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Obra desarrollada y publicada bajo los auspicios del Consejo Argentino para las
Relaciones Internacionales (CARI), en el contexto de las tareas de su Centro de
Estudios de Política Exterior (CEPE).
Con la primavera se produjo la paz entre la Argentina y el Brasil y la Banda Oriental se hizo independiente.
La paz, según habían supuesto durante largo tiempo los diplomáticos y comerciantes británicos, inauguraría
una floreciente era de comercio, inversiones e inmigración. Pero no iba a ocurrir tal cosa. Comenzó, en
cambio, un cuarto de siglo de estancamiento comercial, de repudio de las deudas, de tensión política y de
agostadas esperanzas. La paz internacional en el Río de la Plata acarreó la guerra civil en la Argentina (1).
Según Miguel Angel Scenna, el desenlace del conflicto, si bien puede considerarse deportivamente como un
empate, en realidad fue una derrota de relevantes consecuencias para las Provincias Unidas. La pérdida de la
Banda Oriental implicó la renuncia de éstas a una provincia que poseía un puerto como Montevideo, el único
en las Provincias Unidas capaz de competir y servir de freno al poder de Buenos Aires. Según esta línea de
pensamiento, la coexistencia de Montevideo y Buenos Aires hubiera sido una garantía de verdadero
federalismo (2). Esta interpretación, típica de las que responden al mito de pérdidas territoriales argentinas,
puede cuestionarse con la reflexión de que la pérdida para el Imperio era infinitamente más humillante: las
fuerzas brasileñas habían sido expulsadas de la Banda Oriental, a pesar del mayor poderío brasileño y a pesar
de que la ocupación de 1816-17 parecía prácticamente un hecho consumado cuando en 1825 comenzó la
reconquista con la expedición de los Treinta y Tres. Más allá de este debate, lo cierto es que la coexistencia
de Buenos Aires y Montevideo en un mismo Estado hubiera sido siempre problemática, aun sin contabilizar
el mayor poderío brasileño en el hipotético y contrafactual caso de haberse apostado, desde Buenos Aires, a
una continuación de la guerra en aras de un final victorioso. Buenos Aires no deseaba compartir nada con
Montevideo desde un status de igualdad. Desde épocas muy tempranas, ambas ciudades rivalizaban entre sí
por el control exclusivo de sus hinterlands: el Río de la Plata, la campaña oriental y el litoral occidental. En
su momento, y dados los fracasos de los sucesivos gobiernos porteños para anular la insurrección artiguista,
el Directorio y el Congreso hicieron la vista gorda ante la invasión de la Banda Oriental por parte de las
tropas portuguesas en 1816-17 con tal de sacarse de encima el problema que representaba Artigas y su
pretensión de formar una "Liga de los Pueblos Libres" con las provincias del Litoral. Y a partir de 1828 el
gobierno de Buenos Aires encontró una más satisfactoria solución de compromiso para el conflictivo tema de
la Banda Oriental, que le sirvió para terminar una guerra con el Imperio brasileño para la que no estaba
preparado. Con la renuncia a la Banda Oriental, Buenos Aires creía cerrar un frente de conflicto y a la vez
consolidar su perfil exportador, demostrando buena voluntad hacia Londres y su comunidad mercantil con
influyentes representantes en el Río de la Plata. Pero el transcurso del tiempo demostraría las fallas del
Tratado de 1828: la Banda Oriental, aunque tuviese el status de Estado independiente, seguiría gravitando
como si fuera una provincia más de las Provincias Unidas en la política interna y exterior de éstas. La letra
de un tratado no podía por sí misma separar el entrelazamiento de intereses, alianzas y solidaridades
personales forjadas entre caudillos de las Provincias Unidas y la Banda Oriental durante todo el período
colonial y a lo largo de los ciclos independentista y artiguista. Las alianzas del oriental Oribe con el
bonaerense Rosas, del oriental Fructuoso Rivera con el general antirrosista José María Paz, como se verá en
capítulos posteriores, no reconocían las fronteras estipuladas por la letra de éste ni de ningún otro tratado. En
consecuencia, el territorio oriental siguió siendo, como lo fue en la etapa independentista y artiguista, la
manzana de la discordia en el Río de la Plata. Por su parte, y como consecuencia de estas alianzas entre
caudillos tejidas desde ambas orillas del Plata, tanto Buenos Aires como Montevideo seguirían siendo
refugios de los disidentes opuestos respecto del gobierno de turno. Para Scenna, hasta las omisiones del
Tratado Preliminar de Paz obraron en contra de las Provincias Unidas. El Tratado de 1828 no decía una
palabra sobre fronteras. Quedaba abierta una larga discusión sobre el deslinde uruguayo-brasileño, de la que
Río de Janeiro sacaría buen partido. Tampoco se habló de las Misiones Orientales, que no formaban parte de
la Banda Oriental y se las dejó en poder de Brasil. Y para completar, en 1826, en vísperas de la guerra, Río
de Janeiro había elevado a la categoría de encargado de negocios a su cónsul en Asunción, reconociendo
tácitamente la independencia del Paraguay. En el Tratado no se dijo nada de la cuestión paraguaya y la
espina quedó clavada para el gobierno de las Provincias Unidas. Pero como es típicamente el caso con las
20 interpretaciones que alimentan el mito de las pérdidas territoriales, esta argumentación omite el significativo
hecho de que la independencia del Paraguay (luego rechazada inocuamente por Rosas) ya había sido
reconocida por Belgrano en su tratado de 1811. Otra consecuencia de la guerra contra el Brasil fue la
cuestión del Alto Perú, planteada cuando el estallido del conflicto era inminente. Cuando el lugarteniente
bolivariano general Antonio Sucre entró en el Alto Perú y convocó a la celebración de un Congreso de
Provincias Altoperuanas, éstas proclamaron su segregación de las Provincias Unidas en julio de 1825. Ante
esta situación, y en vísperas de guerra con el Brasil, el gobernador Las Heras obró con prudencia. Por ley del
Congreso del 9 de mayo de 1825 se resolvió invitar a las provincias altoperuanas a integrar el Congreso
Constituyente, pero, en caso de que hubieran tomado alguna disposición en otro sentido, se las dejaba en
libertad de acción, lo cual implicaba un reconocimiento de su independencia. Lo que buscaba Las Heras con
esta estrategia era una alianza con Simón Bolívar para enfrentar al Brasil, alianza que, como ya se vio, no
pudo fructificar. El saldo fue que quedó reconocida la independencia de cuatro provincias altoperuanas a las
que pronto se sumó una quinta, Tarija, que no figuraba en la lista original de Sucre pero que Bolivia se
apresuró a anexar con el beneplácito de sus representantes. Al contrario de lo que plantean los cultores del
mito de las pérdidas territoriales, este desenlace quizás haya sido óptimo en las circunstancias, dado que las
Provincias Unidas no estaban en posición de imponer la unión del Alto Perú por la fuerza, una unión,
además, que dada la configuración de intereses económicos era contra natura. Desde 1810 el Alto Perú
nunca había sido controlado por Buenos Aires, y fue afortunado que esta realidad de hecho haya podido
plasmarse jurídicamente sin necesidad de una injusta y seguramente perdidosa guerra contra los bolivianos,
que sin duda tenían derecho a su autodeterminación. En otro plano, la paz con el Brasil abrió una perspectiva
llena de nubarrones para el gobernador Manuel Dorrego. El fin de la guerra dejó en libertad de acción a un
ejército muy identificado con las viejas tentativas de organización nacional desde Buenos Aires. El ejército
de las Provincias Unidas se sentía humillado además por una paz que consideraba bochornosa. Tanto Juan
Manuel de Rosas como Julián Segundo de Agüero le advirtieron claramente a Dorrego las nefastas
consecuencias del Tratado Preliminar de Paz. El primero le decía al entonces gobernador:
Será tan ventajoso como usted dice el tratado celebrado con el Brasil; pero no es menos cierto que usted ha
contribuido a formar una grande estancia con el nombre de Estado del Uruguay. Y esto no se lo perdonarán a
usted. Quiera Dios que no sea el pato de la boda en estas cosas.
Por su parte Agüero, advertía la futura suerte del gobernador Dorrego: "Nuestro hombre está perdido: él
mismo se ha labrado su ruina (3)". Por cierto, Rosas y Agüero no se equivocaron en su pronóstico. En
diciembre de 1828, pocos meses después de la firma del Tratado Preliminar de Paz entre Buenos Aires y el
Imperio de Brasil, Dorrego cayó fusilado por los hombres del general Juan Galo de Lavalle. Con el
fusilamiento de Dorrego se abrió una lucha abierta entre dos personajes claves. Por un lado, Lavalle, brazo
armado de los viejos integrantes del Partido del Orden, que utilizaron con oportunismo el descontento de la
opinión pública porteña y de los militares que regresaban de la guerra y consideraban deshonrosa la paz de
1828. Por el otro, el estanciero Juan Manuel de Rosas, quien, como Dorrego se apoyaba en los sectores
populares de la campaña bonaerense y a partir de 1829 pasó a ser la figura central de las Provincias Unidas
del Río de la Plata.
• Consecuencias de la guerra para el Brasil
Una de las consecuencias más relevantes del enfrentamiento entre Buenos Aires y el Imperio de Brasil fue el
severo desgaste del prestigio de la autoridad imperial. El resultado del conflicto, tan alejado de las
esperanzas del emperador Pedro I, lo dejó prácticamente sin sustento frente a la sociedad. La guerra contra
las Provincias Unidas había llevado al incremento del reclutamiento, muy resistido por los brasileños. Ante
este inconveniente, Pedro I optó por un remedio que resultó peor que la enfermedad: recurrió al aporte de
tropas mercenarias extranjeras para reforzar el reclutamiento. Esta decisión resultó desastrosa pues produjo
un motín de varios miles de mercenarios irlandeses y alemanes en Río de Janeiro en julio de 1828, que debió
ser sofocado de una forma humillante para el prestigio de la autoridad imperial: hubo que recurrir a la ayuda
de unidades navales francesas e inglesas. La guerra con Buenos Aires además interrumpió el suministro de
mulas y ganado de Río Grande do Sul a Sao Paulo, Minas Gerais y Río de Janeiro, regiones cuyas economías
sufrieron un fuerte deterioro por la subida de los precios de las mulas y del ganado a fines de la década de
21 1820. La falta de participación en el poder de los grupos dominantes de Minas Gerais, de Sao Paulo y de
algunos sectores de Río de Janeiro, se combinaron con el odio popular a Pedro I. Finalmente, el emperador
Pedro I abdicó en abril de 1831 en favor de su hijo Pedro, proclamado emperador como Pedro II. Pedro I
debió resolver dos problemas pendientes luego de la guerra con las Provincias Unidas: uno, la situación
creada en el reino de Portugal con la muerte de Juan VI. Este factor otorgaba a Pedro I de Brasil -que a la vez
era Regente de Portugal- la posibilidad de acceder al trono lusitano. Pero esta posibilidad de reunir las dos
coronas era rechazada por los brasileños, de modo que Pedro I optó por ceder la corona portuguesa en favor
de su hija María, que fue coronada en Portugal como María II, y poco después destronada por un
movimiento absolutista. El otro problema pendiente era el estado de las relaciones con Gran Bretaña tras el
reconocimiento de la independencia brasileña por parte de Londres en 1825. Durante la guerra con las
Provincias Unidas, el Imperio firmó un tratado comercial con Inglaterra en agosto de 1827 que prácticamente
convertían a Brasil en una factoría británica. Pero estos acuerdos incluían la supresión del tráfico de esclavos
negros, una cláusula sumamente sensible para los intereses de los dueños de grandes plantaciones en Brasil.
La importancia del azúcar y del café para la economía brasileña impuso la necesidad de olvidar los acuerdos
con Inglaterra, con lo que la cuestión de la esclavitud pasó a ser un tema muy conflictivo en las relaciones
entre Londres y Río de Janeiro. Como en el caso de las Provincias Unidas, el Imperio brasileño era un
mosaico de mini-Estados separados por la distancia física, las características regionales e incluso culturales
de sus respectivas poblaciones. El gaúcho riograndense poco tenía en común con el mineiro, el paulista o el
bahiano. Justamente de la peculiar región de Río Grande do Sul, parecida geográfica y culturalmente al
territorio oriental o a las pampas bonaerenses, provendría una revolución separatista y de orientación
republicana, la de los farrapos (harapos). Esta revolución de los farrapos fue conducida por el estanciero
Bento Gonçalves da Silva, que era un verdadero émulo riograndense del caudillo oriental Juan Antonio
Lavalleja o del bonaerense Juan Manuel de Rosas, en el sentido de que era un hacendado con fuerte influjo
sobre la población campesina. Gonçalves da Silva procuraba enfrentar el poder imperial separando a Río
Grande del Brasil, y uniéndolo al Uruguay. Con ese objetivo, da Silva entró en tratos justamente con
Lavalleja. Este último no deseaba que Uruguay fuera fronterizo con Brasil y prefería la presencia de un
Estado tapón entre Brasil y el Uruguay, que podía ser la región de Río Grande hecha república, o bien Río
Grande sumada a la provincia oriental. Las tratativas entre Gonçalves da Silva y Lavalleja y da Silva y
Rosas, junto con la declaración de la revolución de los farrapos en septiembre de 1836, son datos que
demuestran que en esta etapa, más que hablar de historia argentina convendría hablar de una compleja
historia rioplatense.