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En Estados Unidos la industria del entretenimiento emplea ocho veces más personas que la
industria del automóvil. Las multinacionales del cine, la edición y la música, la industria del
espectáculo y los conglomerados multimedia se erigen como nuevos gigantes
transnacionales, manejando un volumen de venta escalofriante, su peso económico dentro del
mercado es inseparable de los movimientos de concentración e internacionalización, lo que
está creando mercados culturales en régimen de oligopolio[1]. Se estipula que su volumen de
venta es de 2.706 miles de millones de dólares, es decir, el 6,1 puntos del PIB mundial, y se
incrementa sin cesar. Triunfa el turismo cultural, se abren cada vez más museos, salas de
concierto, teatros, proliferan los sitios destinados al arte, así como la cantidad de personas y
profesiones vinculadas con el arte y las industrias culturales, que también se han multiplicado
vertiginosamente en los últimos decenios.
El sector muestra concentraciones sin precedentes de agentes y estructuras, las grandes
empresas se fusionan, se diversifican, y logran abarcar, mediante «estrategias de 360º» la
totalidad de la gestión. Los intereses económicos en juego son enormes. De modo paradójico,
la lógica de la concentración se aplica también a los fenómenos de superventas: cuanto más
aumenta la oferta más se concentra el éxito en una cantidad muy limitada de títulos y de
artistas. Los récord de audiencia y de ingresos, los disco de oro, los bestsellers, las
súperestrellas, ponen de manifiesto esta dinámica. Cuanto más elevada es la oferta de las
industrias culturales, más limitado es el número de éxitos que permite acarrear beneficios. Una
dinámica de extremos que deja fuera al resto de los implicados.
A su vez el mercado mundial de arte también incrementa su volumen de venta de modo
escandaloso. Las pujas millonarias se han multiplicado, los récord de las casas de subastas
se superan continuamente. Ya no es excepcional que la obra de un artista contemporáneo
supere en precio de mercado a las de los antiguos maestros clásicos. La fortuna de Damien
Hirst, por ejemplo, una de las súperestrellas del arte mundial, está entre las mayores de
Inglaterra. ‘Black Fire I’, de Barnett Newman, fue vendido en Christie’s por la friolera de
61.440.450 euros el año pasado. El aumento de la demanda es una de las razones que
explica este fenómeno, se ha incrementado el número de ricos, de coleccionistas de nuevo
cuño, sobre todo procedentes de Asia, Rusia y Oriente Medio, pero también se ha multiplicado
la de los especuladores y los fondos que ven en la plusvalía del arte una inversión segura.
La lógica financiera de la rentabilidad y los objetivos comerciales ha tomado el poder. El
espíritu del capitalismo ha subordinado al arte, hoy por hoy es el conformismo y no la
transgresión lo que lo caracteriza, la realidad de mercado ha logrado trocar las obras en meros
objetos de especulación, a los artistas, en estrellas, en marcas comerciales. Prolifera la
sensación de que el arte naufraga sobre naderías, lejos de los grandes discursos, de la
finalidad ontológica, triunfa la arbitrariedad individual, la “chuchería superflua”, la novedad por
la novedad, desligada de las grandes apuestas, del sentido profundo[2].
La creatividad artística está en auge, sí, pero su banalización parece consustancial a la
expansión. Desde que el arte penetrara la industria y la estetización de la mercancía
propiciara nuevos mecanismos de producción, la subordinación de la estética a lo económico
se ha convertido en la esencia de la era hipermoderna, su hibridación ha reconfigurado la
lógica, radicalizado e intensificado el espíritu del capitalismo… ¡Bienvenidos a la época del
capitalismo artístico, del homo aestéticus! Pero, ¿cómo comprender qué está pasando?
¿Cómo puede la estética estar propiciando una reestructuración tan amplia y profunda de la
ética y de la lógica económica? Para comprenderlo, vamos por pasos:
Allan Barnes
Breves nociones sobre estética
El ‘fenómeno estético’, o actividad estética, es uno de los rasgos característicos e inherentes
al ser humano. Desde los albores de la humanidad el trabajo de ‘estetización’ del mundo ha
sido el modo mediante el cual los individuos han llevado a cabo la humanización y la
socialización de los sentidos y los gustos[3]. Las diferentes operaciones sociales e
individuales, las dimensiones estéticas presentes en cada actividad, ya sea la forma en que
trabajamos, comemos, nos casamos, vestimos, el arte que desarrolla una determinada
sociedad, nos informa sobre los rasgos definitorios de la totalidad de la vida, el cosmos
estructural de representación de sentido de todo colectivo.
Baumgarten, padre de la estética como disciplina filosófica, definió la estética como el discurso
del cuerpo, de su sensación y percepción, el terreno en el cual el mundo choca contra
nuestras emociones, nuestra vida sensitiva: la inserción de lo material en lo espiritual. Por su
parte, el filósofo Max Horkeimer, miembro de la Escuela de Fráncfort, precisó que la estética
actúa como una forma de represión interna en la que el poder social se introduce más
profundamente en los mismos cuerpos de aquellos a los que sojuzga, operando así como una
modalidad sumamente efectiva de hegemonía política. La estética lo es todo menos una
dimensión inútil o periférica. Al no tener una existencia autónoma, la estructura ideológica de
la estética concentra los conceptos dominantes de una sociedad, es la experiencia material
dentro de la subjetividad, es el mundo de los sentimientos, los afectos y las sensaciones
ligados a las cosas.
Eagleton, inserto en el campo de la teoría cultural, mantenía que la estética es un terreno de
“materialismo primitivo” capaz de darnos un elocuente testimonio de los oscuros orígenes y de
la enigmática naturaleza del valor en una sociedad, e hizo hincapié en la capacidad
neutralizante de la estética, en cómo, si bien fomentaba el valor teórico de su objetivo, se
arriesgaba a vaciarlos de sus rasgos definitorios, de su especificidad o inefabilidad. Por lo que
el estudio de la estética, además de enseñarnos sobre lo que Kant desdeñosamente
denominó “el egoísmo del gusto”, puede decirnos mucho sobre nuestra sociedad. Y en este
empeño versa el último libro de dos de los pensadores más activos y fecundos del presente,
Gilles Lipovetsky y Jean Serroy: La estetización del mundo. Vivir en la época del capitalismo
artístico (Anagrama, 2015).
“El capitalismo aparece así como un sistema incompatible con una vida estética digna de este
nombre, con la armonía, la belleza, la satisfacción. La economía liberal destruye los elementos
poéticos de la vida social; produce en todo el planeta los mismos paisajes urbanos fríos,
monótonos y sin alma, imponen todas partes las mismas libertades de comercio,
homogeneizando los modelos de los centros comerciales, urbanizaciones, cadenas hoteleras,
redes varias, barrios residenciales, balnearios, aeropuertos; de este a oeste, de norte a sur, se
tiene la sensación de que estar aquí es como estar en cualquier otra parte. La industria crea
baratijas kitsch y no cesa de lanzar productos desechables, intercambiables, insignificantes; la
publicidad «contamina visualmente» los espacios públicos; los medios venden programas
dominados por la idiotez, la vulgaridad, el sexo, la violencia o, por decirlo de otro modo: tiempo
de cerebro humano disponible. Por construir megalópolis caóticas y asfixiantes, por poner en
peligro el ecosistema, por descafeinar las sensaciones, por condenar a las personas a vivir
como rebaños estandarizados en un mundo insípido, el modo de producción capitalista se
estigmatiza como barbarie moderna que empobrece la sensibilidad, como orden económico
responsable de la devastación del mundo: afea la tierra entera, volviéndola inhabitable desde
todos los puntos de vista. Este juicio es ampliamente compartido: la dimensión de la belleza se
reduce, la de la fealdad se extiende. El proceso desencadenado por la Revolución Industrial
prosigue inexorable: lo que se perfila, día tras día, es un mundo más desagradable.”
Pero, conforme se intensifica este modelo crece también la preocupación por una estética de
la calidad de vida. En el seno del universo capitalista se alza la exigencia de poder degustar
otras experiencias de sensoriedad plena. “No es tanto estética contra política, sino estética
contra estética: estética de una vida cualitativa y fructífera contra estética compulsiva del
consumo.” Por doquier se difunde el deseo de querer saborear la vida. La sociedad de la
hipervelocidad busca ampliar las posibilidades de una vida más sosegada y a la carta, medios
que permitan ampliar y diversificar los ritmos y modos de vida. Lo que está en marcha, según
los autores, es una diversificación/dualización de la propia ética estética de la
hipermodernidad, en la cual se distinguen dos movimientos: la fun morality, que promueve la
diversión y el consumo de masas, las actividades lúdicas que buscan la novedad por la
novedad, una ética estética kitsch que busca la felicidad dentro del reino de la inmediatez, la
facilidad, la heterogeneidad y la fragmentación consumista. Y otra modalidad ética que busca
experiencias y placeres más dóciles y selectivos, más refinados e infrecuentes, de calidad
sensitiva y emocional. Ambas tendencias no se desplazan una a otra, sino que están llamadas
a desarrollarse simultáneamente.