de las mujeres. Y ahora, háblame
con sinceridad: dime si mi hijo vive todavía, o en Orcomeno,
o en la arenosa Pilos, o junto a Menelao en la vasta Lace-
demonia; porque sin duda en la tierra el divino Orestes no ha
muerto.

"―Atrida ―le respondí―, ¿por qué me preguntas esas cosas? Yo


no puedo saber si tu hijo Orestes está vivo o si ha muerto;
no está bien el proferir palabras vanas.

"Así, los dos, entregándonos a estos dolorosos coloquios,


quedamos abrumados por la tristeza y derramábamos copiosas
lágrimas.

"Después llega el alma de Aquiles, hijo de Peleo, la de


Patroclo, la del irreprochable Antiloco, y la de Ayax, que
por su estatura y por su rostro aventajaba a todos los otros
griegos, después del irreprochable hijo de Peleo. El alma del
rápido Eácida me reconoce, y dando un profundo suspiro, este
héroe me dirige estas aladas palabras:

"―Divino hijo de Laertes, ingenioso Ulises, ¿qué designio más


grande aún has concebido en tu corazón? ¿Cómo pudiste pensar
en penetrar en la morada de Hades, donde habitan las sombras,
imágenes de los hombres que ya dejaron de existir?

"Dice, y yo le respondo en los siguientes términos:

"―Aquiles, hijo de Peleo, el más ilustre de los griegos, he


venido a consultar el oráculo de Tiresias, para que me diera
sus consejos y me dijera el modo cómo he de regresar a Itaca.
Todavía no me he acercado a la Acaya, y aún no he llegado a
mi patria, pero siempre he padecido grandes males; en cuanto
a ti, noble Aquiles, ningún hombre fue más dichoso ni lo será
jamás. Durante tu vida, los argivos te honraron como a uno de
los inmortales, y ahora en estos lugares tú reinas sobre las
sombras; no, aunque muerto, no te aflijas, Aquiles.

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"Yo hablaba de esta manera, pero él me respondió con las
siguientes palabras:

"―No trates de consolarme por mi muerte, ilustre Ulises;


preferiría, como simple labrador, servir a un hombre oscuro,
que no poseyera más que escasos bienes, que reinar sobre
todas esas sombras. Y ahora, amigo mío, háblame de mi
generoso hijo, dime si fue, o no, el primero en las batallas;
dime si sabes algo acerca del venerable Peleo; si reina aún
sobre los numerosos tesalios o si ellos le desprecian en la
Hélada y en la Ftia, porque la vejez invade sus pies y sus
manos. Yo ya no soy su defensor a la luz del sol, tal como
era cuando, en otros tiempos, en la vasta Ilion, yo inmolaba
todo un pueblo de guerreros defendiendo a los argivos. Si yo
fuera aún así, pronto estaría en el palacio de mi padre: allí
haría sentir mi fuerza y mis manos invencibles a todos
aquellos que le ultrajan o que le rehúsan sus honores.

―No he sabido nada ―le respondí― concerniente al venerable


Peleo; pero acerca de Neoptolemo, tu hijo, te diré la verdad,
como tú me pides: fui yo mismo quien, en una espaciosa nave,
le conduje desde Esciro hasta tus valerosos aqueos. Cuando,
bajo los muros de Troya, reuníamos el consejo, siempre él
hablaba el primero, y nunca erraba en lo que decía. Creo que
no hay nadie, salvo Néstor y yo mismo, que le supere. Cuando
combatíamos en la llanura de los troyanos, jamás se quedaba
entre los soldados, ni se confundía con la multitud; sino que
siempre el primero, a nadie cedía en valor; él solo derribaba
a numerosos guerreros en el seno de la refriega sangrienta.
No podría mencionar el gran número de héroes que inmoló de-
fendiendo a los argivos: Debes saber, por lo menos, que
inmoló con su espada al hijo de Telefo, al invencible
Euripilo; alrededor de él perecieron los ceteos, sus
numerosos compañeros, venidos para casarse con mujeres
troyanas. Euripilo era el más hermoso de los guerreros,
después del divino Memnon. Cuando los jefes de los argivos
entraron en el caballo que había construido Epeo, fue a mí a
quien confiaron la empresa, ya sea para abrir o para cerrar
aquella secreta trampa; en aquel momento, los príncipes y los
generales de los hijos de Danao se secaban las lágrimas, y
todos sus miembros temblaban; pero yo no vi palidecer el
bello rostro de Neoptolemo, y en sus mejillas no había
lágrimas; al contrario, era él sobre todo quien me suplicaba
que saliéramos de los flancos de aquel caballo, y cogiendo
alternativamente el puño de la espada o la lanza refulgente,
ardía en deseos de llevar la muerte a los troyanos.

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Finalmente, cuando asolamos la soberbia ciudad de Príamo,
después de haber tomado parte en su botín, él volvió a subir
a su nave sin daño alguno; no fue alcanzado por la jabalina
de cobre, ni atravesado desde cerca por la lanza, como son
las numerosas heridas que se reciben en los combates, porque
en medio de la refriega es donde Ares hace estallar su
furia.

"Tal fue mi respuesta; entonces el alma del magnánimo Aquiles


se aleja, y caminando a grandes pasos a través del prado
Asfodelo, se alegra de lo que yo le decía, de que su hijo era
un héroe valeroso.

"Otras sombras de muertos, abrumadas de tristeza,


deteniéndose ante mí, informábase cada una de ellas acerca de
sus padres. Solamente el alma de Ayax, hijo de Telamón, se
mantenía apartada, todavía furiosa por mi victoria, porque yo
le he ganado cuando, cerca de las naves, yo disputé acerca de
las armas de Aquiles; fue su venerable madre quien las trajo;
los hijos de los troyanos y la prudente Atenea decidieron.
¡Pluguiera a los dioses que yo no hubiera vencido jamás en
esa lucha! Fue por causa de esas armas por lo que ahora la
tierra contiene esa augusta testa, la de Ayax, que por su
figura y por sus hazañas supera a todos los hijos de Danao,
después del irreprochable hijo de Peleo. Entonces yo dirijo
al héroe estas dulces palabras:

"―Ayax, hijo del valeroso Telamón, ¿no deberías, después de


tu muerte, olvidar la cólera que contra mí te inspiraron
aquellas armas funestas? Los dioses nos las presentaron para
la ruina de los argivos. Fue una gran muralla la que se les
arrebató; nosotros te echamos de menos, cuando moriste, al
igual que Aquiles, hijo de Peleo; sin embargo, el único
causante de aquellos males fue Zeus, lleno de un violento
odio contra el ejército de los valerosos hijos de Danao; es
sobre que él ha hecho pesar el destino. Pero, ven, oh héroe,
escucha mi voz y mis relatos; doma tu furia y tu corazón en
exceso soberbio.

"Así hablaba yo; pero Ayax no me contestó, y huyó al Erebo


con la muchedumbre de las sombras. Allí, sin duda, a pesar de
su cólera, me habría hablado, si yo hubiera insistido en que
lo hiciese; pero todo mi deseo consistía entonces en observar
las almas de los otros muertos.

"Allí distinguí al ilustre hijo de Zeus, a Minos, que tenía


en la mano un cetro de oro y se hallaba sentado en un trono;

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administraba justicia a los manes: todos venían a litigar su
causa ante el rey, los unos sentados y los otros de pie en la
vasta morada de Hades.

"Después de él vi al enorme Orión, que perseguía a través de


la pradera de Asfodelo los monstruos que él mató en otro
tiempo en las montañas; tenía aún en la mano su fuerte clava,
toda de cobre, y aún entera.

"Vi también a Titio, glorioso hijo de la Tierra, tendido en


el umbral.

Dos buitres a su lado le devoraban el hígado, hundiendo el


pico en sus entrañas; no podía rechazarlos con las manos;
porque forzó a Latona, la esposa secreta de Zeus, cuando ella
atravesaba, para dirigirse a Pitón, las alegres campiñas de
Panope.

"Pronto descubrí también a Tántalo, el cual, padeciendo


acerbos dolores, se hallaba de pie en un lago; las aguas le
llegaban a la barbilla, y atormentado por la sed, no podía
beber. Cada vez que el anciano se agachaba, deseando calmar
la sed, la onda fugitiva se apartaba de sus labios. Bajo sus
pies solo se veía una arena negra, que una deidad iba
secando; hermosos árboles encima de su cabeza dejaban colgar
sus frutos: perales, naranjos, manzanos de resplandecientes
frutos, dulces higueras y olivos siempre verdes; pero, tan
pronto como el anciano se levantaba para alcanzarlos con las
manos, súbitamente el viento se los llevaba hasta las
tenebrosas nubes.

"Después vi a Sísifo, padeciendo también los más crueles


tormentos, y con los dos brazos hacía rodar una enorme
piedra; esforzándose con los dos brazos y con las manos,
empujaba la piedra hacia lo alto de la montaña, pero cuando
estaba a punto de alcanzar la cima, una fuerza superior la
rechazaba hacia atrás: entonces la piedra con todo su peso
volvía a caer a la llanura. Entonces Sísifo comenzaba de
nuevo a empujar la piedra con esfuerzo; el sudor corría de
sus miembros, un vaho espeso subía de su cabeza.

"Después de Sísifo, vi al vigoroso Hércules, o mejor dicho, a


su imagen; porque este héroe, entre los inmortales,
disfrutaba de la alegría de los festines, y por esposa poseía
a la brillante Hebe, hija del gran Zeus y de Hera, la del
calzado de oro. En torno a esa imagen resonaba el ruido de
los muertos, semejante al de los pájaros asustados al huir en

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todas direcciones; el fantasma, parecido a la noche oscura,
llevaba preparado el arco, el dardo apoyado en la cuerda, y
lanzando terribles miradas, como un hombre que se: dispone a
lanzar una flecha. Alrededor de su pecho brillaba un tahalí,
hecho de un tejido de oro; en él se realizaron maravillosas
labores, osos, crueles jabalíes, formidables leones,
combates, batallas, carnicerías, homicidios. El hábil obrero
que puso todo su arte en realizar este trabajo, no ejecutará
jamás otro semejante. Pronto Hércules me reconoció, me miró
con atención, y lleno de compasión me dirigió estas
palabras:

"―Noble hijo de Laertes, ingenioso Ulises, ¡ah,


desventurado!, tú andas arrastrando un funesto destino, como
yo mismo lo soporté a la luz del sol. Yo, hijo de Zeus, el
cual nació de Cronos, fui abrumado de males sin número; fui
dominado por un débil mortal, que me ordenó realizar
difíciles trabajos; me envió incluso a estos lugares para
robar el perro; creía que no había empresa más peligrosa. Sin
embargo, yo agarré el monstruo y lo llevé fuera de la mansión
de Hades; Hermes y la prudente Atenea habían guiado mis
pasos.

"Dichas estas palabras, Hércules desaparece en la tenebrosa


morada. Sin embargo, yo permanecí allí con constancia, para
ver si vendría todavía algún otro de aquellos valientes
héroes fallecidos en tiempos antiguos. Quizá habría visto a
aquellos que yo deseaba ver: Teseo, Pirito, noble linaje de
los dioses; pero antes de que ellos se ofrezcan a mi vista,
la muchedumbre de los muertos se congrega con ruidosos
gritos; yo tuve mucho miedo, temiendo que Perséfona hubiera
enviado contra mí desde los infiernos la cabeza de la
Gorgona, monstruo terrible. En seguida, corriendo hacia la
nave, ordeno a mis compañeros que suban a bordo y desaten las
amarras. En el acto embarcan, y se sientan en los bancos. La
nave es llevada por las rápidas olas a través del río Océano;
primero va bogando con ayuda de los remeros, después empujada
por un viento favorable.

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