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Tito Matamala: Maldita sea la

cachaza

Se confirmaba otra vez la vieja tesis de que por


amor un hombre comete los peores y más
impensables torpezas, y ahí me vi embarcado en una
pelea a muerte con el Inmortal Skywalker, en un
duelo absurdo y temerario del que tenía escasas
posibilidades de rescatar intacto los arneses de mi
tripal. Aún lo recuerdo, está fresquito en mi
memoria y en mi hígado, que desde aquella vez ya no
volvió a ser el mismo regalón.
En el medio lío en que te metiste, cabrito, me
dije apenas se conjuró la refriega, pero no me
quedaba otra: debía apechugar no más ante un toro
de dos metros que por mucho tiempo se ganó la vida
tumbando a sus oponentes con brebajes del infierno
que a él ni mella, nada, ninguna cosa.
Era una leyenda pura el Skywalker. Mucho
especulamos acerca de su verdadero origen: que lo
conocen allá en los callejones de Valparaíso, que lo
vieron una vez en Castro bailando cuecas chilotas y
empapándose con chicha de manzana, que existe una
foto en la que se le abrazado y tomando whisky con
el presidente de Argentina… pero nadie podía
asegurar exactamente de dónde se había descolgado
con las zancadas de sus botas de Josey Walles.
-¿De dónde vienes, Pancho? -le pregunté una vez
en Ibiza, que era un bar más tranquilo.
-No importa de dónde vendo, sino para dónde voy
-me respondió- y a veces eso tampoco importa.
Ante tal frase skywalkeria, cualquiera otra
pregunta era inútil.
Nunca supimos comprobar sus antecedentes de
cuatrero, por ejemplo, o si efectivamente era el amo
de varias estancias en la República Independiente de
Magallanes, pero de que tenía ovejas no cabía dudas,
ya que entre amigos siempre le daba por ofrecer un
corderito lechón para la próxima vez, muchachos.
Skywalker era un bebedor profesional, un tirolargo
con grado de capitán general, un aristócrata del
copete con mil medallas pendiendo de su cazadora de
cuero como prueba de haber combatido con ron
añejo en Cuba -¡mi hermano!- o con hielo y borboun
Wild Turkey en Kentucky. Así fuimos construyendo
el mito entre tanta copa bien caramboleada en el bar
de la señora Tita, o en ese otro de la mujer de los
Ojitos Pichos, allá donde la ciudad pierde su nombre.
Y a mí no más se me tenía que ocurrir desafiar al
Skywalker. Yo tenía que ser el tarado que, sabiendo
de sus destrezas, le dijera a todo pulmón en el patio
de la escuela que ¡en la cancha se ven los gallos,
gallito!, como para que nadie se quede sin enterarse
del cuento de que Inmortal intentaba desplazarme
de mi sitio una tarde en la que persistentemente le
hacía ojazos a la Ximenita. Ahí radica la causa<
Fue por la época en que ella y yo parecíamos
amantes consumados -¡tremenda mentira!-, y sólo
porque íbamos juntos a todas partes, pegotines el
uno del otro, engañándonos mutuamente para que
ella olvide un amor no correspondido y para que yo
niegue una maldición que era algo así como el boceto
deslavado de un amor. Pero incluso con tanta mentira
de por medio, no iba a permitir que me quitasen a la
Ximenita.
-¡Esto no se va a quedar así, Pancho Skywalker,
hay que arreglarlo como hombres! -le grité, creyendo
el iluso que lo amdrentaría fácil con una feble
postura de macho recio.
Qué equivocación más grande, el Gigantón dijo
que sí, que cuándo, que dónde, como si estuviésemos
programando un tibio longaniza-party en las tierras
de Claudio Solo en Laguna Redonda.
Así fue como metía la pata con el milodón que
predicaba que una botella sin abrir era como una
mujer sin desbravar, o sea, un pecado de la misma
gravedad. Por eso, mujer y botella le provocaban las
mismas cachondas pasiones, los mismos deseos sin
rienda de acariciarlas con sus manazas de pan de
rescoldo y luego hacerles estallar sus efluvios sin
mayores contemplaciones, a las mujeres y a las
botellas.
Por los días del desafío, Skywalker ya volvía de
traquetear el mundo untado en la levadura de sus
descorches, como una bestia en ristre, un minotauro
que tropezaba con las cantinas como si fuesen
maleza.
Felices de conocerlo y de que sea nuestro amigo,
habíamos conformado una especie de managerato
para buscarle contendores entre los inmortales de
otras escuelas y entre algunos profesores bien
dados al tragullo y la chicharra, pero nadie nunca le
tocó siquiera los talones a nuestro representado que
ganaba cómodo, cual caballo que paga un peso veinte,
y con una furibunda pachorra que emputecía hasta a
lo menos susceptibles.
-¡Que me traigan la otra corrida! -vociferaba a
cada rato en las tardes de botellas suaves en el
Vittorio o en las noches de trancas peligrosas en la
frontera del limbo del Milán. Ahí era cuando
empezábamos a caer como moscas envenenadas,
tratando de salir del apabullamiento justo en el
instante en que otra vez retumbaba el bramido.
-¡Que me traigan la otra corrida!
Skywalker era un generoso desmedido, nunca
permitía que alguien estuviese sin beber en su mesa,
aunque haya sido un asomado o un conocido minutos
antes, incluso los bebedores de las mesas vecinas
solían disfrutar de su constante despilfarro. Parecía
un Santa Claus colocando botellas en las manos de
todo el mundo. Una noche, en el bar de los Ojitos
Pichos, al Inmortal le llamó la atención una pareja
cuyo aspecto era muy distinto al común de los
parroquianos, sin duda forasteros. Puso los ojos en la
delgada mujer de piel canelosa, nos dijo que era muy
bella, mírenla, parece un huracán agazapado, y
enseguida ordenó que el garzón le lleve a su mesa
una botella de enguindado, que él invita. Yo creí que
el sujeto extraño, el dueño del huracán, iba a
molestarse, pero tan sólo movió la cabeza para
agradecer el gesto skywalheriano.
La tribu formada por Skywalker, Claudio Solo, la
Bella Pelirroja y yo, era tan encerrada y leal, tan
clasista y discriminadora, que nunca pensamos que
podría fraccionarse. Sin embargo, cuando comencé a
pegotearme a la Ximenita, cuando éramos muleta el
uno del otro, me vino una ceguera bien sorda, y no
escuché consejos: no desistí del desafío al Inmortal,
aunque significara el fin del grupo. Además, ya se
había corrido la voz, todos estaban enterados y me
miraban con pena, como si yo fuese un animal rumbo
al matadero. No es de caballeros desilusionar al
público.
Media ciudad asistió al enfrentamiento final, en
una rancha húmeda cerca de los basurales del
Cosmito. Al llegar, vi a la Bella Pelirroja en su portal
de conchas marinas pisoteadas, agradecida de ser
anfitriona de tan bullado duelo. Vi también a una
mujer blanca disfrazada de pájaro negro, con una
larga y pronunciada nariz de princesa sin reino que
me miró como si yo fuese el elegido para su gobierno
y luego se hundió entre los rostros de borrachos
asomados y apostadores expectantes. De todas las
imágenes de aquel día, y de aquel milenio, ese rostro
de mármol blanco funesto es lo más imborrable,
permanece clarito en mi cabeza, qué fatalidad.
La Ximenita apareció con el horizonte cándido de
sus pecas sin ser aún capaz de imaginarse que
habríamos de morir por ella, bien lo valía con su risa
abundante de niña traviesa y su cabello de selva en
el que perdieron el rumbo las más osadas
expediciones de amor.
Entre la trifulca de los sistentes, Claudio Solo
buscó una mesita, le limpió la sangre, las babas y el
sudor de anteriores refriegas, puso dos sillas frente
a frente, dos inocentes vasitos y destapó la primera
botella de aguardiente de cachaza cuyo empalagoso
olor a trumao se estrelló con mi aliento de seis
mariscales crudos al desayuno, con los que pensaba
capear el temporal y la profecía de que en esta pelea
voy muerto, tal como lo comprendí noches atrás al
calcular cuánto era lo que más había bebido en mi
desempeño en las Ligas Mayores del copete.
Lo confieso: jamás alcanzaba a embriagarme, sino
que, como un eficaz sistema de autodefensa, mucho
antes mi cuerpecito de grillo acusaba el pencazo,
tiraba la vil toalla y me sacaba del ruedo. Con cuatro
cervezas se me ponía da dengua drapozda, sólo una
señal temprana, pues era capaz de vaciar otras
cuatro con dignidad, en dos pies y sin abrazar ni
declarar amores de borracho a mi eventual vecino de
parranda. Para secar el fondo de una botella de
aguardiente/tipo/pisco precisaba de una buena
confluencia de los astros, luna llena y una plaza a
cuarenta y cinco grados de latitud sur y a nivel de
mar, en lo posible. El vinacho era mi fuerte, con una
copita por aquí y otra más allá, ojalá alrededor de
unas buenas carnes chirreando en la parrilla, resistía
una jornada completa sin respirar y aún guardaba
aliento para un bajativo de coñac, manzanilla o grapa
de Quillón, en último caso. Con esas cuentas, la
putísima madre que estaba lejos del Inmortal. Pero
no podía correrme del ineludible deber de defender
para mi la inocencia de la Ximenita.
-¿Cómo te metiste en este lío? -me pregunté, ya
sentado en el paredón y esperando que llegue mi
verdugo.
Cuando los corredores de apuestas amenazaban
con retirarse ante tanta demora, cuatro pescadores
entraron con un enorme bulto arropado en un mantel
de plástico, algo así como un oso pardo envuelto en
su mortaja, de la que luego emergió Skywalker para
rugir e invocar una pausa de cinco minutos en el
baño, vuelvo en seguida.
Mientras yo evité el alcohol en las dos
interminables semanas previas, como un recurso más
para aumentar mi resistencia, el Inmortal, en
cambio, la noche anterior había varado en un
clandestino de Lirquén para inventar amistades
modestas con su generosidad acostumbrada de
pagar hasta la corrida del andavete. En el momento
en que vio que lo vencerían el sueño y el cansancio de
una juerga ya sin fecha de inicio, solicitó a sus
acompañantes que por favor vayan a dejarlo a una
casita azul con ventanas amarillas en Cosmito, antes
del mediodía, que tengo un compromiso ineludible.
-Voy a vomitar y vuelvo .dijo al ponerse de pie y
luego sentimos el estruendo de sus arcadas y los
chapuzones de agua fresca con los que trataba de
despejar las secuelas de una noche en el Barrio
Chino de Lirquén.
Un murmullo a mi alrededor indicó una leve
variación de las apuestas, pero no lo suficiente como
para no quedar de favorito, ya que a Skywalker le
bastaron dos troncos firmes de búfalo con hambre
para salir del baño y ubicarse en su puesto, que el
duelo ha comenzado.
Primer trago: maldita sea la cachaza.
En las previas negociaciones de rigor y
representado sólo por mí mismo, ya que nadie quiso
ser padrino de un sujeto con cara de perdedor, había
apelado a un pipeño picantón de Guariligüe como
arma, para que la disputa se llevara a un ritmo
pausado de novela costumbrista. Quién sabe si de
esa manera podría vencer al Skywalker, aunque sea
del puro aburrimiento de estar tomando una orina
aguachenta que no cura ni inyectada en las venas. Mi
adversario, en cambio, optaba por el recurso del
cuento corto, del nocaut al primer asalto que
provocaba la pócima del mezcal: un par de botellas,
una petaca de yapa y listo. Luego de largos tiras y
aflojas, bañados en cinco pirámides de cervezas en
el Vittorio, convenimos finalmente en los cincuenta y
un grados de la cachaza:<I<>
-No olvidemos que esta pelea será sin exagerar,
sólo hasta morir -concluyó el Inmrotal como
queriendo parecer divertido, y yo me habría puesto a
rezar de haber sabido cómo son los rezos y para qué
sirven.
Segunda botella.
El rostro feliz de la Ximenita se me perdió para
siempre en el gentío que vociferaba las apuestas
doce a uno en mi contra, no tanto porque en poco
tiempo ya no pude mover más que mi brazo autómata
para empinar los tragos, todo el resto de mi cuerpo
estaba clausurado hasta nuevo aviso, sino porque el
Inmortal desplegaba sus malabarismos y sortilegios
preciosistas para llevar el aguardiente a su garganta.
Aplausos para él. Incluso hubo un momento en que
voluntariamente le pidió a Solo la botella en disputa,
para beber un trago largo, equivalente a unos dos o
tres vasos.
-Ya ves, te doy un poco de ventaja -le escuché
decir, sin tiempo de mover la cabeza para
agradecerle el gesto, porque a cada minuto Claudio
Solo se preocupaba de que no disminuyera el flujo de
la cachaza, que esta pelea es a muerte.
Pancho Skywalker a ratos se levantaba de su sitio
para sorber vasos ajenos de pisco o de ron nacional
que no es ron, para manosear traseros polvorientos y
para besuquear a alguna apostadora descuidada,
según me contaron después, porque hacía rato yo no
podía ver más que en un estrecho ángulo enfrente de
mí, tratando de evitar que el aguardiente de caña se
devolviera por mi nariz.
Tercera botella. Es difícil andar por la vida
siendo un tirocorto
Consagrada ya mi desgracia, quise abrir la boca
para echar un par de puteadas de despedida al rey
de las tabernas antes de perder de3finitivamente la
conciencia de mi ser, pero mis neuronas parecían
estropajo de fin de fiesta y era incapaz siquiera de
mantener arriba el plomo de mis párpados. Todo se
me caía. Entonces, Skywalker me miró con sus ojos
de piure en vino blanco, se me acercó por encima de
los vasos, dejó de sonreír a cuatro pulgadas de mi
rostro y sentenció:
-Es suficiente. -Y se precipitó a tierra con
lentitud, como un viejo roble vencido por su foresta
cercana. Y ahí se quedó.
Los cuatro hombres que lo habían traído
acomodaron sus extremidades peninsulares para
envolverlo en el mismo mantel y perderse en el
triste camino de las basuras en Cosmito.
La multitud enmudeció ante la sorpresa. Yo quise
esbozar una sonrisa de triunfador, pero el magno
esfuerzo me llevó a revolcarme en el suelo con
sacudidas de moribundo, sin entender cómo había
ganado.
Diez días después, el Inmortal Pancho Skywalker
se marchó de la ciudad, según lo convenido para el
perdedor de la disputa, con sus botas de Josey
Walles, su cazadora de cuero y todo el dinero de las
apuestas que tanto le costó manipular.

Tito Matamala, 1963. Chileno. Dos novelas: a) Hoy


recuerdo la tarde en que le vendí mi alma al diablo
(era miércoles y llovía elefantes), b) De cómo llegué
a trabajar para Carlos Cardoen

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