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Friedrich Nietzsche (1999): Cinco prólogos para cinco libros no escritos.

Edición de Alejandro del Río e Isidro


Herrera. Arena, Madrid, pp. 27-44.

III. EL ESTADO GRIEGO

PRÓLOGO

Nosotros, los modernos, aventajamos a los griegos en dos conceptos, dados a modo de consuelo a un mundo
que se conduce enteramente como un mundo de esclavos mientras que rehúye con angustia la palabra «escla-
vo»: hablamos de la «dignidad del hombre» y de la «dignidad del trabajo». Todo se afana por perpetuar mi-
serablemente una vida miserable; esta penuria atroz constriñe a un trabajo agotador que entonces el hombre, o
mejor, el intelecto humano, seducido por la «voluntad», admira de cuando en cuando como algo digno. Mas
para que el trabajo pudiera reivindicar título honorífico alguno sería menester, antes de nada, que la existencia,
para la que no es sino un medio penoso, tuviese de por sí algo más de dignidad y de valor de los que hasta ahora
ha merecido a juicio de severas filosofías y religiones. ¡Qué otra cosa cabe hallar en la necesidad de trabajar de
todos esos millones sino la pulsión de existir a toda costa, esa misma pulsión omnipotente que empuja a las
plantas que languidecen a penetrar con sus raíces el duro pedregal!
De esta espantosa lucha por la existencia no pueden emerger más que aquellos individuos que enseguida tor-
nan a ocuparse con las nobles quimeras de la Cultura artística; esto los preserva del pesimismo práctico, que la
Naturaleza aborrece como a la verdadera antinaturaleza. En el mundo moderno, que en parangón con el griego
casi no produce más que anomalías y centauros, y en el que el individuo, a semejanza de aquel ser fabuloso en
el umbral de la Poética horaciana, es un abigarrado compuesto de partes heterogéneas, se muestran a menudo en
un mismo hombre a un tiempo la avidez de la lucha por la existencia y la avidez de la necesidad del arte: una
antinatural amalgama de la que ha nacido el apremio de disculpar y santificar aquella avidez primigenia ante la
necesidad del arte. De ahí la creencia en la «dignidad del hombre» y en la «dignidad del trabajo».
Los griegos no han menester de tales alucinaciones conceptuales: entre ellos se expresa con aterradora fran-
queza el hecho de que el trabajo es una ignominia; y una sabiduría más escondida y más raramente declarada,
pero viviente por doquier, añadía que también el ser humano es una nada digna de ignominia y de lástima y el
«sueño de una sombra». El trabajo es una ignominia porque la existencia no tiene por si ningún valor; pero
cuando esta misma existencia resplandece, envuelta en el ornato seductor de las ilusiones artísticas, y parece
ahora efectivamente tener en sí misma un valor, no deja, así y todo, de valer la frase de que el trabajo es una
ignominia —y es que se tiene el sentimiento de la imposibilidad de que el hombre que lucha por la nula
supervivencia pueda ser artista. En la época moderna no es el hombre necesitado de arte sino el esclavo quien
determina las ideas generales; quien, conforme a su índole, tiene que designar todas sus circunstancias con
nombres engañosos para poder vivir. Fantasmas tales como la dignidad del hombre o la dignidad del trabajo son
los mezquinos engendros de una condición de esclavo que se esconde de si misma. ¡Ay del tiempo en el que el
esclavo ha menester de conceptos tales, incitado a reflexionar sobre si y a sobrepujarse a si mismo! ¡Ay de los
seductores que han arruinado la inocencia del esclavo por el fruto del arbol de la ciencia! Ahora tiene él que
sostenerse día tras día con esas ostensibles patrañas, como la pretendida «igualdad de derechos», o los llamados
«derechos del hombre», del hombre como tal, o también la dignidad del trabajo; embustes manifiestos para
cualquier mirada sagaz. Y es que él no debe comprender en qué escalón y a qué altura únicamente puede
empezarse a hablar de «dignidad», a saber, ahí donde el individuo se sobrepasa completamente a si mismo y ya
no tiene que producir y trabajar al servicio de su supervivencia individual.
Y aun a esta altura del «trabajo», les sobreviene a los griegos de vez en cuando un sentimiento parecido a la
vergüenza. Dice Plutarco en cierta ocasión, con instinto de antiguo griego,- que ningún joven de noble cuna al-
bergaría el deseo, al contemplar la estatua de Zeus en Pisa, de llegar a ser un Fidias, o al ver la estatua de Hera
en Argos, el de convertirse en un Policleto; y que tampoco habría querido ser un Anacreonte, ni un Filetas o un
Arquíloco, por mucho que se hubiera deleitado con sus poemas. La creación artística cae también para el griego
bajo el indigno concepto del trabajo, al igual que cualquier oficio banáusico. Pero cuando actúa en él la fuerza
imperiosa del instinto artístico, entonces tiene que crear y someterse a ese apremio del trabajo. Y al igual que un
padre admira la belleza y el talento de su hijo, mientras que piensa en el acto de su generación con avergonzada
repugnancia, así le sucedía al griego. La gozosa maravilla que sentía ante lo bello no le deslumbró por lo que
hace a su devenir — que, como todo devenir en la Naturaleza, se le aparecía como una violenta necesidad,
como un ímpetu por existir. El mismo sentimiento con el que se ve la procreación como algo que hay que
disimular con pudor, aunque en ella sirva el hombre a una meta más alta que a su conservación individual, es el
que velaba el nacimiento de las grandes obras de arte, a pesar de que con ellas se inaugurara una forma de
existencia más alta, al igual que con aquel otro acto una nueva generación. La vergüenza parece, pues, darse ahí
donde el hombre ya no es más que el instrumento de fenómenos de la voluntad infinitamente más grandes que
él, sabedor de sí en su figura aislada de individuo.
Poseemos ahora el concepto general con el que comprender los sentimientos de los griegos en relación con el
trabajo y la esclavitud. Tenían a ambos por una ignominia necesaria ante la que se siente vergüenza; ignominia
y necesidad a la vez. Este sentimiento de vergüenza encierra el conocimiento inconsciente de que la auténtica
meta necesita de tales presupuestos, pero que en esa necesidad reside lo espantoso y la ferocidad de la Esfinge
Naturaleza, la cual, en la glorificación de la Cultura artísticamente libre, exhibe tan bellamente su busto
virginal.
La formación, que ante todo es la verdadera necesidad del arte, reposa sobre un fondo atroz: éste, sin
embargo, no se da a conocer más que en el sentimiento ambiguo de la vergüenza. Para que exista un terreno
vasto, hondo y fecundo que haga posible el desarrollo del arte, la inmensa mayoría tiene que estar sometida al
servicio de una minoría y, más allá de la medida de sus necesidades individuales, esclavizada a la penuria del
vivir. A expensas de la primera, y mediante su exceso de trabajo, esta otra clase privilegiada debe ser sustraída a
la lucha por la existencia a fin de generar y satisfacer un mundo nuevo de necesidades.
En consecuencia, tenemos que disponernos a asentar como una verdad de cruel catadura el hecho de que a la
esencia de una Cultura pertenece la esclavitud; una verdad que desde luego no deja ninguna duda sobre el valor
absoluto de la existencia. Ella es el buitre que roe el hígado del prometeico animador de la Cultura. La miseria
de los hombres que llevan una vida penosa tiene aún que ser incrementada, para permitir a un exiguo número de
hombres olímpicos la producción del mundo del arte.
He aquí la fuente del rencor que comunistas y socialistas, así como sus más pálidos descendientes, la raza
blanca de los «liberales», han alimentado en todo tiempo contra las artes, pero también contra la Antigüedad
clásica. Si la Cultura quedase realmente al capricho de un pueblo, si aquí no reinasen poderes inexorables que
son para el individuo ley y límite, entonces el menosprecio de la Cultura, la glorificación de la pobreza de
espíritu y la destrucción iconoclasta de las aspiraciones del arte serían más que una insurrección de la masa
oprimida contra algunos individuos ociosos. Sería un grito de compasión el que derrumbaría los muros de la
Cultura; y el ansia de justicia, de igualdad en el sufrimiento, sumergiría todas las demás representaciones. En
efecto; de vez en cuando un grado exuberante de compasión ha roto por poco tiempo todos los diques de la
Cultura. Un arco iris de amor compasivo y de paz apareció con el primer alborear del cristianismo, y bajo él
nació su más bello fruto, el Evangelio de San Juan. Pero hay también ejemplos de poderosas religiones que
petrifican durante largos períodos un determinado grado de la Cultura, segando de manera implacable todo
aquello que, pujante, quería seguir creciendo. Y es que no hay que olvidar una cosa: que la misma crueldad que
encontramos en la esencia de toda Cultura reside también en la esencia de toda religión poderosa y, en general,
en la naturaleza del poder, que siempre es malvado. De manera que nos resultará igual de comprensible cuando
una Cultura, con un grito de libertad o, al menos, de justicia, destruye la fortaleza demasiado ambiciosa de las
aspiraciones religiosas. Lo que en esta terrible constelación de las cosas quiere vivir, es decir, lo que tiene que
vivir, es en el fondo de su ser reflejo del sufrimiento y de la contradicción originaria, y tiene por tanto que darse
a nuestros ojos, «órgano ordenado a lo mundano y terreno», como avidez insaciable por existir y eterno
contradecirse en la forma del tiempo, esto es, como devenir. Cada instante devora al anterior, cada nacimiento
es la muerte de incontables seres; procrear, vivir y matar son una misma cosa. Por eso nos cabe también
comparar la gloriosa Cultura con un vencedor chorreando sangre que, en su marcha triunfal, arrastra atados a su
carro, como esclavos, a los vencidos. Y es como si a éstos un poder benefactor les hubiera cegado los ojos, de
modo que, triturados casi por las ruedas del carro, aún claman: «¡dignidad del trabajo!», «¡dignidad del
hombre!». La Cultura, cual Cleopatra exuberante, echa una y otra vez las perlas de más inestimable valor en su
dorada copa. Y estas perlas son las lágrimas de compasión por el esclavo y por la miseria de ser esclavo. Del
ablandamiento del hombre moderno ha nacido el ingente estado social de penuria del presente, no de la
verdadera y profunda conmiseración hacia esa miseria. Y si fuera verdad que los griegos se hundieron por la
esclavitud, mucho más cierto es esto otro: que nosotros nos hundiremos por la carencia de la esclavitud, la cual
no les pareció algo de algún modo escandaloso ni a los primitivos cristianos ni a los germanos, y no digamos
algo condenable. ¡Con qué conmoción contemplamos al siervo medieval, en su relación jurídica y moral,
interiormente fuerte y delicada, con su señor, en el sabio acotamiento de su estrecha existencia — con qué
conmoción — y con cuánta reprobación!
Quien ahora pueda meditar, no sin melancolía, sobre la configuración de la sociedad, quien haya aprendido a
concebirla como el perpetuo doloroso nacimiento de esos eximidos hombres de la Cultura, a cuyo servicio ha de
devorarse y consumirse todo lo demás, ése tampoco será ya engañado por aquel brillo falaz con el que los
modernos han velado el origen y el significado del Estado. ¿Pues qué otra cosa puede para nosotros significar el
Estado si no el medio con el que encauzar el proceso social antes descrito y garantizar su continuación libre de
trabas? Por muy vigoroso que sea el impulso hacia la sociabilidad en los individuos, sólo la férrea tenaza del Es-
tado constriñe a las grandes masas a una cercanía tal que ahora tiene que producirse aquella división química de
la sociedad, con su nueva estructura piramidal. ¿De dónde, sin embargo, surge este repentino poder del Estado,
cuya meta está mucho más allá de la inteligencia y del egoísmo del individuo? ¿Cómo nació el esclavo, el topo
ciego de la Cultura? Los griegos nos lo han revelado en su instinto en materia de ius gentium, un derecho que,
también en la más madura plenitud de su moralidad y de su humanidad, no cesaba de proclamar por broncínea
boca palabras como éstas: «Al vencedor pertenece el vencido, con mujer e hijos, vida y bienes. La violencia da
el primer derecho, y no hay derecho que en su fundamento no sea arrogación, usurpación y acto de violencia».
Aquí vemos de nuevo con qué terquedad sin compasión la Naturaleza, para llegar a la sociedad, se forja el
instrumento cruel del Estado — a saber, ese conquistador de férrea mano que no es más que la objetivación del
citado instinto. En la indefinible grandeza y el poder de semejantes conquistadores siente el observador que no
son sino medios de un propósito que en ellos se revela y que, sin embargo, se les oculta. Como si una mágica
voluntad emanase de ellos, con la misma enigmática celeridad se suman a ellos las fuerzas más débiles, de la
misma manera maravillosa éstas se transforman, con el repentino acrecentarse de ese alud de violencia, bajo el
hechizo de ese núcleo creador, para alcanzar una afinidad hasta entonces inexistente.
Si vemos ahora lo poco que los recién sometidos se preocupan por el origen terrible del Estado, de manera
que, en realidad, no hay otra especie de acontecimientos sobre los que la ciencia histórica nos ilustre tan mal
como acerca de la génesis de esas repentinas violentas y cruentas usurpaciones, las cuales al menos en un punto
son inexplicables; antes al contrario, si los corazones se inflaman involuntariamente, atraídos por la magia del
Estado en formación, con el barrunto de un invisible propósito profundo, ahí donde el calculador intelecto sólo
es capaz de ver una adición de fuerzas; si actualmente incluso es el Estado considerado con fervor como meta y
culminación de los sacrificios y deberes del individuo; de todo esto se desprende entonces la enorme necesidad
del Estado, sin el cual la Naturaleza no lograría alcanzar mediante la sociedad su redención en la apariencia, en
el espejo del genio. ¡Qué conocimientos no supera el instintivo gozarse en el Estado! Pues que lo razonable
sería pensar que un ser que penetrara con su mirada en la génesis del Estado no buscase en lo sucesivo su salud
más que en el estremecido apartamiento de él. ¡Y dónde no pueden contemplarse los monumentos de su
surgimiento: países asolados, ciudades destruidas, hombres devueltos a la barbarie y el odio devorador entre los
pueblos! El Estado, de ignominiosa cuna, para la mayor parte de los hombres fuente constante de fatiga, en pe-
ríodos una y otra vez repetidos antorcha que abrasa al género humano — y, con todo, son que nos hace perder la
cabeza, grito de guerra que ha arrebatado a la realización de incontables hazañas verdaderamente heroicas,
acaso el supremo y más venerable objeto para la masa ciega y egoísta, la cual, ciertamente, sólo en los imponen-
tes momentos de la vida estatal muestra en su semblante la insólita expresión de la grandeza!
A los griegos, sin embargo, considerando el apogeo sin par de su arte, hemos ya a priori de comprenderlos
como los «hombres políticos de por sí »; y en verdad no conoce la historia otro ejemplo de un tan tremendo
desencadenamiento del instinto político, de un tan incondicional sacrificio de todos los demás intereses al
servicio de este instinto del Estado — a lo sumo, trazando un parangón y por parecidos motivos, se podría
otorgar semejante distinción, con igual título, a los hombres del Renacimiento en Italia. Tan sobrecargado está
entre los griego ese instinto, que siempre de nuevo vuelve a ensañarse consigo mismo, hincando los dientes en
su propia carne. Estos celos cruentos entre una ciudad y otra, entre una facción y otra, esta ansia asesina de esas
pequeñas guerras, el triunfo fiero sobre el cadáver del enemigo abatido, en suma, la renovación incesante de las
escenas de lucha y atrocidades de la guerra de Troya, en cuyo espectáculo Homero aparece ante nosotros
gozosamente abismado, como auténtico heleno — ¿hacia dónde señala esta ingenua barbarie del Estado griego,
de dónde toma éste su disculpa ante el tribunal de la justicia eterna? Orgulloso y sereno se presenta ante éste el
Estado; y lleva de la mano a esa magnífica mujer en flor: la sociedad griega. Fue por esta Helena por la que
libró esas guerras — ¿qué juez barbicano podría aquí dictar su condena? —
En lo que toca a esta misteriosa conexión que aquí vislumbramos entre Estado y arte, entre ansia política y
creación artística, entre campo de batalla y obra de arte, entendemos, como queda dicho, por Estado tan sólo la
férrea tenaza que fuerza el proceso de la sociedad; mientras que sin Estado, en el natural bellum omnium contra
omnes, la sociedad no puede en absoluto echar raíces en mayor medida y más allá del ámbito de la familia. Ahora,
tras la universalmente acontecida formación de los Estados, se concentra ese impulso del bellum omnium contra
omnes de cuando en cuando en el terrible nublado bélico de los pueblos y descarga, por así decir, de manera tanto
más violenta cuanto más rara en truenos y relámpagos. En los intervalos de tregua, empero, se le concede a la
sociedad, bajo el efecto concentrado, vuelto hacia adentro, de aquel bellum, el tiempo de germinar y de verdear
por doquier, para, en cuanto vengan días más cálidos, dejar que broten las luminosas flores del genio.
A la vista del mundo político de los helenos no quiero ocultar en qué fenómenos del presente creo reconocer
peligrosos procesos de atrofia, igualmente inquietantes para el arte y la sociedad, de la esfera política.
Suponiendo que hubiera hombres, situados por su nacimiento como quien dice fuera de los instintos de pueblos
y Estados, los cuales por tanto no han de dejar prevaler al Estado más que en la medida en que lo conciben en su
propio interés; entonces tales hombres necesariamente considerarán como última meta del Estado la
convivencia lo más pacífica posible de las grandes colectividades políticas, en las que ellos antes que todos
estarían autorizados sin limitación a atender a sus propios propósitos. Con esta idea en la cabeza fomentarán
aquella política que ofrezca la máxima seguridad a estos propósitos, mientras que es impensable que, en contra
de sus propósitos, guiados acaso por un instinto inconsciente, se sacrifiquen como víctimas a la tendencia del
Estado, porque precisamente carecen de tal instinto. Todos los demás ciudadanos del Estado desconocen por
completo lo que la Naturaleza se propone hacer de ellos con su instinto del Estado y obedecen ciegamente; sólo
los que están fuera de este instinto saben lo que ellos quieren del Estado y lo que a ellos debe el Estado
concederles. De ahí que sea punto menos que inevitable que tales hombres ganen una influencia grande sobre el
Estado, porque les es dable considerarlo como un instrumento, mientras que todos los demás, bajo el poder de
esos inconscientes propósitos del Estado, no son, éstos sí, sino medios de los fines del Estado. Ahora, para
lograr, por medio del Estado, fomentar al máximo sus metas egoístas, es ante todo menester que el Estado sea
liberado por completo de aquellas convulsiones bélicas terriblemente imprevisibles, para que pueda ser utilizado
de manera racional; y para ello aspiran, de la manera más consciente posible, a un estado en el que la guerra sea
una imposibilidad. A tal fin es preciso, primero, cercenar y debilitar todo lo posible los impulsos políticos
particulares, y, mediante la constitución de grandes cuerpos estatales equilibrados y el establecimiento de
recíprocas garantías, convertir en cosa de todo punto improbable el éxito propicio de una guerra de agresión y,
con ello, la guerra en general; al igual que, por otra parte, intentan arrancar la cuestión de la paz y la guerra a la
decisión de individuos tenedores del poder, para más bien poder apelar al egoísmo de la masa o de sus
representantes; para lo cual, por otro lado, han menester de disolver lentamente los instintos monárquicos de los
pueblos. Dan satisfacción a tal finalidad mediante la más amplia difusión de la visión liberal-optimista del
mundo, la cual tiene sus raíces en las doctrinas de la Ilustración y la Revolución francesas, esto es, en una
filosofía enteramente antigermánica, de un carácter superficial genuinamente latino y antimetafísico. No puedo
por menos de ver en el movimiento de las nacionalidades, imperante en el momento presente, y en la simultánea
extensión del sufragio universal sobre todo los efectos del temor a la guerra, es más, de distinguir detrás de
esos movimientos, como a aquellos realmente temibles, a esos ermitaños financieros verdaderamente interna-
cionales y apátridas, los cuales, dada su natural carencia del instinto estatal, han aprendido a abusar de la
política como instrumento de la bolsa y a servirse de Estado y sociedad en calidad de medios del propio
enriquecimiento. Contra esta desviación, temible por este lado, de la tendencia estatal convertida en tendencia
financiera el único antídoto es la guerra y sólo la guerra; pues que en las conmociones de ésta, cuando menos, si
algo se pone de manifiesto es el hecho de que el Estado no está fundado en el temor al demonio de la guerra, en
calidad de institución protectora de individuos egoístas, sino que, en el amor a la patria y al soberano, genera
desde sí un ímpetu ético que apunta a un destino mucho más elevado. Si señalo, pues, como peligrosa
característica del presente político el uso del ideario de la Revolución al servicio de una aristocracia del dinero,
interesada y ajena al Estado, si concibo la enorme difusión del optimismo liberal a un tiempo como resultado
del proceso en el que la economía monetaria moderna ha acabado en manos particulares y contemplo todos los
males de la situación social, amén de la decadencia necesaria de las artes, como cosas ya brotadas de esa raíz,
ya íntimamente ligadas a ella, entonces que no se me tome a mal si en esta ocasión entonó un peán a la guerra.
Pavoroso es el chasquido con que resuena su argénteo arco; y si por ello sobreviene semejante a la noche, sin
embargo, es Apolo, el auténtico dios de la consagración y de la purificación del Estado. Antes, empero, tal
como se dice al inicio de la Ilíada, dispara su flecha contra las acémilas y los perros. Al punto alcanza a los
propios hombres, y por doquier arden las piras de cadáveres. Así, pues, quede dicho que la guerra es para el
Estado una necesidad igual que el esclavo para la sociedad; ¿y quién podría sustraerse a estos conocimientos si
se pregunta honradamente por las razones de la perfección artística sin par de los griegos?
Quien considere la guerra y su posibilidad uniformada, la soldadesca, en relación con la esencia del Estado
hasta aquí descrita, tiene que alcanzar la evidencia de que a través de la guerra y en la soldadesca se nos presenta
una imagen, o incluso quizás el arquetipo del Estado. Vemos aquí, como el efecto más universal de la tendencia de
la guerra, una inmediata separación y división de la masa caótica en castas militares, sobre las que se levanta de
modo piramidal, asentado en un amplísimo estrato ínfimo de esclavos, el edificio de la «sociedad guerrera». La
finalidad inconsciente del entero movimiento constriñe a todo individuo bajo su yugo y genera aun en las
naturalezas heterogéneas una especie de alteración química de sus propiedades, hasta que se haya conseguido su
afinidad con dicha finalidad. En las castas superiores se tiene ya un sentimiento algo más claro de aquello de lo
que, en este proceso interno, se trata en el fondo, a saber, de la generación del genio militar — que hemos
conocido en calidad de originario fundador de Estados. En algunos Estados, por ejemplo en la constitución de
Esparta debida a Licurgo, puede claramente percibirse la impronta de esa idea fundadora del Estado, la generación
del genio militar. Si ahora nos representamos el originario Estado militar en la máxima animación de su actividad,
en su auténtico «trabajo», y tenemos presente la entera técnica de la guerra, entonces no podremos por menos que
corregir nuestros conceptos, inculcados de todos lados, de la «dignidad del hombre» y de la «dignidad del trabajo»
preguntando si es que el concepto de dignidad se aviene bien con el trabajo, cuyo fin es el aniquilamiento de
hombres «dignos», o con el hombre afanado en tal «digno trabajo», o si no será más bien, en esta tarea bélica del
Estado, que tales conceptos, en cuanto conceptos mutuamente contradictorios, se suprimen recíprocamente. Se me
antoja que el hombre guerrero sería un instrumento del genio militar, y su trabajo, a su vez, tan sólo instrumento
de dicho genio; y no sería a él, en cuanto hombre absoluto y no genio, sino a él en cuanto instrumento del genio —
el cual puede incluso a discreción desear el aniquilamiento del otro como medio de la obra de arte bélica — a
quien convendría un grado de dignidad, a saber, de la dignidad de ser dignificado como instrumento del genio. Lo
que empero aquí queda mostrado en un único ejemplo rige en el sentido más lato: cada hombre, con toda su
actividad, no tiene dignidad más que en la medida en que, consciente o inconscientemente, es instrumento del
genio; de donde hay que sacar enseguida la consecuencia ética de que el «hombre en sí», el hombre absoluto, no
posee dignidad ni derechos ni deberes: únicamente como ser por completo determinado, al servicio de fines
inconscientes, puede el hombre disculpar su existencia.
El Estado Perfecto de Platón es de cierto, a la luz de estas consideraciones, algo aún más grande de lo que
creen incluso los más fervientes de sus admiradores, por no hablar del risueño aire de superioridad con el que
nuestros «históricamente» cultivados acostumbran repudiar semejante fruto de la Antigüedad. La auténtica meta
del Estado, la existencia olímpica y la siempre renovada generación y preparación del genio, en comparación
con la cual todas las demás cosas no son sino instrumentos, medios auxiliares y facilidades, ha sido aquí hallada
en virtud de una intuición poética y plasmada con dureza. Platón miró a través de la Herma de la horriblemente
devastada de la vida política de su época y aun así percibió todavía algo divino en su interior. Creyó que era
posible extraer esta deidad y que la faz exterior, feroz y bárbaramente desfigurada, no pertenecía a la esencia del
Estado; el entero fervor y la sublimidad de su pasión política se volcó en esa creencia, en ese deseo — en este
ardor se consumió.
Que en su Estado perfecto no colocara en lo más alto al genio en su universal concepto, sino tan sólo al genio
de la sabiduría y del saber, que empero excluyera en general de su Estado a los artistas geniales, tal cosa fue una
rígida consecuencia del juicio socrático sobre el arte, que Platón, en lucha consigo mismo, había hecho suyo.
Este vacío o más bien externo y casi casual no debe impedirnos reconocer en la concepción total del Estado
platónico el jeroglífico maravillosamente grande de una doctrina esotérica de la conexión entre Estado y genio
que, profunda, pide ser eternamente interpretada; lo que de esta escritura secreta hemos creído adivinar queda
dicho en este prólogo.

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