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En una determinada etapa, muy primitiva, del desarrollo de la sociedad, se hace sentir la
necesidad de abarcar con una regla general los actos de la producción, de la distribución y del
cambio de los productos, que se repiten cada día, la necesidad de velar por que cada cual se
someta a las condiciones generales de la producción y del cambio. Esta regla, costumbre al
principio, se convierte pronto en ley. Con la ley, surgen necesariamente organismos encargados
de su aplicación: los poderes públicos, el Estado. Luego, con el desarrollo progresivo de la
sociedad, la ley se transforma en una legislación más o menos extensa. Cuanto más compleja se
hace esta legislación, su modo de expresión se aleja más del modo con que se expresan las
habituales condiciones económicas de vida de la sociedad. Esta legislación aparece como un
elemento independiente que deriva la justificación de su existencia y las razones de su desarrollo,
no de las relaciones económicas, sino de sus propios fundamentos interiores, como si dijéramos
del “concepto de voluntad”. Los hombres olvidan que su derecho se origina en sus condiciones
económicas de vida, lo mismo que han olvidado que ellos mismo proceden del mundo animal.
Una vez la legislación se ha desarrollado y convertido en un conjunto complejo y extenso, se
hace sentir la necesidad de una nueva división social del trabajo: se constituye un cuerpo de
juristas profesionales, y con él, una ciencia jurídica. Esta, al desarrollarse, compara los sistemas
jurídicos de los diferentes pueblos y de las diferentes épocas, no como un reflejo de las relaciones
económicas correspondientes, sino como sistemas que encuentran su fundamento en ellos
mismos. La comparación supone un elemento común: éste aparece por el hecho de que los
juristas recogen, en un derecho natural, lo que más o menos es común a todos los sistemas
jurídicos. Y la medida que servirá para distinguir lo que pertenece o no al derecho natural, es
precisamente la expresión más abstracta del derecho mismo: la justicia. A partir de este
momento, el desarrollo del derecho, para los juristas y para los que creen en sus palabras, no
reside sino en la aspiración a aproximar cada día más la condición de los hombres, en la medida
en que está expresada jurídicamente, al ideal de la justicia, a la justicia eterna. Y esta justicia es
siempre la expresión ideologizada, divinizada, de las relaciones económicas existentes, a veces
en su sentido conservador, otras veces en su sentido revolucionario. La justicia de los griegos y
de los romanos juzgaba justa la esclavitud; la justicia de los burgueses de 1789 exigía la abolición
del feudalismo, que consideraba injusto. Para el junker prusiano, incluso la mezquina ordenanza
sobre los distritos, es una violación de la justicia eterna. La idea de la justicia eterna cambia, pues,
no sólo según el tiempo y el lugar, sino también según las personas; forma parte de las cosas,
como advierte justamente Mülberger, que “cada uno entiende a su manera”. Si en la vida
ordinaria, en la que las relaciones a considerar son sencillas, se acepta sin malentendidos, incluso
en relación con los fenómenos sociales, expresiones como justo, injusto, justicia, sentimiento del
derecho, en el estudio científico de las relaciones económicas, estas expresiones terminan, como
hemos visto, en las mismas confusiones deplorables que surgirían, por ejemplo, en la química
moderna, si se quisiese conservar la terminología de la teoría flogística. Y la confusión es peor
todavía cuando, a imitación de Proudhon, se cree en el flogisto social, en la “justicia”, o si se
afirma con Mülberger que la teoría del flogisto es tan acertada como la teoría del oxígeno.
Marx - La Guerra Civil en Francia
Como es lógico, la Comuna de París había de servir de modelo a todos los grandes centros
industriales de Francia. Una vez establecido en París y en los centros secundarios el régimen de
la Comuna, el antiguo Gobierno centralizado tendría que dejar paso también en provincias al
gobierno de los productores por los productores. En el breve esbozo de organización nacional
que la Comuna no tuvo tiempo de desarrollar, se dice claramente que la Comuna habría de ser
la forma política que revistiese hasta la aldea más pequeña del país y que en los distritos rurales
el ejército permanente habría de ser remplazado por una milicia popular, con un plazo de servicio
extraordinariamente corto. Las comunas rurales de cada distrito administrarían sus asuntos
colectivos por medio de una asamblea de delegados en la capital del distrito correspondiente y
estas asambleas, a su vez, enviarían diputados a la Asamblea Nacional de delegados de París,
entendiéndose que todos los delegados serían revocables en todo momento y se hallarían
obligados por el mandato imperativo (instrucciones) de sus electores. Las pocas, pero
importantes funciones que aún quedarían para un Gobierno central no se suprimirían, como se
ha dicho, falseando de intento la verdad, sino que serían desempeñadas por agentes comunales
y, por tanto, estrictamente responsables. No se trataba de destruir la unidad de la nación, sino
por el contrario, de organizarla mediante un régimen comunal, convirtiéndola en una realidad al
destruir el poder del Estado, que pretendía ser la encarnación de aquella unidad, independiente
y situado por encima de la nación misma, en cuyo cuerpo no era más que una excrecencia
parasitaria. Mientras que los órganos puramente represivos del viejo poder estatal habían de ser
amputados, sus funciones legítimas habían de ser arrancadas a una autoridad que usurpaba una
posición preeminente sobre la sociedad misma, para restituirla a los servidores responsables de
esta sociedad. En vez de decidir una vez cada tres o seis años qué miembros de la clase dominante
han de representar y aplastar al pueblo en el parlamento, el sufragio universal habría de servir al
pueblo organizado en comunas, como el sufragio individual sirve a los patronos que buscan
obreros y administradores para sus negocios. Y es bien sabido que lo mismo las compañías que
los particulares, cuando se trata de negocios saben generalmente colocar a cada hombre en el
puesto que le corresponde y, si alguna vez se equivocan, reparan su error con presteza. Por otra
parte, nada podía ser más ajeno al espíritu de la Comuna que sustituir el sufragio universal por
una investidura jerárquica.
Pero semejante “interpretación” es la más tosca tergiversación del marxismo, tergiversación que
sólo favorece a la burguesía que descansa teóricamente en la omisión de circunstancias y
consideraciones importantísimas que se indican, por ejemplo, en el “resumen” contenido en el
pasaje de Engels íntegramente citado por nosotros.
En primer lugar, Engels dice en el comienzo mismo de este pasaje que, al tomar el poder estatal,
el proletariado “destruye con ello mismo, el Estado como tal”. No es usual pararse a pensar lo
que significa esto. Lo corriente es desentenderse de ella en absoluto o considerarlo algo así como
una “debilidad hegeliana” de Engels. En realidad, estas palabras encierran concisamente la
experiencia de una de las más grandes revoluciones proletarias, la experiencia de la Comuna de
París de 1871, de la cual hablaremos detalladamente en su lugar. En realidad, Engels habla aquí
de la “destrucción” del Estado de la burguesía por la revolución proletaria, mientras que las
palabras relativas a la extinción del Estado se refieren a los restos del Estado proletario después
de la revolución socialista. El Estado burgués no se “extingue”, según Engels, sino que “es
destruido” por el proletariado en la revolución. El que se extingue, después de esta revolución, es
el Estado o semiestado proletario.
En segundo lugar, el Estado es una “fuerza especial de represión”. Esta magnífica y profundísima
definición nos la da Engels aquí con la más completa claridad. Y de ella se deduce que la “fuerza
especial de represión” del proletariado por la burguesía, de millones de trabajadores por unos
puñados de ricachos, debe sustituirse por una “fuerza especial de represión” de la burguesía por
el proletariado (dictadura del proletariado). En esto consiste precisamente la “destrucción del
Estado como tal”. En esto consiste precisamente el “acto” de la toma de posesión de los medios
de producción en nombre de la sociedad. Y es de suyo evidente que semejante sustitución de una
“fuerza especial” (la burguesa) por otra (la proletaria) ya no puede operarse, en modo alguno,
bajo la forma de “extinción”.
En tercer lugar, Engels, al hablar de la “extinción” y —con palabra todavía más plástica y
gráfica— del “adormecimiento” del Estado, se refiere con absoluta claridad y precisión a la época
posterior
a la “toma de posesión de los medios de producción por el Estado en nombre de toda la
sociedad”, es decir, posterior a la revolución socialista.
Todos sabemos que la forma política del “Estado”, en esta época, es la democracia más
completa. Pero a ninguno de los oportunistas que tergiversan desvergonzadamente el marxismo
se le viene a las mientes la idea de que, por consiguiente, Engels hable aquí del “adormecimiento”
y de la “extinción” de la democracia. Esto parece, a primera vista, muy extraño. Pero sólo es
“incomprensible” para quien no haya comprendido que la democracia es también un Estado y
que, en consecuencia, la democracia también desaparecerá cuando desaparezca el Estado. El
Estado burgués sólo puede ser “destruido” por la revolución. El Estado en general, es decir, la
más completa democracia, sólo puede “extinguirse”.
En cuarto lugar, al formular su notable tesis: “El Estado se extingue”, Engels aclara a renglón
seguido, de un modo concreto, que esta tesis se dirige tanto contra los oportunistas como contra
los anarquistas. Y Engels, coloca en primer plano aquella conclusión de su tesis sobre la
“extinción del Estado” que va dirigida contra los oportunistas. Podría apostarse que de diez mil
hombres que hayan leído u oído hablar acerca de la “extinción” del Estado, nueve mil
novecientos noventa no saben u olvidan en absoluto que Engels no dirigió solamente contra los
anarquistas sus conclusiones derivadas de esta tesis. Y de las diez personas restantes, lo más
probable es que nueve no sepan lo que es el “Estado popular libre” y por qué el atacar esta
consigna significa atacar a los oportunistas. ¡Así se escribe la historia! Así se adapta de un modo
imperceptible la gran doctrina revolucionaria al filisteísmo reinante. La conclusión contra los
anarquistas se ha repetido miles de veces, se ha vulgarizado, se ha inculcado en las cabezas del
modo más simplificado, ha adquirido la solidez de un prejuicio. ¡Pero la conclusión contra los
oportunistas la han esfumado y “olvidado”!