Al principio sólo levantó dos o tres veces la cabeza y trató de perforar la
oscuridad con sus ojos mansos. Luego volvió a la misma posición apoyando el hocico sobre sus patas delanteras. Afuera tronaba la tormenta, llenando el cielo de descargas. Después comenzó a caer el aguacero con furia extraordinaria. Él le había recomendado: "Espérame aquí. Vuelvo al anochecer". El fuego que el hombre dejara encendido antes de salir iba muriendo en un montón de cenizas. Las sombras cayeron poco a poco y la noche ganó primero el interior de la casa. Ahora bramaba la tormenta y entre el ruido del agua contra los techos de zinc y los truenos se percibía a veces el ronco o agudo silbar de las locomotoras. Era como si el mundo probara sus instrumentos antes de empezar una estruendosa sinfonía. El animal, por fin, se incorporó dando un aullido. Después empezó a ladrar con todas sus fuerzas y a recorrer la habitación de un extremo al otro. Luego se trepó a los muebles tumbando una mesa con lo que había encima, enloquecido por la lluvia, los truenos, el encierro. También comenzó a aullar largamente y a arañar la puerta parado sobre sus patas traseras. Hasta que, cuando en el interior de la casa reinaba el desorden, distinguió la ventana. Primero fue hasta ella y pegó el hocico contra los cristales, después quiso introducir las uñas en las junturas. Sus ojos mansos, desesperados, brillaron un instante cuando la luz de un relámpago iluminó fugazmente el interior. Desde allí contempló la calle que era un lodazal solitario. Retrocedió una corta distancia, tomó fuerzas y abalanzándose contra el ventanal, pudo caer hacia fuera. Ya casi había cesado la lluvia. Entonces, magullado, perdiendo abundante sangre por el óvalo de un ojo que una astilla de vidrio le vaciara, renqueando, logró llegar hasta el final del callejón junto al descampado en que él yacía con el cuerpo todavía caliente, para lamerle la profunda herida por donde acababan de arrebatarle la vida.