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—Eizal, tu historia está por terminar—Clamaba una voz por entre las sombras

Ajusté mi cetro cerca mi cuerpo y comencé a caminar mucho más alerta. La cueva cada vez se
volvía más oscura y tenebrosa, solamente se observaban unos pequeños destellos aguamarinas
provenientes de las formaciones de Azulinita en el suelo y en las paredes.
—Ezach, sin mí no vas a poder continuar con tu camino hacia la trascendencia— La voz sonaba
más fuerte y provenía de todos lados.
— ¡Cállate Dywelk! — Le grité a la nada— Debí de haberte matado cuando tuve la oportunidad en
la cima de la torre de los hechiceros del caos.
— Debiste, pero nunca lo hiciste y ahora estás aquí, a punto de llegar a tu final—La voz sonaba
trémula y acabada.
— ¡No es mi final! — Alcé mi báculo con mi mano izquierda y una oleada de proyectiles de cristal
se formaron en el aire, saliendo disparados a cada rincón del lugar.
—Déjate consumir por la ira Eizal, esa ira y ese deseo que te hizo llegar a mí, que te hizo querer
aprender aún más de lo que te era permitido, de llegar a rozar lo imposible.
Es cierto, la rabia me consumía y supe en ese momento que iba a perder el control de nuevo.
Dywelk tenía razón en todo lo que había dicho, fue esa curiosidad insaciable lo que me permitió
aprender tantos hechizos, pero a costa de casi perder mi humanidad y estar cegado ante el mundo
y las personas. No iba a volver a caer en la misma trampa de Dywelk, no podía permitir que él me
usara de nuevo, no podía darle más poder… Pero lo hice.
Una ráfaga de fuego negro comenzó a aparecer del suelo llegando a consumirme por completo.
Sentía el fuego, la fuerza y el deseo. Sonreí por unos momentos al recordar aquel sentimiento
pero, cuando ya iba a ser devorado por esa llamarada, todo se apagó. Abrí mis ojos y vi que ya no
había nada sobre mí, entorné mis ojos y vi que al frente mío había una figura hecha de ese fuego
negro, un poco más alta que yo pero sin alguna forma definida.
—Gracias Eizal, has avivado la llama y con este fuego resurgirá mi reino, resurgirán mis deseos y te
tendré de nuevo conmigo.
La llamarada comenzó a adquirir forma y, al ver qué se estaba formando, comencé a retroceder. Al
frente mío estaba el hechicero que me hizo destruir mi pueblo, que me enseñó todo lo que sé
ahora y al que había jurado asesinar.
— ¡Dywelk! —fue un grito más de pánico que cualquier otra cosa. Verlo allí delante me había
llenado de miedo, mis piernas temblaban y casi dejo caer mi báculo al suelo, si eso hubiese
pasado, ese hubiera sido efectivamente mi fin.
Puse mi báculo en mi cinto y del otro saqué mi espada, ésta tenía un color plateado brillante,
blandí delante de mí y le susurré unas palabras del lenguaje arcano “Suisal akla ken-tza”, que
traduce a “Espada de filo de hielo”. De mis mangas comenzó a salir un hilo de agua que recorrió
como una serpiente la hoja de la espada que, a llegar a la punta siseó con fuerza al hechicero y
esta se cristalizó por sobre la hoja, dejando una película delgada de hielo.
Salí corriendo con ambas manos sobre la espada, abalanzándome sobre Dywelk. No estaba
pensando con claridad, sólo quería que esa figura desapareciera de mi vista.
—Ja, ¿crees que con mis propios hechizos podrás detenerme? —Dywelk sacó de su espalda en
llamas un mandoble recubierto en ese fuego negro y lo puso verticalmente sobre su rostro, a la
espera de mi golpe.
Sin importar que Dywelk estuviera preparado, corrí más rápido y, cuando estaba a sólo unos
centímetros de él pronuncié “Bako mina-tza: Pies alados” y salté sobre el hechicero, que había
atacado con un corte lateral que golpeó en mi talón derecho. No supe por qué no sentí el dolor de
la herida y, cuando aterricé detrás del hechicero en llamas me giré y le asesté un golpe circular
horizontal por todo su cuerpo.
Mi espada pasó limpiamente por sobre el hechicero, dejando vahos de vapor por donde pasaba y,
cuando lo había cortado, el fuego comenzó a extinguirse.
—Eizal, de verdad no tienes oportunidad contra mí, puede que de ti sólo haya obtenido un ascua
de vida, pero este fuego crecerá lo suficiente hasta hacer arder todos los siete reinos que conviven
supuestamente en paz y te hará arder a ti también, conmigo.
El fuego se consumió por completo y sólo quedó en la cueva el destello de los cristales de
Azulinita. Miré mi pie derecho y estaba con una línea de una quemadura, era bastante pequeña a
juzgar por el tamaño de la espada. Me senté en el suelo de la cueva y me dejé vencer por el
cansancio, ni el frío ni la llegada de una presencia extraña la cueva, me pudieron despertar.

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