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El llamado

Héctor Tizón

Al principio sólo levantó dos o tres veces la cabeza y trató de perforar la


oscuridad con sus ojos mansos. Luego volvió a la misma posición apoyando el
hocico sobre sus patas delanteras.
Afuera tronaba la tormenta, llenando el cielo de descargas. Después
comenzó a caer el aguacero con furia extraordinaria.
Él le había recomendado: "Espérame aquí. Vuelvo al anochecer".
El fuego que el hombre dejara encendido antes de salir iba muriendo en un
montón de cenizas. Las sombras cayeron poco a poco y la noche ganó primero
el interior de la casa.
Ahora bramaba la tormenta y entre el ruido del agua contra los techos de zinc
y los truenos se percibía a veces el ronco o agudo silbar de las locomotoras.
Era como si el mundo probara sus instrumentos antes de empezar una
estruendosa sinfonía.
El animal, por fin, se incorporó dando un aullido. Después empezó a ladrar
con todas sus fuerzas y a recorrer la habitación de un extremo al otro. Luego se
trepó a los muebles tumbando una mesa con lo que había encima, enloquecido
por la lluvia, los truenos, el encierro. También comenzó a aullar largamente y a
arañar la puerta parado sobre sus patas traseras. Hasta que, cuando en el
interior de la casa reinaba el desorden, distinguió la ventana. Primero fue hasta
ella y pegó el hocico contra los cristales, después quiso introducir las uñas en
las junturas. Sus ojos mansos, desesperados, brillaron un instante cuando la
luz de un relámpago iluminó fugazmente el interior. Desde allí contempló la
calle que era un lodazal solitario. Retrocedió una corta distancia, tomó fuerzas
y abalanzándose contra el ventanal, pudo caer hacia fuera.
Ya casi había cesado la lluvia. Entonces, magullado, perdiendo abundante
sangre por el óvalo de un ojo que una astilla de vidrio le vaciara, renqueando,
logró llegar hasta el final del callejón junto al descampado en que él yacía con
el cuerpo todavía caliente, para lamerle la profunda herida por donde acababan
de arrebatarle la vida.

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